Domingo 3 de Pascua (Ciclo A)

Escrito el 08/07/2025
Julia María Haces

Domingo III de Pascua (ciclo A)

(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)

  • DEL MISAL MENSUAL
  • BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
  • SAN AGUSTÍN (www.iveargentina.org)
  • FRANCISCO – Ángelus 2014 y 2020 - Homilía en el Cairo 2017
  • BENEDICTO XVI – Ángelus 2008 y Homilía del 8 de mayo de 2011
  • DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
  • RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
  • PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
  • FLUVIUM (www.fluvium.org)
  • PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
  • BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
  • Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
  • Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
  • Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
  • HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
  • P. Luis PERALTA Hidalgo SDB (Lisboa, Portugal) (www.evangeli.net)
  • CONGREGACIÓN PARA EL CLERO
  • EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

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Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes  (www.lacompañiademaria.com), para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para preparar la homilía dominical (lacompaniademaria01@gmail.com).

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DEL MISAL MENSUAL

ÉL ENTRÓ PARA QUEDARSE

Hech 2, 14. 22-33; 1 Pe 1,17-21; Lc 24, 13-35

La narración del viaje de un par de discípulos anónimos de Jesús que regresan de Jerusalén a Emaús con la vibrante escena de la comida es particularmente emotiva. Es, a todas luces, visible la conmoción que el redescubrimiento de Jesús resucitado provocó en aquel par de hombres desmoralizados. Regresaban con la frustración de la derrota, el entusiasmo que meses atrás había despertado Jesús había sido desgarrado por su dolorosa pasión. Tan pasmados estaban que no atinaban a descifrar la naturaleza de los eventos pascuales vividos por algunos de los discípulos. Cuando finalmente invitan al forastero a pasar la noche en su casa, Jesús desvela su identidad realizando los típicos signos de la bendición y la fracción del pan. Fortalecidos por tan grande revelación emprenden el camino de regreso a Jerusalén para compartir su nueva certidumbre: Jesús verdaderamente ha resucitado.

ANTÍFONA DE ENTRADA Cfr. Sal 65, 1-2

Aclama a Dios, tierra entera. Canten todos un himno a su nombre, denle gracias y alábenlo. Aleluya.

ORACIÓN COLECTA

Dios nuestro, que tu pueblo se regocije siempre al verse renovado y rejuvenecido, para que, al alegrarse hoy por haber recobrado la dignidad de su adopción filial, aguarde seguro su gozosa esperanza el día de la resurrección. Por nuestro Señor Jesucristo…

LITURGIA DE LA PALABRA

PRIMERA LECTURA

No era posible que la muerte lo retuviera bajo su dominio.

Del libro de los Hechos de los Apóstoles: 2, 14. 22-33

El día de Pentecostés, se presentó Pedro, junto con los Once, ante la multitud, y levantando la voz, dijo: “Israelitas, escúchenme. Jesús de Nazaret fue un hombre acreditado por Dios ante ustedes, mediante los milagros, prodigios y señales que Dios realizó por medio de él y que ustedes bien conocen. Conforme al plan previsto y sancionado por Dios, Jesús fue entregado, y ustedes utilizaron a los paganos para clavarlo en la cruz.

Pero Dios lo resucitó, rompiendo las ataduras de la muerte, ya que no era posible que la muerte lo retuviera bajo su dominio. En efecto, David dice, refiriéndose a él: Yo veía constantemente al Señor delante de mí, puesto que él está a mi lado para que yo no tropiece. Por eso se alegra mi corazón y mi lengua se alboroza; por eso también mi cuerpo vivirá en la esperanza, porque tú, Señor, no me abandonarás a la muerte, ni dejarás que tu santo sufra la corrupción. Me has enseñado el sendero de la vida y me saciarás de gozo en tu presencia.

Hermanos, que me sea permitido hablarles con toda claridad. El patriarca David murió y lo enterraron, y su sepulcro se conserva entre nosotros hasta el día de hoy. Pero como era profeta y sabía que Dios le había prometido con juramento que un descendiente suyo ocuparía su trono, con visión profética habló de la resurrección de Cristo, el cual no fue abandonado a la muerte ni sufrió la corrupción. Pues bien, a este Jesús Dios lo resucitó, y de ello todos nosotros somos testigos. Llevado a los cielos por el poder de Dios, recibió del Padre el Espíritu Santo prometido a él y lo ha comunicado, como ustedes lo están viendo y oyendo”. 

Palabra de Dios.

SALMO RESPONSORIAL

Del salmo 15, 1-2ª y 5.7-8.9-10.11.

R/. Enséñanos, Señor, el camino de la vida. Aleluya.

Protégeme, Dios mío, pues eres mi refugio. Yo siempre he dicho que tú eres mi Señor. El Señor es la parte que me ha tocado en herencia: mi vida está en sus manos. R/.

Bendeciré al Señor, que me aconseja, hasta de noche me instruye internamente. Tengo siempre presente al Señor y con él a mi lado, jamás tropezaré. R/.

Por eso se me alegran el corazón y el alma y mi cuerpo vivirá tranquilo, porque tú no me abandonarás a la muerte ni dejarás que sufra yo la corrupción. R/.

