«Vengan a mí, todos los que están fatigados y agobiados por la carga, y yo les daré alivio. Tomen mi yugo sobre ustedes y aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontrarán descanso, porque mi yugo es suave y mi carga, ligera» (Mt 11, 28-30).
Madre nuestra: cuánto fruto podemos sacar de la meditación y puesta en obra de esas palabras de Jesús que nos presenta hoy el Santo Evangelio.
Y es que muchas veces andamos fatigados y agobiados por la carga, buscando alivio, y se nos olvida que debemos acudir a Jesús dejando todo en sus manos. Es verdad que nosotros debemos también poner lo que está de nuestra parte para llevar esa carga, pero el alivio verdadero solo viene de Dios, porque Él nos ayuda también a encontrarle el verdadero sentido a todo eso, el sentido sobrenatural, teniendo claro que se trata de aceptar y cumplir su divina voluntad.
Cuesta aceptar lo que dice Jesús cuando habla de “tomar su yugo”, porque parecería un sometimiento difícil, pero ya sabemos que Él respeta nuestra libertad, y lo que quiere es precisamente que sepamos usar esa libertad de la mejor manera, para alcanzar la felicidad del cielo.
Ayúdanos, Madre Santísima de la Luz, a entender muy bien esas palabras de Jesús, para aplicarlas correctamente a lo largo de toda nuestra vida, y para sentir realmente ese descanso para el alma.
Hijo mío: tomar el yugo de Cristo, que es suave, y llevar su carga, que es ligera, quiere decir abandonarse en su divina voluntad, para que Él haga con lo que es suyo lo que Él quiera.
Si tú te abandonas totalmente en sus manos, si confías plenamente en Él y cumples su ley, vivirás bajo su suave yugo mientras te conduce por el camino de la santidad, que es camino de cruz, a la gloria celestial.
Y si tú le entregas tu carga, tus problemas, tus preocupaciones, y vives tranquilo, alegre, haciendo lo que Él te diga, llevarás una carga muy ligera, porque Él llevará tu cruz. La carga ligera que te ofrece tu Señor es la misericordia.
Vive, hijo mío, de tal manera, que el Señor pueda descansar en ti. Él descansa en los corazones sinceros, de buenas intenciones, que lo obedecen porque lo aman, que se reconocen necesitados de Él, que están bien dispuestos, porque procuran mantenerse en estado de gracia, para que siempre se sienta bienvenido el Rey.
Trata a los demás como te gustaría que los demás te traten a ti.
Ama al prójimo tanto como te amas a ti.
Aligera la carga de los que llevan pesadas cadenas en sus almas, que no pueden progresar en el crecimiento de su vida espiritual, que están cansados y agobiados por tantas cosas, que no pueden sentir alegría verdadera ni felicidad plena, porque viven para el mundo que los encadena y no viven en la verdad, que es lo que les da la libertad.
Ama a Dios por sobre todas las cosas. Jamás antepongas en tu corazón a nada ni a nadie.
No limites tu entrega a Dios. Él es lo único necesario y lo más importante.
Procura tu trato cotidiano con Él en la oración, y encontrarás descanso para tu alma. Encontrarás la luz que te guíe en medio de la oscuridad, de la dificultad y de cualquier circunstancia, y te mantenga en el camino correcto, que es el camino de la santidad.
Hijo mío: la gente sencilla es la más feliz.
El que es sencillo ha aprendido de Cristo a tener un corazón manso y humilde que glorifica a Dios en todo momento, sin necesidad de pedir parecer a los demás, ni de buscar su aceptación.
El que pone su seguridad en Dios no necesita buscar la manera de brillar, porque Dios le da la luz que deja admirado a cualquiera, la luz de la fe, de la esperanza y de la caridad, que se manifiesta en obras de misericordia.
Esa luz nadie la puede apagar. Esa luz es la belleza sobrenatural que Dios da a los que viven ligeros, alegres, sencillos, frescos, tomando el yugo de Cristo.
Las estrellas tienen su propio brillo, pero jamás las verás de día brillar.
Porque ninguna brillará jamás tanto como brilla el sol. El sol es Cristo, que llena de vida al mundo, mientras las estrellas descansan.
¡Muéstrate Madre, María!
(En el Monte Alto de la Oración, n. 155)