Natividad de Nuestro Señor Jesucristo


Natividad de Nuestro Señor Jesucristo

(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)

  • DEL MISAL MENSUAL
  • BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
  • SAN JUAN CRISÓSTOMO (www.iveargentina.org)
  • FRANCISCO – Homilías y Catequesis de Navidad
  • BENEDICTO XVI – todas sus homilías de Navidad en archivo aparte
  • DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
  • RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
  • PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
  • FLUVIUM (www.fluvium.org)
  • PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
  • BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
  • Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
  • Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
  • Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
  • HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
  • Mons. Jaume PUJOL i Balcells Arzobispo de Tarragona y Primado de Cataluña (Tarragona, España) (www.evangeli.net)
  • EXAMEN DE CONCIENCIA PARA EL SACERDOTE – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

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Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes, para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para preparar la homilía dominical.

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DEL MISAL MENSUAL

Esta misa se celebra en la tarde del 24 de diciembre, antes o después de las primeras vísperas de Navidad.

GLORIA A DIOS EN EL CIELO

Is 62, 1-5; Hech 13, 16-17.22-25; Mt 1, 18-25

El nacimiento de Jesús toma por sorpresa a José y a María, que están en trance de cumplir con el empadronamiento en Belén. Sin sitio en la posada, acogen a su pequeño en un pesebre. Detalle que no haría faltar inventar porque en nada engrandecería la figura de Jesús. Un nacimiento en un pueblo modesto, en una familia más que ordinaria, provenientes de un pueblo tan insignificante que es poco referido en el Antiguo Testamento. Los invitados a celebrar dicho acontecimiento son unos pastores, tenidos entonces por gente menuda de reputación escasa. Sin embargo, toda esa modestia contrasta con lo que el ángel refiere a los pastores. En Belén, en la ciudad de David, Dios ha suscitado al Mesías que salvará a Israel. Quien se disponga a recibirlo sabrá que la paz duradera comienza en el interior de las personas, y que luego, estas la reflejan en su convivencia ordinaria. Gloria a Dios que nos ha llenado de paz, con el nacimiento de Jesús.

ANTÍFONA DE ENTRADA Cfr. Ex 16, 6-7

Esta noche sabrán que el Señor vendrá a salvarnos y por la mañana contemplarán su gloria.

ORACIÓN COLECTA

Señor Dios, que cada año nos alegras con la esperanza de nuestra redención, concédenos que a tu mismo Hijo Unigénito, a quien acogemos llenos de gozo como Redentor, merezcamos también acogerlo llenos de confianza, cuando venga como Juez. Él, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo yes Dios por los siglos de los siglos.

LITURGIA DE LA PALABRA

PRIMERA LECTURA

El Señor se ha complacido en ti.

Del libro del profeta Isaías: 62, 1-5

Por amor a Sión no me callaré y por amor a Jerusalén no me daré reposo, hasta que surja en ella esplendoroso el justo y brille su salvación como una antorcha.

Entonces las naciones verán tu justicia, y tu gloria todos los reyes. Te llamarán con un nombre nuevo, pronunciado por la boca del Señor. Serás corona de gloria en la mano del Señor y diadema real en la palma de su mano.

Ya no te llamarán “Abandonada”, ni a tu tierra, “Desolada”; a ti te llamarán “Mi complacencia” y a tu tierra, “Desposada”, porque el Señor se ha complacido en ti y se ha desposado con tu tierra.

Como un joven se desposa con una doncella, se desposará contigo tu hacedor; como el esposo se alegra con la esposa, así se alegrará tu Dios contigo.

Palabra de Dios.

SALMO RESPONSORIAL

Del salmo 88, 4-1 16-17. 27.29.

R/. Proclamaré sin cesar la misericordia del Señor.

“Un juramento hice a David mi servidor, una alianza pacté con mi elegido: ‘Consolidaré tu dinastía para siempre y afianzaré tu trono eternamente’. R/.

El me podrá decir: ‘Tú eres mi padre, el Dios que me protege y que me salva’. Yo jamás le retiraré mi amor ni violaré el juramento que le hice”. R/.

Señor, feliz el pueblo que te alaba y que a tu luz camina, que en tu nombre se alegra a todas horas y al que llena de orgullo tu justicia. R/.

SEGUNDA LECTURA

Testimonio de Pablo acerca de Cristo, hijo de David

Del libro de los Hechos de los Apóstoles: 13, 16-17.22-25

Al llegar Pablo a Antioquía de Pisidia, se puso de pie en la sinagoga y haciendo una señal para que se callaran, dijo:

“Israelitas y cuantos temen a Dios, escuchen: El Dios del pueblo de Israel eligió a nuestros padres, engrandeció al pueblo, cuando éste vivía como forastero en Egipto. Después los sacó de allí con todo poder. Les dio por rey a David, de quien hizo esta alabanza: He hallado a David, hijo de Jesé, hombre según mi corazón, quien realizará todos mis designios.

Del linaje de David, conforme a la promesa, Dios hizo nacer para Israel un Salvador: Jesús. Juan preparó su venida, predicando a todo el pueblo de Israel un bautismo de penitencia, y hacia el final de su vida, Juan decía: ‘Yo no soy el que ustedes piensan. Después de mi viene uno a quien no merezco desatarle las sandalias’ ”. 

Palabra de Dios.

ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO

R/. Aleluya, aleluya.

Mañana será destruida la maldad en la tierra y reinará sobre nosotros el Salvador del mundo. R/.

EVANGELIO

Dará a luz un hijo y tú le pondrás el nombre de Jesús.

+ Del santo Evangelio según san Mateo: 1, 18-25 (Forma breve)

Cristo vino al mundo de la siguiente manera: Estando María, su madre, desposada con José, y antes de que vivieran juntos, sucedió que ella, por obra del Espíritu Santo, estaba esperando un hijo. José, su esposo, que era hombre justo, no queriendo ponerla en evidencia, pensó dejarla en secreto.

Mientras pensaba en estas cosas, un ángel del Señor le dijo en sueños: “José, hijo de David, no dudes en recibir en tu casa a María, tu esposa, porque ella ha concebido por obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y tú le pondrás el nombre de Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados”.

Todo esto sucedió para que se cumpliera lo que había dicho el Señor por boca del profeta Isaías: He aquí que la virgen concebirá y dará g luz un hijo, a quien pondrán el nombre de Emmanuel, que quiere decir Dios-con-nosotros.

Cuando José despertó de aquel sueño, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y recibió a su esposa.

Y sin que él hubiera tenido relaciones con ella, María dio a luz un hijo y él le puso por nombre Jesús. 

Palabra del Señor.

ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS

Concédenos, Señor, iniciar la celebración de esta solemnidad con una voluntad tan grande de servirte, coma merece la manifestación del comienzo de nuestra redención. Por Jesucristo, nuestro Señor.

ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Cfr. Is 40, 5

Se manifestará la gloria del Señor y todos verán la salvación que viene de Dios.

ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN

Concede, Señor, que nos reanime la conmemoración del nacimiento de tu Hijo unigénito, de cuyo misterio celestial hemos comido y bebido. Él, que vive y reina por los siglos de los siglos.

MISA DE LA NOCHE

En este día de Navidad todos los sacerdotes pueden celebrar o concelebrar tres Misas, con tal que sean celebradas a su debido tiempo.

ANTÍFONA DE ENTRADA Sal 2, 7

El Señor me dijo: Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy.

ORACIÓN COLECTA

Señor Dios, que hiciste resplandecer esta noche santísima con la claridad de Cristo, luz verdadera, concede a quienes hemos conocido los misterios de esa luz en la tierra, que podamos disfrutar también de su gloria en el cielo. Por nuestro Señor Jesucristo.

LITURGIA DE LA PALABRA

PRIMERA LECTURA

Un hijo se nos ha dado.

Del libro del profeta Isaías: 9, 1-3. 5-6

El pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran luz; sobre los que vivían en tierra de sombras, una luz resplandeció.

Engrandeciste a tu pueblo e hiciste grande su alegría. Se gozan en tu presencia como gozan al cosechar, como se alegran al repartirse el botín. Porque tú quebrantaste su pesado yugo, la barra que oprimía sus hombros y el cetro de su tirano, como en el día de Madián.

Porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado; lleva sobre sus hombros el signo del imperio y su nombre será: “Consejero admirable”, “Dios poderoso”, “Padre sempiterno”, “Príncipe de la paz”; para extender el principado con una paz sin límites sobre el trono de David y sobre su reino; para establecerlo y consolidarlo con la justicia y el derecho, desde ahora y para siempre. El celo del Señor lo realizará. 

Palabra de Dios.

SALMO RESPONSORIAL

Del salmo 95,1-2a. 2b-3.11-12.13.

R/. Hoy nos ha nacido el Salvador.

Cantemos al Señor un canto nuevo, que le cante al Señor toda la tierra; cantemos al Señor y bendigámoslo. R/.

Proclamemos su amor día tras día, su grandeza anunciemos a los pueblos; de nación en nación, sus maravillas. R/.

Alégrense los cielos y la tierra, retumbe el mar y el mundo submarino. Salten de gozo el campo y cuanto encierra, manifiesten los bosques regocijo. R/.

Regocíjese todo ante el Señor, porque ya viene a gobernar el orbe. Justicia y rectitud serán las normas con las que rija a todas las naciones. R/.

SEGUNDA LECTURA

La gracia de Dios se ha manifestado a todos los hombres.

De la carta del apóstol san Pablo a Tito: 2, 11-14

Querido hermano: La gracia de Dios se ha manifestado para salvar a todos los hombres y nos ha enseñado a renunciar a la vida sin religión y a los deseos mundanos, para que vivamos, ya desde ahora, de una manera sobria, justa y fiel a Dios, en espera de la gloriosa venida del gran Dios y Salvador, Cristo Jesús, nuestra esperanza. Él se entregó por nosotros para redimirnos de todo pecado y purificarnos, a fin de convertirnos en pueblo suyo, fervorosamente entregado a practicar el bien.

Palabra de Dios.

ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Cfr. Lc 2, 10-11

R/. Aleluya, aleluya.

Les anuncio una gran alegría: Hoy nos ha nacido el Salvador, que es Cristo, el Señor. R/.

EVANGELIO

Hoy nos ha nacido el Salvador.

+ Del santo Evangelio según san Lucas: 2, 1-14

Por aquellos días, se promulgó un edicto de César Augusto, que ordenaba un censo de todo el imperio. Este primer censo se hizo cuando Quirino era gobernador de Siria. Todos iban a empadronarse, cada uno en su propia ciudad; así es que también José, perteneciente a la casa y familia de David, se dirigió desde la ciudad de Nazaret en Galilea, a la ciudad de David, llamada Belén, para empadronarse, juntamente con María, su esposa, que estaba encinta.

Mientras estaban ahí, le llegó a María el tiempo de dar a luz y tuvo a su hijo primogénito; lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre, porque no hubo lugar para ellos en la posada.

En aquella región había unos pastores que pasaban la noche en el campo, vigilando por turno sus rebaños. Un ángel del Señor se les apareció y la gloria de Dios los envolvió con su luz y se llenaron de temor. El ángel les dijo: “No teman. Les traigo una buena noticia, que causará gran alegría a todo el pueblo: hoy les ha nacido, en la ciudad de David, un Salvador, que es el Mesías, el Señor. Esto les servirá de señal: encontrarán al niño envuelto en pañales y recostado en un pesebre”.

De pronto se le unió al ángel una multitud del ejército celestial, que alababa a Dios, diciendo: “¡Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad!”.

Palabra del Señor.

ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS

Te rogamos, Señor, que la ofrenda de esta festividad sea de tu agrado, para que, mediante este sagrado intercambio, lleguemos a ser semejantes a aquel por quien nuestra naturaleza quedó unida a la tuya. Él, que vive y reina por los siglos de los siglos.

ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Jn 1, 14

El Verbo se hizo hombre y hemos visto su gloria.

ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN

Señor, Dios nuestro, que nos has concedido el gozo de celebrar el nacimiento de nuestro Redentor, haz que después de una vida santa, merezcamos alcanzar la perfecta comunión con él. Que vive y reina por los siglos de los siglos.

MISA DE LA AURORA

ANTÍFONA DE ENTRADA Cfr. Is 9, 2. 6; Lc 1, 33

Hoy brillará una luz sobre nosotros porque nos ha nacido el Señor; se le llamará Admirable, Dios, Príncipe de la paz, Padre del mundo futuro, y su Reino no tendrá fin.

ORACIÓN COLECTA

Concede, Dios todopoderoso, que, al vernos envueltos en la luz nueva de tu Palabra hecha carne, resplandezca por nuestras buenas obras, lo que por la fe brilla en nuestras almas. Por nuestro Señor Jesucristo...

LITURGIA DE LA PALABRA

PRIMERA LECTURA

Mira a tu salvador que llega.

Del libro del profeta Isaías: 62, 11-12

Escuchen lo que el Señor hace oír hasta el último rincón de la tierra:

“Digan a la hija de Sión: Mira que ya llega tu salvador. El premio de su victoria lo acompaña y su recompensa lo precede. Tus hijos serán llamados ‘Pueblo santo’, ‘Redimidos del Señor’, y a ti te llamarán ‘Ciudad deseada, Ciudad no abandonada’”.

Palabra de Dios.

SALMO RESPONSORIAL

Del salmo 96, 1. 6. 11-12.

R/. Reina el Señor, alégrese la tierra.

Reina el Señor, alégrese la tierra; cante de regocijo el mundo entero. Los cielos pregonan su justicia, su inmensa gloria ven todos los pueblos. R/.

Amanece la luz para el justo y la alegría para los rectos de corazón. Alégrense, justos, con el Señor y bendigan su santo nombre. R/.

SEGUNDA LECTURA

Nos ha salvado por su misericordia.

De la carta del apóstol san Pablo a Tito: 3, 4-7

Hermano: Al manifestarse la bondad de Dios, nuestro Salvador, y su amor a los hombres, él nos salvó, no porque nosotros hubiéramos hecho algo digno de merecerlo, sino por su misericordia. Lo hizo mediante el bautismo, que nos regenera y nos renueva, por la acción del Espíritu Santo, a quien Dios derramó abundantemente sobre nosotros, por Cristo, nuestro Salvador. Así, justificados por su gracia, nos convertiremos en herederos, cuando se realice la esperanza de la vida eterna.

Palabra de Dios.

ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Lc 2, 14

R/. Aleluya, aleluya.

Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad. R/.

EVANGELIO

Los pastores encontraron a María, a José y al niño.

+ Del santo Evangelio según san Lucas: 2, 15-20

Cuando los ángeles los dejaron para volver al cielo, los pastores se dijeron unos a otros: “Vayamos hasta Belén, para ver eso que el Señor nos ha anunciado”.

Se fueron, pues, a toda prisa y encontraron a María, a José y al niño, recostado en el pesebre. Después de verlo, contaron lo que se les había dicho de aquel niño, y cuantos los oían quedaban maravillados.

María, por su parte, guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón. Los pastores se volvieron a sus campos, alabando y glorificando a Dios por todo cuanto habían visto y oído, según lo que se les había anunciado.

Palabra del Señor.

ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS

Te pedimos, Señor, que nuestras ofrendas sean dignas del misterio de la Navidad que hoy celebramos, para que, así como el que nació como hombre resplandeció él mismo como Dios, así también estas realidades terrenas nos conduzcan a la vida divina. Por Jesucristo, nuestro Señor.

ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Cfr. Za 9, 9

“¡Salta de alegría, hija de Sión! ¡Canta, hija de Jerusalén! Mira que ya viene tu Rey, el Santo, el Salvador del mundo.

ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN

Concédenos, Señor, que al celebrar con fervorosa alegría el nacimiento de tu Hijo, lleguemos a conocer, llenos de fe, la profundidad de este misterio y amarlo con nuestra más ardiente caridad. Por Jesucristo, nuestro Señor.

MISA DE DIA

ANTÍFONA DE ENTRADA Cfr. Is 9, 5

Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado; lleva sobre sus hombros el imperio y su nombre será Ángel del gran consejo.

ORACIÓN COLECTA

Señor Dios, que de manera admirable creaste la naturaleza humana y, de modo aún más admirable, la restauraste, concédenos compartir la divinidad de aquel que se dignó compartir nuestra humanidad. Él, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.

LITURGIA DE LA PALABRA

PRIMERA LECTURA

La tierra entera verá la salvación que viene de nuestro Dios.

Del libro del profeta Isaías: 52, 7-10

¡Qué hermoso es ver correr sobre los montes al mensajero que anuncia la paz, al mensajero que trae la buena nueva, que pregona la salvación, que dice a Sión: “Tu Dios es rey”!

Escucha: Tus centinelas alzan la voz y todos a una gritan alborozados, porque ven con sus propios ojos al Señor, que retorna a Sión.

Prorrumpan en gritos de alegría, ruinas de Jerusalén, porque el Señor rescata a su pueblo, consuela a Jerusalén. Descubre el Señor su santo brazo a la vista de todas las naciones. Verá la tierra entera la salvación que viene de nuestro Dios. 

Palabra de Dios. 

SALMO RESPONSORIAL

Del salmo 97, 1. 2-3ab. 3a1-4. 5-6.

R/. Toda la tierra ha visto al Salvador.

Cantemos al Señor un canto nuevo, pues ha hecho maravillas. Su diestra y su santo brazo le han dado la victoria. R/.

El Señor ha dado a conocer su victoria y ha revelado a las naciones su justicia. Una vez más ha demostrado Dios su amor y su lealtad hacia Israel. R/.

La tierra entera ha contemplado la victoria de nuestro Dios. Que todos los pueblos y naciones aclamen con júbilo al Señor. R/.

Cantemos al Señor al son del arpa, suenen los instrumentos. Aclamemos al son de los clarines al Señor, nuestro rey. R/.

SEGUNDA LECTURA

Dios nos ha hablado por medio de su Hijo.

De la carta a los hebreos: 1, 1-6

En distintas ocasiones y de muchas maneras habló Dios en el pasado a nuestros padres, por boca de los profetas. Ahora, en estos tiempos, nos ha hablado por medio de su Hijo, a quien constituyó heredero de todas las cosas y por medio del cual hizo el universo.

El Hijo es el resplandor de la gloria de Dios, la imagen fiel de su ser y el sostén de todas las cosas con su palabra poderosa. Él mismo, después de efectuar la purificación de los pecados, se sentó a la diestra de la majestad de Dios, en las alturas, tanto más encumbrado sobre los ángeles, cuanto más excelso es el nombre que, como herencia, le corresponde.

Porque ¿a cuál de los ángeles le dijo Dios: Tú eres mi Hijo: yo te he engendrado hoy? ¿O de qué ángel dijo Dios: Yo seré para él un padre y él será para mí un hijo? Además, en otro pasaje, cuando introduce en el mundo a su primogénito, dice: Adórenlo todos los ángeles de Dios.

Palabra de Dios.

ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO

R/. Aleluya, aleluya.

Un día sagrado ha brillado para nosotros. Vengan, naciones, y adoren al Señor, porque hoy ha descendido una gran luz sobre la tierra. R/.

EVANGELIO

Aquel que es la Palabra se hizo hombre y habitó entre nosotros.

+ Del santo Evangelio según san Juan: 1, 1-18

En el principio ya existía aquel que es la Palabra, y aquel que es la Palabra estaba con Dios y era Dios. Ya en el principio él estaba con Dios. Todas las cosas vinieron a la existencia por él y sin él nada empezó de cuanto existe. Él era la vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en las tinieblas y las tinieblas no la recibieron.

Hubo un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan. Éste vino como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. Él no era la luz, sino testigo de la luz. Aquel que es la Palabra era la luz verdadera, que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. En el mundo estaba; el mundo había sido hecho por él y, sin embargo, el mundo no lo conoció.

Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron; pero a todos los que lo recibieron les concedió poder llegar a ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre, los cuales no nacieron de la sangre, ni del deseo de la carne, ni por voluntad del hombre, sino que nacieron de Dios.

Y aquel que es la Palabra se hizo hombre y habitó entre nosotros. Hemos visto su gloria, gloria que le corresponde como a Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad.

Juan el Bautista dio testimonio de él, clamando: “A éste me refería cuando dije: ‘El que viene después de mí, tiene precedencia sobre mí, porque ya existía antes que yo’ ”.

De su plenitud hemos recibido todos gracia sobre gracia. Porque la ley fue dada por medio de Moisés, mientras que la gracia y la verdad vinieron por Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto jamás. El Hijo unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha revelado.

Palabra del Señor.

ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS

Que sea aceptable ante ti, Señor, la oblación de la presente solemnidad, por la que llegó a nosotros tu benevolencia para nuestra perfecta reconciliación y nos fue concedido participar en plenitud del culto divino. Por Jesucristo, nuestro Señor.

ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Cfr. Sal 97, 3

Los confines de la tierra han contemplado la salvación que nos viene de Dios.

ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN

Concédenos, Dios misericordioso, que el Salvador del mundo, que hoy nos ha nacido, puesto que es el autor de nuestro nacimiento a la vida, también nos haga partícipes de su inmortalidad. Él, que vive y reina por los siglos de los siglos.

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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)

Un hijo se nos ha dado (Is 9,1-3.5-6)

Navidad. Misa de Medianoche. 1ª lectura

A partir de Is 8,23 comienza a hacerse presente, aún entre sombras, la figura del rey Ezequías, que a diferencia de su padre Ajaz, fue un rey piadoso que confió totalmente en el Señor. Después de que Galilea fuera devastada por Teglatpalasar III de Asiria, con la consiguiente deportación del pueblo que vivía allí (cfr 8,21-22), el rey Ezequías de Judá reconquistaría esa zona, que recobraría su proverbial esplendor durante un cierto tiempo. Estos sucesos abrieron de nuevo paso a la esperanza.

Es posible que este oráculo tenga relación con la profecía del Enmanuel (7,1-17), y que el niño con prerrogativas mesiánicas que ha nacido (cfr 9,5-6) sea aquel niño del que profetizó Isaías que habría de nacer (cfr 7,14). En este sentido este es considerado el segundo oráculo del ciclo del Enmanuel. Ese «niño» que ha nacido, el hijo que se nos ha dado, es un don de Dios (9,5), porque significa la presencia de Dios entre los suyos. El texto hebreo le atribuye cuatro cualidades que parecen sumar las de los más grandes hombres que forjaron la historia de Israel: la sabiduría de Salomón (cfr 1 R 3) («Consejero maravilloso»), el valor de David (cfr 1 S 17) («Dios fuerte»), las dotes de gobierno de Moisés en cuanto libertador, guía y padre del pueblo (cfr Dt 34,10-12) («Padre sempiterno») y las virtudes de los antiguos patriarcas, que llevaron a cabo alianzas de paz (cfr Gn 21,22-24; 26,15-6; 23,6) («Príncipe de la paz»). En la antigua Vulgata latina se traducían por seis («Admirabilis, Consiliarius, Deus, Fortis, Pater futuri saeculi, Princeps pacis»), que son las que pasaron al uso litúrgico. La Neovulgata ha vuelto al texto hebreo. En todo caso se trata de títulos que los pueblos semitas aplicaban al monarca reinante, pero que, en su conjunto, trascienden a Ezequías y a cualquier otro rey de Judá. Por eso, la tradición cristiana ha visto que tales cualidades se cumplen sólo en Jesús. San Bernardo, por ejemplo, comenta así la razón de ser de cada uno de esos nombres: «Es Admirable en su nacimiento, Consejero en su predicación, Dios en sus obras, Fuerte en la Pasión, Padre perpetuo en la resurrección, y Príncipe de la paz en la bienaventuranza eterna» (Sermones de diversis 53,1).

