«Acumulen tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el moho los destruyen, ni hay ladrones que perforen las paredes y se los roben; porque donde está tu tesoro, ahí también está tu corazón» (Mt 6, 20-21).
Madre nuestra: es propio de la condición humana el deseo de tener posesiones, para asegurar el sustento de uno mismo y de nuestra familia. Pero una de las consecuencias del pecado original en el hombre es el deseo desordenado de los bienes de la tierra. De modo que es necesario esforzarse para vivir las virtudes de la sobriedad y la templanza, que capacitan a la persona para hacerse dueña de sí misma, poner orden en los gustos y deseos, a tener equilibrio en el uso de los bienes materiales, aspirando a un bien mejor.
Jesús nos pide no “acumular” tesoros en la tierra. Es decir, propone evitar los excesos, porque si se pierde el equilibrio vienen las consecuencias dañinas, sobre todo para el alma. Por eso es mejor acumular tesoros en el cielo, para gozar de ellos en la vida eterna.
En la misma enseñanza que estamos considerando, con palabras de Jesús, dice que si los ojos están enfermos todo el cuerpo tiene oscuridad. Quiere decir que para poder acumular los tesoros en el cielo debemos ver todo con ojos sanos, con visión sobrenatural, con los ojos de la fe, que nos ayudan a darnos cuenta de que vale la pena cualquier renuncia en esta vida, siguiendo el ejemplo de Cristo, viviendo la caridad con los demás, y teniendo presente aquella promesa del Señor, cuando pidió a un joven dejar todo, asegurándole que tendría un tesoro en el cielo.
Ayúdanos, Madre, a tener la fe necesaria, y a reconocer que toda renuncia, buscando los bienes eternos, vale la pena.
Hijo mío: ¿dónde están tus tesoros?
¿Dónde tienes puesto el corazón?
Abre tus ojos y dime qué ves: ¿luz u oscuridad?
No son tus ojos del cuerpo los que tienen visión sobrenatural, son tus ojos del alma.
Tu brillo es espiritual. Nada lo puede opacar si conservas la fe, la esperanza y la caridad. Es el brillo de los tesoros que acumulas en el cielo. Es la luz de Cristo que vive en ti, revelando tu valor ante el mundo para Dios.
¿Sabes cuánto vales? Infinito es tu valor: la sangre preciosa de Cristo, derramada en la cruz, para pagar tu rescate.
Por tanto, eres un tesoro de Dios, que tiene voluntad, y un corazón con capacidad de amar y de obrar la caridad; que puede decidir hacer el bien o hacer el mal, amar a Dios por sobre todas las cosas o amar al mundo más que a Dios; que tiene libertad porque su Amo y Señor se la dio.
Fuiste creado para amar y ser amado. Y el verdadero amor es libre, y es un tesoro.
Ama a Dios y haz el bien.
Vive a la luz del Evangelio.
Haz la caridad con los demás.
Practica las virtudes en todo lo que hagas, en todo momento.
Dirige tu mirada, tus oraciones, tus pensamientos, tus trabajos, todas tus acciones al Crucificado.
Deja todo. Renuncia a tus apegos del mundo, a tus pasiones y posesiones, y síguelo.
Entonces tendrás grandes tesoros en el cielo, porque está escrito que los misericordiosos recibirán misericordia, para gozar un día en la eternidad de Dios y darle gloria.
Ningún tesoro en este mundo vale la pena.
Nada es tan grande, valioso y maravilloso como el cielo.
Vive deseando los bienes eternos y luchando por tenerlos.
Pide la gracia del Espíritu Santo, y permanece junto a mí, bajo la protección de mi manto.
Tu vida es un tesoro de Dios, que yo guardo con celo en mi corazón.
En tu vida no tendrás oscuridad, sino luz, mientras conserves el corazón ardiente, encendido del amor de Cristo.
¡Muéstrate Madre, María!
(En el Monte Alto de la Oración, n. 96)