Enséñame el camino de la vida, sáciame de gozo en tu presencia y de alegría perpetua junto a ti. R/.

SEGUNDA LECTURA

Ustedes han sido rescatados con la sangre preciosa de Cristo, el cordero sin mancha.

De la primera carta del apóstol san Pedro: 1, 17-21

Hermanos: Puesto que ustedes llaman Padre a Dios, que juzga imparcialmente la conducta de cada uno según sus obras, vivan siempre con temor filial durante su peregrinar por la tierra.

Bien saben ustedes que de su estéril manera de vivir, heredada de sus padres, los ha rescatado Dios, no con bienes efímeros, como el oro y la plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, el cordero sin defecto ni mancha, al cual Dios había elegido desde antes de la creación del mundo y, por amor a ustedes, lo ha manifestado en estos tiempos, que son los últimos. Por Cristo, ustedes creen en Dios, quien lo resucitó de entre los muertos y lo llenó de gloria, a fin de que la fe de ustedes sea también esperanza en Dios. 

Palabra de Dios

ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Cfr. Lc 24,32

R/. Aleluya, aleluya.

Señor Jesús, haz que comprendamos la Sagrada Escritura. Enciende nuestro corazón mientras nos hablas. R/.

EVANGELIO

Lo reconocieron al partir el pan.

+ Del santo Evangelio según san Lucas: 24, 13-35

El mismo día de la resurrección, iban dos de los discípulos hacia un pueblo llamado Emaús, situado a unos once kilómetros de Jerusalén, y comentaban todo lo que había sucedido.

Mientras conversaban y discutían, Jesús se les acercó y comenzó a caminar con ellos; pero los ojos de los dos discípulos estaban velados y no lo reconocieron. Él les preguntó: “¿De qué cosas vienen hablando, tan llenos de tristeza?”. Uno de ellos, llamado Cleofás, le respondió: “¿Eres tú el único forastero que no sabe lo que ha sucedido estos días en Jerusalén?”. Él les preguntó: “¿Qué cosa?”. Ellos le respondieron: “Lo de Jesús el nazareno, que era un profeta poderoso en obras y palabras, ante Dios y ante todo el pueblo. Cómo los sumos sacerdotes y nuestros jefes lo entregaron para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron.

Nosotros esperábamos que él sería el libertador de Israel, y sin embargo, han pasado ya tres días desde que estas cosas sucedieron. Es cierto que algunas mujeres de nuestro grupo nos han desconcertado, pues fueron de madrugada al sepulcro, no encontraron el cuerpo y llegaron contando que se les habían aparecido unos ángeles, que les dijeron que estaba vivo. Algunos de nuestros compañeros fueron al sepulcro y hallaron todo como habían dicho las mujeres, pero a él no lo vieron”.

Entonces Jesús les dijo: “¡Qué insensatos son ustedes y qué duros de corazón para creer todo lo anunciado por los profetas! ¿Acaso no era necesario que el Mesías padeciera todo esto y así entrara en su gloria?”. Y comenzando por Moisés y siguiendo con todos los profetas, les explicó todos los pasajes de la Escritura que se referían a él.

Ya cerca del pueblo a donde se dirigían, él hizo como que iba más lejos; pero ellos le insistieron, diciendo: “Quédate con nosotros, porque ya es tarde y pronto va a oscurecer”. Y entró para quedarse con ellos. Cuando estaban a la mesa, tomó un pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. Entonces se les abrieron los ojos y lo reconocieron, pero él se les desapareció. Y ellos se decían el uno al otro: “¡Con razón nuestro corazón ardía, mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras!”.

Se levantaron inmediatamente y regresaron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros, los cuales les dijeron: “De veras ha resucitado el Señor y se le ha aparecido a Simón”. Entonces ellos contaron lo que les había pasado en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan. 

Palabra del Señor.

ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS

Recibe, Señor, los dones que, jubilosa, tu Iglesia te presenta, y puesto que es a ti a quien debe su alegría, concédele también disfrutar de la felicidad eterna. Por Jesucristo, nuestro Señor.

ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Lc 24, 35

Los discípulos reconocieron al Señor Jesús, al partir el pan. Aleluya.

ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN

Dirige, Señor, tu mirada compasiva sobre tu pueblo, al que te has dignado renovar con estos misterios de vida eterna, y concédele llegar un día a la gloria incorruptible de la resurrección. Por Jesucristo, nuestro Señor.

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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)

Dios lo resucitó rompiendo las ataduras de la muerte (Hch 2,14.22-33)

1ª lectura

Pedro toma la palabra en nombre de los Doce como hará otras muchas veces. Su discurso está plagado de citas del Antiguo Testamento con las que explica el sentido de lo que acaba de acontecer: «Los textos proféticos que se refieren directamente al envío del Espíritu Santo son oráculos en los que Dios habla al corazón de su Pueblo en el lenguaje de la Promesa, con los acentos del “amor y de la fidelidad” (...). Según estas promesas, en los “últimos tiempos”, el Espíritu del Señor renovará el corazón de los hombres grabando en ellos una Ley nueva; reunirá y reconciliará a los pueblos dispersos y divididos; transformará la primera creación y Dios habitará en ella con los hombres en la paz» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 715).