Así como esos nombres se han aplicado a Jesús, la reconquista efímera de Galilea por Ezequías ha sido vista sólo como anuncio de la definitiva salvación realizada por Jesucristo. En los Evangelios resuenan expresiones de este oráculo en diversos pasajes en los que se habla de Jesús. Cuando Lucas narra la Anunciación a María (Lc 1,31-33) alude a que el hijo que concebirá y dará a luz recibirá «el trono de David, su padre, reinará eternamente sobre la casa de Jacob y su Reino no tendrá fin» (Lc 1,32b-33; cfr 9,6). Y en el relato de la manifestación del nacimiento a los pastores de Belén se les anuncia que «os ha nacido, en la ciudad de David, el Salvador, que es el Mesías, el Señor...» (Lc 2,11-12; cfr 9,5). San Mateo ve en el comienzo del ministerio de Jesús en Galilea (Mt 4,12-17) el cumplimiento de este oráculo de Isaías (cfr 8,23-9,1): las tierras que en tiempo del profeta se encontraban devastadas y a las que los asirios habían llevado gentes extranjeras para colonizarlas, han sido las primeras en recibir la luz de la salvación del Mesías.

Ha aparecido la gracia de Dios a todos los hombres (Tt 2,11-14)

Navidad. Misa de Medianoche. 2ª lectura

La acción de la gracia divina manifestada en la Encarnación tiene eficacia redentora: es portadora de salvación, además de fuente de santificación, al educar para un comportamiento moral recto. Las obligaciones descritas manifiestan un estilo de vida cristiana (v. 12) fundado en la esperanza (v. 13). Es Cristo quien con su obra redentora ha logrado que podamos tener tal vida y esperanza.

En la Eucaristía, alimento del alma, recibimos la gracia para vivir así y la celebramos «expectantes beatam spem et adventum Salvatoris nostri Jesu Christi (“mientras esperamos la gloriosa venida de Nuestro Salvador Jesucristo”: MR, Embolismo después del Padre Nuestro; cfr Tt 2, 13), pidiendo entrar “en tu reino, donde esperamos gozar todos juntos de la plenitud eterna de tu gloria; allí enjugarás las lágrimas de nuestros ojos, porque, al contemplarte como tú eres, Dios nuestro, seremos para siempre semejantes a ti y cantaremos eternamente tus alabanzas, por Cristo, Señor Nuestro” (MR, Plegaria Eucarística 3,128: oración por los difuntos)» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1404).

El v. 14 es bello resumen de la doctrina de la Redención. Se señalan cuatro elementos esenciales: donación que Cristo hizo de Sí mismo; redención de toda iniquidad; purificación; y apropiación del pueblo. La entrega de Cristo es una alusión al sacrificio voluntario de la cruz (cfr Ga 1,9; 2,20; Ef 5,2; 1 Tm 2,6), mediante el cual nos ha librado de la esclavitud del pecado; el sacrificio de Cristo es la causa de la libertad de los hijos de Dios, de modo análogo a como la acción de Dios operó la liberación del pueblo de Israel en el éxodo, constituyéndolo en pueblo de su propiedad (cfr Ex 19,4-6). Con la nueva Alianza de su sangre, Jesucristo hace de la Iglesia su pueblo elegido, llamado a incorporar a todas las naciones: «Así como al pueblo de Israel, según la carne, peregrinando por el desierto, se le designa ya como Iglesia, así el nuevo Israel, que caminando en el tiempo presente busca la ciudad futura y perenne, también es designado como Iglesia de Cristo, porque fue Él quien la adquirió con su sangre, la llenó de su Espíritu y la dotó de los medios apropiados de unión visible y social» (Conc. Vaticano II, Lumen gentium, n. 9).

Hoy nos ha nacido un salvador (Lc 2, 1-14)

Navidad. Misa de Medianoche. Evangelio

El evangelio narra escuetamente el nacimiento de Jesús. No obstante, no deja de subrayar dos detalles: el lugar del nacimiento, Belén, y la pobreza y desamparo materiales que lo acompañaron. Ambos son también lección de Dios que se sirve de los sucesos de la historia humana para que se cumplan sus designios, y que hace de sus gestos enseñanza: «¿Hay algo que pueda declarar más inequívocamente su misericordia, que el hecho de haber aceptado la misma miseria? ¿Puede haber algo más rebosante de piedad que el que la Palabra de Dios se haya hecho tan poca cosa por nosotros? (...) Que deduzcan de aquí los hombres lo grande que es el cuidado que Dios tiene de ellos; que se enteren de lo que Dios piensa y siente por ellos» (S. Bernardo, In Epiphania Domini, Sermo 1,2).

«Se promulgó un edicto de César» (v. 1). Por los documentos extrabíblicos sólo conocemos un empadronamiento general en la época de Quirino (v. 2) el año 6 d.C., es decir, unos diez o doce años después del nacimiento del Señor (cfr Cronología de la vida de Jesús, pp. 45-46). Pero es posible que hubiera otros censos generales y hubo ciertamente censos locales. Tal vez la familia de Jesús fue a Belén con motivo de uno de estos censos y Lucas no dispuso de datos para ser más preciso (cfr nota a Hch 5,34-42). En todo caso, el propósito del evangelista es claro: quiso situar en la historia universal el nacimiento de Jesús, y, al no disponer de una era común como nosotros, habla de Quirino (v. 2), gobernador de Siria, de la cual dependía Judá, y del edicto de César Augusto (v. 1), que reinó desde el 27 a.C. al 14 d.C. En esta alusión se sugiere también una paradoja: César se presentó en su tiempo como el salvador de la humanidad y, con el propósito de perpetuar su memoria, favoreció de tal manera las artes, que su época ha llegado a llamarse «el siglo de Augusto». Sin embargo, el verdadero salvador, como dice el ángel enseguida (2,11), es Jesús, y su nacimiento es el que instaura la nueva era en la que contamos los años y los siglos. Éste es el sentido que ya supo ver la primitiva exégesis cristiana: «Registrado con todos, podía santificar a todos; inscrito en el censo con toda la tierra, a la tierra ofrecía la comunión consigo; y después de esta declaración inscribía a todos los hombres de la tierra en el libro de los vivos, de modo que cuantos hubieran creído en Él, fueran luego registrados en el cielo con los Santos de Aquel a quien se debe la gloria y el poder por los siglos de los siglos» (Orígenes, Homilia X in Lucam 6).

«Dio a luz a su hijo primogénito» (v. 7). La Biblia —como otros documentos del antiguo Oriente— suele llamar «primogénito» al primer varón que nace, sea o no seguido de otros hermanos: «Puesto que la ley sobre los primogénitos incluye también al que no siguen otros hermanos, resulta que el nombre de primogénito se refiere a cualquiera que abre el seno materno y antes del cual no ha nacido ninguno, no sólo a aquél al que le sigue un hermano después» (S. Jerónimo, Adversus Helvidium 19). La Iglesia enseñó la verdad de fe de la virginidad perpetua de María (cfr Catecismo de la Iglesia Católica, n. 499) y algunos Padres la ampliaron también a San José: «Tú dices que María no permanecía virgen, yo digo más: que también el mismo José fue virgen por María para que el hijo virginal fuera engendrado en un matrimonio virginal. (...) Si él era para María, considerada por la gente como su esposa, más un protector que un cónyuge, entonces no queda sino concluir que quien fue considerado digno de ser llamado padre del Señor, haya vivido virginalmente con María (S. Jerónimo, Adversus Helvidium 19).

«Porque no había lugar para ellos en el aposento» (v. 7). La palabra griega que utiliza San Lucas —katályma— designa la habitación espaciosa de las casas, que podía servir de salón o cuarto de huéspedes: en el Nuevo Testamento se usa sólo otras dos veces para nombrar la sala donde el Señor celebró la Última Cena (22,11; Mc 14,14). Es posible, por tanto, que el evangelista quiera señalar con sus palabras que el lugar no era oportuno y que la Sagrada Familia quería preservar la intimidad del acontecimiento. Pero, además, en la pobreza del establo conocemos «la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que, siendo rico, se hizo pobre por vosotros, para que vosotros seáis ricos por su pobreza» (2 Co 8,9): «Atiende (...) a la pobreza de aquel que fue puesto en un pesebre y envuelto en pañales. ¡Oh admirable humildad, oh pasmosa pobreza! El Rey de los ángeles, el Señor del cielo y de la tierra es reclinado en un pesebre. (...) Considera la humildad, al menos la dichosa pobreza, los innumerables trabajos y penalidades que sufrió por la redención del género humano» (Sta. Clara de Asís, Carta a Inés de Praga). Esta humildad no sólo es ejemplo para los hombres, sino don de Dios que se abaja haciéndose cercano a nosotros. Dios se humilla para que podamos acercarnos a Él, para que podamos corresponder a su amor con nuestro amor, para que nuestra libertad se rinda no sólo ante el espectáculo de su poder, sino ante la maravilla de su humildad. Grandeza de un Niño que es Dios: su Padre es el Dios que ha hecho los cielos y la tierra, y Él está ahí, en un pesebre, quia non erat eis locus in diversorio (Lc 2,7), porque no había otro sitio en la tierra para el dueño de todo lo creado (S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 18).

Las palabras de los ángeles a los pastores indican el significado del nacimiento de Jesús. Él no es un niño cualquiera, sino el Salvador, el Mesías, el Señor (v. 11). La divinidad de Jesús Niño no es manifiesta. Por eso, debía ser enseñada por medio de ángeles: «Necesita ser manifestado lo que de suyo es oculto, no lo que es patente. El cuerpo del recién nacido era manifiesto; pero su divinidad estaba oculta, y por tanto era conveniente que se manifestara aquel nacimiento por medio de los ángeles, que son ministros de Dios; por eso apareció el ángel rodeado de claridad, para que quedase patente que el recién nacido era “el esplendor de la gloria del Padre” (Hb 1,3)» (Sto. Tomás de Aquino, Summa theologiae 3,36,5 ad 1). Las palabras de los ángeles indican también que la llegada del Salvador al mundo trae consigo los dones más excelentes: el reconocimiento de la gloria de Dios y la paz para los hombres (v. 14). De ahí el sentido profundo de la adoración de los pastores: la salvación que Cristo traía estaba destinada a hombres de toda raza y situación, y por eso eligió manifestarse a personas de distinta condición. «Los pastores eran israelitas; los magos, gentiles; aquéllos vinieron de cerca; éstos, de lejos, pero unos y otros coincidieron en la piedra angular» (S. Agustín, Sermones 202,1).

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SAN JUAN CRISÓSTOMO (www.iveargentina.org)

Y el Verbo se hizo carne

Un favor os voy a pedir antes de comenzar la explicación de las palabras del evangelio; y os suplico que no me neguéis lo que os pido. No pido cosa que gravosa sea ni pesada; y en cambio será útil, si la consigo, no tan sólo para mí, sino también para vosotros, si la concedéis; y aun quizá sea más útil para vosotros que para mí. ¿Qué es lo que pido? Que el primer día de la semana o el sábado mismo, tomando cada uno la parte del evangelio que luego se leerá en la reunión, sentados allá en vuestro hogar repetidamente la leáis y muchas veces la exploréis y examinéis y cuidadosamente peséis su valor y anotéis lo que es claro y las partes que son oscuras; y también lo que en las expresiones parezca contradictorio, aunque no lo sea; y así, tras de examinarlo todo, luego vengáis a la reunión. De empeño semejante nos vendrá no pequeña ganancia a vosotros y a mí.

En efecto: a nosotros no nos será necesario mucho trabajo para explicar las sentencias y su fuerza, estando ya vuestra mente acostumbrada al conocimiento de las expresiones; y vosotros, por este camino, os tornaréis más perspicaces y más agudos para penetrar, no sólo oír, y entender y enseñar a otros. Tal como ahora procedéis, muchos de vosotros os veis obligados juntamente a conocer el texto de las Sagradas Escrituras y a escuchar nuestra explicación; pero así, ni aun cuando gastemos el año íntegro, sacarán grande provecho. Porque no les será posible, así a la ligera y brevemente, atender a lo que se dice. Y si algunos pretextan sus negocios y preocupaciones del mundo y el mucho trabajo en los asuntos públicos y privados, desde luego no es pequeña culpa eso de sobrecargarse de tan gran multitud de negocios y de tal modo empeñarse y esclavizarse en los negocios seculares, que ni siquiera ocupen un poco de tiempo en las cosas que sobre todo les son necesarias.

Por otra parte, que sólo se trate de pretextos simulados, lo demuestran las conversaciones con los amigos, la frecuencia en acudir al teatro, los interminables tiempos dedicados a las carreras de caballos, en que a veces se consumen los días íntegros; y sin embargo, para todo eso no ponen obstáculo ni pretextan la cantidad de negocios. De manera que para esas cosas de nonada no hay ocupación que estorbe; pero si se ha de poner empeño en las cosas divinas, entonces éstas os parecen superfluas y de tan poca monta que juzgáis no deberse poner en ellas ni el menor empeño. Quienes así piensan ¿merecerán acaso respirar o ver este sol?

Hay otra excusa ineptísima de parte de tales hombres notablemente desidiosos: la falta de ejemplares de la Escritura. Sería cosa ridícula tratar de esto ante los ricos. Pero puesto que muchos pobres usan de tal pretexto, quisiera yo así pacíficamente preguntarles si acaso tienen íntegros y en buen estado los instrumentos de sus oficios respectivos, aun cuando ellos se encuentren en suma pobreza. Pero ¿cómo ha de ser absurdo no excusarse para eso con la pobreza y andar poniendo todos los medios para remover los impedimentos, y en cambio acá, en donde se ha de obtener crecida utilidad, quejarse de la pobreza y las ocupaciones?

Por lo demás, aun cuando hubiera algunos tan extremadamente pobres, podrán llegar a no ignorar nada de las Sagradas Escrituras, por sola la lectura aquí acostumbrada. Y si esto también os parece imposible, con razón os lo parece, puesto que muchos no ponen gran cuidado a la dicha lectura: sino que, una vez que a la ligera oyen lo que se lee, inmediatamente se marchan a sus hogares. Y si algunos permanecen en la reunión, no proceden mejor que los otros que se alejan, pues están presentes únicamente con el cuerpo.

Más, para no sobrecargaros el ánimo con mis quejas, ni consumir todo el tiempo en reprensiones, empecemos la explicación de las sentencias evangélicas, porque ya es tiempo de entrar en la materia propuesta. Atended para que no se os escape cosa alguna de las que se digan.

Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros. Habiendo el evangelista afirmado que quienes lo recibieron fueron nacidos de Dios y se hicieron hijos de Dios, pone el otro motivo de tan inefable honor, que no es otro sino haberse hecho carne el Verbo, y haber tomado el Señor la forma de siervo. Porque el Hijo se hizo hombre, siendo verdadero Hijo de Dios, para hacer a los hombres hijos de Dios. Al mezclarse lo que es altísimo con lo que es bajísimo, nada pierde de su gloria, y en cambio eleva lo otro desde lo profundo de su bajeza. Así sucedió con Cristo.

Con su abajamiento, su naturaleza no se disminuyó; y en cambio a nosotros, que prácticamente vivíamos en vergüenza y en tinieblas, nos levantó a una gloria indecible. Cuando el rey le habla con benevolencia y cariño a un pobre mendigo, no hace cosa alguna vergonzosa; y en cambio al pobre lo torna ilustre y esclarecido delante de todos. Pues si en esa pasajera y totalmente adventicia dignidad humana, la conversación y compañía con un hombre de baja clase social para nada perjudica al que es más honorable, con mucha mayor razón no perjudicará a la substancia aquella incorpórea y bienaventurada, que nada tiene de adventicio, nada que ahora tenga y ahora no tenga, sino que posee todos los bienes sin mutaciones y que eternamente permanecen. De modo que cuando oyes: El Verbo se hizo carne, no te perturbes ni decaigas de ánimo. Esa substancia divina no se derribó ni cayó en la carne (sería impiedad aun el solo pensarlo), sino que permaneciendo lo que era, tomó la forma de siervo.

Pero entonces ¿por qué el evangelista usó de esa expresión: Se hizo. Para cerrar la boca de los herejes. Como los hay que afirman ser toda esa economía de la Encarnación una simple ficción y pura fantasmagoría, para adelantarse a quitar de en medio semejante blasfemia, usó de esa expresión: Se hizo; declarando así no un cambio de substancia ¡lejos tal cosa! sino que verdaderamente se encarnó. Así como cuando dice Pablo: Cristo nos libró de la maldición de la Ley, haciéndose por nosotros maldición1, no significa que la substancia divina se apartara y dejara la gloria y se convirtiera en maldición —pues tal cosa no la pensarían ni los demonios, ni los hombres más necios y locos: ¡tan grande sabor de impiedad y de necedad juntamente contiene!—; de modo que Pablo no dice eso, sino que Cristo, habiendo tomado la maldición que había en contra nuestra, no permitió que en adelante fuéramos malditos; del mismo modo acá Juan dice que el Verbo se hizo carne, no porque cambiara en carne su substancia, sino permaneciendo ésta intacta después de haberse encarnado.

Y si alegan que siendo Dios que todo lo puede, también pudo convertirse en carne, responderemos que ciertamente todo lo puede, pero permaneciendo Dios. Pues si fuera capaz de cambio, y de cambio en peor, ¿cómo fuera Dios? Sufrir cambio es cosa lejanísima de esa substancia inmortal. Por esto decía el profeta: Todos ellos como la ropa se desgastan, como un vestido tú los mudas y se mudan. Pero tú eres siempre el mismo y tus años no tienen fin2. La substancia divina es superior a todo cambio; porque nada hay mejor que ella de manera que pueda esforzándose llegar a eso otro. Pero ¿qué digo mejor? Nada hay igual a ella ni que siquiera un poquito se le acerque. De donde se sigue que si se ha cambiado será en algo peor. Pero en ese caso no puede ser Dios. ¡Caiga semejante blasfemia sobre la cabeza de quienes la profieren!

Ahora bien, que esa expresión: Se hizo, haya sido dicha para que no sospeches una fantasmagoría, adviértelo por lo que sigue: verás cómo esclarece lo dicho y juntamente deshace esa malvada opinión. Porque continúa: Y habitó entre nosotros. Como si dijera: no vayas a sospechar nada erróneo por esa expresión: Se hizo, pues no he significado cambio alguno en la substancia inmutable, sino únicamente he señalado el acampar y la habitación. Y no es lo mismo el habitar que la tienda de campaña en que se habita, sino cosa diferente. Un alguien habita en la otra, pues nadie habita en sí mismo y así la tienda de campaña no sería propiamente habitación. Al decir alguien me refiero a la substancia, pues por la unidad y conjunción del Verbo, Dios y la carne son una misma cosa, sin que se confundan, sin que se pierda la substancia, sino que se hacen una cosa mediante una juntura inefable e inexplicable.

No investigues cómo sea ella: se hizo en una forma que Dios conoce. Mas ¿cuál fue la tienda de campaña en que habitó? Oye al profeta que dice: Yo levantaré la cabaña ruinosa de David3. Porque verdaderamente cayó nuestra naturaleza, cayó con ruina irreparable y estaba necesitada de aquella mano, la única poderosa. No podía por otro medio levantarse, si no le tendía la mano Aquel mismo que allá al principio la creó, si no la reformaba celestialmente mediante el bautismo de regeneración y la gracia del Espíritu Santo.

Observa este secretísimo y tremendo misterio. Para siempre habita en nuestra carne; porque no la revistió para después abandonarla, sino para tenerla eternamente consigo. Si no fuera así, no le habría concedido aquel regio solio, ni lo adoraría en ella el ejército entero de los Cielos, los Ángeles, los Arcángeles, los Tronos, las Dominaciones, los Principados, las Potestades. ¿Qué discurso, qué entendimiento podrá explicar este honor sobrenatural y escalofriante, tan excelso, conferido a nuestro linaje? ¿Qué ángel o qué arcángel será capaz de hacerlo? ¡Nadie ni en el Cielo ni en la tierra! Así son las obras de Dios. Tan grandes y sobrenaturales son sus beneficios que superan a lo que puede decir con exactitud no sólo la humana lengua, sino la misma angélica facultad.

Por tal motivo, cerraremos nuestro discurso con el silencio, únicamente amonestándoos a que correspondáis a tan excelente y altísimo Bienhechor; cosa de la cual más tarde nos vendrá toda ganancia. Corresponderemos si tenemos sumo cuidado de nuestra alma. Porque también esta obra es de su bondad: que, no necesitando de nada nuestro, tenga por correspondencia el que no descuidemos nuestras almas. Sería el colmo de la locura que, siendo dignos de infinitos suplicios y habiendo alcanzado, por el contrario, tan altísimos honores, no hiciéramos lo que está de nuestra parte; sobre todo cuando toda la utilidad recae en nosotros, y nos están preparados bienes sin cuento como recompensa de que así procedamos.

Por todo ello glorifiquemos al benignísimo Dios, no únicamente con palabras, sino sobre todo con las obras, para que así consigamos los bienes futuros. Ojalá todos los alcancemos, por gracia y benignidad del Señor nuestro Jesucristo, por el cual y con el cual sea la gloria al Padre juntamente con el Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. Amén.

(Explicación del Evangelio de San Juan, homilía XI (X), Tradición México 1981, pp. 89-93)

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SAN LEÓN MAGNO

Reconoce, cristiano, tu dignidad

Hoy, queridos hermanos, ha nacido nuestro Salvador; alegrémonos. No puede haber lugar para la tristeza, cuando acaba de nacer la vida; la misma que acaba con el temor de la mortalidad, y nos infunde la alegría de la eternidad prometida.

Nadie tiene por qué sentirse alejado de la participación de semejante gozo, a todos es común la razón para el júbilo porque nuestro Señor, destructor del pecado y de la muerte, como no ha encontrado a nadie libre de culpa, ha venido para liberarnos a todos. Alégrese el santo, puesto que se acerca a la victoria; regocíjese el pecador, puesto que se le invita al perdón; anímese el gentil, ya que se le llama a la vida.

Pues el Hijo de Dios, al cumplirse la plenitud de los tiempos, establecidos por los inescrutables y supremos designios divinos, asumió la naturaleza del género humano para reconciliarla con su Creador, de modo que el demonio, autor de la muerte, se viera vencido por la misma naturaleza gracias a la cual había vencido.

Por eso, cuando nace el Señor, los ángeles cantan jubilosos: Gloria a Dios en el cielo, y anuncian: y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor. Pues están viendo cómo la Jerusalén celestial se construye con gentes de todo el mundo; ¿cómo, pues, no habrá de alegrarse la humildad de los hombres con tan sublime acción de la piedad divina, cuando tanto se entusiasma la sublimidad de los ángeles?

Demos, por tanto, queridos hermanos, gracias a Dios Padre por medio de su Hijo, en el Espíritu Santo, puesto que se apiadó de nosotros a causa de la inmensa misericordia con que nos amó; estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo, para que gracias a él fuésemos una nueva creatura, una nueva creación.

Despojémonos, por tanto, del hombre viejo con todas sus obras y, ya que hemos recibido la participación de la generación de Cristo, renunciemos a las obras de la carne.

Reconoce, cristiano, tu dignidad y, puesto que has sido hecho partícipe de la naturaleza divina, no pienses en volver con un comportamiento indigno a las antiguas vilezas. Piensa de qué cabeza y de qué cuerpo eres miembro. No olvides que fuiste liberado del poder de las tinieblas y trasladado a la luz y al reino de Dios.

Gracias al sacramento del bautismo te has convertido en templo del Espíritu Santo; no se te ocurra ahuyentar con tus malas acciones a tan noble huésped, ni volver a someterte a la servidumbre del demonio: porque tu precio es la sangre de Cristo.

(Sermón 1 en la Natividad del Señor, 1-3: PI, 54, 190-193)

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FRANCISCO – Homilías y Catequesis de Navidad

Homilía de Nochebuena 2013

1. «El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande» (Is 9,1).

