«José, hijo de David, no dudes en recibir en tu casa a María, tu esposa, porque ella ha concebido por obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y tú le pondrás el nombre de Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mc12, 28-31)
Madre mía: ¡muchas felicidades! Me uno con alegría a la fiesta del cielo que hay el día de hoy, celebrando tu vida. Todos los nacimientos hay que celebrarlos, pero el tuyo tenía una especial importancia en la historia de la salvación, que nunca lo acabaremos de celebrar suficientemente, en un eterno agradecimiento a Dios.
Hoy es la fiesta del sí a la vida, que es el sí al amor y al pleno uso de nuestra libertad para cumplir fielmente siempre la voluntad de Dios, conscientes de que lo mejor es gastar nuestra vida y todos nuestros talentos en cumplir el plan de Dios. No podemos saber todo lo que se deriva, dentro de ese plan, de que le digamos siempre a Dios que sí.
Tú dijiste: “sí, hágase en mí según tu palabra”, y por ese sí se hizo hombre el Hijo de Dios, quien es el Camino, la Verdad y la Vida. La salvación del género humano dependía de tu generosa correspondencia a la gracia, que siempre fue total.
Celebramos también el sí de tus padres, y el sí de san José, de los que también Dios se sirvió para que su Hijo Jesús pudiera cumplir el plan de salvación.
Ayúdanos, Madre, a cuidar nuestra alma, para saber usar siempre nuestra libertad para glorificar a Dios con nuestra vida, y para defender, también, toda vida humana.
Hijo mío: hoy es mi cumpleaños.
Es una gran fiesta.
Celebramos la vida, mi vida, la vida de Jesús, la vida de la Iglesia, la vida del mundo y la vida eterna. Todo eso, hijo mío, significa el “sí” de mis padres.
El Señor me pensó para realizar su plan de salvación para la humanidad. Tal y como me pensó me creó, pero Él quiso invitar a mis padres a participar de su plan divino.
Él tiene un plan para cada ser humano. Le gusta hacer partícipes a los hombres de su plan divino, pero no obliga. Él invita y quiere depender de la buena voluntad de cada uno, y permite que decida en libertad. Entonces le da los medios para que se haga su voluntad.
Mis padres hicieron la voluntad del Señor, pero fue Él quien me dio la vida. Él es el único Creador y Dueño de la vida. Y fui sin pecado concebida, para ser digna morada del que es la verdadera Vida.
El Señor mi Dios, con gran respeto y majestad, me preguntó de voz del ángel si su voluntad en mí permitía que se hiciera. Y, en completa libertad, dije “sí”, y la Vida, por obra del Espíritu Santo, fue engendrada en mí.
El Hijo de Dios, dejando la gloria que tenía con su Padre, me aceptó como su Madre y se encarnó en mí. Su Padre Dios le había preparado un vientre puro, virgen, inmaculado, un lugar seguro y digno para recibirlo y prepararlo para nacer al mundo.
Para eso nací, para decir “sí”.
Y Él creó el perfecto esposo para mí, para que me cuidara, me protegiera y al mundo la Vida entregara. Cristo es la vida del mundo, pero él debía decidir en total libertad ser el padre putativo de Jesús. Y él dijo “sí”, porque para eso nació, para ser custodio del Mesías, el Hijo de Dios.
¡Cuánto bien hace al mundo el nacimiento de un nuevo ser!
¡Cuánta gloria le da una madre a Dios, con la alegría de a su hijo ver nacer!
¡Cuánto a Dios glorifican los hombres cuando participan de su divino plan!
Cada vida de cada ser humano es suya, y no está permitido que la madre, el padre o cualquier otro ser humano la destruya, aun desde antes de nacer. Un niño recién nacido o un niño no nacido depende totalmente de otros, y no se puede defender. Deshacerse de una creatura indefensa es un asesinato.
“No matarás” es un mandamiento de la ley de Dios, y es una ley que, por supervivencia, la tienen todos los hombres tatuada en el corazón, y se los dicta su conciencia.
Pero no solo cometen pecado los que incumplen la ley de Dios por cometer un asesinato, sino que ofenden a Dios despreciando su invitación de participar de su divino plan, para lo que Él a ellos los pensó, para lo que ellos nacieron, para lo que Él los creó.
Hijo mío: es maravilloso decir “sí” a la vida, pero también hay que decir “no” al asesinato de niños inocentes. Pero ¡ay de aquellos que cometen tan grave ofensa a Dios! Más les valdría a ellos mismos no haber nacido, porque se enfrentarán a la ira de Dios.
Yo los envío a defender la vida con la evangelización.
¡Si ustedes supieran cuántos niños mueren en el vientre de su madre! Y ni siquiera ofenden esas madres gravemente a Dios, porque la misericordia del Señor protege a los ignorantes.
Aun así, cometen el pecado de egoísmo. Y, aun sin saberlo, a quien no reciben ¡es al mismo Cristo, que vive en el alma de cada niño, desde el momento de su concepción!
Si quieren saber cómo desagraviar tanto mal ¡luchen, hijos míos, por el triunfo de mi Inmaculado Corazón!, llevando la fe a todo el mundo a través de la evangelización.
Y adoren al Señor en la Eucaristía. Amen la vida. La vida es Cristo, y está con ustedes todos los días de su vida.
Esos niños inocentes están en mi fiesta presentes. Ellos son santos inocentes. Oren ustedes, no por ellos –que viven en el Paraíso–, sino por aquellos que les provocaron la muerte.
Y un consejo yo les doy: encomienden a sus asesinos a esos pequeños santos inocentes.
Celebremos la vida, hijo mío.
El Señor ha vencido al mundo y ha destruido la muerte.
Mi alma glorifica al Señor. ¡Aleluya!
¡Muéstrate Madre, María!
(En el Monte Alto de la Oración, n. 26)