En el discurso de Pedro se esboza el contenido del anuncio apostólico —kérygma—, objeto de la predicación y de la fe. Este anuncio expresa el testimonio sobre la muerte y resurrección de Cristo y su posterior exaltación; recuerda los puntos principales de la misión de Jesús, anunciada por Juan Bautista, confirmada con milagros y concluida con las apariciones del Señor resucitado y la efusión del Espíritu Santo; señala la llegada del tiempo mesiánico vaticinado por los profetas y hace un llamamiento universal a la conversión, para preparar así la parusía o segunda venida de Cristo glorioso. Son los mismos contenidos esenciales que nos han transmitido los evangelios escritos, especialmente los sinópticos.

San Juan Crisóstomo, al comentar el pasaje, resalta el cambio obrado en Pedro por la acción del Espíritu Santo, y la audacia del Apóstol: «¡Oíd predicar y discutir con valentía, entre la masa de enemigos, a aquel que poco antes temblaba ante la palabra de una simple sirvienta! Esta osadía es una prueba significativa de la resurrección de su Maestro, pues Pedro predica entre hombres que se burlan y se ríen de su entusiasmo (...). La calumnia no turba el espíritu de los Apóstoles; los sarcasmos no disminuyen su coraje, pues la llegada del Espíritu Santo ha hecho de ellos hombres nuevos y superiores a todas las pruebas humanas. Cuando el Espíritu Santo penetra en las almas es para elevar sus afectos y para hacer, de almas terrestres y de barro, unas almas escogidas y de un coraje intrépido (...). ¡Admirad la armonía que reina entre los Apóstoles! ¡Cómo ceden a Pedro la carga de tomar la palabra en nombre de todos! Pedro eleva la voz y habla a la muchedumbre con intrépida confianza. Tal es el coraje del hombre instrumento del Espíritu Santo (...). Igual que un carbón encendido, lejos de perder su ardor al caer sobre un montón de paja, encuentra allí la ocasión de sacar su calor, así Pedro, en contacto con el Espíritu Santo que le anima, extiende a su alrededor el fuego que le devora» (In Acta Apostolorum 4).

Rescatados por la sangre de Cristo (1 P 1,17-21)

2ª lectura

El fundamento de la liberación del pecado y de la santidad es el sacrifi­cio de Cristo. San Pedro acude a la imagen y al vocabulario de la redención de un esclavo que pasa a ser hombre libre. Es también una alusión al éxodo: tras la inmolación del cordero pascual, Israel fue liberado por Dios de la esclavitud de Egipto (cfr Ex 12,5); pero el precio de este rescate «no se ha calculado en dinero, sino en sangre, pues Cristo murió por nosotros; Él nos ha liberado con su sangre preciosa (...); preciosa porque es la sangre de un cordero inmaculado, porque es la sangre del Hijo de Dios, que nos ha rescatado no sólo de la maldición de la Ley, sino también de la muerte perpetua que implica la impiedad» (S. Ambrosio, Expositio Evangelii secundum Lucam, in 12,6-7). La figura del Cordero aplicada a Jesucristo es un modo expresivo de referirse al sacrificio expiatorio de la cruz y, a la vez, a la inocencia inmaculada del Redentor (cfr Jn 1,29).

Lo reconocieron al partir el pan (Lc 24,13-35)

Evangelio

El episodio de Emaús es una especie de puente entre el anuncio de la resurrección y las apariciones a los Once. Por una parte, representa un complemento del episodio anterior, pues, al final, cuando estos dos discípulos vuelven a Jerusalén, los Once, a través del testimonio de Pedro (vv. 33-34), creen ya en la resurrección. Por otra parte, frente a la siguiente aparición (24,36-49) en la que se subraya el verdadero cuerpo del Señor, su realidad física, el episodio de Emaús resalta el reconocimiento de Jesús por parte de los que le aman (cfr Jn 20,11-17).

La escena se revive fácilmente en la imaginación. Aquellos discípulos están entristecidos (v. 17) y sin esperanza (v. 21), porque esperaban un triunfo que ha fallado (vv. 19-21). Sus razones eran nobles, pero humanas. Mientras tanto, Jesús les acompaña y les escucha: Jesús camina junto a aquellos dos hombres, que han perdido casi toda esperanza, de modo que la vida comienza a parecerles sin sentido. Comprende su dolor, penetra en su corazón, les comunica algo de la vida que habita en Él (San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 105).

A la sabiduría humana de los discípulos, Jesús opone la ciencia sagrada: la explicación de los acontecimientos como cumplimiento de las Escrituras enciende el corazón de aquellos discípulos (cfr v. 32), que, desde ahora, quieren continuar su camino con Él (vv. 28-29). Así también obra Jesús en nosotros: No se impone nunca, este Señor Nuestro. Quiere que le llamemos libremente, desde que hemos entrevisto la pureza del Amor, que nos ha metido en el alma. (...) Quédate con nosotros, porque nos rodean en el alma las tinieblas, y sólo Tú eres luz, sólo Tú puedes calmar esta ansia que nos consume (San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, n. 314).