Esta profecía de Isaías no deja de conmovernos, especialmente cuando la escuchamos en la Liturgia de la Noche de Navidad. No se trata sólo de algo emotivo, sentimental; nos conmueve porque dice la realidad de lo que somos: somos un pueblo en camino, y a nuestro alrededor –y también dentro de nosotros– hay tinieblas y luces. Y en esta noche, cuando el espíritu de las tinieblas cubre el mundo, se renueva el acontecimiento que siempre nos asombra y sorprende: el pueblo en camino ve una gran luz. Una luz que nos invita a reflexionar en este misterio: misterio de caminar y de ver.

Caminar. Este verbo nos hace pensar en el curso de la historia, en el largo camino de la historia de la salvación, comenzando por Abrahán, nuestro padre en la fe, a quien el Señor llamó un día a salir de su pueblo para ir a la tierra que Él le indicaría. Desde entonces, nuestra identidad como creyentes es la de peregrinos hacia la tierra prometida. El Señor acompaña siempre esta historia. Él permanece siempre fiel a su alianza y a sus promesas. Porque es fiel, «Dios es luz sin tiniebla alguna» (1 Jn 1,5). Por parte del pueblo, en cambio, se alternan momentos de luz y de tiniebla, de fidelidad y de infidelidad, de obediencia y de rebelión, momentos de pueblo peregrino y momentos de pueblo errante.

También en nuestra historia personal se alternan momentos luminosos y oscuros, luces y sombras. Si amamos a Dios y a los hermanos, caminamos en la luz, pero si nuestro corazón se cierra, si prevalecen el orgullo, la mentira, la búsqueda del propio interés, entonces las tinieblas nos rodean por dentro y por fuera. «Quien aborrece a su hermano –escribe el apóstol San Juan– está en las tinieblas, camina en las tinieblas, no sabe adónde va, porque las tinieblas han cegado sus ojos» (1 Jn 2,11). Pueblo en camino, sobre todo pueblo peregrino que no quiere ser un pueblo errante.

2. En esta noche, como un haz de luz clarísima, resuena el anuncio del Apóstol: «Ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres» (Tt 2,11).

La gracia que ha aparecido en el mundo es Jesús, nacido de María Virgen, Dios y hombre verdadero. Ha venido a nuestra historia, ha compartido nuestro camino. Ha venido para librarnos de las tinieblas y darnos la luz. En Él ha aparecido la gracia, la misericordia, la ternura del Padre: Jesús es el Amor hecho carne. No es solamente un maestro de sabiduría, no es un ideal al que tendemos y del que nos sabemos por fuerza distantes, es el sentido de la vida y de la historia que ha puesto su tienda entre nosotros.

3. Los pastores fueron los primeros que vieron esta “tienda”, que recibieron el anuncio del nacimiento de Jesús. Fueron los primeros porque eran de los últimos, de los marginados. Y fueron los primeros porque estaban en vela aquella noche, guardando su rebaño. Es condición del peregrino velar, y ellos estaban en vela. Con ellos nos quedamos ante el Niño, nos quedamos en silencio. Con ellos damos gracias al Señor por habernos dado a Jesús, y con ellos, desde dentro de nuestro corazón, alabamos su fidelidad: Te bendecimos, Señor, Dios Altísimo, que te has despojado de tu rango por nosotros. Tú eres inmenso, y te has hecho pequeño; eres rico, y te has hecho pobre; eres omnipotente, y te has hecho débil.

Que en esta Noche compartamos la alegría del Evangelio: Dios nos ama, nos ama tanto que nos ha dado a su Hijo como nuestro hermano, como luz para nuestras tinieblas. El Señor nos dice una vez más: “No teman” (Lc 2,10). Como dijeron los ángeles a los pastores: “No teman”. Y también yo les repito a todos: “No teman”. Nuestro Padre tiene paciencia con nosotros, nos ama, nos da a Jesús como guía en el camino a la tierra prometida. Él es la luz que disipa las tinieblas. Él es la misericordia. Nuestro Padre nos perdona siempre. Y Él es nuestra paz. Amén.

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Homilía de Nochebuena 2014

«El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban tierras de sombras y una luz les brilló» (Is 9,1). «Un ángel del Señor se les presentó [a los pastores]: la gloria del Señor los envolvió de claridad» (Lc 2,9). De este modo, la liturgia de la santa noche de Navidad nos presenta el nacimiento del Salvador como luz que irrumpe y disipa la más densa oscuridad. La presencia del Señor en medio de su pueblo libera del peso de la derrota y de la tristeza de la esclavitud, e instaura el gozo y la alegría.

También nosotros, en esta noche bendita, hemos venido a la casa de Dios atravesando las tinieblas que envuelven la tierra, guiados por la llama de la fe que ilumina nuestros pasos y animados por la esperanza de encontrar la «luz grande». Abriendo nuestro corazón, tenemos también nosotros la posibilidad de contemplar el milagro de ese niño-sol que, viniendo de lo alto, ilumina el horizonte.

El origen de las tinieblas que envuelven al mundo se pierde en la noche de los tiempos. Pensemos en aquel oscuro momento en que fue cometido el primer crimen de la humanidad, cuando la mano de Caín, cegado por la envidia, hirió de muerte a su hermano Abel (cf. Gn 4,8). También el curso de los siglos ha estado marcado por la violencia, las guerras, el odio, la opresión. Pero Dios, que había puesto sus esperanzas en el hombre hecho a su imagen y semejanza, aguardaba pacientemente. Dios esperaba. Esperó durante tanto tiempo, que quizás en un cierto momento hubiera tenido que renunciar. En cambio, no podía renunciar, no podía negarse a sí mismo (cf. 2 Tm 2,13). Por eso ha seguido esperando con paciencia frente a la corrupción de los hombres y de los pueblos. La paciencia de Dios. Qué difícil es entender esto: la paciencia de Dios con nosotros.

A lo largo del camino de la historia, la luz que disipa la oscuridad nos revela que Dios es Padre y que su paciente fidelidad es más fuerte que las tinieblas y que la corrupción. En esto consiste el anuncio de la noche de Navidad. Dios no conoce los arrebatos de ira y la impaciencia; está siempre ahí, como el padre de la parábola del hijo pródigo, esperando atisbar a lo lejos el retorno del hijo perdido; y todos los días, pacientemente. La paciencia de Dios.

La profecía de Isaías anuncia la aparición de una gran luz que disipa la oscuridad. Esa luz nació en Belén y fue recibida por las manos tiernas de María, por el cariño de José, por el asombro de los pastores. Cuando los ángeles anunciaron a los pastores el nacimiento del Redentor, lo hicieron con estas palabras: «Y aquí tenéis la señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre» (Lc 2,12). La «señal» es precisamente la humildad de Dios, la humildad de Dios llevada hasta el extremo; es el amor con el que, aquella noche, asumió nuestra fragilidad, nuestros sufrimientos, nuestras angustias, nuestros anhelos y nuestras limitaciones. El mensaje que todos esperaban, que buscaban en lo más profundo de su alma, no era otro que la ternura de Dios: Dios que nos mira con ojos llenos de afecto, que acepta nuestra miseria, Dios enamorado de nuestra pequeñez.

Esta noche santa, en la que contemplamos al Niño Jesús apenas nacido y acostado en un pesebre, nos invita a reflexionar. ¿Cómo acogemos la ternura de Dios? ¿Me dejo alcanzar por él, me dejo abrazar por él, o le impido que se acerque? «Pero si yo busco al Señor» –podríamos responder–. Sin embargo, lo más importante no es buscarlo, sino dejar que sea él quien me busque, quien me encuentre y me acaricie con cariño. Ésta es la pregunta que el Niño nos hace con su sola presencia: ¿permito a Dios que me quiera?

Y más aún: ¿tenemos el coraje de acoger con ternura las situaciones difíciles y los problemas de quien está a nuestro lado, o bien preferimos soluciones impersonales, quizás eficaces pero sin el calor del Evangelio? ¡Cuánta necesidad de ternura tiene el mundo de hoy! Paciencia de Dios, cercanía de Dios, ternura de Dios.

La respuesta del cristiano no puede ser más que aquella que Dios da a nuestra pequeñez. La vida tiene que ser vivida con bondad, con mansedumbre. Cuando nos damos cuenta de que Dios está enamorado de nuestra pequeñez, que él mismo se hace pequeño para propiciar el encuentro con nosotros, no podemos no abrirle nuestro corazón y suplicarle: «Señor, ayúdame a ser como tú, dame la gracia de la ternura en las circunstancias más duras de la vida, concédeme la gracia de la cercanía en las necesidades de los demás, de la humildad en cualquier conflicto».

Queridos hermanos y hermanas, en esta noche santa contemplemos el misterio: allí «el pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande» (Is 9,1). La vio la gente sencilla, dispuesta a acoger el don de Dios. En cambio, no la vieron los arrogantes, los soberbios, los que establecen las leyes según sus propios criterios personales, los que adoptan actitudes de cerrazón. Miremos al misterio y recemos, pidiendo a la Virgen Madre: «María, muéstranos a Jesús».

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Homilía de Nochebuena 2015

En esta noche brilla una «luz grande» (Is 9,1); sobre nosotros resplandece la luz del nacimiento de Jesús. Qué actuales y ciertas son las palabras del profeta Isaías, que acabamos de escuchar: «Acreciste la alegría, aumentaste el gozo» (Is 9,2). Nuestro corazón estaba ya lleno de alegría mientras esperaba este momento; ahora, ese sentimiento se ha incrementado hasta rebosar, porque la promesa se ha cumplido, por fin se ha realizado. El gozo y la alegría nos aseguran que el mensaje contenido en el misterio de esta noche viene verdaderamente de Dios. No hay lugar para la duda; dejémosla a los escépticos que, interrogando sólo a la razón, no encuentran nunca la verdad. No hay sitio para la indiferencia, que se apodera del corazón de quien no sabe querer, porque tiene miedo de perder algo. La tristeza es arrojada fuera, porque el Niño Jesús es el verdadero consolador del corazón.

Hoy ha nacido el Hijo de Dios: todo cambia. El Salvador del mundo viene a compartir nuestra naturaleza humana, no estamos ya solos ni abandonados. La Virgen nos ofrece a su Hijo como principio de vida nueva. La luz verdadera viene a iluminar nuestra existencia, recluida con frecuencia bajo la sombra del pecado. Hoy descubrimos nuevamente quiénes somos. En esta noche se nos muestra claro el camino a seguir para alcanzar la meta. Ahora tiene que cesar el miedo y el temor, porque la luz nos señala el camino hacia Belén. No podemos quedarnos inermes. No es justo que estemos parados. Tenemos que ir y ver a nuestro Salvador recostado en el pesebre. Este es el motivo del gozo y la alegría: este Niño «ha nacido para nosotros», «se nos ha dado», como anuncia Isaías (cf. 9,5). Al pueblo que desde hace dos mil años recorre todos los caminos del mundo, para que todos los hombres compartan esta alegría, se le confía la misión de dar a conocer al «Príncipe de la paz» y ser entre las naciones su instrumento eficaz.

Cuando oigamos hablar del nacimiento de Cristo, guardemos silencio y dejemos que ese Niño nos hable; grabemos en nuestro corazón sus palabras sin apartar la mirada de su rostro. Si lo tomamos en brazos y dejamos que nos abrace, nos dará la paz del corazón que no conoce ocaso. Este Niño nos enseña lo que es verdaderamente importante en nuestra vida. Nace en la pobreza del mundo, porque no hay un puesto en la posada para Él y su familia. Encuentra cobijo y amparo en un establo y viene recostado en un pesebre de animales. Y, sin embargo, de esta nada brota la luz de la gloria de Dios. Desde aquí, comienza para los hombres de corazón sencillo el camino de la verdadera liberación y del rescate perpetuo. De este Niño, que lleva grabados en su rostro los rasgos de la bondad, de la misericordia y del amor de Dios Padre, brota para todos nosotros sus discípulos, como enseña el apóstol Pablo, el compromiso de «renunciar a la impiedad» y a las riquezas del mundo, para vivir una vida «sobria, justa y piadosa» (Tt 2,12).

En una sociedad frecuentemente ebria de consumo y de placeres, de abundancia y de lujo, de apariencia y de narcisismo, Él nos llama a tener un comportamiento sobrio, es decir, sencillo, equilibrado, lineal, capaz de entender y vivir lo que es importante. En un mundo, a menudo duro con el pecador e indulgente con el pecado, es necesario cultivar un fuerte sentido de la justicia, de la búsqueda y el poner en práctica la voluntad de Dios. Ante una cultura de la indiferencia, que con frecuencia termina por ser despiadada, nuestro estilo de vida ha de estar lleno de piedad, de empatía, de compasión, de misericordia, que extraemos cada día del pozo de la oración.

Que, al igual que el de los pastores de Belén, nuestros ojos se llenen de asombro y maravilla al contemplar en el Niño Jesús al Hijo de Dios. Y que, ante Él, brote de nuestros corazones la invocación: «Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación» (Sal 85,8).

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Audiencia general (18.XII.13)

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy desearía reflexionar con vosotros sobre el Nacimiento de Jesús, fiesta de la confianza y de la esperanza, que supera la incertidumbre y el pesimismo. Y la razón de nuestra esperanza es ésta: Dios está con nosotros y Dios se fía aún de nosotros. Pero pensad bien en esto: Dios está con nosotros y Dios se fía aún de nosotros. Es generoso este Dios Padre. Él viene a habitar con los hombres, elige la tierra como morada suya para estar junto al hombre y hacerse encontrar allí donde el hombre pasa sus días en la alegría y en el dolor. Por lo tanto, la tierra ya no es sólo un «valle de lágrimas», sino el lugar donde Dios mismo puso su tienda, es el lugar del encuentro de Dios con el hombre, de la solidaridad de Dios con los hombres.

Dios quiso compartir nuestra condición humana hasta el punto de hacerse una cosa sola con nosotros en la persona de Jesús, que es verdadero hombre y verdadero Dios. Pero hay algo aún más sorprendente. La presencia de Dios en medio de la humanidad no se realiza en un mundo ideal, idílico, sino en este mundo real, marcado por muchas cosas buenas y malas, marcado por divisiones, maldad, pobreza, prepotencias y guerras. Él eligió habitar nuestra historia, así como es, con todo el peso de sus límites y de sus dramas. Actuando así demostró de modo insuperable su inclinación misericordiosa y llena de amor hacia las creaturas humanas. Él es el Dios-con-nosotros; Jesús es Dios-con-nosotros. ¿Creéis vosotros esto? Hagamos juntos esta profesión: Jesús es Dios-con-nosotros. Jesús es Dios-con-nosotros desde siempre y para siempre con nosotros en los sufrimientos y en los dolores de la historia. El nacimiento de Jesús es la manifestación de que Dios «tomó partido» de una vez para siempre de la parte del hombre, para salvarnos, para levantarnos del polvo de nuestras miserias, de nuestras dificultades, de nuestros pecados.

De aquí viene el gran «regalo» del Niño de Belén: Él nos trae una energía espiritual, una energía que nos ayuda a no hundirnos en nuestras fatigas, en nuestras desesperaciones, en nuestras tristezas, porque es una energía que caldea y transforma el corazón. El nacimiento de Jesús, en efecto, nos trae la buena noticia de que somos amados inmensamente y singularmente por Dios, y este amor no sólo nos lo da a conocer, sino que nos lo dona, nos lo comunica.

De la contemplación gozosa del misterio del Hijo de Dios nacido por nosotros, podemos sacar dos consideraciones.

La primera es que si en Navidad Dios se revela no como uno que está en lo alto y que domina el universo, sino como Aquél que se abaja, desciende sobre la tierra pequeño y pobre, significa que para ser semejantes a Él no debemos ponernos sobre los demás, sino, es más, abajarnos, ponernos al servicio, hacernos pequeños con los pequeños y pobres con los pobres. Pero es algo feo cuando se ve a un cristiano que no quiere abajarse, que no quiere servir. Un cristiano que se da de importante por todos lados, es feo: ese no es cristiano, ese es pagano. El cristiano sirve, se abaja. Obremos de manera que estos hermanos y hermanas nuestros no se sientan nunca solos.

La segunda consecuencia: si Dios, por medio de Jesús, se implicó con el hombre hasta el punto de hacerse como uno de nosotros, quiere decir que cualquier cosa que hagamos a un hermano o a una hermana la habremos hecho a Él. Nos lo recordó Jesús mismo: quien haya alimentado, acogido, visitado, amado a uno de los más pequeños y de los más pobres entre los hombres, lo habrá hecho al Hijo de Dios.

Encomendémonos a la maternal intercesión de María, Madre de Jesús y nuestra, para que nos ayude en esta Santa Navidad, ya cercana, a reconocer en el rostro de nuestro prójimo, especialmente de las personas más débiles y marginadas, la imagen del Hijo de Dios hecho hombre.

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Audiencia general (17.XII.14)

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Sínodo de los obispos sobre la familia, que se acaba de celebrar, ha sido la primera etapa de un camino, que se concluirá el próximo mes de octubre con la celebración de otra asamblea sobre el tema «Vocación y misión de la familia en la Iglesia y en el mundo». La oración y la reflexión que deben acompañar este camino implican a todo el pueblo de Dios. Quisiera que también las habituales meditaciones de las audiencias del miércoles se introduzcan en este camino común. He decidido, por ello, reflexionar con vosotros, durante este año, precisamente sobre la familia, sobre este gran don que el Señor entregó al mundo desde el inicio, cuando confirió a Adán y Eva la misión de multiplicarse y llenar la tierra (cf. Gn 1, 28). Ese don que Jesús confirmó y selló en su Evangelio.

La cercanía de la Navidad enciende una gran luz sobre este misterio. La Encarnación del Hijo de Dios abre un nuevo inicio en la historia universal del hombre y la mujer. Y este nuevo inicio tiene lugar en el seno de una familia, en Nazaret. Jesús nació en una familia. Él podía llegar de manera espectacular, o como un guerrero, un emperador... No, no: viene como un hijo de familia. Esto importante: contemplar en el belén esta escena tan hermosa.

Dios eligió nacer en una familia humana, que Él mismo formó. La formó en un poblado perdido de la periferia del Imperio Romano. No en Roma, que era la capital del Imperio, no en una gran ciudad, sino en una periferia casi invisible, sino más bien con mala fama. Lo recuerdan también los Evangelios, casi como un modo de decir: «¿De Nazaret puede salir algo bueno?» (Jn 1, 46). Tal vez, en muchas partes del mundo, nosotros mismos aún hablamos así, cuando oímos el nombre de algún sitio periférico de una gran ciudad. Sin embargo, precisamente allí, en esa periferia del gran Imperio, inició la historia más santa y más buena, la de Jesús entre los hombres. Y allí se encontraba esta familia.

Jesús permaneció en esa periferia durante treinta años. El evangelista Lucas resume este período así: Jesús «estaba sujeto a ellos [es decir a María y a José]. Y uno podría decir: «Pero este Dios que viene a salvarnos, ¿perdió treinta años allí, en esa periferia de mala fama?». ¡Perdió treinta años! Él quiso esto. El camino de Jesús estaba en esa familia. «Su madre conservaba todo esto en su corazón. Y Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres» (2, 51-52). No se habla de milagros o curaciones, de predicaciones —no hizo nada de ello en ese período—, de multitudes que acudían a Él. En Nazaret todo parece suceder «normalmente», según las costumbres de una piadosa y trabajadora familia israelita: se trabajaba, la mamá cocinaba, hacía todas las cosas de la casa, planchaba las camisas... todas las cosas de mamá. El papá, carpintero, trabajaba, enseñaba al hijo a trabajar. Treinta años. «¡Pero que desperdicio, padre!». Los caminos de Dios son misteriosos. Lo que allí era importante era la familia. Y eso no era un desperdicio. Eran grandes santos: María, la mujer más santa, inmaculada, y José, el hombre más justo... La familia.

Ciertamente que nos enterneceríamos con el relato acerca del modo en que Jesús adolescente afrontaba las citas de la comunidad religiosa y los deberes de la vida social; al conocer cómo, siendo joven obrero, trabajaba con José; y luego su modo de participar en la escucha de las Escrituras, en la oración de los salmos y en muchas otras costumbres de la vida cotidiana. Los Evangelios, en su sobriedad, no relatan nada acerca de la adolescencia de Jesús y dejan esta tarea a nuestra afectuosa meditación. El arte, la literatura, la música recorrieron esta senda de la imaginación. Ciertamente, no se nos hace difícil imaginar cuánto podrían aprender las madres de las atenciones de María hacia ese Hijo. Y cuánto los padres podrían obtener del ejemplo de José, hombre justo, que dedicó su vida en sostener y defender al niño y a su esposa —su familia— en los momentos difíciles. Por no decir cuánto podrían ser alentados los jóvenes por Jesús adolescente en comprender la necesidad y la belleza de cultivar su vocación más profunda, y de soñar a lo grande. Jesús cultivó en esos treinta años su vocación para la cual lo envió el Padre. Y Jesús jamás, en ese tiempo, se desalentó, sino que creció en valentía para seguir adelante con su misión.

Cada familia cristiana —como hicieron María y José—, ante todo, puede acoger a Jesús, escucharlo, hablar con Él, custodiarlo, protegerlo, crecer con Él; y así mejorar el mundo. Hagamos espacio al Señor en nuestro corazón y en nuestras jornadas. Así hicieron también María y José, y no fue fácil: ¡cuántas dificultades tuvieron que superar! No era una familia artificial, no era una familia irreal. La familia de Nazaret nos compromete a redescubrir la vocación y la misión de la familia, de cada familia. Y, como sucedió en esos treinta años en Nazaret, así puede suceder también para nosotros: convertir en algo normal el amor y no el odio, convertir en algo común la ayuda mutua, no la indiferencia o la enemistad. No es una casualidad, entonces, que «Nazaret» signifique «Aquella que custodia», como María, que —dice el Evangelio— «conservaba todas estas cosas en su corazón» (cf. Lc 2, 19.51). Desde entonces, cada vez que hay una familia que custodia este misterio, incluso en la periferia del mundo, se realiza el misterio del Hijo de Dios, el misterio de Jesús que viene a salvarnos, que viene para salvar al mundo. Y esta es la gran misión de la familia: dejar sitio a Jesús que viene, acoger a Jesús en la familia, en la persona de los hijos, del marido, de la esposa, de los abuelos... Jesús está allí. Acogerlo allí, para que crezca espiritualmente en esa familia. Que el Señor nos dé esta gracia en estos últimos días antes de la Navidad. Gracias.

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BENEDICTO XVI – todas sus homilías de Navidad en archivo aparte

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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos

CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA

I. POR QUE EL VERBO SE HIZO CARNE

456. Con el Credo Niceno-Constantinopolitano respondemos confesando: “Por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen y se hizo hombre”.

457. El Verbo se encarnó para salvarnos reconciliándonos con Dios: “Dios nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados” (1 Jn 4, 10). “El Padre envió a su Hijo para ser salvador del mundo” (1 Jn 4, 14). “Él se manifestó para quitar los pecados” (1 Jn 3, 5):

Nuestra naturaleza enferma exigía ser sanada; desgarrada, ser restablecida; muerta, ser resucitada. Habíamos perdida la posesión del bien, era necesario que se nos devolviera. Encerrados en las tinieblas, hacía falta que nos llegara la luz; estando cautivos, esperábamos un salvador; prisioneros, un socorro; esclavos, un libertador. ¿No tenían importancia estos razonamientos? ¿No merecían conmover a Dios hasta el punto de hacerle bajar hasta nuestra naturaleza humana para visitarla ya que la humanidad se encontraba en un estado tan miserable y tan desgraciado? (San Gregorio de Nisa, or. catech. 15).

458. El Verbo se encarnó para que nosotros conociésemos así el amor de Dios: “En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él” (1 Jn 4, 9). “Porque tanto amó Dio s al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16).

459. El Verbo se encarnó para ser nuestro modelo de santidad: “Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí ... “(Mt 11, 29). “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí” (Jn 14, 6). Y el Padre, en el monte de la transfiguración, ordena: “Escuchadle” (Mc 9, 7; cf. Dt 6, 4-5). Él es, en efecto, el modelo de las bienaventuranzas y la norma de la ley nueva: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado” (Jn 15, 12). Este amor tiene como consecuencia la ofrenda efectiva de sí mismo (cf. Mc 8, 34).

