«Y yo te digo a ti que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. Los poderes del infierno no prevalecerán sobre ella. Yo te daré las llaves del Reino de los Cielos; todo lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo» (Mt 16, 18-19).
Madre nuestra: hoy meditamos sobre la autoridad del Romano Pontífice, sucesor de Pedro al frente de la Iglesia universal, Vicario de Cristo en la tierra, otorgada por Nuestro Señor aquel día en que le confirió lo que se conoce como “el poder de las llaves”.
Jesús le prometió que todo lo que ate o desate en la tierra quedará atado o desatado en el cielo. Qué gran poder, y qué responsabilidad tan grande la del Santo Padre. De igual manera, que responsabilidad tan grande la nuestra, de estar muy unidos a su persona y a su magisterio.
El Papa cuenta con toda la gracia del Espíritu Santo para conducir a buen puerto la barca de Pedro, pero necesita también que nosotros, sus hijos, colaboremos con lo que nos corresponde, siendo muy fieles a todo lo que nos pida.
El Código de Derecho Canónico, cuando habla de las obligaciones y los derechos de todos los fieles, dice, entre otras cosas, lo siguiente: “Los fieles, conscientes de su propia responsabilidad, están obligados a seguir, por obediencia cristiana, todo aquello que los Pastores sagrados, en cuanto representantes de Cristo, declaran como maestros de la fe o establecen como rectores de la Iglesia”.
No podemos más que agradecer a Jesús sus cuidados de Buen Pastor, manteniendo su presencia entre nosotros, sobre todo a través de su Vicario en la tierra, que es la roca sobre la que edifica su Iglesia.
Ayúdanos, Madre, a mantenernos muy unidos con el Papa, rezando por él, respetando su dignidad, sirviendo a la Iglesia, y siendo muy dóciles a todas sus enseñanzas. ¿Cómo podemos mantenernos en ese amor?
Hijo mío: sube conmigo al monte alto para orar.
El monte alto no es un lugar, es un estado del alma para meditar y reflexionar, en el que encuentra el Corazón de Dios al alma del que lo busca, dispuesta a un encuentro entre la divinidad creadora y su creatura, en la que la divinidad se da y la creatura se alimenta, y crece en el espíritu. Y juntos oran, porque la oración es siempre con Dios.
Nadie puede orar solo. La oración solo tiene sentido si la escucha Dios.
Yo te invito, hijo mío. Ven, sube conmigo al monte alto de la oración, para meditar la Palabra de Dios y alimentar con ella tu corazón.
Oremos por la Santa Iglesia, descubriendo cuál es la voluntad de Dios para ti como miembro de la Iglesia, en la que participas siendo parte del cuerpo de Cristo, teniéndolo a Él como cabeza.
La voluntad de Dios es que tú te conviertas, te santifiques y te salves, para que seas partícipe también del Paraíso de la vida eterna. Y Él, que es un Padre bueno y misericordioso, te ha dado los medios. Te ha enviado a su Hijo único, nuestro Señor Jesucristo, para que lo conozcas, para que creas en Él, porque solo se puede llegar al Padre a través del Hijo.
Y el Hijo tanto te amó, que dio la vida por ti para perdonar todas tus ofensas a Dios, para redimirte, y una vez purificado, pudieras convertirte y tener la oportunidad de llegar a ser santo, así, tal y como eres, en medio del mundo, con las condiciones que tienes, en el ambiente en que vives, si crees en Él y cumples tus deberes.
Él murió crucificado por ti, soportando la tortura del látigo y los clavos, de las espinas, las burlas, los escupitajos, las maldiciones, las ofensas, las traiciones y toda clase de tormentos, derramando su sangre por amor, hasta la última gota. Y al tercer día resucitó para darte vida, porque el amor da vida. Él es el amor.
Y después de todo lo que hizo por ti, habiendo subido al cielo, al mismo tiempo se quedó aquí, sabiendo que no creerías en Él si no hubiera alguien que te lo revelara, que te lo presentara y te llevara con Él, alguien digno de representarlo. Y solo alguien que supiera bien quién es Él podría tener tan grande honor.
Y a Pedro eligió como la roca, el cimiento para edificar su Iglesia. El Papa es Pedro. Y así como Pedro no eligió ser glorificado con tan alto nombramiento, el Papa que se sienta en la sede de Pedro en su tiempo tampoco lo eligió. Es elegido por el Espíritu Santo, porque solo Él puede conferirle a un simple hombre tan grande honor.
Pero el Papa se glorifica no a sí mismo, sino que es glorificado en la cruz de Cristo, para glorificar a Dios.
Es llamado pastor de la Iglesia Universal, Santo Pontífice, y al mismo Cristo representa. Son uno mismo.
Es portador de las llaves del cielo. Lo que diga él lo respeta Dios. Obra en su nombre con libertad, porque esa es la voluntad de Dios para guiarte, para enseñarte, para llenarte de su misericordia, para que escuches y comprendas su Palabra, para que, unido a la Santa Iglesia, como hijo de Dios, tengas los medios para santificarte y recibir los bienes eternos que Cristo en la cruz te prometió a ti, indigno pecador.
Valora, pues, la dignidad del Papa. Obedece su ley. Vive de acuerdo a su doctrina. Enamórate de su carisma y síguelo, sirviendo a la Iglesia como él se lo pide al pueblo, en unidad, con virtud, con misericordia, obrando la caridad, fortaleciendo tu fe, conservando la esperanza, abandonándote en Dios, poniendo en Él toda tu confianza, luchando por la justicia y la paz para el más necesitado, obrando siempre, y, ante todo, la caridad, también con los hermanos que no han recibido tanto como tú, que no creen en Cristo ni en la Iglesia, porque no lo han conocido como tú.
Agradece el don de Dios de ser cristiano y católico.
Tú tienes algo, un gran regalo que Dios te dio y que ellos no tienen. Compártelo: aquí tienes a tu Madre.
Medita, como yo, todas estas cosas en tu corazón.
¡Muéstrate Madre, María!
(En el Monte Alto de la Oración, n. 120)