«Al ver a las multitudes, se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y desamparadas, como ovejas sin pastor. Entonces dijo a sus discípulos: “La cosecha es mucha y los trabajadores, pocos. Rueguen, por lo tanto, al dueño de la mies que envíe trabajadores a sus campos”» (Mt 9, 36-38)
Madre nuestra: es patente la necesidad de contar con más obreros que trabajen en la mies del Señor. Hacen falta vocaciones de almas entregadas al servicio de Dios, dentro de las muchas instituciones de la Iglesia que hay en el mundo entero. Pero, de manera particular, hacen falta muchas vocaciones sacerdotales, porque todos necesitamos la atención pastoral de los sacerdotes para recibir la gracia de los sacramentos, y para escuchar la predicación de la Palabra de Dios de boca de tus hijos predilectos, tus sacerdotes.
La Iglesia insiste de muchos modos en la importancia de la oración por las vocaciones, y también se trabaja mucho en la pastoral vocacional, para ayudar, sobre todo a los jóvenes, a que descubran cuál es el camino que quiere Dios que sigan ellos, cuando Él los llama.
Los sacerdotes tenemos el deber de ejercer con celo nuestro ministerio pastoral, para también, con el ejemplo, hacer atractivo ese camino, contando con la gracia de Dios, ya que Él es el que llama y da la vocación desde el seno materno.
¿Qué podemos hacer, Madre, para que no falten en la Iglesia las vocaciones de los elegidos de Dios para continuar la misión de Cristo en la tierra? ¿Y qué podemos hacer para sostener en la fidelidad esas vocaciones?
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Hijos míos: “Rueguen al Dueño de la mies que envíe más obreros a sus campos” es lo mismo que decir “oren por los sacerdotes”.
La mies es mucha y los obreros pocos, y ¡cuántos más serían si todos aquellos obreros que Dios envía fueran buenos sacerdotes!
El Señor escucha sus ruegos, se compadece de su pueblo que camina como ovejas sin pastor. No los abandona a su suerte en medio de lobos rapaces –que son espíritus inmundos, demonios que desean devorarlos–, y les envía al Buen Pastor, para que dé su vida por sus ovejas.
Cada obrero de su mies es el Buen Pastor si vive su sacerdocio en perfecta configuración con su Señor. Pero no todos practican bien su vocación.
Algunos desertan y se van.
Otros se acomodan en la pereza.
Otros viven buscando complacerse a sí mismos en medio de las riquezas.
Otros se han cansado y se han echado a dormir.
Otros se han resignado y han decidido en la tibieza vivir.
Otros tienen miedo y viven escondidos, evadiendo su responsabilidad.
Otros dicen “sí voy”, pero luego no van.
Otros reniegan y desobedecen al Santo Padre, queriendo hacer todo según a ellos les complace. Se llenan de soberbia y pretenden ser más sabios que la sabiduría de Dios. Ofenden al Espíritu Santo, pretendiendo defender sus propios pensamientos y pasar por encima de la ley.
Pero muchos otros luchan para vencer las tentaciones, y vivir con virtud y en santidad su vocación. Perfectos no son, pero tienen disposición, y le dan mucha gloria a Dios.
A ellos, a los que cumplen con su responsabilidad, porque aman a Dios por sobre todas las cosas y agradecen el don que Él les da, se les acumula la carga sobre su espalda, porque son muchos, pero, aun así, para tan grande mies, son pocos.
Orar por los sacerdotes es un mandato del Señor. Todos deberían hacerlo. Todos los miembros de la Iglesia deberían procurarlo y promoverlo.
Es una responsabilidad de todo cristiano por sus pastores rezar, ayudarlos, bendecirlos, procurar que tengan todo lo necesario para que puedan trabajar.
Es justo que un hombre que lo ha dejado todo, para dedicarse a santificar a las almas, tenga los medios necesarios para hacerlo.
Los laicos deben velar por sus sacerdotes, por su seguridad y su bienestar físico, moral y espiritual.
Los sacerdotes son siervos, y todo trabajador tiene derecho a su salario.
El diezmo, la limosna, la caridad, el buen trato, una palabra de cariño y de aliento, las catorce obras de misericordia para ellos, todo eso es necesario, porque son hombres elegidos de Dios para representarlo, están configurados con Cristo, y Cristo es Dios, pero también es humano. Y los sacerdotes, a diferencia de su Señor, tienen en su carne la debilidad del pecado, y entre todos deben comprenderlos, acompañarlos, asistirlos, ayudarlos.
Orar por los sacerdotes es hacer lo que el Señor les dice. Y obedecer a Dios derrama sobre ustedes y sobre todo el mundo gracias de conversión y milagros. Por tanto, si no quieren rezar por ellos por amor, recen por conveniencia, porque ellos son intermediarios entre ustedes y Dios.
Quien quiera agradar a la Madre de Dios, que le dé de beber aunque sea un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños, mis hijos sacerdotes, porque lo que hacen con ellos lo hacen con el mismo Cristo, que vive y reina por los siglos de los siglos.
Oremos, hijos míos, y demos gracias a Dios.
¡Muéstrate Madre, María!
(En el Monte Alto de la Oración, n. 20)