460. El Verbo se encarnó para hacernos “partícipes de la naturaleza divina” (2 P 1, 4): “Porque tal es la razón por la que el Verbo se hizo hombre, y el Hijo de Dios, Hijo del hombre: Para que el hombre al entrar en comunión con el Verbo y al recibir así la filiación divina, se convirtiera en hijo de Dios” (S. Ireneo, haer., 3, 19, 1). “Porque el Hijo de Dios se hizo hombre para hacernos Dios” (S. Atanasio, Inc., 54, 3). “Unigenitus Dei Filius, suae divinitatis volens nos esse participes, naturam nostram assumpsit, ut homines deos faceret factus homo” (“El Hijo Unigénito de Dios, queriendo hacernos participantes de su divinidad, asumió nuestra naturaleza, para que, habiéndose hecho hombre, hiciera dioses a los hombres”) (Santo Tomás de A., opusc 57 in festo Corp. Chr., 1).

566. La tentación en el desierto muestra a Jesús, humilde Mesías que triunfa de Satanás mediante su total adhesión al designio de salvación querido por el Padre.

II. LA ENCARNACION

461. Volviendo a tomar la frase de San Juan (“El Verbo se encarnó”: Jn 1, 14), la Iglesia llama “Encarnación” al hecho de que el Hijo de Dios haya asumido una naturaleza humana para llevar a cabo por ella nuestra salvación. En un himno citado por S. Pablo, la Iglesia canta el misterio de la Encarnación:

Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo: el cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. (Flp 2, 5-8; cf. LH, cántico de vísperas del sábado).

462. La carta a los Hebreos habla del mismo misterio:

Por eso, al entrar en este mundo, [Cristo] dice: No quisiste sacrificio y oblación; pero me has formado un cuerpo. Holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron. Entonces dije: ¡He aquí que vengo ... a hacer, oh Dios, tu voluntad! (Hb 10, 5-7, citando Sal 40, 7-9 LXX).

463. La fe en la verdadera encarnación del Hijo de Dios es el signo distintivo de la fe cristiana: “Podréis conocer en esto el Espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa a Jesucristo, venido en carne, es de Dios” (1 Jn 4, 2). Esa es la alegre convicción de la Iglesia desde sus comienzos cuando canta “el gran misterio de la piedad”: “Él ha sido manifestado en la carne” (1 Tm 3, 16).

IV. COMO ES HOMBRE EL HIJO DE DIOS

470. Puesto que en la unión misteriosa de la Encarnación “la naturaleza humana ha sido asumida, no absorbida” (GS 22, 2), la Iglesia ha llegado a confesar con el correr de los siglos, la plena realidad del alma humana, con sus operaciones de inteligencia y de voluntad, y del cuerpo humano de Cristo. Pero paralelamente, ha tenido que recordar en cada ocasión que la naturaleza humana de Cristo pertenece propiamente a la persona divina del Hijo de Dios que la ha asumido. Todo lo que es y hace en ella pertenece a “uno de la Trinidad”. El Hijo de Dios comunica, pues, a su humanidad su propio modo personal de existir en la Trinidad. Así, en su alma como en su cuerpo, Cristo expresa humanamente las costumbres divinas de la Trinidad (cf. Jn 14, 9-10):

El Hijo de Dios... trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de nosotros, en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado (GS 22, 2).

El alma y el conocimiento humano de Cristo

471. Apolinar de Laodicea afirmaba que en Cristo el Verbo había sustituido al alma o al espíritu. Contra este error la Iglesia confesó que el Hijo eterno asumió también un alma racional humana (cf. DS 149).

472. Este alma humana que el Hijo de Dios asumió está dotada de un verdadero conocimiento humano. Como tal, éste no podía ser de por sí ilimitado: se desenvolvía en las condiciones históricas de su existencia en el espacio y en el tiempo. Por eso el Hijo de Dios, al hacerse hombre, quiso progresar “en sabiduría, en estatura y en gracia” (Lc 2, 52) e igualmente adquirir aquello que en la condición humana se adquiere de manera experimental (cf. Mc 6, 38; 8, 27; Jn 11, 34; etc.). Eso ... correspondía a la realidad de su anonadamiento voluntario en “la condición de esclavo” (Flp 2, 7).

473. Pero, al mismo tiempo, este conocimiento verdaderamente humano del Hijo de Dios expresaba la vida divina de su persona (cf. S. Gregorio Magno, ep 10,39: DS 475). “La naturaleza humana del Hijo de Dios, no por ella misma sino por su unión con el Verbo, conocía y manifestaba en ella todo lo que conviene a Dios” (S. Máximo el Confesor, qu. dub. 66). Esto sucede ante todo en lo que se refiere al conocimiento íntimo e inmediato que el Hijo de Dios hecho hombre tiene de su Padre (cf. Mc 14, 36; Mt 11, 27; Jn 1, 18; 8, 55; etc.). El Hijo, en su conocimiento humano, demostraba también la penetración divina que tenía de los pensamientos secretos del corazón de los hombres (cf Mc 2, 8; Jn 2, 25; 6, 61; etc.).

474. Debido a su unión con la Sabiduría divina en la persona del Verbo encarnado, el conocimiento humano de Cristo gozaba en plenitud de la ciencia de los designios eternos que había venido a revelar (cf. Mc 8,31; 9,31; 10, 33-34; 14,18-20. 26-30). Lo que reconoce ignorar en este campo (cf. Mc 13,32), declara en otro lugar no tener misión de revelarlo (cf. Hch 1, 7).

La voluntad humana de Cristo

475. De manera paralela, la Iglesia confesó en el sexto concilio ecuménico (Cc. de Constantinopla III en el año 681) que Cristo posee dos voluntades y dos operaciones naturales, divinas y humanas, no opuestas, sino cooperantes, de forma que el Verbo hecho carne, en su obediencia al Padre, ha querido humanamente todo lo que ha decidido divinamente con el Padre y el Espíritu Santo para nuestra salvación (cf. DS 556-559). La voluntad humana de Cristo “sigue a su voluntad divina sin hacerle resistencia ni oposición, sino todo lo contrario estando subordinada a esta voluntad omnipotente” (DS 556).

El verdadero cuerpo de Cristo

476. Como el Verbo se hizo carne asumiendo una verdadera humanidad, el cuerpo de Cristo era limitado (cf. Cc. de Letrán en el año 649: DS 504). Por eso se puede “pintar la faz humana de Jesús (Ga 3,2). El séptimo Concilio ecuménico (Cc. de Nicea II, en el año 787: DS 600-603) la Iglesia reconoció que es legítima su representación en imágenes sagradas.

477. Al mismo tiempo, la Iglesia siempre ha admitido que, en el cuerpo de Jesús, Dios “que era invisible en su naturaleza se hace visible” (Prefacio de Navidad). En efecto, las particularidades individuales del cuerpo de Cristo expresan la persona divina del Hijo de Dios. Él ha hecho suyos los rasgos de su propio cuerpo humano hasta el punto de que, pintados en una imagen sagrada, pueden ser venerados porque el creyente que venera su imagen, “venera a la persona representada en ella” (Cc. Nicea II: DS 601).

El Corazón del Verbo encarnado

478. Jesús, durante su vida, su agonía y su pasión nos ha conocido y amado a todos y a cada uno de nosotros y se ha entregado por cada uno de nosotros: “El Hijo de Dios me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Ga 2, 20). Nos ha amado a todos con un corazón humano. Por esta razón, el sagrado Corazón de Jesús, traspasado por nuestros pecados y para nuestra salvación (cf. Jn 19, 34), “es considerado como el principal indicador y símbolo...del amor con que el divino Redentor ama continuamente al eterno Padre y a todos los hombres” (Pio XII, Enc. “Haurietis aquas”: DS 3924; cf. DS 3812).

El misterio de la Navidad

437. El ángel anunció a los pastores el nacimiento de Jesús como el del Mesías prometido a Israel: “Os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor” (Lc 2, 11). Desde el principio él es “a quien el Padre ha santificado y enviado al mundo” (Jn 10, 36), concebido como “santo” (Lc 1, 35) en el seno virginal de María. José fue llamado por Dios para “tomar consigo a María su esposa” encinta “del que fue engendrado en ella por el Espíritu Santo” (Mt 1, 20) para que Jesús “llamado Cristo” nazca de la esposa de José en la descendencia mesiánica de David (Mt 1, 16; cf. Rm 1, 3; 2 Tm 2, 8; Ap 22, 16).

525. Jesús nació en la humildad de un establo, de una familia pobre (cf. Lc 2, 6-7); unos sencillos pastores son los primeros testigos del acontecimiento. En esta pobreza se manifiesta la gloria del cielo (cf. Lc 2, 8-20). La Iglesia no se cansa de cantar la gloria de esta noche:

La Virgen da hoy a luz al Eterno

Y la tierra ofrece una gruta al Inaccesible.

Los ángeles y los pastores le alaban

Y los magos avanzan con la estrella.

Porque Tú has nacido para nosotros,

Niño pequeño, ¡Dios eterno!

(Kontakion, de Romanos el Melódico)

526. “Hacerse niño” con relación a Dios es la condición para entrar en el Reino (cf. Mt 18, 3-4); para eso es necesario abajarse (cf. Mt 23, 12), hacerse pequeño; más todavía: es necesario “nacer de lo alto” (Jn 3,7), “nacer de Dios” (Jn 1, 13) para “hacerse hijos de Dios” (Jn 1, 12). El Misterio de Navidad se realiza en nosotros cuando Cristo “toma forma” en nosotros (Ga 4, 19). Navidad es el Misterio de este “admirable intercambio”:

O admirabile commercium! El Creador del género humano, tomando cuerpo y alma, nace de una virgen y, hecho hombre sin concurso de varón, nos da parte en su divinidad (LH, antífona de la octava de Navidad).

Jesús es el Hijo de David

439. Numerosos judíos e incluso ciertos paganos que compartían su esperanza reconocieron en Jesús los rasgos fundamentales del mesiánico “hijo de David” prometido por Dios a Israel (cf. Mt 2, 2; 9, 27; 12, 23; 15, 22; 20, 30; 21, 9. 15). Jesús aceptó el título de Mesías al cual tenía derecho (cf. Jn 4, 25-26;11, 27), pero no sin reservas porque una parte de sus contemporáneos lo comprendían según una concepción demasiado humana (cf. Mt 22, 41-46), esencialmente política (cf. Jn 6, 15; Lc 24, 21).

La virginidad de María

496. Desde las primeras formulaciones de la fe (cf. DS 10-64), la Iglesia ha confesado que Jesús fue concebido en el seno de la Virgen María únicamente por el poder del Espíritu Santo, afirmando también el aspecto corporal de este suceso: Jesús fue concebido “absque semine ex Spiritu Sancto” (Cc Letrán, año 649; DS 503), esto es, sin elemento humano, por obra del Espíritu Santo. Los Padres ven en la concepción virginal el signo de que es verdaderamente el Hijo de Dios el que ha venido en una humanidad como la nuestra:

Así, S. Ignacio de Antioquía (comienzos del siglo II): “Estáis firmemente convencidos acerca de que nuestro Señor es verdaderamente de la raza de David según la carne (cf. Rm 1, 3), Hijo de Dios según la voluntad y el poder de Dios (cf. Jn 1, 13), nacido verdaderamente de una virgen, ...Fue verdaderamente clavado por nosotros en su carne bajo Poncio Pilato ... padeció verdaderamente, como también resucitó verdaderamente” (Smyrn. 1-2).

La entrada mesiánica de Jesús en Jerusalén

559. ¿Cómo va a acoger Jerusalén a su Mesías? Jesús rehuyó siempre las tentativas populares de hacerle rey (cf. Jn 6, 15), pero elige el momento y prepara los detalles de su entrada mesiánica en la ciudad de “David, su Padre” (Lc 1,32; cf. Mt 21, 1-11). Es aclamado como hijo de David, el que trae la salvación (“Hosanna” quiere decir “¡sálvanos!”, “Danos la salvación!”). Pues bien, el “Rey de la Gloria” (Sal 24, 7-10) entra en su ciudad “montado en un asno” (Za 9, 9): no conquista a la hija de Sión, figura de su Iglesia, ni por la astucia ni por la violencia, sino por la humildad que da testimonio de la Verdad (cf. Jn 18, 37). Por eso los súbditos de su Reino, aquel día fueron los niños (cf. Mt 21, 15-16; Sal 8, 3) y los “pobres de Dios”, que le aclamaban como los ángeles lo anunciaron a los pastores (cf. Lc 19, 38; 2, 14). Su aclamación “Bendito el que viene en el nombre del Señor” (Sal 118, 26), ha sido recogida por la Iglesia en el “Sanctus” de la liturgia eucarística para introducir al memorial de la Pascua del Señor.

Jesús escucha la oración

2616. La oración a Jesús ya ha sido escuchada por él durante su ministerio, a través de los signos que anticipan el poder de su muerte y de su resurrección: Jesús escucha la oración de fe expresada en palabras (el leproso: cf Mc 1, 40-41; Jairo: cf Mc 5, 36; la cananea: cf Mc 7, 29; el buen ladrón: cf Lc 23, 39-43), o en silencio (los portadores del paralítico: cf Mc 2, 5; la hemorroísa que toca su vestido: cf Mc 5, 28; las lágrimas y el perfume de la pecadora: cf Lc 7, 37-38). La petición apremiante de los ciegos: “¡Ten piedad de nosotros, Hijo de David!” (Mt 9, 27) o “¡Hijo de David, ten compasión de mí!” (Mc 10, 48) ha sido recogida en la tradición de la Oración a Jesús: “¡Jesús, Cristo, Hijo de Dios, Señor, ten piedad de mí, pecador!” Curando enfermedades o perdonando pecados, Jesús siempre responde a la plegaria que le suplica con fe: “Ve en paz, ¡tu fe te ha salvado!”.

San Agustín resume admirablemente las tres dimensiones de la oración de Jesús: “Orat pro nobis ut sacerdos noster, orat in nobis ut caput nostrum, oratur a nobis ut Deus noster. Agnoscamus ergo et in illo voces nostras et voces eius in nobis” (“Ora por nosotros como sacerdote nuestro; ora en nosotros como cabeza nuestra; a Él dirige nuestra oración como a Dios nuestro. Reconozcamos, por tanto, en Él nuestras voces; y la voz de Él, en nosotros”, Sal 85, 1; cf IGLH 7).

Dios ha dicho todo en su Verbo

III. CRISTO JESUS – “MEDIADOR Y PLENITUD DE TODA LA REVELACION” (DV 2)

65. “De una manera fragmentaria y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por su Hijo” (Hb 1,1-2). Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, es la Palabra única, perfecta e insuperable del Padre. En Él lo dice todo, no habrá otra palabra más que ésta. S. Juan de la Cruz, después de otros muchos, lo expresa de manera luminosa, comentando Hb 1,1-2:

Porque en darnos, como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra, y no tiene más que hablar; porque lo que hablaba antes en partes a los profetas ya lo ha hablado en el todo, dándonos al Todo, que es su Hijo. Por lo cual, el que ahora quisiese preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer otra alguna cosa o novedad (San Juan de la Cruz, Subida al monte Carmelo 2,22,3-5: Biblioteca Mística Carmelitana, v. 11 (Burgos 1929), p. 184.).

102. A través de todas las palabras de la Sagrada Escritura, Dios dice sólo una palabra, su Verbo único, en quien él se dice en plenitud (cf. Hb 1,1-3):

Recordad que es una misma Palabra de Dios la que se extiende en todas las escrituras, que es un mismo Verbo que resuena en la boca de todos los escritores sagrados, el que, siendo al comienzo Dios junto a Dios, no necesita sílabas porque no está sometido al tiempo (S. Agustín, Psal. 103,4,1).

Cristo encarnado es adorado por los ángeles

333 De la Encarnación a la Ascensión, la vida del Verbo encarnado está rodeada de la adoración y del servicio de los ángeles. Cuando Dios introduce “a su Primogénito en el mundo, dice: ‘adórenle todos los ángeles de Dios’”  (Hb 1, 6). Su cántico de alabanza en el nacimiento de Cristo no ha cesado de resonar en la alabanza de la Iglesia: “Gloria a Dios...” (Lc 2, 14). Protegen la infancia de Jesús (cf Mt 1, 20; 2, 13.19), sirven a Jesús en el desierto (cf Mc 1, 12; Mt 4, 11), lo reconfortan en la agonía (cf Lc 22, 43), cuando E1 habría podido ser salvado por ellos de la mano de sus enemigos (cf Mt 26, 53) como en otro tiempo Israel (cf 2 M 10, 2930; 11,8). Son también los ángeles quienes “evangelizan” (Lc 2, 10) anunciando la Buena Nueva de la Encarnación (cf Lc 2, 814), y de la Resurrección (cf Mc 16, 57) de Cristo. Con ocasión de la segunda venida de Cristo, anunciada por los ángeles (cf Hb 1, 1011), éstos estarán presentes al servicio del juicio del Señor (cf Mt 13, 41; 25, 31 ; Lc 12, 89).

La Encarnación y las imágenes de Cristo

Imágenes sagradas

1159. La imagen sagrada, el icono litúrgico, representa principalmente a Cristo. No puede representar a Dios invisible e incomprensible; la Encarnación del Hijo de Dios inauguró una nueva “economía” de las imágenes:

En otro tiempo, Dios, que no tenía cuerpo ni figura no podía de ningún modo ser representado con una imagen. Pero ahora que se ha hecho ver en la carne y que ha vivido con los hombres, puedo hacer una imagen de lo que he visto de Dios...con el rostro descubierto contemplamos la gloria del Señor (S. Juan Damasceno, imag. 1,16).

1160. La iconografía cristiana transcribe mediante la imagen el mensaje evangélico que la Sagrada Escritura transmite mediante la palabra. Imagen y Palabra se esclarecen mutuamente:

Para expresar brevemente nuestra profesión de fe, conservamos todas las tradiciones de la Iglesia, escritas o no escritas, que nos han sido transmitidas sin alteración. Una de ellas es la representación pictórica de las imágenes, que está de acuerdo con la predicación de la historia evangélica, creyendo que, verdaderamente y no en apariencia, el Dios Verbo se hizo carne, lo cual es tan útil y provechoso, porque las cosas que se esclarecen mutuamente tienen sin duda una significación recíproca (Cc. de Nicea II, año 787: COD 111).

1161. Todos los signos de la celebración litúrgica hacen referencia a Cristo: también las imágenes sagradas de la Santísima Madre de Dios y de los santos. Significan, en efecto, a Cristo que es glorificado en ellos. Manifiestan “la nube de testigos” (Hb 12,1) que continúan participando en la salvación del mundo y a los que estamos unidos, sobre todo en la celebración sacramental. A través de sus iconos, es el hombre “a imagen de Dios”, finalmente transfigurado “a su semejanza” (cf Rm 8,29; 1 Jn 3,2), quien se revela a nuestra fe, e incluso los ángeles, recapitulados también en Cristo:

Siguiendo la enseñanza divinamente inspirada de nuestros santos Padres y la tradición de la Iglesia católica (pues reconocemos ser del Espíritu Santo que habita en ella), definimos con toda exactitud y cuidado que las venerables y santas imágenes, como también la imagen de la preciosa y vivificante cruz, tanto las pintadas como las de mosaico u otra materia conveniente, se expongan en las santas iglesias de Dios, en los vasos sagrados y ornamentos, en las paredes y en cuadros, en las casas y en los caminos: tanto las imágenes de nuestro Señor Dios y Salvador Jesucristo, como las de nuestra Señora inmaculada la santa Madre de Dios, de los santos ángeles y de todos los santos y justos (Cc. de Nicea II: DS 600).

1162. “La belleza y el color de las imágenes estimulan mi oración. Es una fiesta para mis ojos, del mismo modo que el espectáculo del campo estimula mi corazón para dar gloria a Dios” (S. Juan Damasceno, imag. 127). La contemplación de las sagradas imágenes, unida a la meditación de la Palabra de Dios y al canto de los himnos litúrgicos, forma parte de la armonía de los signos de la celebración para que el misterio celebrado se grabe en la memoria del corazón y se exprese luego en la vida nueva de los fieles.

2131. Fundándose en el misterio del Verbo encarnado, el séptimo Concilio ecuménico (celebrado en Nicea en 787), justificó contra los iconoclastas el culto de las imágenes: las de Cristo, pero también las de la Madre de Dios, de los ángeles y de todos los santos. Encarnándose, el Hijo de Dios inauguró una nueva “economía” de las imágenes.

2502. El arte sacro es verdadero y bello cuando corresponde por su forma a su vocación propia: evocar y glorificar, en la fe y la adoración, el Misterio trascendente de Dios, Belleza Sobreeminente Invisible de Verdad y de Amor, manifestado en Cristo, “Resplandor de su gloria e Impronta de su esencia” (Hb 1,3), en quien “reside toda la Plenitud de la Divinidad corporalmente” (Col 2,9), belleza espiritual reflejada en la Santísima Virgen Madre de Dios, los Ángeles y los Santos. El arte sacro verdadero lleva al hombre a la adoración, a la oración y al amor de Dios Creador y Salvador, Santo y Santificador.

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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)

Gloria a Dios y paz a los hombres

Misa de medianoche

Isaías 9, 1-3.5-6; Tito 2,11-14; Lucas 2, 1-14

Una antigua costumbre prevé tres misas para la fiesta de Navidad, llamadas respectivamente «de la medianoche», «de la aurora» y «del día».

En cada una, a través de las lecturas, que varían, viene presentado un aspecto diferente del misterio, de tal manera de tener de él una visión por así decido tridimensional. La Misa de la medianoche nos describe el hecho del nacimiento de Cristo y las circunstancias, en que acontece. La Misa de la aurora, con los pastores que van a Belén, nos indica cuál debe ser nuestra respuesta al anuncio del misterio: andar sin retardo igualmente nosotros a adorar al Niño. La Misa del día, teniendo en el centro el prólogo de Juan, nos revela quién es en realidad aquel que ha nacido: el Verbo eterno de Dios existente antes de la creación del mundo.

La Misa de la medianoche, decía yo, se concentra en el acontecimiento, en el hecho histórico. Éste está descrito con desconcertante simplicidad, sin aparato alguno. Tres o cuatro líneas dispuestas de palabras humildes y acostumbradas para describir, en absoluto, el acontecimiento más importante de la historia del mundo, esto es, la venida de Dios sobre la tierra:

«Y mientras estaba allí le llegó el tiempo del parto y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en la posada».

El deber de esclarecer el significado y el alcance de este acontecimiento es confiado por el evangelista al canto, que los ángeles entonan después de haber facilitado el anuncio a los pastores:

«Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor».

A este breve canto angelical, desde el siglo II, le fueron añadidas algunas aclamaciones a Dios («Te alabamos, te bendecimos...»), seguidas, un poco más tarde, por una serie de invocaciones a Cristo («Señor Dios, cordero de Dios...»). Así, ampliado, el texto fue introducido primero en la misa de Navidad y después en todas las misas de los días festivos, como acontece también hoy. El Gloria, cantado o recitado al inicio de la misa, constituye por ello un anuncio de la Navidad, presente en toda Eucaristía, casi para significar la continuidad vital, que hay entre el nacimiento y la muerte de Cristo, su encarnación y su misterio pascual.

La aclamación angélica está compuesta por dos tramos, en los que cada uno de los elementos se corresponden entre sí en perfecto paralelismo. Tenemos tres parejas de términos en contraste entre sí: gloria-paz; a Dios-a los hombres; en los cielos-en la tierra.

