«Ella, aconsejada por su madre, le dijo: “Dame, sobre esta bandeja, la cabeza de Juan el Bautista”. El rey se entristeció, pero a causa de su juramento y por no quedar mal con los invitados, ordenó que se la dieran; y entonces mandó degollar a Juan en la cárcel» (Mt 14, 8-10)
Madre nuestra: en las páginas de la Sagrada Escritura aparecen muchas historias de hombres y mujeres muy santos, llenos de virtud, elegidos de Dios, que han sido fieles instrumentos del plan divino, que a todos nos sirven como ejemplo, para aprender a cumplir la voluntad de Dios, a pesar de las dificultades que se puedan presentar.
Y también aparecen historias de personas que no son ejemplo para seguir, llenas de vicios, y que incluso se han empeñado en ir en contra de los planes de Dios. Por la gracia de Dios, en algunos casos se convirtieron, y pudieron llegar incluso a ser santos.
Nosotros no podemos juzgar a nadie, porque solo Dios es el Justo Juez, pero sí podemos aprender la lección, para no dejarnos llevar por las tentaciones o el ambiente adverso.
El relato del martirio de san Juan Bautista nos presenta una de esas historias, con un personaje muy santo, y otros que ya dieron cuentas a Dios por su complicidad en ese crimen.
Madre, ¿qué lecciones podemos sacar nosotros ahora?
Hijos míos: la diferencia entre Juan el Bautista y Herodes es la misma que hay entre un hombre santo y un hombre malvado.
Imiten las obras de Juan, pero no imiten las obras de Herodes, si se quieren salvar.
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El hombre santo es justo, defiende la verdad, es fiel a su Señor, no adora a falsos ídolos, adora solamente al único Dios verdadero.
El hombre malvado es injusto, es infiel, se adora a sí mismo y a falsos ídolos que construyen sus manos o que crea en su imaginación.
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El hombre santo reconoce a Jesucristo, el Hijo de Dios, delante de los hombres.
El hombre malvado niega la existencia del Hijo de Dios, aunque crea. Porque hasta los demonios creen en Él y tiemblan. Pero mienten y engañan a los hombres débiles de espíritu, para que no conozcan su poder.
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El hombre santo da la vida por Cristo, porque sabe que la vida es Él, y que, muriendo por Él, tendrá vida en Él.
El hombre malvado les quita la vida a sus hermanos para salvarse él, y pierde la vida, porque la vida no está en él.
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El hombre santo acumula tesoros en el cielo, porque cree en las verdades eternas, y en que esa es la promesa de Dios para él.
El hombre malvado acumula tesoros en el mundo, se llena de soberbia y cree que como Dios puede ser, y no se da cuenta que su camino de falsas seguridades lo conduce a la muerte y al castigo eterno.
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El hombre santo teme a Dios y lucha por no ofenderlo, vive buscando el modo de agradarle; obedece primero a Dios antes que a los hombres y lo ama por sobre todas las cosas, cumple su ley, escucha y practica su palabra, hace lo que Él le diga.
El hombre malvado no teme a Dios, vive para sí mismo, se complace en el poder del mundo y en complacer a los hombres, para que lo alaben a él. Vive buscando la vanagloria, y se entrega al mundo buscando el placer, dejándose dominar por sus pasiones, comportándose del mismo modo que el demonio, porque se parece a él.
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El hombre santo es virtuoso.
El hombre malvado no lo es. Y, sin embargo, Jesucristo, el Señor, dio su vida para salvar a los dos.
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Al hombre santo el Señor le concede ser hijo de Dios, y le da por heredad el Paraíso.
Al hombre malvado le da los medios para su conversión y santificación, y le concede ser hijo de Dios y recibir la misma heredad, y abre para él primero las puertas del cielo, porque no es a los justos, sino a los pecadores, a quien Él ha venido a buscar.
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Conviértete en un hombre justo y santo. Dale como ofrenda a tu Señor la cabeza de Juan, para que, por su intercesión y los méritos de su martirio, te conceda el Señor tu perdón, y alcances por su misericordia la salvación.
¡Muéstrate Madre, María!
(En el Monte Alto de la Oración, n. 22)