«Cuando vayas a orar, entra en tu cuarto, cierra la puerta y ora ante tu Padre, que está allí, en lo secreto; y tu Padre, que ve lo secreto, te recompensará (…) Cuando ayunes, perfúmate la cabeza y lávate la cara, para que no sepa la gente que estás ayunando, sino tu Padre, que está en lo secreto; y tu Padre, que ve lo secreto, te recompensará» (Mt 6, 6. 17-18).
Madre nuestra: dice el Catecismo de la Iglesia Católica que las bienaventuranzas responden al deseo natural de felicidad. Es un deseo de origen divino que Dios ha puesto en el corazón del hombre, a fin de atraerlo hacia Él. De modo que la verdadera felicidad solo está en Dios. Por eso san Agustín decía: “al buscarte, Dios mío, busco la vida feliz”.
Lamentablemente vemos en el mundo que muchos no alcanzan la verdadera felicidad, lo cual está relacionado con la falta de paz. Y es que viven con el corazón atribulado porque buscan la felicidad en las cosas materiales, en el poder, en los bienes de la tierra, sin tener presentes las palabras de Cristo, cuando dijo: “mi paz les dejo, mi paz les doy; pero no se las doy como el mundo la da”.
Tendremos paz cuando conocemos y seguimos a Cristo, Príncipe de la paz, quien es el Camino, la Verdad y la Vida.
Qué buen momento es la Cuaresma para recorrer el camino de buscar a Cristo, encontrar a Cristo y amar a Cristo, mediante las obras de penitencia que recomienda la Iglesia para este tiempo: oración, ayuno y limosna, junto con la frecuencia de sacramentos.
Ayúdanos, Madre, a tener una verdadera conversión, que consiga la paz de nuestra alma, que nos lleve a la verdadera felicidad.
***
Hijo mío: la paz es un tesoro invaluable. Solo aquel que tiene paz puede ser feliz. Y ¿qué acaso no está el hombre constantemente en la búsqueda de su felicidad?
Algunos la encuentran porque buscan en el lugar correcto, que es la vida espiritual. Otros la buscan toda su vida, y se lamentan al final por no haberla encontrado, por no haber nunca experimentado la verdadera felicidad.
Muchos creen haberla encontrado y viven engañados, porque pensaron que estaba en el poder, en el tener, en el hacer, en sus propios logros, y en lo material; pero un día descubren que nunca han conocido lo que es la felicidad. Era como un espejismo en medio de su desierto espiritual.
El que tiene paz en su corazón encuentra la verdadera felicidad en la libertad que le da el haber conocido la verdad, y haber creído en esa verdad, que es Cristo, el Hijo de Dios vivo.
La paz del corazón es haberlo conocido, haber renunciado a todo, y haberlo seguido.
Pero los corazones atribulados están inquietos, llenos de orgullo y ambición, de soberbia. Tienen un corazón de piedra, que procura la guerra provocando a los demás, porque, aunque tenga poder y riquezas, permanece en esa búsqueda insaciable de una felicidad pasajera, que es efímera y poco placentera, y no la encuentra suficientemente digna de él. Nada le es suficiente, porque su corazón de piedra no siente, se ha olvidado de amar, y el vacío que tiene con nada lo puede llenar.
¡Conversión! ¡Conversión! ¡Conversión!
Esa es la solución: transformar el corazón endurecido en un corazón suave, que pueda amar; dejarse traspasar por la Palabra de Dios, que es como espada de dos filos, que penetra hasta las entrañas, y descubre los sentimientos del corazón; expone las intenciones, y entonces se disipan las tinieblas, y puede ver la luz, abre los ojos, y ve que el verdadero camino hacia la única felicidad es la fe, la esperanza y la caridad.
¡Si al menos esos amargados fueran solos a la guerra, y no hicieran daño a tanta gente inocente que desea la paz!
Pero el demonio es astuto, los aconseja bien para que hagan mucho mal. Y aquellos inocentes, que tenían una vida construida en el camino de la libertad, ven sus sueños truncados, sus hogares destruidos, un futuro incierto, y el miedo a la muerte se apodera de ellos, y les roba la paz.
¡Conversión y penitencia!
Eso es lo que necesita un corazón atribulado para encontrar la paz.
Esa paz que viene de Dios y que nadie se puede robar, que persiste a pesar de la tribulación, de la dificultad, de la guerra, fruto de una verdadera entrega a Dios, que se consigue a través de la oración, y se alimenta con el encuentro cara a cara con el Señor, cuando se acude a Él con el corazón humillado a pedir perdón, y de una vida plenamente eucarística, con la ayuda de la gracia transformante, proveniente de la misericordia de Dios.
Oración, hijo mío, conversión y penitencia. Ese es el camino a la verdadera felicidad.
Es así como se consigue en el mundo la paz.
Empieza en ti.
¡Muéstrate Madre, María!