Se trata de una proclamación gramaticalmente en indicativo, no en optativo; los ángeles proclaman una noticia, no expresan sólo un deseo y un voto. El verbo sobreentendido no es sea, sino es; no «haya paz», sino «es paz». En otras palabras, con su canto los ángeles expresan el sentido de lo que ha acontecido, declaran que el nacimiento del Niño realiza la gloria de Dios y la paz a los hombres. Así interpreta las palabras de los ángeles la liturgia, que en el Canto de introducción de esta misa repite: «Hoy, desde el cielo, ha descendido la paz sobre nosotros».

Intentemos ahora recoger el significado de cada uno de los términos del cántico. «Gloria» (doxa) no indica aquí sólo el esplendor divino, que forma parte de su misma naturaleza, sino también y más aún la gloria, que se manifiesta en el actuar personal de Dios y que suscita glorificación por parte de sus criaturas. No se trata de la gloria objetiva de Dios, que existe siempre e independientemente de todo reconocimiento, sino del conocimiento o de la alabanza, de la gloria de Dios por parte de los hombres. San Pablo habla, en este mismo sentido, de «la gloria de Dios, que está en la faz de Cristo» (2 Corintios 4, 6).

«Paz» (eirene) indica, según el sentido pleno de la Biblia, el conjunto de bienes mesiánicos esperados para la era escatológica; en particular, el perdón de los pecados y el don del Espíritu de Dios. El término es muy cercano al de «gracia», al que está casi siempre unido en el saludo, que se lee al inicio de las cartas de los apóstoles: «A vosotros gracia y paz, de parte de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo» (cfr. Romanos 1,7). Indica mucho más que la ausencia o eliminación de guerras y de confrontaciones humanas; indica la restablecida, pacífica y filial relación con Dios, esto es, en una palabra, la salvación. «Habiendo, pues, recibido de la fe la justificación, estamos en paz con Dios» (Romanos 5, 1). En esta línea, la paz vendrá identificada con la misma persona de Cristo: «porque él es nuestra paz» (Efesios 2,14).

En fin, el término «beneplácito» (Eudokia) indica la fuente de todos estos bienes y el motivo del actuar de Dios, que es su amor. El término, en pasado, venía traducido como «buena voluntad» (pax hominibus bonae voluntatis esto es, paz a los hombres de buena voluntad) entendiendo con ello la buena voluntad de los hombres o los hombres de buena voluntad. Con este significado la expresión ha entrado en el cántico del Gloria y ha llegado a ser corriente en el lenguaje cristiano. Después del concilio Vaticano II se suele indicar con esta expresión a todos los hombres honestos, que buscan lo verdadero y el bien común, sean o no creyentes.

Pero, es una interpretación inexacta, reconocida hoy como tal por todos. En el texto bíblico original se trata de los hombres, que son queridos por Dios, que son objeto de la buena voluntad divina, no que ellos mismos estén dotados de buena voluntad. De este modo el anuncio resulta aún más consolador. Si la paz fuese concedida a los hombres por su buena voluntad, entonces sería limitada a pocos, a los que la merecen; mas, como es concedida por la buena voluntad de Dios, por gracia, se ofrece a todos. La Navidad no es una llamada a la buena voluntad de los hombres, sino un anuncio radiante de la buena voluntad de Dios para con los hombres.

La palabra-clave para entender el sentido de la proclamación angélica es, por 10 tanto, la última, la que habla del «querer bien» de Dios hacia los hombres, como fuente y origen de todo 10 que Dios ha comenzado a realizar en la Navidad. Nos ha predestinado a ser sus hijos adoptivos «según el beneplácito de su voluntad», escribe el apóstol (Efesios 1,5); nos ha hecho conocer el misterio de su querer, según cuanto había preestablecido «según el benévolo designio (Eudokia)» (Efesios 1,5.9). Navidad es la suprema epifanía, de 10 que la Escritura llama la filantropía de Dios, esto es, su amor por los hombres:

«Se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador y su amor a los hombres» (Tito 3, 4).

Hay dos modos de manifestar el propio amor a otro. El primero consiste en hacerle regalos a la persona amada. Dios nos ha amado así en la creación. La creación es toda ella una dádiva: don es el ser que poseemos, don las flores, el aire, el sol, la luna, las estrellas, el cosmos, en el que la mente humana se pierde. Pero, hay un segundo modo de manifestar a otro el propio amor, mucho más difícil que el primero, y es olvidarse de sí mismo y sufrir por la persona amada. Y éste es el amor con el que Dios nos ha amado en su encarnación. San Pablo habla de la encarnación como de una kenosis, de un despojarse de sí mismo, que el Hijo ha realizado al tomar la forma de siervo (cfr. Filipenses 2, 7). Dios no se ha contentado con amamos mediante un amor de munificencia, sino que nos ha amado también con amor de sufrimiento.

Para comprender el misterio de la Navidad es necesario tener el corazón de los santos. Ellos no se paraban en la superficie de la Navidad, sino que penetraban lo íntimo del misterio. «La encarnación, escribía la beata Ángela de Foligno, realiza en nosotros dos cosas: la primera es que nos llena de amor; la segunda, que nos hace seguros de nuestra salvación. ¡Oh caridad que nadie puede comprender! ¡Oh amor sobre el que no hay amor mayor: mi Dios se ha hecho carne para hacerme Dios! ¡Oh amor apasionado: te has deshecho para hacerme a mí! El abismo de tu hacerte hombre arranca a mis labios palabras tan apasionadas. Cuando tú, Jesús, me haces entender que has nacido para mí, ¡cómo está lleno de gloria para mí entender un hecho tal!» Durante las fiestas de la Navidad, en que tuvo lugar su tránsito de este mundo, esta insuperable escrutadora de los abismos de Dios, una vez, dirigiéndose a los hijos espirituales, que la rodeaban, exclamó: «¡El Verbo se ha hecho carne!» Y después de una hora, en que había permanecido absorta en este pensamiento, como volviendo desde muy lejos, añadió: «Cada criatura viene a menos. ¡Toda la inteligencia de los ángeles no basta!» Y a los presentes, que le preguntaban en qué cosa cada criatura viene a menos y en qué cosa la inteligencia de los ángeles no basta, respondió: «¡En comprenderlo!»

Sólo después de haber contemplado la «buena voluntad» de Dios hacia nosotros, podemos ocupamos también de la «buena voluntad» de los hombres, esto es, de nuestra respuesta al misterio de la Navidad. Esta buena voluntad se debe expresar mediante la imitación del misterio del actuar de Dios. Y la imitación es ésta: Dios ha hecho consistir su gloria en amarnos, en renunciar a su gloria por amor: también nosotros debemos hacer lo mismo. Escribe el apóstol:

«Sed, pues, imitadores de Dios, como hijos queridos, y vivid en el amor» (Efesios 5,1-2).

Imitar el misterio, que celebramos, significa abandonar todo pensamiento de hacemos justicia por sí solos, cada recuerdo de ofensa recibida, cancelar del corazón cualquier resentimiento, incluso justo, hacia todos. No admitir voluntariamente ningún pensamiento hostil contra nadie: ni contra los cercanos, ni contra los lejanos, ni contra los débiles, ni contra los fuertes, ni contra los pequeños, ni contra los grandes de la tierra, ni contra criatura alguna, que exista en el mundo. Y esto para honrar la Navidad del Señor; porque Dios no ha guardado rencor, no ha mirado la ofensa recibida, no ha esperado que los demás dieran el primer paso hacia él. Si esto no es siempre posible, durante todo el año, hagámoslo al menos en el tiempo navideño. No hay modo mejor de expresar la propia gratitud a Dios que imitándole.

Hemos visto al inicio que el Gloria a Dios no expresa un deseo, un voto, sino una realidad; no supone un haya, sino un hay. Sin embargo, nosotros podemos y debemos hacer de él igualmente un deseo, una plegaria. Se trata, en efecto, de una de las más bellas y completas plegarias que existen: «Gloria a Dios en lo alto del cielo» acumula la mejor plegaria de alabanza y «paz en la tierra a los hombres que ama el Señor» recoge la mejor plegaria de intercesión.

En el cántico de los ángeles el acontecimiento se hace presente, la historia se hace liturgia. Ahora y aquí, por ello, viene proclamado y es para nosotros para lo que viene proclamado por parte de Dios: ¡Paz a los hombres que él ama! Que de lo más íntimo de la Iglesia este anuncio dulcísimo llegue hoy al mundo entero al que está destinado: ¡Paz en la tierra a los hombres que ama el Señor!

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Noche de silencio

Misa de la aurora

Isaías 62,11-12; Tito 3, 4-7; Lucas 2,15-20

Las lecturas de la misa llamada «de la aurora» aún están todas ellas concentradas en el acontecimiento concreto del nacimiento de Cristo. No nos transportan a una reflexión altamente teológica, como hará el prólogo de Juan, que se lee en la misa «del día», sino que nos señalan en los pastores y en María (los dos protagonistas del pasaje evangélico) lo que debe ser nuestra respuesta y nuestro planteamiento ante el pesebre de Cristo.

Los pastores personifican la respuesta de fe ante el anuncio del misterio. Ellos abandonan su rebaño, interrumpen su reposo, lo dejan todo; todo pasa a un segundo término frente a la invitación dirigida por Dios a ellos:

«Los pastores se decían unos a otros: “Vamos derechos a Belén, a ver eso que ha pasado y que nos ha comunicado el Señor”. Fueron corriendo y encontraron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre. Al verlo, contaron lo que les habían dicho de aquel niño».

María personifica el planteamiento contemplativo y profundo de quien, en silencio, contempla y adora el misterio:

«María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón».

Busquemos recoger la tácita invitación, que nos viene de estos modelos y acerquémonos también nosotros al misterio por los dos caminos de la fe y de la adoración.

Hay verdades y acontecimientos que se pueden entender mejor con el canto que con las palabras y una de ésas es precisamente la Navidad. Nos pueden ayudar a entender algo del misterio de esta fiesta algunos de los cantos navideños más populares del mundo cristiano. Ellos han inspirado a generaciones antes que a nosotros, han encantado nuestra infancia y para muchos permanecen el único reclamo al significado religioso de la fiesta.

El primero es Tu scendi dalle stelle esto es «Tú desciendes de las estrellas», compuesto por san Alfonso María de Ligorio. ¿Cómo se ve la Navidad en este canto navideño, el más popular en Italia? ¿Cuál es el mensaje, que nos quiere transmitir? La Navidad nos aparece en él como la fiesta del Amor, que se hace pobre por nosotros. El rey del cielo nace «en una gruta con frío y hielo»; al creador del mundo le «faltan panes y fuego». Esta pobreza nos conmueve sabiendo que «te has hecho amor pobre aún», que fue el amor quien te hizo pobre. Con palabras sencillísimas, casi infantiles (y ¡es un doctor de la Iglesia quien las escribe!), viene expresado el mismo significado profundo de la Navidad que el apóstol Pablo incluía en las palabras:

«Nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de enriqueceros con su pobreza» (2 Corintios 8, 9).

Navidad es, por lo tanto, la fiesta de los pobres, de todos los pobres, no sólo de los materiales. Hay infinitas formas de pobreza que, al menos una vez al año, vale la pena recordar, para no permanecer siempre fijos en la sola pobreza de los bienes materiales. Hay la pobreza de afectos, la pobreza de instrucción, la pobreza de quien ha sido privado de lo que tenía como más querido en el mundo, de la mujer rechazada por el marido o del marido rechazado por la mujer. La pobreza de quien no ha tenido hijos, de quien debe depender físicamente de los demás. La pobreza de esperanza, de alegría. En fin, la pobreza peor de todas, que es la pobreza de Dios.

Junto a todas estas pobrezas negativas, hay asimismo sin embargo una pobreza hermosa, que el Evangelio llama pobreza de espíritu. Es la pobreza de quien siente no tener méritos para establecerse delante de Dios y por ello no se apoya orgullosamente sobre sí mismo, no se siente superior a los demás, y está más preparado para poner toda su confianza en Dios.

¿Cuál es, por lo tanto, el mensaje que nos viene a nosotros del misterio de Navidad? Hay pobrezas, nuestras y de otros, contra las cuales es necesario luchar con todas las fuerzas, porque son pobrezas malas, deshumanizadoras, no queridas por Dios, fruto de la injusticia de los hombres; pero, ¡existen tantas formas de pobreza que no dependen de nosotros! Con estas últimas debemos reconciliamos, no dejarlas tirar fuera, sino llevarlas con dignidad. Jesucristo ha escogido la pobreza; hay en ella un valor y una esperanza. Quien ya cree tenerlo todo está satisfecho, no desea y no espera nada, y no esperando nada está triste y aburrido, porque la alegría más pura es la que viene precisamente de la espera y de la esperanza.

Tu scendi dalle stelle, sin embargo, nos recuerda igualmente alguna otra cosa: que hoy hay también niños, a los que «faltan panes y fuego», que están junto «al frío y al hielo», enfermos y abandonados. Ellos son el Niño Jesús de hoy. En Navidad debemos hacer algún gesto de solidaridad hacia los pobres. ¿Para qué nos serviría si construyésemos espléndidos pesebres, encendiésemos luces por todas partes, hiciésemos recogida de niñitos artísticos, si después dejamos junto al frío y al hielo a los «niños Jesús» en carne y huesos, que están junto a nosotros? «En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a tú me lo hicisteis» (Mateo 25,40). A este respecto hay en la actualidad tantas iniciativas de solidaridad y sería necesario darlas a conocer más, para no hacer siempre y sólo propaganda del mal y de igual forma para estimularnos a sostenerlas.

Pasemos, ahora, a otro canto navideño, quizás el más estimado en todo el mundo. Se trata del conocidísimo Noche de paz (Stille Nacht, en su lengua original), compuesto una noche de Navidad por un alemán de nombre Gruber. El mensaje fundamental de este canto no está ni en las ideas, que comunica (casi ausentes), sino en la atmósfera que crea. Una atmósfera de asombro, de calma y, sobre todo, de fe. El texto original, traducido, dice:

«¡Noche de silencio, noche santa! Todo calla, sólo vigilan los dos esposos santos y píos. Dulce y querido Niño, duerme en esta paz celestial».

Este canto me parece cargado de un mensaje importante para la Navidad. Habla de silencio, de calma; y nosotros tenemos una necesidad vital de silencio. Quizás sea la condición para reencontrar algo sobre la verdadera atmósfera de fiesta, que hemos siempre soñado. «La humanidad, decía Kierkegaard, está enferma de ruidos».

La Navidad podría ser para alguno la ocasión para descubrir la belleza de momentos de silencio, de calma, de diálogo consigo mismo y con las personas, los ojos con los ojos, no cada uno con la oreja colgada del propio teléfono. Cuando pienso en la Navidad de mi infancia, el recuerdo más bello que aflora es el del breve viaje a medianoche hacia la iglesia o el despertar de la mañana, bajo una capa de nieve, que lo cubría todo en un extraordinario y dulcísimo silencio.

Un texto de la liturgia navideña, sacado del libro de la Sabiduría (18, 14-15), dice: «Cuando un silencio apacible lo envolvía todo y la noche llegaba a la mitad de su carrera, tu palabra omnipotente, oh Señor, se lanzó desde los cielos, desde el trono real»; y san Ignacio de Antioquía llama Jesucristo a «la Palabra salida del silencio» (Ad Magnesios 8,2). También hoy, la palabra de Dios desciende allá donde encuentra un poco de silencio.

María es el modelo insuperable de este silencio adorador. Se nota una clara diferencia entre su planteamiento y el de los pastores. Los pastores se ponen en camino diciendo: «Vamos derechos a Belén, a ver eso que ha pasado» (Lucas 2, 15); Y vuelven glorificando a Dios y contando a todos lo que habían visto y oído. María calla. Ella «no tiene palabras». Su silencio no es un simple callar; es maravilla, asombro, adoración, es un «religioso silencio», un estar abrumada por la grandeza de la realidad.

La interpretación más verdadera del silencio de María es la de ciertos iconos orientales, en donde ella está representada frontalmente, inmóvil, con la mirada fija, los ojos desencajados, como quien ha visto cosas que no se pueden volver a expresar. También, algunas célebres representaciones de la Navidad del arte occidental (Della Robbia, Lippi) nos muestran a María así: de rodillas delante del Niño, en un planteamiento de asombro y vencida adoración. Es una invitación a quien mira para hacer lo mismo. Un canto navideño, no menos conocido que los precedentes, el Adeste fideles, repite continuamente: «Venid, fieles, adoremos al Señor».

Termino con una bella leyenda navideña que resume todo el mensaje que hemos recogido de los dos cantos navideños: pobreza y silencio. Entre los pastores, que acudieron la noche de Navidad para adorar al Niño, había uno tan pobre que no tenía absolutamente nada para ofrecer y se avergonzaba mucho. Llegados a la gruta, todos hacían pugna por ofrecer sus dones. María no sabía cómo hacer para recibirlos a todos, debiendo sostener al Niño. Entonces, viendo al pastorcillo con las manos libres, coge y le confía, por un momento, a Jesús a él. Tener las manos vacías fue su suerte.

Es la suerte más bella que nos podría suceder a nosotros. Hacernos encontrar en esta Navidad con el corazón tan pobre, tan vacío y silencioso que María, viéndonos, pueda confiarnos también a nosotros al Niño suyo. «Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos» (Mateo 5,3). De ellos es la Navidad.

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¿Por qué Dios se ha hecho hombre?

Misa del día

Isaías 52,7-10; Hebreos 1,1-6; Juan 1,1-18

De las tres misas de Navidad, la última, llamada «del día», está reservada a una reflexión más profunda sobre el misterio. Un deber de este género no podía ser confiado más que a Juan, del cual está sacado en efecto el Evangelio de la misa. Lucas (misa de la medianoche y de la aurora) narra el nacimiento de Cristo desde María, Juan su nacimiento desde Dios.

Esta revelación está introducida, en la segunda lectura, por las palabras de la carta a los Hebreos. La venida de Cristo al mundo ha señalado el gran cambio en las relaciones entre Dios y el hombre. Dios, que antes de ahora, hablaba con los hombres sólo mediante una persona interpuesta por medio de los profetas ahora nos habla «en persona», porque el Hijo no es más que «el reflejo de su gloria, impronta de su sustancia».

Vayamos directos al vértice del prólogo de Juan: «y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros» y, de inmediato, planteémonos la pregunta, que debe ayudarnos a penetrar en el corazón del misterio de la Navidad: ¿Por qué la Palabra o Verbo se ha hecho carne? ¿Por qué Dios se ha hecho hombre? En el Credo hay una frase que en este día de Navidad se recita poniéndose de rodillas:

«Por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación bajó del cielo y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre».

Es la respuesta fundamental y perennemente válida a nuestra pregunta: «¿Por qué la Palabra se ha hecho carne?» Pero, tiene necesidad ella misma de ser comprendida a fondo. La pregunta, en efecto, se puede plantear bajo otra forma: ¿Y por qué se ha hecho hombre «para nuestra salvación»? ¿Sólo porque nosotros teníamos pecado y teníamos necesidad de ser salvados? No somos los primeros en plantearnos esta pregunta. Ella ha apasionado a generaciones de creyentes y de teólogos en los pasados siglos y es bonito, ahora que hemos entrado desde hace poco en el tercer milenio de la encarnación, ver el camino por ellos recorrido y las soluciones a las que han llegado. No son conceptos imposibles de entender, con un poco de esfuerzo, asimismo para un simple creyente y en compensación abren horizontes nuevos a la fe y a la alabanza.

En el Medioevo se hace camino una explicación de la encarnación, que traslada el acento del hombre y de su pecado a Dios y a su gloria. Se comenzó a preguntarse: ¿puede la venida de Cristo, que es llamado «el primogénito de toda creación» (Colosenses 1, 15), depender totalmente del pecado del hombre, realizado a continuación de la creación? San Anselmo parte de la idea del honor de Dios, ofendido por el pecado, que debe ser reparado y del concepto de la «justicia» de Dios, que debe ser «satisfecha». Escribe un tratado con el título ¿Por qué Dios se ha hecho hombre? (Cur Deus homo?), en donde dice entre otras cosas: «La restauración de la naturaleza humana no hubiera podido suceder, si el hombre no hubiese pagado a Dios lo que le debía por el pecado. Pero, la deuda era tan grande que, para satisfacerlo, era necesario que aquel hombre fuese Dios. Por lo tanto, era necesario que Dios asumiese al hombre en la unidad de su persona, para hacer, sí, que aquel que debía pagar y no podía según su naturaleza, fuese personalmente idéntico con aquel que lo podía».

La situación, de la que se hace eco un autor oriental, era ésta. Según la justicia, el hombre debiera haber asumido la deuda y traer la victoria, pero era siervo de aquellos a quienes debía haber vencido en la guerra; Dios, por el contrario, que podía vencer, no era deudor de nada a nadie. Por lo tanto, uno debía traer la victoria sobre Satanás; pero, sólo el otro podía hacerlo. He aquí, pues, el prodigio de la sabiduría divina que se realiza en la encarnación: los dos, el que debía combatir y el que podía vencer, se encuentran unidos en la misma persona, Cristo, Dios y hombre, y alcanza la salvación (N. Cabasilas).

Sobre esta nueva línea, un teólogo franciscano, Duns Scoto, da el paso decisivo, liquidando la encarnación de su ligamen esencial con el pecado del hombre y asignándole, como motivo primario, la gloria de Dios. Escribe: «En primer lugar, Dios se ama a sí mismo; en segundo lugar, se ama a través de otros distintos a sí con un puro amor; en tercer lugar, quiere ser amado por otro que lo pueda amar en un grado sumo, hablando, se entiende, del amor de alguno fuera de él». El motivo de la encarnación es, por lo tanto, que Dios quiere tener, fuera de sí, a alguno que lo ame en un modo sumo y digno de él. Y éste no puede ser otro que el hombre-Dios, Jesucristo. Cristo se hubiera encarnado incluso si Adán no hubiese pecado, porque él es la coronación misma de la creación, la obra suprema de Dios.

El problema del porqué Dios se ha hecho hombre llega a ser rápidamente el objeto de una de las más encendidas disputas de la historia de la teología. Por una parte, los tomistas sostenían el motivo de la redención por el pecado; por otra, los escotistas sostenían el motivo que podríamos llamar por la gloria de Dios. Hoy no nos apasionamos más en estas disputas antiguas. Pero, la pregunta: «¿Por qué Dios se ha hecho hombre?» es demasiado vital para que pueda pasarnos en silencio. Permanecemos siempre en la superficie de la Navidad, sin comprender el sentido profundo, el único capaz de rellenar de veras el corazón de gratitud y de alegría.

El descubrimiento del verdadero rostro de Dios en la Biblia, en acto en la teología moderna, junto con el abandono de ciertos trazos hereditarios del «dios de los filósofos», nos ayuda a descubrir el alma de la verdad encerrada en la intuición de los pensadores medievales; pero, para completarla y superarla. En su respuesta a la pregunta: «¿Por qué Dios se ha hecho hombre?», san Anselmo parte del concepto de la justicia de Dios, que hay que satisfacer. Ahora bien, es cierto que nos encontramos delante de un residuo de la concepción griega de Dios, en la cual Dios viene experimentado «como justicia y como sumo principio de compensación». La justicia es la esencia de este Dios, al que, en sentido estricto, no es posible dirigir la plegaria. Para Aristóteles, Dios es esencialmente la condición última y suficiente para la existencia del orden cósmico.

También, la Biblia conoce el concepto de la «justicia de Dios» e insiste frecuentemente. Pero, hay una diferencia fundamental: la justicia de Dios, especialmente en el Nuevo Testamento y en Pablo, no indica tanto el acto mediante el cual Dios restablece el orden moral trastornado por el pecado, castigando al trasgresor, cuanto más bien el acto mediante el cual Dios comunica al hombre su justicia, lo hace justo. La reparación o expiación de la culpa no es la condición para el perdón de Dios, sino su consecuencia.

