«Si ustedes comprendieran el sentido de las palabras: Misericordia quiero y no sacrificios, no condenarían a quienes no tienen ninguna culpa. Por lo demás, el Hijo del hombre también es dueño del sábado» (Mt 12, 7-8).
Madre nuestra: en diversos pasajes del santo Evangelio aparecen los fariseos quejándose de Jesús y sus discípulos, diciendo que hacían lo que no está permitido hacer en sábado, o que violaban otros preceptos de la Ley. Y el Señor les echaba en cara a ellos que eran unos hipócritas, porque decían una cosa y hacían otra, exigían el cumplimiento de la Ley a los demás, pero ellos no lo hacían.
En nuestro tiempo también puede suceder algo semejante, cuando hay personas que se esmeran por cumplir eficazmente la ley de Dios, pero se olvidan de la caridad con sus hermanos, al exigirles con rigor desmedido su cumplimiento: no toman en cuenta aquello que dijo Jesús: misericordia quiero y no sacrificios.
El Santo Padre Francisco nos ha enseñado, con su palabra y con su ejemplo, a vivir bien esa enseñanza de Jesús. En su homilía del 4 de octubre de 2015 dijo lo siguiente: «La Iglesia está llamada a vivir su misión en la caridad que no señala con el dedo para juzgar a los demás, sino que –fiel a su naturaleza como madre– se siente en el deber de buscar y curar a las parejas heridas con el aceite de la acogida y de la misericordia; de ser “hospital de campo”, con las puertas abiertas para acoger a quien llama pidiendo ayuda y apoyo; aún más, de salir del propio recinto hacia los demás con amor verdadero, para caminar con la humanidad herida, para incluirla y conducirla a la fuente de salvación».
Y recordó a san Juan Pablo II, quien dijo: «El error y el mal deben ser condenados y combatidos constantemente; pero el hombre que cae o se equivoca debe ser comprendido y amado».
Madre: enséñanos tú a vivir la caridad ante todo, a combatir la rigidez en nuestros juicios, a reconocer nuestros propios errores, y ayudar a los demás a corregirse, con verdadera caridad.
Hijo mío: ven conmigo, vamos al monte alto para orar y reflexionar en la Palabra de Dios, para que aprendas y comprendas lo que quiere decir: “Misericordia quiero y no sacrificios”.
El Señor te pide que antepongas la caridad a todo lo demás. Que no juzgues y no tengas prejuicios sobre lo que hacen los demás.
Tú examina tu conciencia con frecuencia, corrígete, y obra la caridad con los demás a través de la misericordia.
Busca formarte y crecer en tu vida espiritual, uniendo tu vida ordinaria con tu vida extraordinaria en una sola vida, la vida de la gracia, que te da el Espíritu Santo cuando lo invocas y le entregas tu voluntad, y te santifica a través de sus inspiraciones y mociones, haciendo apostolado, poniendo tu fe en obras de misericordia.
Adora a Jesús sacramentado. Recibe con fe y con amor la Sagrada Eucaristía, con el alma pura, llena de bondad y de amor, como la mía, para que el Señor te transforme en Él, te transforme en misericordia a través de su sacrificio en la cruz, el único sacrificio agradable al Padre.
Escucha la Palabra de Dios meditando el Santo Evangelio. Él te habla al corazón y te manda que hagas lo que te dice. Obedécelo.
Nadie puede ver lo que hay en un corazón o lo que a cada uno le dice su conciencia, sino solo Dios. Por eso te manda que no juzgues al prójimo, sino que lo ames como a ti mismo, y lo ayudes si piensas que ha desviado el camino. Pero con corrección fraterna, con caridad, porque, al juzgar, puedes cometer tú un pecado mayor o igual al que le adjudicas a tu prójimo, sin tener la seguridad de que él ha sido consciente, o ha tenido la intención de pecar.
El Señor es misericordioso, es compasivo, es bondadoso, es comprensivo, es amoroso, y se da a sí mismo teniendo misericordia, compasión, y un corazón generoso, para darle a cada uno no lo que merece, sino lo que necesita, para convertirse y tener un corazón como el suyo.
El Señor no desea tus sacrificios vacíos, que todo el mundo puede ver; no desea tus sufrimientos; no desea tus ofrendas si les falta caridad; no te pide tu sangre para pagar por tus pecados o por los pecados de los demás.
Él ya pagó con su bendita sangre todos los pecados del mundo, todo aquello que a Dios ofendió.
Él te pide que, a través de tu trabajo, de la lucha de cada día, de tu virtud, de tu buen comportamiento, de tu amor a Dios y al prójimo, de hacerte ofrenda entregándole tu voluntad, renunciando al mundo, te unas con Él en su cruz, transformándote con Él, por Él, y en Él, en misericordia para el mundo.
Aprende de la Palabra de Dios que Cristo vino al mundo a hacer nuevas todas las cosas; no para abolir la ley, sino para darle plenitud, ayudándote a que comprendas qué es lo que agrada a Dios, y qué es lo que lo ofende. Envía al Espíritu Santo para darte los medios espirituales para que comprendas todas las cosas y obres con misericordia.
El Nuevo Testamento te dejó, como herencia, como legado, para que comprendas, para que aprendas de Él a vivir en plenitud; y te dio hombres sagrados, sacerdotes con Él configurados, para que, en su nombre y con su poder, juzguen a quien comete pecado, y le otorguen su perdón.
Por tanto, para juzgar a los demás, no eres tú el indicado. Deja que los sacerdotes cumplan con su ministerio santo, administrando la misericordia del Señor derramada en la cruz.
Y recíbela tú primero, en el confesionario, y ve luego a decirle a aquellos que consideras que se han equivocado que hagan lo mismo. Pero antes, diles que se acerquen a mí, y yo los llevaré de mi mano, como te llevo a ti.
¡Misericordia, misericordia, misericordia!
Comprende lo que esta palabra quiere decir.
¡Muéstrate Madre, María!
(En el Monte Alto de la Oración, n. 52)