DIRECTORIO PARA EL MINISTERIO Y LA VIDA DE LOS PRESBÍTEROS (n. 62)
Para realizar un fructuoso ministerio de la Palabra, el sacerdote también tendrá en cuenta que el testimonio de su vida permite descubrir el poder del amor de Dios y hace persuasiva la palabra del predicador. Además, no desatenderá la predicación explícita del misterio de Cristo a los creyentes, a los no cristianos y a los no creyentes; la catequesis, que es exposición ordenada y orgánica de la doctrina de la Iglesia; la aplicación de la verdad revelada a la solución de casos concretos[1].
La conciencia de la absoluta necesidad de «permanecer» fiel y anclado en la Palabra de Dios y en la Tradición para ser verdaderos discípulos de Cristo y conocer la verdad (cfr. Jn 8, 31-32) siempre ha acompañado la historia de la espiritualidad sacerdotal y ha estado respaldada también con la autoridad del Concilio Ecuménico Vaticano II[2]. Por esto, resulta de gran utilidad «la antigua práctica de la lectio divina, o “lectura espiritual” de la sagrada Escritura. Consiste en reflexionar largo tiempo sobre un texto bíblico, leyéndolo y releyéndolo, casi “rumiándolo”, como dicen los Padres, y exprimiendo, por decirlo así, todo su “jugo”, para que alimente la meditación y la contemplación y llegue a regar como linfa la vida concreta»[3].
Para la sociedad contemporánea, marcada en numerosos países por el materialismo práctico y teórico, por el subjetivismo y el relativismo cultural, es necesario que se presente el Evangelio como «fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree» (Rom 1, 16). Los presbíteros, recodando que «la fe nace del mensaje que se escucha, y la escucha viene a través de la palabra de Cristo» (Rom 10, 17), empeñarán todas sus energías en corresponder a esta misión, que tiene primacía en su ministerio. De hecho, ellos son no solamente los testigos, sino los heraldos y mensajeros de la fe[4].
Este ministerio —realizado en la comunión jerárquica— los habilita a enseñar con autoridad la fe católica y a dar testimonio oficial de la fe en nombre de la Iglesia. El Pueblo de Dios, en efecto, «es congregado sobre todo por medio de la palabra de Dios viviente, que todos tienen el derecho de buscar en los labios de los sacerdotes»[5].
[1] Cfr. Juan Pablo II, Audiencia general (21 de abril de 1993), 6: “L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, n. 17, 23 de abril de 1993, 3.
[2] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, 25.
[3] Benedicto XVI, Angelus (6 de noviembre de 2005): “L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, n. 45, 11 de noviembre de 2005, 6.
[4] Cfr. C.I.C., can. 757; 762 y 776.
[5] Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 4.