También, en la solución de Duns Scoto el punto débil está en el hecho de que se parte de una idea de Dios más aristotélica que bíblica. Scoto dice que Dios decreta la encarnación del Hijo para tener a alguno, fuera de sí, que lo ame en un modo sumo. Más que Dios «sea amado» esto es lo más importante y, más bien, lo solo posible para Aristóteles y la filosofía griega, no para la Biblia. Para la Biblia lo más importante es que Dios «ama» y ama primero (cfr. Juan 4, 10.19). Por lo tanto, en teología, hasta que, en el puesto de «un Dios que ama», dominaba la idea de «un Dios que tiene que ser amado», no se podía dar una respuesta satisfactoria a la pregunta por qué Dios se ha hecho hombre. La revelación del Dios-amor cambia todo lo que el mundo hasta entonces había pensado sobre la divinidad.

Estas premisas allanan el camino a una nueva solución del problema del porqué de la encarnación. Dios ha querido la encarnación del Hijo no tanto por tener a alguno fuera de la Trinidad, que lo amase en un modo digno de sí, cuanto más bien para tener fuera de sí a alguno para amar en un modo digno de sí, esto es, sin medida; a alguno, que fuese capaz de acoger la medida de su amor, que es ¡ser sin medida! He aquí el porqué de la encarnación. En Navidad, cuando nace en Belén el Niño Jesús, Dios Padre tiene a alguno a quien amar fuera de la Trinidad en un modo sumo e infinito, porque Jesús es hombre y Dios a la vez. Pero, no sólo a Jesús, también a nosotros junto con él. Nosotros estamos incluidos en este amor, habiendo llegado a ser miembros del cuerpo de Cristo, «hijos en el Hijo». Nos lo recuerda el mismo prólogo de Juan: «A cuantos la recibieron [la Palabra], les da poder para ser hijos de Dios» (Juan 1,12).

Esta respuesta al porqué de la encarnación estaba escrita en letras claras en la Escritura, por el mismo evangelista, que ha escrito el prólogo; pero, ha sido necesario todo este tiempo (y no estamos todavía en el final) para comprenderla a fondo:

«Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Juan 3, 16).

Sí. Cristo ha bajado del cielo «para nuestra salvación»; pero, lo que le ha empujado a descender del cielo para nuestra salvación ha sido el amor, nada más que el amor. Navidad es la prueba suprema de la «filantropía» de Dios, como la llama la Escritura (Tito 3,4), esto es, a la letra, de su amor para con los hombres.

¿Cuál debe ser entonces nuestra respuesta última a la Navidad? «Amor sólo con amor se paga»: al amor no se puede responder de otro modo que volviendo a amar. En el canto navideño Adeste fideles hay una expresión profunda: «¿Cómo no volver a amar a uno que tanto nos ha amado?» (Sic nos amantem quis non redamaret?). Se pueden hacer tantas cosas para solemnizar la Navidad; pero, ciertamente, lo más verdadero y más profundo está sugerido por estas palabras. Ésta es la Navidad a la que el Espíritu Santo desea conducir a los verdaderos creyentes. Un pensamiento sincero de gratitud, de conmoción y de amor para aquel que ha venido a habitar en medio de nosotros, es ciertamente el don más exquisito que podemos dar al Niño Jesús, el adorno más bello en torno a su pesebre. y no es difícil; basta meditar un poco sobre su amor para con nosotros, sentir cuánto nos ha amado. El amor, ha dicho Dante, «a ningún amado amar perdona»: hace, sí, que quien se siente amado no pueda menos que volver a amar.

El amor tiene necesidad de traducirse en gestos concretos. El más sencillo y universal (cuando es limpio e inocente) es el beso. ¿Queremos dar un beso a Jesús, como se desea hacer con todos los niños apenas nacidos? No nos contentemos de darlo sólo a su figurilla de yeso o de porcelana, démoslo a un Jesús-niño en carne y huesos. ¡Démoslo a un pobre, a uno que sufre y se lo habremos dado a él! Un beso, en este sentido, es una ayuda concreta; pero, también, una palabra buena, un desear ánimo, una visita, una sonrisa. Son las luces más bellas que podemos encender en nuestro pesebre.

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PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes

Adorar al Niño

«¡Gloria a Dios en el cielo y paz a los hombres de buena voluntad!, ¡Hossana en el cielo!,

Hoy nos ha nacido un niño, nos ha nacido el Salvador, el Mesías, el Redentor, la luz que disipa todas las tinieblas y brilla para el mundo, el Hijo único de Dios que ha sido enviado para limpiar y purificar a todos los hombres de sus pecados, para destruir la esclavitud y la muerte, y traerles libertad y vida. Y esta es la señal: un niño envuelto en pañales recostado en un pesebre, abrigados por el calor y el amor de sus padres, María y José, porque no hubo lugar para ellos en el albergue.

Dios Todopoderoso, que amó tanto al mundo que le dio a su único Hijo, para que todo el que crea en Él no muera, sino que tenga vida eterna, eligió el lugar más pobre y humilde para revelarse a los hombres a través de su Hijo encarnado en vientre puro y virgen de mujer, para que, adquiriendo la naturaleza humana, naciera en medio del mundo como Hombre y Dios.

Y eligió como testigos del nacimiento del niño Jesús, Emmanuel, que significa Dios con nosotros, a unos pobres pastores que estaban cumpliendo con su deber, porque Él se revela a los humildes y sencillos. Los pastores, habiendo recibido de parte de los ángeles de Dios el anuncio de la Buena Nueva, acuden presurosos a adorar, porque han creído y se han alegrado de ser elegidos para conocer la verdad. Ellos son imagen de los apóstoles, los sacerdotes, que ese niño llamará para seguirlo y servirlo. Ellos guardan con discreción esta revelación, mientras adoran y custodian el tesoro de Dios.

Acude tú a adorar al niño que nos ha nacido, llénate de su luz, de su gracia, de su bondad, para que seas testigo de la verdad y le anuncies al mundo la Buena Nueva: el Salvador ha nacido ya. Y agradece por haber sido elegido para conocer la verdad. Adora y consagra tu vida al niño Jesús con el alma agradecida, porque Dios se revela a los humildes, pero nadie conoce al Padre si no el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.

Une tu alabanza al canto de los ángeles diciendo: ¡Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz!

Recibe a Jesús en tu corazón, para que reine en ti el Espíritu de Dios».

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FLUVIUM (www.fluvium.org)

La Providencia divina

Ya hemos ponderado en diversas ocasiones, haciendo nuestra meditación con el Señor, la figura inigualable de José, el esposo de María, que hoy se nos presenta. Él es para siempre modelo de completa disponibilidad a los planes de Dios impulsado por su fe. Se puede afirmar que Dios, Señor nuestro, eligió también a un hombre ideal, así como eligió a la Santísima Virgen. La Providencia de Dios está siempre a favor de su criatura humana. Creador nuestro y Señor del mundo, dispone de modo amoroso todo a favor de nuestra salvación. Así, en efecto, del mismo modo que pensó en una familia para que naciera Jesús, de la que sería cabeza el Santo Patriarca, ya desde el inicio de la existencia de los hombres, quiso sanar nuestros pecados, y que podamos merecer su gloria.

En estos días aguardamos la celebración del acontecimiento más relevante jamás ocurrido: el nacimiento del Hijo de Dios. La venida al mundo del Verbo encarnado hizo posible nuestra Bienaventuranza eterna, aunque nos habíamos apartado de Dios por el pecado. El nacimiento de Cristo es condición para que podamos ser hijos de Dios. La Navidad, pues, constituye el único centro de la historia humana –en palabras de San Pablo–, la plenitud de los tiempos: cuando envió Dios a su Hijo, nacido de mujer.

Jesucristo nacería, según la divina promesa, de la descendencia de David, rey del Pueblo que Dios había escogido a partir de la descendencia de Abrahán. Así se nos recuerda también hoy en la liturgia, a partir de las palabras que Dios dirigió al rey David por boca del profeta Natán: Yo seré para Él un Padre, y Él será para mí un Hijo, y no apartaré de Él mi amor, como lo aparté de aquel que fue antes de ti. Yo le estableceré en mi Casa y en mi reino para siempre, y su trono estará firme eternamente. Todo israelita sabía que el Mesías sería un descendente de David. José, el esposo de Santa María, lo era, y así lo llamó el ángel del Señor durante el sueño, haciéndole saber el misterio de la concepción virginal de su esposa: José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, porque lo que en ella ha sido concebido es obra del Espíritu Santo.

Dios, en su Providencia ordinaria –extraordinaria cuando es preciso– se manifiesta siempre como Padre amoroso de sus hijos los hombres. Nadie como Él pudo prever de modo tan favorable para la humanidad la Redención del pecado. Inmediatamente después de la primera ofensa, promete ya la oportuna reparación, el aplastamiento definitivo de la serpiente, el diablo tentador. A partir de ese momento, como relata la Biblia, Dios fue preparando a los hombres para la insólita y admirable venida de su Hijo al mundo. El plan amoroso de Dios para con los hombres, se convertía así –con el paso de las generaciones– en una anhelante espera cada vez más inminente. Por eso los judíos contemporáneos de Nuestro Señor estaban en lo cierto pensando que el Mesías estaba a punto de hacerse presente en la historia. No habían entendido, sin embargo, que su reinado sería un reinado de Gracia, de Amor, de Paz. Esperaban –en vano– un rey humano.

La contemplación de la venida del Redentor al mundo, no ya como acontecimiento grandioso y único, cuyo valor somos incapaces de ponderar y agradecer adecuadamente, sino como consumación de un plan primorosamente previsto por el Amor de nuestro Dios hacia el hombre, alienta nuestra confianza en sus cuidados paternales. Desde el principio quería Dios hacernos hijos suyos por la Gracia. Ahora ha pasado todo –indica san Josemaría comentando la sepultura de Jesús muerto, consumación de la misión de Cristo–. Se ha cumplido la obra de nuestra Redención. Ya somos hijos de Dios, porque Jesús ha muerto por nosotros y su muerte nos ha rescatado.

No debe decaer la confianza nuestra, que Dios Nuestro Padre tiene un empeño pertinaz de por colmarnos de sus dones. Así ha sido y es y será siempre, hasta el fin del mundo, aunque demasiado menudo algunos parecen pensar lo contrario. Renovemos nuestra fe, acudiendo al auxilio divino, y no queramos engañarnos: mi Reino no es de este mundo, declaró Jesús en el momento supremo. No debemos buscar ante todo el remedio de los males humanos en la solución de unos problemas materiales, como si todo consistiera para el hombre en la organización de un reinado temporal. Por lo demás, flaco servicio nos haría Dios sí resolviera ante todo nuestros problemas materiales, económicos, de salud, etc. Nos ha creado para una vida eterna de amor filial: la que nos ganó Jesucristo con su venida.

A su Madre y Madre nuestra nos encomendamos, para que sepamos esperar con recta ilusión su venida en esta nueva Navidad.

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Amor a Dios y a los hombres

Recordamos ahora el mayor acontecimiento jamás sucedido en el mundo: Dios, que no es del mundo viene al mundo, se hace uno de los nuestros. Hoy recordamos con toda la solemnidad posible, que no estamos solos en esta vida, que Dios está con nosotros; que los afanes e inquietudes de los hombres no son ya algo solamente humano, porque Dios se ha hecho hombre y permanece en el mundo precisamente por esos afanes.

Resalta enseguida ante nuestros ojos, como ante los de aquellos pastores de Belén, que el Mesías, Dios encarnado, se confía a unas manos humanas, al calor y al cuidado de unas criaturas: a su cariño, a su prudencia, a sus posibilidades... Lo vemos, Niño de verdad, con la debilidad propia de los niños, necesitado de todo como ellos, dejándose cuidar, alimentar, proteger: confiando. Dios confía en el hombre.

Es Dios y hombre perfecto. Porque es Dios que se nos entrega, que se pone al alcance de nuestro cuidado, de nuestra protección, de nuestro amor como los demás hombres. Y, siendo hombre, su indigencia de niño reclama nuestro desvelo, porque es indigencia humana de Dios. Posiblemente nacieron otros niños en aquellos días en la comarca de Belén. Sólo por Jesús, sin embargo, se movilizaron los pastores hasta el Portal y los ángeles prorrumpieron en alabanzas a Dios. ¿Qué haremos tú y yo por ese Dios que se nos ha hecho tan Niño? No queramos consentir que pueda sentirse defraudado de confiar en nosotros. Tendremos que mimarlo, querremos que sea el centro exclusivo de nuestra atención, la razón de nuestra vida. Haremos lo que sea preciso por no perderlo. Organizaremos las cosas para que cada día esté más a gusto entre nosotros, en cada uno de nosotros.

Y si Él confía..., ¿no confiaremos tú y yo? Es buena ocasión el día de Navidad para preguntarnos, al contemplar a Jesús, quizá dormido en los brazos de su Madre, si procuramos confiar así en las personas, particularmente en los que nos quieren: en los que nos ayudan, en los que cuidan de nuestras cosas o nos prestan algún servicio. No vaya a ser que, demasiado a menudo, estemos como prevenidos, pensando que tal vez lo harán mal, y nos salga la crítica, el reproche..., casi antes de que haya materialmente tiempo para dar motivo.

No dejemos pasar este día de gracia, sin elevar el corazón a Dios en favor de aquellos con quienes convivimos en casa, en el trabajo, en el descanso... Es con ellos precisamente con quienes en ocasiones tenemos diferencias. Nos ayudará a valorarlos, considerar que, de entrada, no hay razón para pensar que harán lo que les corresponde y nos afecta con poco interés o peor de lo que deben. Nuestro concepto positivo de los demás, alentado en la oración por ellos, nos llevará a tener en mucho y alegrarnos por tanto bien como recibimos de ellos; y a estimular o corregir, en su caso, con sentido optimista, lo que deba ser mejor en la conducta de otros. Es razonable que, al igual que nosotros, también ellos deban superar sus imperfecciones. Esos defectos, sin embargo, en ningún caso podrán justificar rencor por nuestra parte. Serán, más bien, ocasión de comprensión, oración y ayuda leal.

Estamos contemplando al Señor, Niño recién nacido. Dentro de unos meses... sus primeras risas y, con el tiempo, los primeros pasos, las primeras palabras... Lo normal en cualquier niño. San Lucas nos dirá que Jesús crecía (...) delante de Dios y de los hombres. Como para que nos admiremos de hasta qué punto ha querido Dios hacerse como nosotros. Le veremos también ya crecido en Jerusalén, y junto a sus padres, y, en plena madurez humana, como Maestro del pueblo. Pero quiso mostrársenos antes –por la docilidad de los evangelistas– infante totalmente necesitado, sin lugar dónde nacer, acogiendo, a través de su Madre y del Santo Patriarca, el cariño, el calor, los regalos, de unos pastores y de los Magos; de los que, como nosotros ahora, recibieron la noticia de su venida.

Es necesario alegrarse y fomentar el deseo de volcarse en cariño con Jesús. Consideremos serenamente su sencilla venida y su permanente presencia entre nosotros:

 Navidad. —Cantan: “venite, venite...” —Vayamos, que Él ya ha nacido.

Y, después de contemplar cómo María y José cuidan del Niño, me atrevo a sugerirte: mírale de nuevo, mírale sin descanso. Así se expresaba san Josemaría.

Bastará con mirarle, porque el Espíritu Santo y su Madre, que es también la nuestra, nos sugerirán e impulsarán a amarle también con obras.

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La dimensión humana

Nos convendrá leer de cuando en cuando este prólogo del Evangelio de san Juan, para intentar, con la Gracia de Dios, calar más y más en su sentido, de modo que alcancemos un conocimiento progresivamente más completo de cómo han sido las cosas en el mundo –las verdaderamente fundamentales–, y de lo que somos y podemos llegar a ser por la voluntad de Dios.

Muy frecuentemente nos invita a la Iglesia a meditar la Sagrada Escritura, para que incorporemos más en nuestra vida la incuestionable verdad de que todo procede de Dios: Todo fue hecho por él, y sin él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho, nos dice san Juan. Pues, si agradecemos a un amigo un regalo, un favor, una ayuda... y, de algún modo, nos sentimos obligados con él, cuánto más nos sentiremos agradecidos y querremos corresponder a Dios, por quien existimos y es el principio de todo enriquecimiento ulterior.

Advierte el evangelista san Juan enseguida, que no todos aceptan esta verdad ni reconocen a Dios, a pesar de ser la luz verdadera, que ilumina a todo hombre, que viene a este mundo. Para reconocer a Dios en Jesucristo necesita el hombre una regeneración peculiar, que equivale a un nuevo nacimiento. Esta es una enseñanza repetidamente presente en este cuarto evangelio. De diversos modos y en distintos momentos, recoge el Evangelista palabras de Jesús con las que afirma que la dimensión vital propia del hombre no es sólo humana. El Evangelio, la buena noticia que Jesucristo comunica a la humanidad, es precisamente que, por Él, el hombre puede vivir un vida superior, sobrenatural: más excelsa que la meramente humana: Yo vine para que tengan vida y la tengan en abundancia, declarará Jesucristo.

No ha venido el Señor a traernos una vida humana más confortable, ni tampoco para librarnos de los dolores de nuestro caminar cotidiano, como si su misión fuera construir para los hombres un paraíso en la tierra. La “salvación” que Cristo ha traído al mundo, a la que alude el significado de su nombre –Jesús es salvador–, es la libertad de la gloria de los hijos de Dios, como dice san Pablo en su Carta a los Romanos. Ser hijos de Dios, aunque por adopción, no en igualdad de naturaleza como Jesucristo, puesto que somos criaturas, es la consecuencia de acoger personalmente el Evangelio: a cuantos le recibieron les dio poder para ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre, que no han nacido de la sangre, ni de la voluntad de la carne, ni del querer del hombre, sino de Dios.

El Señor vino a la Tierra, se hizo carne en María y nació en Belén, y trajo su misma vida para los hombres. La vida cristiana es la vida de los hijos de Dios, que supone mucho más que unos comportamientos correctos. No nos basta a los cristianos con cumplir unas leyes, con ser ciudadanos ejemplares, ni tampoco con sentirnos a gusto y en paz con todos. Todo esto y más, ¡claro que es necesario para el cristiano!, pero no basta. Si queremos agradar a Dios, no es suficiente con ser lo que solemos llamar “una buena persona”: honrado a carta cabal, buen cumplidor en casa y en el trabajo, muy amigo de sus amigos... porque Dios es verdaderamente Padre nuestro. Nosotros, por consiguiente, hemos de fomentar un afecto singular del corazón que debe mover hacia Él toda nuestra entera existencia. Es el afecto que se afianza y acrecienta en la intimidad de la oración y en la comunión: En verdad, en verdad os digo que, si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros.

No queramos “andarnos por las ramas”, ocupados en proyectos cortos, porque no culminan en Dios como objeto definitivo. Busquemos directamente agradarle, amarle, haciendo rendir en su honor las cualidades, los talentos, que hemos recibido de su bondad. Para esto alentaremos muy a menudo los deseos de amarle con obras, en unos minutos de silencioso coloquio con Él junto al sagrario, o donde mejor podamos recogernos en oración.

Nuestra Madre, como nos quiere, será siempre, si se lo pedimos, la gran aliada de nuestros deseos por actualizar el sentido sobrenatural de nuestra vida.

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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)

Navidad del Señor (Misa de la aurora)

“Vayamos a Belén”

Is. 62,1-12 Tit. 3,4- 7 Lc. 2,15-20

La palabra de Dios nos ha conducido durante el Adviento a descubrir quién es “aquél que debía venir”: es Jesucristo, el Hijo de Dios (2º domingo); es el Salvador (3º domingo), aquél que en la Encarnación llegó a ser “Dios con nosotros” (4º domingo). El misterio de la Navidad ya ha sido explicado a nuestra mente. Hoy, en el día luminoso de la fiesta, no debemos entretenemos en las explicaciones sino sólo abandonamos a una contemplación gozosa y agradecida del misterio de Dios hecho hombre.

A ello nos exhorta la liturgia con las lecturas de esta misa. Son más cortas y más sencillas que de costumbre, como para decimos que el misterio es demasiado grande para poder encerrarlo en palabras. La palabra parece casi apagarse frente al acontecimiento: Hoy ha nacido para nosotros el Señor (Ant. de entrada). Isaías exclama: Digan a la bija de Sión: ¡tu Salvador está aquí!

Nosotros decimos: digan a la Iglesia y a todo el mundo: ¡tu Salvador está aquí! Aquél que esperabas ha venido. No hay que esperar otro: él lleva consigo la recompensa que es la vida nueva, la luz, la paz, él mismo.

¿Qué novedad ha traído el Señor al mundo?, se oía preguntar a los primeros cristianos y respondían: “Ha traído toda la novedad trayéndonos a sí mismo” (san Ireneo). El mismo es la gran novedad del mundo. Pablo, en la segunda lectura, nos enseña a mirar la Navidad como el comienzo de un baño de regeneración y de renovación en el Espíritu Santo. Comienza una era nueva para el mundo. También el tiempo se renueva y comienza a ser contado a partir de esta fecha. Ya no desde la fundación de Roma, sino del nacimiento de Cristo. La cabeza de esta humanidad es Jesús mismo, el nuevo Adán, el primogénito entre muchos hermanos (Rom. 8,29). Gracias a su palabra y a su Espíritu que nos han purificado, también nosotros podemos ser ahora hombres nuevos regenerados para una esperanza viva (1 Fe. 1,3), como niños recién nacidos que tienen delante de sí todas las posibilidades para hacer de su propia vida algo grande y hermoso.

Nuestro primer encuentro con la Navidad, en la liturgia, de be ser, por tanto, abrimos a la alegría: “No hay lugar para la tristeza -escribe san León Magno- en el día en el cual nace la vida, una vida que destruye el temor de la muerte y trae la alegría de las promesas eternas. Nadie está excluido de esta felicidad: la causa de la alegría es común a todos. Que exulte el santo, porque se acerca el premio; que se alegre el pecador porque se le ofrece el perdón; que recobre el valor el pagano porque está llamado a la vida”.

El pasaje evangélico nos pone delante dos modos de acoger la Navidad: el de los pastores y el de María. María creyó (Lc 1,45), vive ya en la dimensión de la fe; por esto, ella acoge las palabras en su corazón, se interna en profundidad en las cosas de Dios y está disponible para la adoración. En todo cuadro de Navidad y en todo pesebre, María está siempre en adoración delante del Niño.

Los pastores, en cambio, sirven al evangelista Lucas para trazar el itinerario hacia la fe. Ellos oyeron el anuncio y responden con decisión: Vayamos a Belén, veamos este acontecimiento que el Señor nos ha hecho conocer. La decisión interior se traduce enseguida en gestos concretos de vida (Fueron sin demora) y éstos llevan al descubrimiento: Encontraron al Niño. Lo encontraron no sólo material, sino también espiritualmente; con los ojos de la mente además de los ojos de la carne: en una palabra, creyeron. Comprendieron o al menos intuyeron quién era aquel niño y del descubrimiento nació el impulso irresistible hacia el testimonio: Después de haberlo visto, relataron lo que se les había dicho acerca del niño. Así la fe comienza a propagarse; de creyentes nacen creyentes: Todos los que oyeron se admira ron de las cosas que decían los pastores. ¡Quién sabe con cuánto entusiasmo supieron hablar de su descubrimiento!

En este ejemplar itinerario de fe hay un punto que debemos subrayar con fuerza y hacerla nuestro en este día: la decisión de ir a Belén. Vayamos a Belén, se dijeron unos a otros los pastores. También nosotros, en esta Navidad, digámonos unos a otros: ¡vayamos -o mejor- volvamos a Belén! Volvamos a la simplicidad y a la pureza de los orígenes. Redescubramos la cuna en la que nacimos. Demasiado nos hemos alejado de Belén. Nuestra fe se ha recargado de razonamientos complicados y a veces abstrusos que desentonan con el espectáculo de aquel “niño en el pesebre”. Nuestra Iglesia se ha hecho pesada como una viejita cargada de años y de cosas. No es más la “esposa joven” de los primeros días (la esposa “buscada” como la llama Isaías en la primera lectura). Profundas arrugas han aparecido sobre su cara, arrugas que, como las de la mujer, son signo de cansancio, de pruebas, de numerosos y dolorosos partos, de dolores a causa de los hijos, pero sobre todo de los pecados.

