«Jesús replicó: “No saben ustedes lo que piden. ¿Podrán beber el cáliz que yo he de beber?”. Ellos contestaron: “Sí podemos”» (Mt 20, 22).
Madre nuestra: es comprensible lo que hizo la madre de los hijos de Zebedeo: pedir los puestos de honor para sus hijos en el Reino de los cielos. Una madre siempre quiere lo mejor para sus hijos. Y sabía que Jesús podía dárselo.
Pero se habrá sorprendido de la respuesta del Señor, quien un momento antes había anunciado que sería entregado en manos de los hombres, que lo iban a crucificar y darle muerte. Ese era el cáliz dispuesto por su Padre para Él.
Por tanto, Santiago y Juan sabían a qué se comprometían cuando dijeron que estaban dispuestos a beber el mismo cáliz que Jesús bebería. Era un cáliz de amor, de servicio, de dar la vida por los demás.
Era comprensible también que los demás discípulos se indignaran contra los hermanos, pero el Señor hace un llamado a la unidad, cerrando filas, y poniéndose de ejemplo de alguien que no quería ser servido, sino servir.
Tú eres, Madre, esclava del Señor, y ayudaste a tu Hijo y a los apóstoles a beber el cáliz. Ayúdanos a nosotros a fortalecer la unidad, y a no pensar en intereses personales, sino solo en servir a la Iglesia y al Papa como quieren ser servidos, confiando en que Dios no se dejará ganar en generosidad.
Hijo mío: la santa Iglesia es una familia, la gran familia de Dios. Y así, como familia, deben de tratarse unos a otros: con amor.
Servirse unos a otros con cariño y generosidad, procurándose unos a otros, dando más al que más necesita, sin descuidar a los demás.
Muchos son los enemigos de la Iglesia. Son los enemigos de Dios, los que buscan destruir su creación, como venganza por haber sido arrojados del Paraíso. Ellos vagan por el mundo como león rugiente, buscando a quién devorar.
Son espíritus malignos, demonios, que tientan y hacen caer en la tentación a los débiles de espíritu, a los que están lejos de Dios, para realizar sus actos malvados en contra de los amados de Dios, que son todos los hombres de buena voluntad que lo aman y lo obedecen.
Y ¡cuánto sufre mi Corazón cuando alguna batalla el diablo gana!
Yo deseo protegerlos. Bajo mi amparo están seguros. Acudan a mí. Yo piso la cabeza del enemigo. Nada puede contra mí, porque yo soy Madre de Cristo; y Él, bebiendo su cáliz, ha vencido al mundo, y yo participo de su triunfo.
Nadie tiene un amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Ese es el cáliz que ha de beber todo aquel que desea la santidad alcanzar: que crea y ame a Cristo, y quiera ser como Él.
Beban, hijos míos, de este cáliz de amor, entregándose a Dios a través del servicio, como hizo Cristo, que no vino a ser servido, sino a servir.
Ayúdense entre cristianos, dense la mano, fortalézcanse en el espíritu, practicando la ley de la caridad, viviendo el perfecto amor, amando a Dios por sobre todas las cosas y al prójimo como a ustedes mismos.
Procuren la unidad teniendo paciencia de los errores de los demás, enseñando al que no sabe, perdonando al que se equivoca, orando unos por otros, bebiendo del mismo cáliz del Santo Padre.
Él representa al Rey. A él le ha sido dado todo poder para hacer y deshacer, para atar y desatar. Respétenlo, síganlo, permanezcan unidos rezando por él. Él es cabeza de la Santa Iglesia. Por tanto, es el padre de esta familia a la que ustedes pertenecen, y un reino no puede estar dividido, porque la división sería su fin.
Jesucristo el Señor nos ha prometido que sobre la Iglesia el mal no prevalecerá. No podrá ser destruida, porque es su cuerpo místico, el mismo que venció al mal con el bien, crucificando el pecado, para que fuera destruido.
Por tanto, todo aquel que intente dividir y destruir no tendrá parte con Él, será arrancado de su cuerpo y arrojado al fuego eterno, porque del cáliz de salvación no quiso beber, cáliz de amor, de caridad, de misericordia.
El que no está con el Papa Francisco no puede estar con Cristo. No le servirán sus buenas obras para ganar el cielo.
A veces, los hijos, con un padre no están de acuerdo. Pueden pensar diferente y creer que tienen la razón. Pueden dejarse llevar por el ambiente adverso, y querer hacer las cosas de modo diferente. Pero, si lo respetan y lo obedecen, no cometen falta alguna, siempre y cuando sus intenciones sean puras.
Pero el que es rebelde y juzga, difama, ataca, persigue y desobedece a su propio padre, falta gravemente a la ley de Dios. Aun así, si se arrepiente y vuelve, y pide perdón, con el deseo de corregirse, dolido por su mala acción, no encontrará castigo, sino el abrazo misericordioso de su padre, que vela y ora constantemente por él, y le ofrece beber del mismo cáliz que él.
Embriáguense, hijos míos, bebiendo del cáliz de amor de Cristo, y tendrán parte con Él en la cruz y en la gloria.
¡Muéstrate Madre, María!
(En el Monte Alto de la Oración, n. 67)