Finalmente, le reconocen en la fracción del pan (v. 31). Jesús les ha abierto la inteligencia y el corazón: «Sus corazones, por Él iluminados, recibieron la llama de la fe y se convirtieron de tibios en ardientes, al abrirles el Señor el sentido de las Escrituras. En la fracción del pan, cuando estaban sentados con Él a la mesa, se abrieron también sus ojos, con lo cual tuvieron la dicha inmensa de poder contemplar su naturaleza glorificada» (S. León Magno, Sermo 1 de ascensione Domini).

El relato refleja también de ese modo la importancia que tienen en la Iglesia la Sagrada Escritura y la Eucaristía para alimentar la fe en Cristo. Así lo expresaba un antiguo tratado ascético: «Tendré los libros santos para consuelo y espejo de vida, y, sobre todo esto, el Cuerpo santísimo tuyo como singular remedio y refugio. (...) Sin estas dos cosas yo no podría vivir bien, porque la palabra de Dios es la luz de mi alma, y tu Sacramento el pan que da la vida» (Tomás de Kempis, De imitatione Christi, 11,3-4).

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SAN AGUSTÍN (www.iveargentina.org)

Los discípulos de Emaús

Durante estos días se lee la resurrección del Señor según los cuatro evangelistas. Es necesaria la lectura de todos, porque no todos lo contaron todo, sino que uno narró lo que el otro pasó por alto, y, en cierto modo, unos dejaron espacio a los otros para ser todos necesarios. El evangelista Marcos, cuyo evangelio se leyó ayer, indicó brevemente lo que Lucas relató, con mayor abundancia de datos, sobre dos discípulos que ciertamente no pertenecían al grupo de los Doce, pero que eran, no obstante, discípulos. Cuando iban de camino, se les apareció el Señor y se puso a caminar con ellos. Marcos dijo solamente que se apareció a dos que iban de viaje; Lucas, en cambio, qué les preguntó, qué les replicó, hasta dónde caminó a su lado y cómo lo conocieron en la fracción del pan. De todo esto hizo mención, como acabamos de escuchar.

¿Por qué nos detenemos en esto, hermanos? Aquí se construye el edificio de nuestra fe en la resurrección de Jesucristo. Creíamos ya cuando escuchamos el evangelio; creyendo ya, hemos entrado hoy en esta iglesia, y, sin embargo, no sé cómo, se escucha con gozo lo que refresca la memoria. ¡Cómo queréis que se alegre nuestro corazón cuando advertimos que somos mejores que aquellos que iban de viaje y a los que se les apareció el Señor! Creemos lo que ellos aún no creían.

Habían perdido la esperanza, mientras que nosotros no dudamos de lo que ellos sí. Una vez crucificado el Señor, habían perdido la esperanza; así resulta de sus palabras cuando él les dijo: ¿Cuál es el tema de conversación que os ocupa? ¿Por qué estáis tristes? Ellos contestaron: ¿Sólo tú eres peregrino en Jerusalén, y no sabes lo que allí ha acontecido? Y él: ¿Qué? Aun sabiendo todo lo referente a sí mismo, preguntaba, porque quería estar en ellos. ¿Qué?, preguntó. Y ellos: Lo de Jesús de Nazaret, que fue un varón profeta, poderoso en palabras y obras. Cómo lo crucificaron los jefes de los sacerdotes, y he aquí que han pasado ya tres días desde que todo esto sucedió. Nosotros esperábamos. Esperabais; ¿ya no esperáis? ¿A eso se reduce todo vuestro discipulado? Un ladrón en la cruz os ha superado: vosotros os habéis olvidado de quien os instruía; él reconoció a aquel con quien estaba colgado. Nosotros esperábamos. ¿Qué esperabais? Que él redimiría a Israel. La esperanza que teníais y que perdisteis cuando él fue crucificado, la conoció el ladrón en la cruz. Dice al Señor: Señor, ¡acuérdate de mí cuando llegues a tu reino! Ved que era él quien había de redimir a Israel. Aquella cruz era una escuela; en ella enseñó el Maestro al ladrón. El madero de un crucificado se convirtió en cátedra de un maestro. Quien se os entregó de nuevo, les devuelva la esperanza. Así se hizo. Recordad, amadísimos, cómo Jesús el Señor quiso que lo reconocieran en la fracción del pan aquellos que tenían los ojos enturbiados, que les impedían reconocerlo. Los fieles saben lo que estoy diciendo; conocen a Cristo en la fracción del pan. No cualquier pan se convierte en el cuerpo de Cristo, sino el que recibe la bendición de Cristo. Allí lo reconocieron ellos, se llenaron de gozo, y marcharon al encuentro de los otros; los encontraron conociendo ya la noticia; les narraron lo que habían visto, y entró a formar parte del evangelio. Lo que dijeron, lo que hicieron, todo se escribió y llegó hasta nosotros.

Creamos en Cristo crucificado, pero resucitado al tercer día. Esta fe, la fe por la que creemos que Cristo resucitó de entre los muertos, es la que nos distingue de los paganos y de los judíos. Dice el Apóstol a Timoteo:

Acuérdate que Jesucristo, de la estirpe de David, resucitó de entre los muertos, según mi evangelio. Y el mismo Apóstol dice en otro lugar: Pues, si crees en tu corazón que Jesús es el Señor y confiesas con tu boca que Dios lo resucitó de entre los muertos, sanarás. De esta salud hablé ayer. Quien crea y se bautice sanará. Sé que vosotros creéis; seréis sanados. Creed en vuestro corazón y profesad con la boca que Cristo resucitó de entre los muertos.

