04/09/2024

Mt 23, 1-12


«Que el mayor de entre ustedes sea su servidor, porque el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido» (Mt 23, 11-12).

 

Madre nuestra: el santo Evangelio recoge algunas acusaciones y condenas que hace Jesús a los escribas y fariseos, reprochándoles su soberbia y su comportamiento hipócrita: “dicen una cosa y hacen otra”, “echan cargas pesadas sobre los hombres, y ellos ni con el dedo las quieren mover”, “todo lo hacen para que los vea la gente”, “les agrada ocupar los asientos de honor” …

Y es que el Señor advierte sobre el peligro de la soberbia, que ocasiona muchas veces un fuerte daño a las almas, alejándolas de Dios, olvidándose de que serán juzgados por Él.

El Hijo de Dios, el Rey del universo, se anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo. Y se hizo obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz. Así venció al demonio: humillándose. Por eso es nuestro único Maestro, quien nos enseña el camino para llegar al cielo.

Yo sé, Madre, que la humildad es andar en la verdad, y es base y fundamento de todas las virtudes. Dame la sabiduría que necesito para aprender bien y seguir fielmente los pasos de tu Hijo Jesús.

 

Hijo mío: el verdadero sabio no es el que sabe más, sino el que ama más.

Jesucristo es la sabiduría infinita. Él es el amor. Él es la verdad.

Quien vive la virtud de la humildad vive en la verdad, vive en la plenitud del amor, vive en libertad.

¡Cuánta tentación perturba a los poderosos!

El deseo de poder, fruto de la ambición, destruye a los hombres con su soberbia, y con su habilidad para hablar y engañar. Se sientan en tronos que no merecen, y desde ahí gobiernan, extendiendo sus errores a otras tierras y naciones. ¡Y cuántos inocentes sufren como víctimas de esos errores!

¡Cuánto sufre mi Inmaculado Corazón las traiciones de los hombres a Dios!

Pretenden tomar su lugar. ¡Qué insensatos! ¡No podrán!

Ningún hombre es invencible ni inmortal. Todos serán sometidos a un juicio particular, serán puestos a los pies del justo Juez, y lo que merecen, recibirán: el castigo del fuego eterno, o la gloria celestial.

Hijo mío: no te dejes engañar por falsos profetas o reyes poderosos, que atraen tu atención para que caigas en tentación.

Cuídate de los gobernantes soberbios, de los que hacen lo que sea para alcanzar los más altos puestos, y faltan a la caridad.

Cuídate de aquellos que recitan las leyes, incluso las leyes de Dios, pero no hacen lo que dicen. Hipócritas son.

Tú tienes un solo Maestro, Padre, Guía, Rey y Pastor. Jesucristo es tu Señor, y Él ya todo te lo enseñó a través de la Revelación.

Confía en la doctrina, en las enseñanzas de la santa Madre Iglesia.

Compórtate como un digno y verdadero hijo de Dios.

Esfuérzate por vivir las virtudes.

Ama a Dios por sobre todas las cosas.

Ama a tu prójimo como a ti mismo, y serás un hombre justo.

Y aunque los poderosos te opriman, aunque te amenacen con su poder terrenal, tú vive con humildad, haciéndote el último, ayudando a los demás.

Compórtate con rectitud.

Sé un hombre valiente y bueno, fiel a tu fe.

Defiende aquello en lo que crees.

Declara a tu Señor Jesucristo ante el mundo como tu único Rey, como tu único camino.

Persevera y mantente firme, y alégrate si tienes que dar la vida por Él. Te aseguro que Él corresponderá con generosidad, su Paraíso te dará, y de todo aquel sufrimiento te olvidarás. Tus enemigos serán puestos a sus pies, serán sometidos a un juicio justo, y tú serás su testigo, ante ti no tendrán poder, porque a ti te habrá salvado el Rey.

No te preocupes, hijo mío, si en esta vida eres tratado con injusticia. Tú humíllate y sé justo, vive en la verdad, reza y no te preocupes por nada. ¿Qué no estoy yo aquí, que soy tu Madre?

La guerra es cosa seria, pero nada puede vencer a un heredero del Rey. Jesucristo ha vencido al mundo, y tú has heredado su poder para despreciar este mundo y recibir la gloria de Él.

Confía, porque donde abundó el pecado sobreabundó la gracia, y tú estás protegido bajo mi manto.

Que los justos consigan para el mundo la paz.

 

 

¡Muéstrate Madre, María!

 

 

 

(En el Monte Alto de la Oración, n. 66)