«Ustedes, pues, oren así: Padre nuestro, que estás en el cielo, santificado sea tu nombre, venga tu Reino, hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo» (Mt 6, 9-10).
Madre nuestra: la cuarta parte del Catecismo de la Iglesia Católica trata sobre la oración cristiana, y en su segunda sección explica con detalle la oración del Señor, el Padre nuestro. En el número 2774 dice que esa oración es el resumen de todo el Evangelio, la más perfecta de las oraciones, el corazón de las Sagradas Escrituras.
Se le conoce como la oración dominical, la oración del Señor, porque fue tu propio Hijo quien nos la enseñó. Y nosotros, fieles a la recomendación del Salvador, y siguiendo su divina enseñanza, nos atrevemos a llamar Padre a Dios.
La versión del evangelio de San Mateo recoge siete peticiones que hemos de hacer al Padre. Con pedagogía divina, Jesús quiere que nos comprometamos con el Padre, pidiéndole que perdone nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden. Es decir, es una aplicación muy clara de la regla de oro de la caridad: pedimos que Dios nos trate con el mismo amor con que nosotros tratamos a los demás.
Ayúdanos, Madre, a cumplir con ese compromiso. Que tengamos mucha fe para acudir muchas veces al día al Padre con la oración que nos enseñó Jesús, y que tengamos mucha humildad, esforzándonos para cumplir por nuestra parte con nuestro deber de amar al prójimo, perdonando siempre sus ofensas.
Hijo mío: bienvenido al Monte Alto de la oración.
Ven, reza conmigo como Jesús nos enseñó.
Padre nuestro, que estás en el cielo, santificado sea tu nombre. Venga a nosotros tu Reino. Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo. Danos hoy nuestro pan de cada día. Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden, no nos dejes caer en la tentación, y líbranos del mal.
“Como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Es así como debes pedir. Es así como pidió Jesús en silencio, dando la vida por el perdón de los pecados de los hombres, perdonando a los pecadores que lo crucificaron sin piedad, y a todos aquellos que aún lo crucifican.
Orar ¡qué fácil es!
Guardar silencio ¡qué difícil es!
Orar en silencio, con devoción, poniendo todo el corazón en la oración, es alabar a Dios, comprometido a hacer su voluntad, cumpliendo la regla de oro, tratando a los demás como quieres tú mismo ser tratado.
“Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos”. No puede faltar esa frase.
¿Te das cuenta?
Porque al Señor le agrada, por sobre todas las ofrendas, que incluyas el amor al prójimo en tu oración.
La oración del Padre nuestro es perfecta. No tienes que repetirle al Señor lo que necesitas. Él ya lo sabe. Basta con que una vez se lo digas, y después pidas y pidas con insistencia, pero no con la necedad de un niño que no sabe lo que pide, sino con la sabiduría de Cristo, que te enseñó a pedir y a abrir tu corazón, a recibir lo que el Señor sabe que es lo mejor para ti.
Por tanto, hijo mío, yo te doy este consejo: reza el Padre nuestro una y otra vez, y otra vez, muchas veces durante el día. Es así como al Señor le agrada tu insistente oración.
Pero no digas palabrerías. Siente las palabras que salen de tu boca, porque provienen de tu corazón.
Y reza en silencio. Ora hacia adentro, pero todo el tiempo.
El Señor te escucha. No tienes que gritar.
No hagas rezos desesperados que molesten a los demás, y que al Señor solo demuestran que no confías en que Él te mira, y buscas llamar su atención.
Te aseguro, hijo mío, que, en el silencio de tu corazón, ahí el Señor te escucha, te atiende, te concede.
Reza el Santo Rosario poniendo todo tu corazón y tu atención en las cuentas del Padre nuestro, y adorna esa oración con las Avemarías que dan tanta alegría a mi Inmaculado Corazón. Conseguirás mi intercesión, y de Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo, toda su atención y su divina providencia.
Pide perdón siempre que te dirijas al Señor, y perdona setenta veces siete, como Jesús te enseñó, para que tú seas digno de ser perdonado.
Que el Señor perdone tus pecados y te libre de todo mal. Amén.
¡Muéstrate Madre, María!
(En el Monte Alto de la Oración, n. 95)