Pero sea vuestra fe la de los cristianos, no la de los demonios. Ved que os hago esta distinción; en cuanto está en mi poder, os la hago; os hago esta distinción en conformidad con la gracia que Dios me ha dado. Una vez que haya hecho la división, elegid y amad lo elegido. Yo dije: «Esta fe por la que creemos que Jesucristo resucitó de entre los muertos, es la que nos distingue de los paganos.» Pregunta a un pagano si fue crucificado Cristo. Te responde: «Ciertamente.» Pregúntale si resucitó, y te lo negará. Pregunta a un judío si fue crucificado Cristo, y te confesará el crimen de sus antepasados; confesará el crimen en el que él tiene su parte. En efecto, bebió lo que sus padres le dieron a beber: Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos. Pregúntale, sin embargo, si resucitó de entre los muertos; lo negará, se reirá y te acusará. Somos diferentes. Creemos, pues, que Cristo, nacido de la estirpe de David según la carne, resucitó de entre los muertos. ¿Desconocieron, acaso, los demonios esto o no creyeron lo que incluso vieron? Aun antes de la resurrección gritaban y decían: Sabemos quién eres, él Hijo de Dios. Creyendo en la resurrección de Cristo, nos distinguimos de los paganos; distingámonos, si algo podemos, de los demonios. ¿Qué dijeron, os suplico, qué dijeron los demonios? Sabemos quién eres: el Hijo de Dios. Y escucharon: Callad. ¿No es lo mismo que dijo Pedro? Cuando les preguntó: ¿Quién dice la gente que soy?, después que escuchó lo que opinaban las gentes de fuera, volvió a interrogarles, diciendo: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Respondió Pedro: Tú eres Cristo, el Hijo del Dios vivo. Lo que dijeron los demonios, lo dijo Pedro; lo mismo dijeron los espíritus malignos que dijo el Apóstol. Pero los demonios escucharon: Callad; Pedro, en cambio: Dichoso eres. Distínganos a nosotros lo que los distinguía a ellos. ¿Qué movía a los demonios? El temor. ¿Y a Pedro? El amor. Elegid y amad. Es la fe también la que distingue a los cristianos de los demonios; pero no una fe cualquiera. Dice, en efecto, el apóstol Santiago: Tú crees... Lo que voy a decir se halla en la carta del apóstol Santiago:

Tú crees que hay un solo Dios, y haces bien. También los demonios creen y tiemblan. Quien esto escribió había dicho en la misma carta: Si uno tiene fe, pero no tiene obras, ¿puede, acaso, salvarle la fe? Y el apóstol Pablo, marcando las diferencias, dice: Ni la circuncisión ni el prepucio valen algo; sólo la fe que obra por la caridad. Hemos establecido la separación y la distinción; mejor, hemos encontrado, leído y aprendido cuál es la distinción. Si nos distinguimos en la fe, distingámonos, de igual manera, en las costumbres y en las obras inflamándonos de la caridad, de que estaban privados los demonios. Ese es el fuego que hacía arder a aquellos dos por el camino.

Después de conocer a Cristo y, habiendo desaparecido él de su presencia, se decían el uno al otro: ¿No ardía nuestro corazón en el camino mientras nos explicaba las Escrituras? Arded, pero no con el fuego que ha de quemar a los demonios. Arded en el fuego de la caridad para distinguiros de los demonios. Este ardor os empuja, os lleva hacia arriba, os levanta al cielo. Por muchas molestias que hayáis sufrido en la tierra, por mucho que el enemigo oprima y hunda el corazón cristiano, el ardor de la caridad se dirige a las alturas. Pongamos una comparación. Si tienes una antorcha encendida, ponla derecha: la llamase dirige hacia el cielo; inclínala hacia abajo: la llama sube en dirección al cielo; inviértela totalmente: ¿acaso se queda la llama en la tierra? Sea cual sea la dirección que tome la antorcha, la llama no conoce más que una: tiende hacia el cielo. Que el fuego de la caridad inflame vuestro espíritu y lo llene de ardor; hervid en alabanzas a Dios y en inmejorables costumbres. Uno es ardiente, otro frío: que el ardiente encienda al frío y el que arde poco que desee arder más y suplique ayuda. El Señor está dispuesto a concederla; nosotros, con el corazón dilatado, deseemos recibirla.

Sermones (4º) (t. XXIV), Sermón 234, 1-3, BAC Madrid 1983, 413-18

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FRANCISCO – Ángelus 2014 y 2020 - Homilía en el Cairo 2017

Ángelus 2014

Emaús es un símbolo del camino de nuestra fe

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio de este domingo, que es el tercer domingo de Pascua, es el de los discípulos de Emaús (cf. Lc 24, 13-35). Estos eran dos discípulos de Jesús, los cuales, tras su muerte y pasado el sábado, dejan Jerusalén y regresan, tristes y abatidos, hacia su aldea, llamada precisamente Emaús. A lo largo del camino Jesús resucitado se les acercó, pero ellos no lo reconocieron. Viéndoles así tristes, les ayudó primero a comprender que la pasión y la muerte del Mesías estaban previstas en el designio de Dios y anunciadas en las Sagradas Escrituras; y así vuelve a encender un fuego de esperanza en sus corazones.

