«Traten a los demás como quieren que ellos los traten a ustedes. En esto se resumen la ley y los profetas» (Mt 7, 12).
Madre nuestra: podemos decir, sin temor a equivocarnos, que entre las enseñanzas de Jesús que más se repiten en el Santo Evangelio, se encuentra su predicación sobre la virtud de la caridad.
En la Última Cena nos dejó el mandamiento nuevo, de amarnos unos a otros como Él nos ha amado. Y en distintos momentos, predicando a las multitudes que lo seguían, les habló de la importancia de vivir la caridad, en sus diversas manifestaciones.
El Señor nos exige perdonar a los que nos ofenden, amar a los enemigos, hacer el bien a los que nos persiguen y nos odian, socorrer a nuestro prójimo como el buen samaritano, vivir con todos las obras de misericordia, y hasta estar dispuestos a lavar los pies a los demás.
Hoy nos dice que en tratar a los demás como queremos que ellos nos traten se resumen la ley y los profetas. Eso se conoce como la regla de oro de la caridad. Y es que cualquiera lo entiende y lo acepta. Nadie lo discute. Es un buen criterio para saber cómo debemos comportarnos con nuestro prójimo.
Madre nuestra: tú eres un modelo para aprender cómo vivir con los demás la caridad. Permaneces siempre como en aquellas bodas de Caná, atenta para servirnos. Ayúdanos para hacer nosotros lo mismo con nuestros hermanos, permaneciendo atentos a lo que nos dice Jesús.
Hijo mío: escucha la Palabra del Señor y medítala en tu corazón. Es como la lluvia que moja la tierra buena de tu corazón para darte vida en abundancia.
Jesús te habla a través de la Palabra. Haz lo que Él te diga. Obedece lo que te manda, porque, así como tú no tienes el poder de hacer llover, ni tampoco la lluvia detener, tampoco puedes callar la voz de Dios y la acción de su Palabra en tu alma, si abres tu corazón y dejas entrar la gracia, como entran las gotas de lluvia por la puerta abierta de tu casa.
Todo tu ser se impregnará del buen olor de Cristo, así como el ambiente en un día lluvioso se impregna de olor de hierba fresca y tierra mojada. Aroma de vida que trae esperanza.
Haz la prueba y verás qué bueno es el Señor. Obedécelo, aprende de las enseñanzas de su Palabra, toma tu cruz y síguelo.
El camino es angosto y conduce a la puerta de la vida eterna, que es estrecha. Por eso debes renunciar a tus pertenencias terrenas, porque, en el camino al cielo, solo cabes tú, y Cristo, que te ayuda a llevar tu cruz.
Renuncia a todo aquello que te hace desviar el camino de la salvación, y usa tus bienes para hacer la caridad con los que nada tienen.
El Señor te enseña que el camino a la verdadera felicidad se camina viviendo con el deseo de la santidad y practicando la regla de oro de la caridad, tratando a los demás como quieres que ellos te traten a ti, amando al prójimo como a ti mismo, deseando para ellos lo mismo que deseas para ti: la santidad.
Para poder entrar por la puerta del Paraíso, que es estrecha, se necesita humildad, hacerse pequeño, y vivir con el prójimo la caridad.
Hijo mío: la perfecta caridad se vive cumpliendo la Palabra del Señor, enriqueciendo con ella tu espíritu; alimentándote y saciándote de su sabiduría.
Cuida el tesoro de tu fe, de tu esperanza y de tu caridad.
Frecuenta los sacramentos con devoción y piedad.
Abre tu corazón a Cristo y llénate de su amor; y lleva ese amor a los demás, porque es justo que quieras para ellos lo mismo que quieres para ti: lo mejor, que es Cristo.
Haz el bien que deseas para ti a aquellos que hacen el mal, y el Señor te recompensará con una lluvia abundante de su infinita caridad.
Te aseguro que el Señor no se dejará ganar en generosidad.
Te hará entrar por la puerta estrecha, y te dará su infinito y eterno Paraíso.
¡Muéstrate Madre, María!
(En el Monte Alto de la Oración, n. 97)