Pero la Iglesia no es, por fortuna, una esposa cualquiera para cuyas arrugas no hay remedio; ella es el Cuerpo de Cristo y la esposa del Espíritu Santo. Por eso, no es un pensamiento de tristeza y de desilusión el que estamos expresando en este día de Navidad, sino un pensamiento de esperanza: aquél que puede hacer nuevas todas las cosas (Apoc 21,5) puede hacer nueva, antes que todo, a su Iglesia y lo hará. Más aún, ¡lo está haciendo! El Espíritu está realizando, sin que nosotros seamos capaces de medir su profundidad, el deseo profético del papa Juan al anunciar el Concilio Vaticano TI de una “renovación de la Iglesia”. “Proponer de nuevo al mundo de hoy una Iglesia viviente y siempre joven -decía- que siente el ritmo del tiempo, que en toda época se adorna con nuevo esplendor... si bien permaneciendo siempre idéntica a sí misma, fiel a la imagen divina impresa en su rostro por el Es poso que la ama y la protege” (Const. del anuncio del Conc. Vaticano II).

El desarrollo de los trabajos del Concilio debía demostrar con claridad cuál era el “nuevo esplendor” que Cristo reservaba para su Iglesia en este siglo: el redescubrimiento de ser Iglesia de los pobres e Iglesia pobre: “Como Cristo, de rico que era, se hizo pobre (2 Cor. 8,9), así también la Iglesia, si bien necesita de los medios humanos para poder cumplir su misión, no está constituida para buscar la gloria de la tierra, sino para difundir también con su ejemplo la humildad Y la abnegación. Ella reconoce en los pobres la imagen de su fundador” (Lumen Gentium, 8).

Esto significa concretamente ir a Belén. No podemos pretender que la Iglesia vuelva a ser lo que era en los primeros días: una cabaña, y dentro María, José y el niño, pero sí debemos hacer que la Iglesia con todo lo que es y tiene sirva para llevar a los hombres, y en particular a los pobres, el gozoso anuncio.

Los pastores volvieron glorificando a Dios por todo lo que habían visto y oído. Nosotros estamos llamados ahora a hacer lo mismo: a glorificar a Dios por la palabra que hemos oído, por el pan que él ahora nos parte, por la alegría que nos ha multiplicado en el corazón. Estamos llamados, al volver a casa, a decir a los otros lo que hemos aprendida del Niño.

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Misa de la noche

Natividad del Señor

“Y esto les servirá de señal: encontrarán a un niño recién nacido envuelto en pañales y acostado en un pesebre”

Is 9, 2-4.6-7; Tit 2, 11-14; Lc 2, 1-14

En esta liturgia nocturna de la Navidad, una cosa se nos hace imprescindible: una gran simplicidad. Sólo quien tiene ojos de niño, es capaz de asombrarse siempre de nuevo ante lo que escucha esta noche. El asombro es la puerta para entrar en la adoración y en la alegría de la Navidad. Quien quiere hacerse el grande, el adulto, el razonador, incluso delante de su Dios que se convierte en niño, no entenderá nada. Está aquí con nosotros, en el banquete eucarístico, pero como aquel invitado que no tenía la vestimenta nupcial.

Regocijarse en presencia de Dios como se goza en la cosecha, nos sugirió Isaías en la primera lectura. ¿Por qué regocijarse? Porque un niño nos ha nacido, un hijo nos ha sido dado. Pero, ¿acaso no nacen niños todos los días y a toda hora? Cierto: y, en realidad, cada nacimiento es un motivo de alegría y de esperanza. Lo es antes que nada para la mamá que lo ha esperado, como dirá un día Jesús; lo es para el mundo; lo es para Dios. Cada niño que nace en esta tierra es un signo de que Dios todavía no perdió la confianza en los hombres. Pero el niño cuyo nacimiento conmemoramos esta noche, trae motivos bien distintos de esperanza y de alegría. La soberanía reposa sobre sus hombros... Su soberanía será grande y habrá una paz sin fin para el reino de David... él lo establecerá y lo sostendrá por el derecho y la justicia. Con él, prosiguió Pablo en la segunda lectura, la gracia de Dios, que es fuente de salvación para todos los hombres, se ha manifestado. Todos estos temas los escuchamos después resumidos en el primer anuncio de la Natividad, hecho a los pastores: No teman, porque les traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo: Hoy... les ha nacido un Salvador... Y esto les servirá de señal encontrarán a un niño recién nacido envuelto en pañales y acostado en un pesebre.

Podemos detenemos aquí. La paradoja de la Natividad (y de todo el Evangelio), está contenida en forma completa en estas palabras. De este nacimiento se esperaban grandes cosas, lo hemos escuchado: alegría, paz, justicia, salvación. Y luego, henos aquí, conducidos ante un niño en un establo, ante el espectáculo más concentrado de debilidad, de impotencia y de pobreza que se haya imaginado la humanidad. Completan este cuadro María y José, dos de aquellas criaturas para quienes nunca hay lugar en un albergue. La paz y la justicia para todo el mundo vienen de uno que no tuvo ni siquiera una casa para nacer.

En aquel tiempo, otro hablaba de paz y de justicia en el mundo. Era aquel César Augusto que hemos escuchado nombrar al inicio del pasaje evangélico. El evangelista lo nombró aquí, evocando el poder y el esplendor de la Roma imperial, para crear el contraste más fuerte con el niño que nace en el oscuro pueblo de Judea. También César Augusto se hacía llamar salvador y príncipe de la paz. Después de él, cada emperador que subía al trono era saludado con inscripciones en las monedas, que lo llamaban “restaurador del mundo”, “esperado por las gentes”, “restituidor de la luz”. Y, en verdad, hasta ese día los hombres siempre habían pensado así: que sólo quien es fuerte, quien tiene ejércitos, quien tiene el poder, puede imponer a los otros la paz y llevar la salvación. Con la Natividad de Cristo. Dios echó por tierra todas estas falsas certezas de los hombres. —Dios escribió Pablo— eligió lo que el mundo tiene por necio para confundir a los sabios; lo que el mundo tiene por débil para confundir a los fuertes (1 Cor 1,27). ¿Y qué hay más necio para el mundo que la pobreza; qué más débil que un niño? Por eso, él eligió damos esta señal: un niño en un pesebre.

Sólo Dios podía pensar en algo tan totalmente contrario a la lógica humana; sólo él podía pronunciar un “no” tan vigoroso ante lo que los hombres siempre pusieron en la cima de su escala de valores: ante la riqueza, el poder, los honores, la autoridad. Nosotros, sin ayuda, nunca lo hubiéramos pensado: pero ahora que lo sabemos nos alegramos y decimos con alegría nuestro “sí” a Dios. Tú escondiste estas cosas a los grandes y las revelaste a los pequeños: si, Padre, porque así lo has querido (cfr. Mt 11,26). Los grandes, los poderosos, los fuertes, de ahora en más no nos darán más miedo, como lo hacían en una época. Tú confundiste a los sabios y a los fuertes y, de ahora en más, ésta es la señal: un niño en un pesebre. Podrías haber nacido en Roma, en el palacio imperial, como hijo del más poderoso de la tierra. Allí había imaginado tu nacimiento el poeta pagano en la célebre Égloga IV. Ésa también habría sido una encarnación teológicamente perfecta; habrías sido “verdadero Dios y verdadero hombre” también así. Pero ahora sabemos qué distinto habría sido. Habrías dicho “sí” a lo que los hombres habían pensado siempre. No habría empezado nada verdaderamente nuevo, ningún curso nuevo en el mundo. Por el contrario, para ti, más que hacerte hombre era importante hacerte pobre y humilde. Así les has dado de veras una esperanza a los pobres de la tierra, a los abandonados, a aquellos que no cuentan. Has dado una esperanza “a todo el pueblo”, porque no todos pueden ser ricos, sabios y fuertes en este mundo, pero todos pueden llegar a ser humildes.

Como conclusión de todo esto, todavía nos queda por comprender una cosa: que la esperanza de paz y de justicia que tú llevas a los pobres no es un tranquilizante para nadie, no es un “opio del pueblo”, es decir, no es un sucedáneo de aquella otra paz y de aquella otra justicia que tanto atormentan a los hombres de hoy, pero es la premisa y el fundamento de ello.

Ahora, nuestro pensamiento se dirige a la Eucaristía que estamos por celebrar. La señal del niño en el pesebre se hace presente en la señal, no menos humilde, del pan sobre el altar. ¿Qué diremos a Jesús esta noche nosotros, comunidad reunida en su nombre? Una sola palabra: ¡Gracias, Señor!

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Misa del día

¡Tú eres mi Hijo!

Is. 52, 7-10; Heb. 1, 1-6; Jn. 1, 1-18

Esta tercera Misa, que la liturgia llama Misa “del día”, después de la de la noche y la de la aurora, nos presenta el mensaje más profundo de la fiesta. Las lecturas bíblicas se apartan del tono narrativo; no cuentan el hecho o detalles del hecho; se plantean en cambio una pregunta: ¿Quién es el que nació? Somos invitados a trasladar ahora toda la atención de los personajes al protagonista; nos vienen a la mente las representaciones de la Navidad de la escuela barroca (como la de Gherardo delle Notti), en la cual se ve una serie de personajes -María, José, los pastores, los ángeles- en círculo, alrededor de la cuna con los rostros ilumina dos por una luz fuerte y cálida que proviene del niño que está en el centro. Entonces, en ese momento debemos pasar de los reflejos a la fuente de esa luz, apartamos de los pastores e incluso de María que hasta aquí nos sirvió de guía amorosa y contemplarlo sólo a Él, a Jesús.

¿Quién es ese niño? En el Credo de la Misa, proclamaremos en unos instantes que es “el Hijo Primogénito de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos: Dios de Dios, luz de luz, Dios ver dadero de Dios verdadero, engendrado no creado, de la misma naturaleza que el Padre, a través del cual fueron creadas todas las cosas”. Ésa es la fe que la Iglesia proclama desde el Concilio de Nicea en adelante. ¿En qué se funda esa fe? En la revelación, en la palabra de Dios y, especialmente, en la que acabamos de oír: Al principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios. Estas palabras abren una especie de telón y revelan detrás de ese Niño en la cuna un horizonte ilimitado, hasta donde abarca la mente; él es la Palabra misma del Padre, pronunciada antes de todos los siglos. Al principio Dios creó el cielo y la tierra: así empieza la historia del mundo en la Biblia; pues bien, ahora sabemos que ése no era el principio absoluto o del ser; era sólo el principio del tiempo. En ese momento, cuando empezaba a existir el cielo y la tierra, la Palabra ya estaba junto a Dios.

No era sin embargo una palabra simple, una fuerza oscura que se agitaba en la mente de Dios. Era, en cambio, el Hijo Primogénito, a quien constituyó heredero de todas las cosas y por quien hizo el mundo (TI lectura). Por lo tanto, una persona. Aquí tocamos el fondo más sublime y misterioso de nuestra fe: la Trinidad. Juan, que escribe después de todos los otros evangelistas, llevó así a su fin un proceso de ahondar y remontarse a las fuentes de la experiencia de Jesús, iniciado inmediatamente después de la resurrección. En el intento de responder a la pregunta: ¿Quién es Jesús de Nazaret? primero se contentó con partir de la resurrección (Rom. 1,4: Y constituido Hijo de Dios con poder ... por su resurrección de entre los muertos); luego se remontó hasta el Bautismo (¡Marcos comienza desde allí su Evangelio!), luego al nacimiento del Espíritu Santo y desde María (así empiezan sus Evangelios Mateo y Lucas), Juan comprende que cada respuesta es insuficiente en la medida que se queda dentro del horizonte del tiempo y da un gran salto hacia atrás hasta la preexistencia, encontrando la última explicación de Jesús y, por así decirlo, la raíz de su existencia, en el seno del Padre. Esta es la plenitud de nuestra fe y la Navidad es su proclamación.

No obstante, la liturgia no se detiene ni un solo instante en esta contemplación de Jesús en sí, como era antes y fuera del tiempo, sino que continuamente nos impulsa a contemplar quién es Jesús “para nosotros”: Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. Es el segundo movimiento del Credo, el que en realidad domina nuestra asamblea y que hoy diremos de rodillas: “Por nosotros los hombres y por nuestra salvación descendió del cielo y por obra del Espíritu Santo se encarnó en el seno de la Virgen María y se hizo hombre”.

“Por nosotros los hombres, por nuestra salvación”: Jesús es el “Dios con nosotros”, pero también el Dios para nosotros; un Dios de hombres, pero también un Dios para los hombres. Dios en persona vino a consolamos y a salvamos, no ya un ángel o un profeta (d. Is. 63,9); he ahí el verdadero sentido del misterio de la Navidad: Después de haber hablado antiguamente a nuestros padres por medio de los Profetas, en muchas ocasiones y de diversas maneras, ahora, en este tiempo final, Dios nos habló por medio de su Hijo, a quien constituyó heredero de todas las cosas y por quien hizo el mundo (2ª lectura).

Pero con el nacimiento de Jesucristo, Dios no nos dio sola mente su Palabra, nos dio su Vida, o sea nos hizo hijos suyos: A todos los que la recibieron, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios (1 Jn.1,2): La vida se hizo visible, nosotros la vimos). Por lo tanto, no celebramos solamente la Navidad de Jesús sino también nuestra Navidad porque el nacimiento de Jesús marca nuestro renacimiento. En la segunda lectura, escuchamos esas palabras solemnísimas: ¡Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy! Es Dios el que habla; ¿pero a quién le habla y de quién habla? De su Hijo Jesucristo, no hay duda; así lo entendió toda la tradición cris tina. Pero Jesucristo no está solo; es “el primogénito entre muchos hermanos” (Rom. 8,29); en él, también nosotros fuimos “elegidos para ser hijos adoptivos” (Ef.1,5). O sea que hoy, el Padre dirige esas palabras a cada uno de nosotros: ¡Tú eres mi hijo: yo té he engendrado hoy! Es un reconocimiento de paternidad; ¡es una adopción! Juan exclama, asombrado: ¡Qué gran amor nos ha da do el Padre para ser llamados hijos de Dios, y lo somos realmente! (1 Jn. 3,1).

A algunos este renacimiento puede parecerles lejano, imposible, de tan fríos, incrédulos, indignos que se sienten; de tan es clavos y no hijos que se sienten. Alguno vive experiencias de separación y alejamiento de Dios como el hijo pródigo y todavía tiene en la boca el sabor de las bellotas arrojadas a los puercos; en su corazón, apenas se atreve a esperar volver a ser admitido en la casa como “uno de los servidores” (cf. Lc 15,19). Pero resulta que Dios sale a su encuentro y le dice con gran fuerza: ¡Tú eres mi hijo! Y a nosotros, ministros de su palabra, nos ordena que hablemos al corazón de este hermano y le gritemos fuerte: “Escucha, es Dios quien te habla y te dice: “Se acabó tu esclavitud” (cf. Is. 40,2); Dios Padre ya te liberó del poder de las tinieblas y te trasladó al reino de su Hijo dilecto; en él tuviste la redención y el perdón de los pecados (cf. Col. 1,13 ssq); el pecado ya no tiene poder sobre ti. Solamente debes aceptar todo esto, decir sí a Dios y darle gracias con alegría. Después, si todavía no lo has hecho, sentirás tú mismo la necesidad de poner tu carga de rescatado del pecado en las manos de un ministro de la Iglesia para que puedas escuchar también con tus oídos de carne la palabra de Cristo que perdona y vuelve a sanar: Ten confianza, hijo, tus pecados te son perdonados (Mt. 9,2).

Nadie está excluido de la alegría de este día; no lo está el pecador y no lo está el anciano cargado de años y de amargura; a todo aquel que lo recibe, Jesús le da el poder de ser hijo de Dios, o sea de renacer a la nueva vida, independientemente de la edad y los méritos y con la única dependencia de la fe. La objeción de Nicodemo: ¿cómo puede un hombre renacer cuando es viejo?, ya no es válida, porque Jesús explicó que no se trata de un nacimiento de la carne, sino del Espíritu (cf. Jn. 3,5 s.) En Navidad, tenemos derecho a abandonar la carga de nuestros años y nuestros remordimientos y a sentir nos “como niños recién nacidos” (1 Pedo 2,2), capaces por lo tanto de dejamos llevar todavía por la alegría y la esperanza, como en Navidades lejanas, cuando aún teníamos el alma y la fantasía frescas.

Todo lo que oímos es regocijante, pero nos impone un deber preciso: no arruinar nuestra filiación: “Reconoce, cristiano -exclama san León Magno- tu dignidad y, partícipe de la naturaleza divina, no quieras volver a la abyección de un tiempo con una conducta indigna. Recuerda quién es tu Cabeza, de qué cuerpo eres miembro”. Recuerda -agregamos nosotros- de qué Padre eres hijo. Recuerda, cuando te sientas tentado o envilecido o solo, aquellas palabras que hoy escuchaste y recibiste en la fe: ¡Tú eres mi Hijo; te he engendrado hoy!

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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)

Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II

Mensaje de Navidad “Urbi et Orbi” (25-XII-1981)

– El misterio de la Encarnación

Os ruego hermanos y hermanas, habitantes de la urbe y orbe, que meditéis hoy sobre el nacimiento, en el establo de Belén, del Hijo eternamente nacido.

¿Por qué nace de la Virgen el que es eternamente nacido del Padre, Dios de Dios, Luz de luz?

¿Por qué en la noche en que nació de María Virgen, no había sitio para ellos en el mesón?

¿Por qué los suyos no le recibieron?

¿Por qué el mundo no le ha reconocido?

El misterio de la noche de Belén dura sin interrupción. Llena la historia del mundo y se detiene en el umbral de todo corazón humano. Cada hombre, ciudadano de Belén, ha podido mirar, ayer noche, a José y a María y decir: no hay sitio, no puedo acogeros.

Y el hombre de cada época puede decir al Verbo que se ha hecho carne: no te acojo, no hay sitio.

El mundo ha sido hecho por Él, pero el mundo no lo ha recibido.

¿Por qué el día del nacimiento de Dios es día de la no acogida de Dios por parte del hombre?

Dejemos descender el misterio del nacimiento de Cristo a nivel de corazones humanos: Vino a los suyos y...

Nosotros los hombres, inclinados una vez más ante el misterio de Belén, podemos únicamente pensar con dolor cuánto hemos perdido los moradores de la ciudad de David, por no haber abierto la puerta. ¡Cuánto pierde el hombre que no deja nacer en el interior de su corazón a Cristo: “la luz verdadera que ilumina a todo hombre” (Jn 1,9).

¡Cuánto pierde el hombre cuando lo encuentra y no ve en Él al Padre! En efecto Dios se ha manifestado en Cristo al hombre como el Padre.

¡Y cuánto pierde el hombre cuando no ve en Él la propia humanidad! Pues Cristo ha venido al mundo para manifestar el hombre al propio hombre y hacerle ver su altísima vocación.

“A cuantos le recibieron dioles poder de venir a ser hijos de Dios” (Jn 1,12).

En la solemnidad de la Navidad nace también un sentido deseo y una humilde plegaria: que los hombres de nuestra época acojan a Cristo; lo encuentren de nuevo y se les dé el poder, que proviene sólo de Él, porque el poder está únicamente en Él.

– El mundo contra el hombre

No había lugar para ellos en el mesón.

El mundo que no acepta a Dios deja de ser hospitalario con el hombre.

¿No os conmueve la imagen de un mundo así: un mundo que está contra el hombre incluso antes de que éste consiga nacer; un mundo que, en nombre de diversos intereses económicos, imperialistas, estratégicos, arroja del lugar de su trabajo a inmensas muchedumbres de hombres, les encierra en campos de concentración forzada, les priva del derecho a la patria, les condena a perecer de hambre y les hace esclavos?

Dios que se ha hecho hombre ¿podría venir al mundo de forma diversa a la que ha venido? ¿Podía haber sitio para ellos en la posada? ¿No tenía que estar Él desde el comienzo con aquellos para los que no había sitio?

– Dios está con nosotros

Descubramos la auténtica alegría de la Navidad.

Emmanuel: está con nosotros. Dios está con nosotros.

Aunque el mundo no le conozca, Él está con nosotros.

Aunque los suyos no le reciban, Él viene.

Aunque no haya sitio en el mesón, Él nace.

Porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado: lleva al hombro el principado (Is 9,5).

¿Qué poder descansa sobre sus hombros en la noche de su nacimiento? ¿Y qué poder tendrá también en las horas del Gólgota?

Un poder único. El poder que sólo Él posee. Solamente Él tiene el poder de penetrar en el alma de cada hombre con la paz de la divina complacencia. Solamente Él tiene el poder de hacer que los hombres lleguen a ser hijos de Dios.

“Vino a los suyos y los suyos no le recibieron” (Jn 1,11).

Y sin embargo Él nos recibió a todos nosotros ya desde su mismo nacimiento, y abrazó a cada uno de nosotros con el amor eterno del Padre, con el amor que salva al hombre, que rescata del pecado la conciencia humana: en Él tenemos la reconciliación y la remisión de los pecados.

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Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva

Es Navidad. La Palabra de Dios está en el mundo. Innumerables sentimientos y afectos atravesados de un gozo inmenso se agolpan en los creyentes. Dios se presenta en la atractiva forma de un Niño y en el seno de una familia. Aleluya. Os traigo la buena noticia: os ha nacido el Salvador. Canta la Iglesia en la Solemnidad de hoy.

Por la Encarnación del Hijo de Dios se produjo la unión entre lo divino y lo humano, lo temporal y eterno, la Santidad absoluta y la imperfección humana, proporcionando a toda criatura, desde ese momento, una dignidad de escalofrío. La Omnipotencia de Dios unida a la debilidad humana: Emmanuel, Dios con nosotros y para nosotros, porque para nuestra salvación bajó del Cielo. Sí, “Dios amó tanto al mundo que la ha dado su propio Hijo Unigénito” (Jn 3,16).

Nadie ha hecho tanto por la Humanidad, ni ha elevado la dignidad de toda criatura, ni dado un valor al trabajo, al sufrimiento y a los mil sinsabores y alegrías de esta vida, como la Encarnación del Hijo de Dios. También el cuerpo ha sido santificado. Al ser asumido por el Verbo, ese cuerpo nuestro resucitará un día para que vea la gloria del Creador del Universo.

El Verbo se hizo carne y puso su tienda, su tabernáculo, entre nosotros. Dios está en los sagrarios de nuestras iglesias. La alegría por esta llegada de Dios a la tierra ha de traducirse en una acogida a ese Dios distinta a la que tuvo el año 15 del reinado de Tiberio y que Lucas describe así: “No hubo sitio en el mesón”. Cristo debe tener un lugar de privilegio en el mesón de nuestra alma, eliminando los huéspedes que le dificultan el alojamiento: la indiferencia, la ignorancia, la comodidad egoísta...

Hagamos el propósito de mostrar al Señor nuestra gratitud acudiendo con la frecuencia que nos sea posible a la Santa Misa, recibiéndole en la Eucaristía y acogiéndole también en quienes nos rodean, porque Él está en cada uno, en los más necesitados.

Hay que hacer un sitio de honor a Dios en nuestra vida. Él no es un huésped extraño, molesto, inoportuno... Es nuestro Padre, nuestro Liberador. Él no llega rodeado del aparato de poder que acompaña a los poderosos, llega como un niño inerme al que es fácil querer, pero también no hacer caso. Llega en la predicación de su Iglesia, en los Sacramentos... Yo, ¿salgo al encuentro del Señor con alegría, abriéndole las puertas de mi corazón o el mesón del alma está abarrotado de preocupaciones, excusas o de una helada indiferencia? ¡Recibamos al Señor que llega con la apertura y el calor que merece Aquel de quien lo hemos recibido todo! 