Entonces, los dos discípulos percibieron una extraordinaria atracción hacia ese hombre misterioso, y lo invitaron a permanecer con ellos esa tarde. Jesús aceptó y entró con ellos en la casa. Y cuando, estando en la mesa, bendijo el pan y lo partió, ellos lo reconocieron, pero Él desapareció de su vista, dejándolos llenos de estupor. Tras ser iluminados por la Palabra, habían reconocido a Jesús resucitado al partir el pan, nuevo signo de su presencia. E inmediatamente sintieron la necesidad de regresar a Jerusalén, para referir a los demás discípulos esta experiencia, que habían encontrado a Jesús vivo y lo habían reconocido en ese gesto de la fracción del pan.

El camino de Emaús se convierte así en símbolo de nuestro camino de fe: las Escrituras y la Eucaristía son los elementos indispensables para el encuentro con el Señor. También nosotros llegamos a menudo a la misa dominical con nuestras preocupaciones, nuestras dificultades y desilusiones... La vida a veces nos hiere y nos marchamos tristes, hacia nuestro «Emaús», dando la espalda al proyecto de Dios. Nos alejamos de Dios. Pero nos acoge la Liturgia de la Palabra: Jesús nos explica las Escrituras y vuelve a encender en nuestros corazones el calor de la fe y de la esperanza, y en la Comunión nos da fuerza. Palabra de Dios, Eucaristía. Leer cada día un pasaje del Evangelio. Recordadlo bien: leer cada día un pasaje del Evangelio, y los domingos ir a recibir la comunión, recibir a Jesús. Así sucedió con los discípulos de Emaús: acogieron la Palabra; compartieron la fracción del pan, y, de tristes y derrotados como se sentían, pasaron a estar alegres. Siempre, queridos hermanos y hermanas, la Palabra de Dios y la Eucaristía nos llenan de alegría. Recordadlo bien. Cuando estés triste, toma la Palabra de Dios. Cuando estés decaído, toma la Palabra de Dios y ve a la misa del domingo a recibir la comunión, a participar del misterio de Jesús. Palabra de Dios, Eucaristía: nos llenan de alegría.

Por intercesión de María santísima, recemos a fin de que cada cristiano, reviviendo la experiencia de los discípulos de Emaús, especialmente en la misa dominical, redescubra la gracia del encuentro transformador con el Señor, con el Señor resucitado, que está siempre con nosotros. Siempre hay una Palabra de Dios que nos da la orientación después de nuestras dispersiones; y a través de nuestros cansancios y decepciones hay siempre un Pan partido que nos hace ir adelante en el camino.

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Ángelus 2020

Abrir el corazón, escuchar a Jesús, rezar a Jesús

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio de hoy, ambientado en el día de Pascua, cuenta el episodio de los dos discípulos de Emaús (cf. Lucas 24, 13-35). Es una historia que comienza y finaliza en camino. De hecho, narra el viaje de ida de los discípulos que, tristes por el epílogo de la historia de Jesús, abandonan Jerusalén y regresan a casa, a Emaús, caminando alrededor de once kilómetros. Es un viaje que tiene lugar durante el día, con gran parte del viaje cuesta abajo. Luego tiene lugar el viaje de regreso: otros once kilómetros, pero recorridos al caer la noche, con parte del viaje cuesta arriba después de la fatiga del viaje de ida y todo el día. Dos viajes: uno fácil durante el día y el otro agotador por la noche. Sin embargo, el primero tiene lugar en la tristeza, el segundo en la alegría. En el primero está el Señor caminando a su lado, pero no lo reconocen; en el segundo ya no lo ven, pero lo sienten cerca de ellos. En el primero están desanimados y desesperanzados; en el segundo corren para llevar a los demás la buena noticia del encuentro con Jesús Resucitado.

Los dos diferentes caminos de aquellos primeros discípulos nos dicen, a los discípulos de Jesús de hoy, que en la vida tenemos ante nosotros dos direcciones opuestas: hay un camino de los que, como aquellos dos del principio, se dejan paralizar por las desilusiones de la vida y siguen tristemente; y hay un camino de los que no se ponen a sí mismos y sus problemas en primer lugar, sino a Jesús que nos visita, y a los hermanos que esperan que nos ocupemos de ellos. Este es el punto de inflexión: dejar de orbitar alrededor de uno mismo, de las decepciones del pasado, de los ideales no realizados, de las muchas cosas malas que han sucedido en la vida de uno. Tantas veces nos dejamos llevar por ese dar vueltas y vueltas... Déjalo  y sigue adelante con la mirada puesta en la realidad más grande y verdadera de la vida: Jesús está vivo, Jesús me ama. Esta es la mayor realidad. Y puedo hacer algo por los demás. ¡Es una hermosa realidad, positiva, solar, bella! La inversión de marcha es ésta: pasar de los pensamientos en torno a mí mismo a la realidad de mi Dios; pasar —con otro juego de palabras— del “si” al “sí”. Del “si” al “sí”. ¿Qué significa eso? “Si Él nos hubiera liberado, si Dios me hubiera escuchado, si la vida hubiera sido como yo quería, si tuviera esto y aquello...”, en tono de queja. Este “si” no ayuda, no es fecundo, no nos ayuda ni a nosotros ni a los demás. Aquí están nuestros “si”, similares a los de los dos discípulos... Pero pasan al sí: “sí, el Señor está vivo, camina con nosotros. Sí, ahora, y no mañana, nos ponemos en marcha de nuevo para anunciarlo”. “Sí, puedo hacer esto para que la gente sea más feliz, para que la gente sea mejor, para ayudar a tanta gente. Sí, sí, puedo”. Del si al sí, de las quejas a la alegría y a la paz, porque cuando nos quejamos, no estamos en la alegría; estamos grises, grises, ese aire gris de tristeza. Y eso ni siquiera nos ayuda a crecer bien. De si a sí, de la queja a la alegría del servicio.

