04/09/2024

Mt 5, 43-48


«Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian y rueguen por los que los persiguen y calumnian, para que sean hijos de su Padre celestial, que hace salir su sol sobre los buenos y los malos, y manda su lluvia sobre los justos y los injustos» (Mt 5, 44-45).

 

Madre nuestra: los que escuchaban el Sermón de la Montaña se habrán sorprendido mucho de lo que decía Jesús, cuando les cambiaba lo que habían oído hasta el momento. Ellos practicaban la ley del talión: “ojo por ojo, diente por diente”; y les habían dicho que había que amar al prójimo, pero odiar al enemigo. Por lo que parece, no consideraban prójimo al enemigo.

Jesús, quien venía a darle plenitud a la Ley, no solo les prohibía odiar al enemigo, sino que les mandaba amarlo, haciéndoles ver que todos eran hijos del Padre celestial, quien atiende con su providencia a todos por igual, a los justos y a los injustos.

Al final del Sermón el Señor pide algo que a primera vista es imposible: “sean, pues, perfectos, como su Padre celestial es perfecto”. Si lo pide Él es que sí es posible. Pero hemos de tener fe, pedir su gracia, y poner los medios, para que seamos perfectos, para que seamos santos.

Madre: enséñanos a vivir el amor como lo pide tu Hijo, enséñanos a alcanzar la perfección, como lo hiciste tú.

 

Hijo mío: Dios es amor. Dios es perfecto. Si tú quieres ser perfecto, debes transformarte en amor.

Tú estás llamado a la santidad. El Señor no distingue entre buenos y malos, entre justos e injustos. Él hace salir el sol y hace llover para todos.

Un solo nombre les ha dado a sus hijos amados: se llaman “el prójimo”.

Jesucristo un nuevo mandamiento les enseñó: “Amar a Dios por sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo”. Por tanto, si quieres ser perfecto, como tu Padre del cielo es perfecto, asegúrate de cumplir bien este mandamiento.

El prójimo no es solo tu hermano, tu hermana, tu madre, tu padre, tu esposo, tu esposa, tu amigo, tu amiga, tu hijo, tu hija, tu pariente.

El prójimo no es solo el pobre, el migrante, el necesitado.

El prójimo no es solo la gente que ves pasar a tu lado, y te es indiferente, porque no sabes quiénes son.

El prójimo no es solo aquel líder al que admiras, el empresario, el rey de grandes reinos, el presidente de grandes potencias.

El prójimo no es solo el maestro, el sacerdote, el escritor, aquellos de quienes aprendes a ser mejor.

El prójimo es también aquel que te ofende, el que te persigue, el que te calumnia, el que no te quiere, el que te hace daño, el que te amenaza, el que te oprime, el que te quita lo que tienes, el que te golpea la mejilla, el injusto, el ladrón, el mentiroso, el abusivo, el secuestrador, el asesino, el que te invita a adorar falsos ídolos, el que te convence de caer en tentación, el que te provoca y sale de ti lo peor, el que te juzga, el que te engaña, el que intenta quitarte tu cruz y alejarte de Dios.

El Señor te pide: “a esos, que son tus enemigos, ámalos con el mismo amor con el que amas a tus amigos”.

¡Qué difícil, hijo mío, es para ti, alcanzar la perfección!

Pero yo te digo: no te preocupes, aquí estoy para ayudarte.

No hay nada imposible para Dios: lo imperfecto Él lo creó para transformarlo, para que sea perfecto.

El Reino de los cielos es de los perfectos, es decir, de los que son como niños, hijo mío.

Un niño no distingue entre buenos y malos. Él ama y confía en aquel con quien convive.

La inocencia de un niño puede ser peligrosa para él, pero, te aseguro, esa inocencia le abre las puertas del cielo.

Si quieres conocer la perfección, mira a un niño pequeño platicar con Dios, rezar, contarle sus aventuras, pedirle lo que desea, hablarle como un hijo le habla a un padre. Imítalo.

Pídele al Señor, como un niño, que te dé el amor que no tienes, para amar al prójimo.

Pídele el valor que te falta para rendirte ante Él, cuando no puedas verlo en el rostro de tus enemigos.

Vuelca tu corazón a Él, y dale lo que quiere Él. Él desea que seas tú el instrumento de su amor, para convertir el corazón de tus enemigos; y vuelvan a Él, no obligados, sino convencidos de que son amados, y de que amar vale la pena.

Eso es poner la otra mejilla, hijo mío.

Contempla a tu Madre, la Reina del cielo, la Madre de Dios, de rodillas, sosteniendo al Hijo de Dios en la cruz, recibiendo como legado del Redentor crucificado la maternidad para toda la humanidad, porque Él, con su sangre derramada hasta la última gota, iba a pagar su libertad; y lo hizo con perfección, amando hasta el extremo con perfecto amor.

En esa maternidad me dio la responsabilidad de velar por cada uno de mis hijos, por los buenos y por los malos, por los justos y los injustos, para que Él pueda entregarle buenas cuentas a su Padre en el último día.

Yo estoy aquí. He venido a buscarte y a decirte que tú eres de Jesús, y sé que cuento contigo para ayudarme.

Tú cuentas con mi intercesión de Madre, para perfeccionarte.

Te amo, hijo mío.

Te bendigo.

 

 

¡Muéstrate Madre, María!

 

 

 

(En el Monte Alto de la Oración, n. 65)