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Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica

«La Palabra se ha hecho carne, y ha puesto su casa entre nosotros»

I. LA PALABRA DE DIOS

Is 52,7-10: «Los confines de la tierra verán la victoria de nuestro Dios»

Sal 97,1.2-6: «Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios»

Hb 1,1-6: «Dios nos ha hablado por su Hijo»

Jn 1,1-18: «La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros»

II. APUNTE BÍBLICO-LITÚRGICO

La alegría que se anunciaba al pueblo cuando era proclamado un nuevo rey en Sión, la usa ahora el Profeta para anunciar la inauguración de un nuevo reinado de Dios. La inminencia del retorno de los exiliados, y el anuncio de paz subsiguiente, serán los signos perceptibles de la acción divina.

La Palabra de Dios, que había hecho surgir el mundo y el hombre, acampa en el mundo y se hace hombre para dar a los hombres el poder ser y llamarse «hijos de Dios». Percibida «en otro tiempo» (2.ª Lect.) como una revelación del proyecto de Dios sobre el mundo y el hombre, acontece ahora entre nosotros como salvación.

La Palabra se ha hecho carne precisamente en este mundo. Que este mundo sea aceptado como es y no desdeñado como morada del Hijo, es un modo de convencer al hombre de que Dios, a pesar de todo, le sigue amando.

III. SITUACIÓN HUMANA

La celebración meramente costumbrista de la Navidad la reduce. Cristianos y no cristianos, los que celebran de corazón y «los que se apuntan», todos necesitamos abandonar cualquier vestigio de frivolidad en estos días.

La búsqueda de la paz y de la convivencia no son de ahora; han sido siempre señal de la permanente e incansable búsqueda de Dios y de sus signos. En el corazón del hombre y del mundo estaban escritas esas señales, que no le dejarán tranquilo hasta que no halle a Dios en medio de este mundo que, por ser casa de Dios, cuenta con que el Padre en su Hijo ha venido a compartir la historia.

IV. LA FE DE LA IGLESIA

La fe

– El Verbo se hizo carne: «Por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen y se hizo hombre» (456).

“... para salvarnos reconciliándonos con Dios: «Dios nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados» (1 Jn 4,10)” (457).

“... para que nosotros conociésemos así el amor de Dios: «En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él» (1 Jn 4,9)” (458).

“... para ser nuestro modelo de santidad: «Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí...» (Mt 11,29)” (459).

“... para hacernos «partícipes de la naturaleza divina» (2 P 1,4)” (460).

La respuesta

– Creer es acoger y anunciar a Cristo: “«Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida – pues la Vida se manifestó, y nosotros la hemos visto y damos testimonio y os anunciamos la vida eterna, que estaba con el Padre y se nos manifestó– lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo, Jesucristo. Os escribimos esto para que vuestro gozo sea completo» (1 Jn 1,1-4)” (425).

– En el centro de la catequesis: Jesucristo: 426. 427. 428. 429.

El testimonio cristiano

– «Nuestra naturaleza enferma exigía ser sanada; desgarrada, ser restablecida; muerta, ser resucitada. Habíamos perdido la posesión del bien, era necesario que se nos devolviera. Encerrados en las tinieblas, hacía falta que nos llegara la luz; estando cautivos, esperábamos un salvador; prisioneros, un socorro; esclavos, un libertador... ¿No merecía conmover a Dios hasta el punto de hacerle bajar hasta nuestra naturaleza humana para visitarla, ya que la humanidad se encontraba en un estado tan miserable y tan desgraciado? (San Gregorio de Nisa, or. catech, 15)» (457). Si el amor del Padre se ha manifestado en que ha entregado a su Hijo al mundo, más patente queda cuando lo contemplamos viviendo entre quienes ha venido a salvar.

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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)

Meditación de Navidad

— En Belén no quisieron recibir a Cristo. También hoy muchos hombres no quieren recibirlo

I. En aquellos días se promulgó un edicto de César Augusto, para que se empadronase todo el mundo

Ahora nosotros podemos ver con claridad que fue una providencia de Dios aquel decreto del emperador romano. Por esta razón María y José fueron a Belén y allí nació Jesús, según había sido profetizado muchos siglos antes.

La Virgen sabía que estaba ya próximo el nacimiento de Jesús, y emprendió aquel viaje con el pensamiento puesto en el Hijo que le iba a nacer en el pueblo de David

Llegaron a Belén, con la alegría de estar ya en el lugar de sus antepasados, y también con el cansancio de un viaje por caminos en malas condiciones, durante cuatro o cinco jornadas. La Virgen, en su estado, debió llegar muy cansada. Y en Belén no encontraron dónde instalarse. No hubo para ellos lugar en la posada, dice San Lucas, con frase escueta. Quizá José juzgara que la posada repleta de gente no era sitio adecuado para Nuestra Señora, especialmente en aquellas circunstancias. San José debió de llamar a muchas puertas antes de llevar a María a un establo, en las afueras. Nos imaginamos bien la escena: José explicando una y otra vez, con angustia creciente, la misma historia, «que venían de...» , y María a pocos metros, viendo a José y oyendo las negativas. No dejaron entrar a Cristo. Le cerraron las puertas. María siente pena por José, y por aquellas gentes. - Qué frío es el mundo para con su Dios!

Quizá fue la Virgen quien propuso a José instalarse provisionalmente en alguna de aquellas cuevas, que hacían de establo a las afueras del pueblo. Probablemente le animó, diciéndole que no se preocupara, que ya se arreglarían... José se sintió confortado por las palabras y la sonrisa de María. De modo que allí se aposentaron con los enseres que habían podido traer desde Nazaret: los pañales, alguna ropa que ella misma había preparado con la ilusión que sólo saben poner las madres en su primer hijo...

Y en aquel lugar sucedió el acontecimiento más grande de la humanidad, con la más absoluta sencillez: Y sucedió –nos dice San Lucas– que estando allí se le cumplió la hora del parto. María envolvió a Jesús con inmenso amor en unos pañales y lo recostó en el pesebre.

La Virgen tenía la fe más perfecta que cualquier otra persona antes o después de Ella. Y todos sus gestos eran expresión de su fe y de su ternura. Le besaría los pies porque era su Señor, le besaría la cara porque era su hijo. Se quedaría mucho tiempo quieta contemplándolo

Después, María puso al Niño en brazos de José, que sabe bien que es el Hijo del Altísimo, al que debe cuidar, proteger, enseñarle un oficio. Toda su vida está centrada en este Niño indefenso

Jesús, recién nacido, no habla; pero es la Palabra eterna del Padre. Se ha dicho que el pesebre es una cátedra. Nosotros deberíamos hoy entender las lecciones que nos da Jesús ya desde Niño, desde que está recién nacido, desde que sus ojos se abrieron a esta bendita tierra de los hombres.

Nace pobre, y nos enseña que la felicidad no se encuentra en la abundancia de bienes. Viene al mundo sin ostentación alguna, y nos anima a ser humildes y a no estar pendientes del aplauso de los hombres. «Dios se humilla para que podamos acercarnos a Él, para que podamos corresponder a su amor con nuestro amor, para que nuestra libertad se rinda no sólo ante el espectáculo de su poder, sino ante la maravilla de su humildad».

Hacemos un propósito de desprendimiento y de humildad. Miramos a María y la vemos llena de alegría. Ella sabe que ha comenzado para la humanidad una nueva era: la del Mesías, su Hijo. Le pedimos no perder jamás la alegría de estar junto a Jesús

— Nacimiento del Mesías. La «cátedra» de Belén

II. Jesús, María y José estaban solos. Pero Dios buscó para acompañarles a gente sencilla, unos pastores, quizá porque, como eran humildes, no se asustarían al encontrar al Mesías en una cueva, envuelto en pañales

Son los pastores de aquellos contornos a quienes se refería el profeta Isaías: el pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran luz.

En esta primera noche sólo en ellos se cumple la profecía. Ven una gran luz: la gloria del Señor los envolvió de claridad. No temáis, les dice un ángel, pues vengo a anunciaros una gran alegría, que lo será para todo el pueblo; hoy, en la ciudad de David, os ha nacido el Salvador, que es el Cristo, el Señor.

Esa noche son los primeros y los únicos en saberlo. «En cambio, hoy lo saben millones de hombres en todo el mundo. La luz de la noche de Belén ha llegado a muchos corazones, y, sin embargo, al mismo tiempo, permanece la oscuridad. A veces, incluso parece que más intensa (...). Los que aquella noche lo acogieron, encontraron una gran alegría. La alegría que brota de la luz. La oscuridad del mundo superada por la luz del nacimiento de Dios (...)

»No importa que, en esa primera noche, la noche del nacimiento de Dios, la alegría de este acontecimiento llegue sólo a estos pocos corazones. No importa. Está destinada a todos los corazones humanos. ¡Es la alegría del género humano, alegría sobrehumana! ¿Acaso puede haber una alegría mayor que ésta, puede haber una Nueva mejor que ésta: el hombre ha sido aceptado por Dios para convertirse en hijo suyo en este Hijo de Dios, que se ha hecho hombre?».

Dios quiso que estos pastores fueran también los primeros mensajeros; ellos irán contando lo que han visto y oído. Y todos los que les escucharon se maravillaron de cuanto los pastores les habían dicho. Igualmente, a nosotros se nos revela Jesús en medio de la normalidad de nuestros días; y también son necesarias las mismas disposiciones de sencillez y de humildad para llegar hasta Él. Es posible que a lo largo de nuestra vida nos dé señales que, vistas con ojos humanos, nada digan. Hemos de estar atentos para descubrir a Jesús en la sencillez de lo ordinario, envuelto en pañales y reclinado en un pesebre, sin manifestaciones aparatosas. Y todo el que ve a Cristo se siente conmovido a darlo a conocer enseguida. No puede esperar

Naturalmente que los pastores no se pondrían en camino sin regalos para el recién nacido. En el mundo oriental de entonces era inconcebible que alguien se presentase a una persona elevada sin algún regalo. Llevarían lo que tenían a su alcance: algún cordero, queso, manteca, leche, requesón.... Sin duda que no es demasiado desacierto figurarse la escena tal como la representan los innumerables «belenes» de estos días y la pregonan los «villancicos» cantados con sencillez por el pueblo cristiano y con los que muchos de nosotros, quizá, hemos hecho nuestra oración

María y José, sorprendidos y alegres, invitan a los tímidos pastores a que entren y vean al Niño, y lo besen y le canten, y le dejen cerca del pesebre sus presentes

Nosotros tampoco podemos ir a la gruta de Belén sin nuestro regalo

Quizá lo que nos agradecería la Virgen es un alma más entregada, más limpia, más alegre porque es consciente de su filiación divina, mejor dispuesta a través de una Confesión más contrita, para que el Señor habite con más plenitud en nosotros. Esa Confesión que tal vez Dios lleva esperando hace tiempo...

María y José nos están invitando a entrar. Y, una vez dentro, le decimos a Jesús con la Iglesia: Rey del universo a quien los pastores encontraron envuelto en pañales, ayúdanos a imitar siempre tu pobreza y tu sencillez.

— Adoración de los pastores. Humildad y sencillez para reconocer a Cristo en nuestras vidas

III. Alegrémonos todos en el Señor, porque nuestro Salvador ha nacido en el mundo. Hoy, desde el Cielo, ha descendido la paz sobre nosotros. «Acabamos de oír un mensaje rebosante de alegría y digno de todo aprecio: Cristo Jesús, el Hijo de Dios, ha nacido en Belén de Judá. El anuncio me estremece, mi espíritu se enciende en mi interior y se apresura, como siempre, a comunicaros esta alegría y este júbilo» , anuncia San Bernardo. Y todos nos ponemos en camino para contemplar y adorar a Jesús, pues todos tenemos necesidad de Él; es de Él de lo único que tenemos verdadera necesidad. No hay tal andar como buscar a Cristo. / /No hay tal andar como a Cristo buscar / /. Que no hay tal andar, canta un villancico popular, diciéndonos que ningún camino que emprendamos vale la pena si no termina en el Niño Dios

«Hoy ha nacido nuestro Salvador. No puede haber lugar para la tristeza, cuando acaba de nacer la vida; la misma que acaba con el temor de la mortalidad, y nos infunde la alegría de la eternidad prometida

» Nadie tiene por qué sentirse alejado de la participación de semejante gozo, a todos es común el motivo para el júbilo: porque nuestro Señor, destructor del pecado y de la muerte, como no ha encontrado a nadie libre de culpa, ha venido a liberarnos a todos. Que se alegre el santo, puesto que se acerca a la victoria. Alégrese el gentil, ya que se le llama a la vida

» Pues el Hijo, al cumplirse la plenitud de los tiempos (...) asumió la naturaleza del género humano para conciliarla con su Creador». De aquí nace para todos, como un río incontenible, la alegría de estas fiestas

Cantamos con júbilo en estos días de Navidad porque el amor está entre nosotros hasta el fin de los tiempos. La presencia del Niño es el amor en medio de los hombres; y el mundo no es ya un lugar oscuro: quienes buscan amor saben dónde encontrarlo. Y es de amor de lo que esencialmente anda necesitado cada hombre; también aquellos que pretenden estar satisfechos de todo

Cuando en el día de hoy nos acerquemos a besar al Niño o contemplemos un Nacimiento, o meditemos en este gran misterio, que agradezcamos a Dios su deseo de abajarse hasta nosotros para hacerse entender y querer, y que nos decidamos a hacernos también como niños, para poder así entrar un día en el reino de los cielos. Terminamos nuestra oración diciéndole a Dios Nuestro Padre: concédenos compartir la vida divina de aquel que hoy se ha dignado compartir con el hombre la condición humana.

Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros.

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Mons. Jaume PUJOL i Balcells Arzobispo de Tarragona y Primado de Cataluña (Tarragona, España) (www.evangeli.net)

«La Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros»

Hoy, con la sencillez de niños, consideramos el gran misterio de nuestra fe. El nacimiento de Jesús señala la llegada de la “plenitud de los tiempos”. Desde el pecado de nuestros primeros padres, el linaje humano se había apartado del Creador. Pero Dios, compadecido de nuestra triste situación, envió a su Hijo eterno, nacido de la Virgen María, para rescatarnos de la esclavitud del pecado.

El apóstol Juan lo explica usando expresiones de gran profundidad teológica: «En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios» (Jn 1,1). Juan llama “Palabra” al Hijo de Dios, la segunda persona de la Santísima Trinidad. Y añade: «Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros» (Jn 1,14).

Esto es lo que celebramos hoy, por eso hacemos fiesta. Maravillados, contemplamos a Jesús acabado de nacer. Es un recién nacido… y, a la vez, Dios omnipotente; sin dejar de ser Dios, ahora es también uno de nosotros.

Ha venido a la tierra para devolvernos la condición de hijos de Dios. Pero es necesario que cada uno acoja en su interior la salvación que Él nos ofrece. Tal como explica san Juan, «a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios» (Jn 1,12). ¡Hijos de Dios! Quedamos admirados ante este misterio inefable: «El Hijo de Dios se ha hecho hijo del hombre para hacer a los hombres hijos de Dios» (San Juan Crisóstomo).

Acojamos a Jesús, busquémosle: solamente en Él encontraremos la salvación, la verdadera solución para nuestros problemas; sólo Él da el sentido último de la vida y de las contrariedades y del dolor. Por esto, hoy os propongo: leamos el Evangelio, meditémoslo; procuremos vivir verdaderamente de acuerdo con la enseñanza de Jesús, el Hijo de Dios que ha venido a nosotros. Y entonces veremos cómo será verdad que, entre todos, haremos un mundo mejor.

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Rev. D. Ramon Octavi SÁNCHEZ i Valero (Viladecans, Barcelona, España)

MISA DE LA NOCHE (Evangelio: Lc 2,1-14)

«Os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor»

Hoy, nos ha nacido el Salvador. Ésta es la buena noticia de esta noche de Navidad. Como en cada Navidad, Jesús vuelve a nacer en el mundo, en cada casa, en nuestro corazón.

Pero, a diferencia de lo que celebra nuestra sociedad consumista, Jesús no nace en un ambiente de derroche, de compras, de comodidades, de caprichos y de grandes comidas. Jesús nace con la humildad de un portal y de un pesebre.

Y lo hace de esta manera porque es rechazado por los hombres: nadie había querido darles hospedaje, ni en las casas ni en las posadas. María y José, y el mismo Jesús recién nacido, sintieron lo que significa el rechazo, la falta de generosidad y de solidaridad.

Después, las cosas cambiarán y, con el anuncio del Ángel —«No temáis, pues os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo» (Lc 2,10)— todos correrán hacia el portal para adorar al Hijo de Dios. Un poco como nuestra sociedad que margina y rechaza a muchas personas porque son pobres, extranjeros o sencillamente distintos a nosotros, y después celebra la Navidad hablando de paz, solidaridad y amor.

Hoy los cristianos estamos llenos de alegría, y con razón. Como afirma san León Magno: «Hoy no sienta bien que haya lugar para la tristeza en el momento en que ha nacido la vida». Pero no podemos olvidar que este nacimiento nos pide un compromiso: vivir la Navidad del modo más parecido posible a como lo vivió la Sagrada Familia. Es decir, sin ostentaciones, sin gastos innecesarios, sin lanzar la casa por la ventana. Celebrar y hacer fiesta es compatible con austeridad e, incluso, con la pobreza.

Por otro lado, si nosotros durante estos días no tenemos verdaderos sentimientos de solidaridad hacia los rechazados, forasteros, sin techo, es que en el fondo somos como los habitantes de Belén: no acogemos a nuestro Niño Jesús.

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Rev. D. Bernat GIMENO i Capín (Barcelona, España)

MISA DE LA AURORA (Evangelio: Lc 2,15-20)

«Encontraron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre»

Hoy resplandece una luz para nosotros: ¡nos ha nacido el Señor! Del mismo modo que el sol sale cada mañana para iluminar y dar vida a nuestro mundo, esta misa de la aurora, celebrada todavía con cierta oscuridad, evoca la figura del pequeño Infante nacido en Belén como el sol naciente, que viene para iluminar a toda la familia humana.

Después de María y José, fueron estos pastores del Evangelio los primeros que fueron iluminados por la presencia de Jesús Niño. Los pastores, que eran tenidos como los últimos en la sociedad. Hemos de ser pastores para acoger al Niño, y ser conscientes de nuestra nada.

Que Jesús sea luz no nos puede dejar indiferentes. Miremos a los pastores: era tan grande el gozo que sentían por lo que habían visto que no paraban de hablar acerca de ello: «Todos los que lo oyeron se maravillaban de lo que los pastores les decían» (Lc 2,19).

«Tu Salvador ya está aquí», nos dice también el profeta, y eso nos llena de alegría y de paz. Amados hermanos, esto nos falta a muchos cristianos de hoy día: hablar de Él con alegría, paz y convencimiento; cada uno desde su vocación, es decir, desde el designio eterno que Dios tiene “para mí”. Y esto será posible si previamente estamos convencidos de nuestra identidad: los laicos, religiosos y sacerdotes. Todos formamos “el pueblo santo” del que nos habla el profeta Isaías.

Fue designio de Dios que acudieran pastores a adorar al Niño Jesús. Todos somos pastores. Todos hemos de ser pobres y humildes, los últimos... Contemplando el pesebre de nuestra casa, con sus pastores de plástico o de cerámica, vemos una imagen de la Iglesia, que el profeta en la primera lectura describe como una “ciudad-no-abandonada” y como “la-que-tiene-un-enamorado” (cf. Is 62,12). En esta Navidad hagamos el propósito de amar más a nuestra Iglesia... que no es nuestra, sino de Él, y nosotros la recibimos y entramos a participar en ella como indignos siervos, y la recibimos como un don, como un regalo inmerecido. De ahí que nuestro estallido de alegría en esta Navidad ha de ser una profunda y sincera acción de gracias.

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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA EL SACERDOTE – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

El llanto de Dios

«Escuchen mi voz y acudan a mi llamado» (cfr Jr 7, 23).

Eso dice el Hijo de Dios.

¡Gloria a Dios en el cielo y paz a los hombres de buena voluntad! ¡Hosanna en el cielo!

El llanto de Dios, ése es el llamado.

Soplo de vida, elixir de Dios, canto del cielo, dulce melodía, respiración divina por vez primera, que aspira en el oxígeno del mundo la miseria de los hombres, transformándola en vida.

El llanto de Dios, ése es el llamado, a través del ser que ha sido engendrado en vientre puro de mujer, Palabra divina, el Verbo hecho carne, que ha nacido al mundo por voluntad Divina para habitar entre los hombres.

El llanto de Dios, ése es el llamado, la primera expresión del Dios humano.

El llanto de Dios, ése es el llamado, para que todo ser viviente se disponga a adorarlo.

El llanto de Dios, es la voz que clama la atención de los hombres, para que acudan a su llamado, para que lo escuchen y crean en Él, porque todo el que crea en Él y haga su voluntad, será salvado.

El llanto de Dios es el llamado para que los hombres vean, en ese pequeño y frágil cuerpo humano, la belleza contenida de la grandeza de Dios en esa pequeña criatura, que Él mismo confía a los cuidados y la protección de una Sagrada Familia, a través de sus brazos maternales y la seguridad del abrazo y sus cuidados paternales.

El llanto de Dios, es el llamado que anuncia la Buena Nueva: el mismo Dios se ha humillado, se ha abajado, se ha hecho hombre, siendo Dios, para ser, como hombre y Dios, en todo igual a los hombres, menos en el pecado, porque Dios aun siendo hombre y aun expuesto a ser tentado, no puede negarse a sí mismo.

Pero que viene a llamar a los hombres para que acudan, al escuchar su llanto, al auxilio, al refugio y a la salvación, a través de la misericordia, que en ese llanto de Dios se anuncia, se expresa, se manifiesta, se entrega, se abre a la vida en medio del mundo, anunciando en ese llanto su necesidad del hombre, para que el hombre conserve esa vida que Dios le confía, para ser entregada, por su propia voluntad, a la muerte en manos de los hombres, para morir al mundo y resucitar en Él a los hombres que quieran con Él compartir el llanto de Dios, para abrirse a la vida.

El llanto de Dios, ése es el llamado, para que el que escuche su voz renuncie a sí mismo, tome su cruz, para seguir al Hijo único de Dios que ha venido al mundo, para salvar al mundo, haciéndose dependiente de la voluntad de los hombres que Él mismo eligió, para que escuchen su llamado a través de su voz y le abran la puerta.

El llanto de Dios, es la voz que clama en el desierto: “arrepiéntanse y crean en el Evangelio”.

Es el llanto de aquellos que llamó y eligió, y los hizo como Él, sagrados y divinos, en un cuerpo frágil, con toda la miseria de su humanidad para confiar a ellos la salvación del mundo, que con su llanto anuncia como un canto del cielo que es elixir divino, melodía celestial, esperanza, alegría, misericordia, por la que ha llegado al pueblo elegido su liberación.

El Mesías ha nacido.

El Verbo se ha hecho carne.

El Amor de Dios ha sido derramado en los corazones a través del llanto de Dios, que es la voz de sus sacerdotes.

Y tú, sacerdote, en ese llanto ¿qué anunciarás? ¿Tu propia muerte, en un llanto desesperado?, ¿o la alegría de ser y dar vida, con un llanto de alegría que se abre a la vida para llevar al mundo la salvación?

Que sea tu llanto, sacerdote, aliento de vida, que exprese el nacimiento, la alegría y la paz de Dios, que tanto amó al mundo, que le dio a su único Hijo para que todo el que crea en Él tenga vida eterna, y sea su llanto un canto de esperanza, de paz y de vida, motivo de eterna alegría.

(Espada de Dos Filos I, n. 30)

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