Este cambio de paso, de yo a Dios, del si al sí, ¿cómo ocurrió en los discípulos? Encontrándose con Jesús: los dos de Emaús primero le abren su corazón; luego le escuchan explicar las Escrituras; luego le invitan a su casa. Son tres pasos que también nosotros podemos dar en nuestras casas: primero, abrir el corazón a Jesús, confiándole las cargas, las dificultades, las desilusiones de la vida, confiándole los “si”; y luego, segundo paso, escuchar a Jesús, tomar el Evangelio en mano, leyendo hoy mismo este pasaje, en el capítulo veinticuatro del Evangelio de Lucas; tercero, rezar a Jesús, con las mismas palabras de aquellos discípulos: “Señor, «quédate con nosotros». (v. 29). Señor, quédate conmigo. Señor, quédate con todos nosotros, porque te necesitamos para encontrar el camino. Y sin ti es de noche”.

Queridos hermanos y hermanas, en la vida siempre estamos en camino. Y nos convertimos en aquello hacia lo que vamos. Escojamos el camino de Dios, no el camino del ego; el camino del sí, no el camino del si. Descubriremos que no hay ningún imprevisto, no hay cuesta arriba, no hay ninguna noche que no se pueda afrontar con Jesús. Que Nuestra Señora, Madre del Camino, que al aceptar la Palabra hizo de toda su vida un “sí” a Dios, nos muestre el camino.

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Homilía en el Cairo 2017

El icono de Emaús como clave de lectura del presente y del futuro.

Al Salamò Alaikum / La paz sea con vosotros.

Hoy, III domingo de Pascua, el Evangelio nos habla del camino que hicieron los dos discípulos de Emaús tras salir de Jerusalén. Un Evangelio que se puede resumir en tres palabras: muerte, resurrección vida.

Muerte: los dos discípulos regresan a sus quehaceres cotidianos, llenos de desilusión y desesperación. El Maestro ha muerto y por tanto es inútil esperar. Estaban desorientados, confundidos y desilusionados. Su camino es un volver atrás; es alejarse de la dolorosa experiencia del Crucificado. La crisis de la Cruz, más bien el «escándalo» y la «necedad» de la Cruz (cf. 1 Co 1,18; 2,2), ha terminado por sepultar toda esperanza. Aquel sobre el que habían construido su existencia ha muerto y, derrotado, se ha llevado consigo a la tumba todas sus aspiraciones.

No podían creer que el Maestro y el Salvador que había resucitado a los muertos y curado a los enfermos pudiera terminar clavado en la cruz de la vergüenza. No podían comprender por qué Dios Omnipotente no lo salvó de una muerte tan infame. La cruz de Cristo era la cruz de sus ideas sobre Dios; la muerte de Cristo era la muerte de todo lo que ellos pensaban que era Dios. De hecho, los muertos en el sepulcro de la estrechez de su entendimiento.

Cuantas veces el hombre se auto paraliza, negándose a superar su idea de Dios, de un dios creado a imagen y semejanza del hombre; cuantas veces se desespera, negándose a creer que la omnipotencia de Dios no es la omnipotencia de la fuerza o de la autoridad, sino solamente la omnipotencia del amor, del perdón y de la vida.

Los discípulos reconocieron a Jesús «al partir el pan», en la Eucarística. Si nosotros no quitamos el velo que oscurece nuestros ojos, si no rompemos la dureza de nuestro corazón y de nuestros prejuicios nunca podremos reconocer el rostro de Dios.

Resurrecciónen la oscuridad de la noche más negra, en la desesperación más angustiosa, Jesús se acerca a los dos discípulos y los acompaña en su camino para que descubran que él es «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6). Jesús trasforma su desesperación en vida, porque cuando se desvanece la esperanza humana comienza a brillar la divina: «Lo que es imposible para los hombres es posible para Dios» (Lc 18,27; cf. 1,37). Cuando el hombre toca fondo en su experiencia de fracaso y de incapacidad, cuando se despoja de la ilusión de ser el mejor, de ser autosuficiente, de ser el centro del mundo, Dios le tiende la mano para transformar su noche en amanecer, su aflicción en alegría, su muerte en resurrección, su camino de regreso en retorno a Jerusalén, es decir en retorno a la vida y a la victoria de la Cruz (cf. Hb 11,34).

