04/09/2024

Mt 19, 3-12


«Jesús les respondió: “¿No han leído que el Creador, desde un principio los hizo hombre y mujer, y dijo: ‘Por eso el hombre dejará a su padre y a su madre, para unirse a su mujer, y serán los dos una sola carne’? De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Así pues, lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre”» (Mt 19, 4-6).

 

Madre nuestra: Jesús explica a los fariseos el designio original del plan creador de Dios con respecto al matrimonio, después de que ellos le preguntaron si era lícito para el hombre divorciarse de su mujer por cualquier motivo.

Después les habla de la dureza del corazón del hombre, que se resiste a mantenerse fiel a la promesa que hizo cuando se casó cuando aparecen las dificultades. Le cuesta humillarse, perdonar y pedir perdón, reconocer sus propias faltas, y, sobre todo, confiar en la gracia de Dios, que no le va a faltar para mantenerse fiel.

Es verdad que a veces sí aparecen en algunos matrimonios motivos graves que aconsejan la separación. Pero debe aprovecharse ese tiempo para reforzar la vida espiritual, a través de la oración y los sacramentos, porque hay que ser fieles a la promesa de fidelidad que se hizo el día de la boda, ante unos testigos y, sobre todo, ante Dios.

Todo eso aplica para todos los hombres, independientemente de su condición de vida. Es decir, hay un compromiso de fidelidad con Dios, que hay que mantener toda la vida. De hecho, Dios fiel, en el Antiguo Testamento, comparaba muchas veces la fidelidad que le debía el pueblo elegido con la de una alianza matrimonial.

Y San Pablo dice a los maridos que amen a su esposa como Cristo ama a su Iglesia, de la que formamos parte todos los bautizados.

Dinos, Madre, cómo podemos todos guardar fidelidad a nuestras promesas, y cómo podemos vivir reconciliados con Dios y con nuestros hermanos, reparando el Sagrado Corazón de Jesús, y cambiando el corazón de piedra por un corazón de carne, como el suyo.

 

Hijo mío: el matrimonio es una alianza de amor entre un hombre y una mujer, bendecida por Dios. Es una promesa que se hacen uno al otro, y como testigo, tiene a Dios.

“Hasta que la muerte nos separe”, ellos dicen. En la salud, en la enfermedad, en la pobreza y en la abundancia, juran ante Dios cumplir su promesa, preservar su alianza.

Por eso, cuando uno de los dos falta a su promesa, no solo le falta a su pareja, sino a Dios.

El divorcio no es un pecado, es la manifestación de la debilidad de los hombres, de la dureza de sus corazones.

Pero el pecado no está en la separación, sino en la falta de amor, cuando no se ama a Dios por sobre todas las cosas, y cuando se aman más a sí mismos que al prójimo, y faltan a la caridad, y se ofenden y se lastiman. Y lastiman a otros, especialmente a los hijos, destruyendo el plan perfecto que tenía para ellos el Señor: la familia.

Pero, a veces, hijo mío, se aconseja que vivan separados, cuando para alguno representa algún peligro. Pero jamás debe romperse el juramento: la alianza permanece. Por tanto, no deben pretender hacer una alianza con otras personas, hasta que la muerte los separe.

Mi consejo es, si no hay más remedio que la separación, que vivan como casados los separados, permaneciendo en fidelidad, viviendo la castidad, entregando su vida a Dios, a nadie más, procurando fortalecer la vida espiritual a través de la oración y de los sacramentos, para que la gracia los ayude a perseverar en la fidelidad a sus promesas, hasta que la muerte los separe.

Y si uno de los dos así no lo hiciera, que el otro rece por él o por ella. El Señor atenderá sus ruegos con especial compasión, los tratará con misericordia, haya o no reconciliación.

Pero que no ofendan a Dios comportándose como si Él no existiera, o como si no hubiera sido testigo de sus promesas, como si ya no se acordara. Y viven casados con otros como si no pasara nada.

Y si así lo hicieran, que se acerquen a pedir consejo a un sacerdote, con el corazón contrito y humillado; no con un corazón duro, sino avergonzado por haber ofendido a Dios, y busquen la luz del Espíritu Santo, a través del buen consejo de un buen sacerdote, para vivir, en cualquiera que sea su situación, reconciliados con Dios.

Yo animo a los casados, a los solteros, a los divorciados, a los homosexuales, y a todos los hijos de Dios, cualquiera que sea su pecado, cualquiera que sea su situación.

Acérquense a mí. Yo soy su Madre, y yo los quiero a todos. Tómense de mi mano y los conduciré al camino de la misericordia, bajo la protección de mi manto, para que no se pierdan.

Los llevaré a Jesús, y los entregaré en sus brazos, para que Él sane sus heridas, y, a través de la conversión, les conceda un corazón como el suyo, en el que no haya egoísmo, sino generosidad y entrega; en el que no haya odio ni rencor, sino misericordia y amor. Un corazón suave, de carne, que sienta no el sufrimiento de las ofensas de aquellos que los repudian, sino el sufrimiento de esas ofensas a Dios, y reparen con amor el Sagrado Corazón de Jesús, que, por las heridas de su carne abierta, derrama su bendita sangre, que perdona y purifica.

Cualquiera que sea tu condición de vida, hijo mío, tiene remedio, mientras tengas vida. Aún puedes corregir el camino. Aún a pesar de tu pasado, puedes ser santo. No importa la gravedad de tu pecado, el Señor lo conoce, en la cruz lo ha sufrido y lo ha perdonado.

Te está esperando para absolverte y bendecirte.

¡No pierdas tiempo, ve a su encuentro!

 

 

¡Muéstrate Madre, María!

 

 

(En el Monte Alto de la Oración, n. 117)