Los dos discípulos, de hecho, luego de haber encontrado al Resucitado, regresan llenos de alegría, confianza y entusiasmo, listos para dar testimonio. El Resucitado los ha hecho resurgir de la tumba de su incredulidad y aflicción. Encontrando al Crucificado-Resucitado han hallado la explicación y el cumplimiento de las Escrituras, de la Ley y de los Profetas; han encontrado el sentido de la aparente derrota de la Cruz.

Quien no pasa a través de la experiencia de la cruz, hasta llegar a la Verdad de la resurrección, se condena a sí mismo a la desesperación. De hecho, no podemos encontrar a Dios sin crucificar primero nuestra pobre concepción de un dios que sólo refleja nuestro modo de comprender la omnipotencia y el poder.

Vida: el encuentro con Jesús resucitado ha transformado la vida de los dos discípulos, porque el encuentro con el Resucitado transforma la vida entera y hace fecunda cualquier esterilidad (cf. Benedicto XVI, Audiencia General, 11 abril 2007). En efecto, la Resurrección no es una fe que nace de la Iglesia, sino que es la Iglesia la que nace de la fe en la Resurrección. Dice san Pablo: «Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación y vana también vuestra fe» (1 Co 15,14).

El Resucitado desaparece de su vista, para enseñarnos que no podemos retener a Jesús en su visibilidad histórica: «Bienaventurados los que crean sin haber visto» (Jn 20,29 y cf. 20,17). La Iglesia debe saber y creer que él está vivo en ella y que la vivifica con la Eucaristía, con la Escritura y con los Sacramentos. Los discípulos de Emaús comprendieron esto y regresaron a Jerusalén para compartir con los otros su experiencia. «Hemos visto al Señor […]. Sí, en verdad ha resucitado» (cf. Lc 24,32).

La experiencia de los discípulos de Emaús nos enseña que de nada sirve llenar de gente los lugares de culto si nuestros corazones están vacíos del temor de Dios y de su presencia; de nada sirve rezar si nuestra oración que se dirige a Dios no se transforma en amor hacia el hermano; de nada sirve tanta religiosidad si no está animada al menos por igual fe y caridad; de nada sirve cuidar las apariencias, porque Dios mira el alma y el corazón (cf. 1 S 16,7) y detesta la hipocresía (cf. Lc 11,37-54; Hch 5,3-4). Para Dios, es mejor no creer que ser un falso creyente, un hipócrita.

La verdadera fe es la que nos hace más caritativos, más misericordiosos, más honestos y más humanos; es la que anima los corazones para llevarlos a amar a todos gratuitamente, sin distinción y sin preferencias, es la que nos hace ver al otro no como a un enemigo para derrotar, sino como a un hermano para amar, servir y ayudar; es la que nos lleva a difundir, a defender y a vivir la cultura del encuentro, del diálogo, del respeto y de la fraternidad; nos da la valentía de perdonar a quien nos ha ofendido, de ayudar a quien ha caído; a vestir al desnudo; a dar de comer al que tiene hambre, a visitar al encarcelado; a ayudar a los huérfanos; a dar de beber al sediento; a socorrer a los ancianos y a los necesitados (cf. Mt 25,31-45). La verdadera fe es la que nos lleva a proteger los derechos de los demás, con la misma fuerza y con el mismo entusiasmo con el que defendemos los nuestros. En realidad, cuanto más se crece en la fe y más se conoce, más se crece en la humildad y en la conciencia de ser pequeño.

Queridos hermanos y hermanas:

A Dios sólo le agrada la fe profesada con la vida, porque el único extremismo que se permite a los creyentes es el de la caridad. Cualquier otro extremismo no viene de Dios y no le agrada.

Ahora, como los discípulos de Emaús, regresad a vuestra Jerusalén, es decir, a vuestra vida cotidiana, a vuestras familias, a vuestro trabajo y a vuestra patria llenos de alegría, de valentía y de fe. No tengáis miedo a abrir vuestro corazón a la luz del Resucitado y dejad que él transforme vuestras incertidumbres en fuerza positiva para vosotros y para los demás. No tengáis miedo a amar a todos, amigos y enemigos, porque el amor es la fuerza y el tesoro del creyente.

La Virgen María y la Sagrada Familia, que vivieron en esta bendita tierra, iluminen nuestros corazones y os bendigan a vosotros y al amado Egipto que, en los albores del cristianismo, acogió la evangelización de san Marcos y ha dado a lo largo de la historia numerosos mártires y una gran multitud de santos y santas.

Al Massih Kam / Bilhakika kam! – Cristo ha Resucitado. / Verdaderamente ha Resucitado.

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BENEDICTO XVI – Ángelus 2008 y Homilía del 8 de mayo de 2011

Ángelus 2008

El encuentro con Cristo resucitado nos da una fe más profunda y auténtica

Queridos hermanos y hermanas:

El evangelio de este domingo –el tercero de Pascua– es el célebre relato llamado de los discípulos de Emaús (cf. Lc 24, 13-35). En él se nos habla de dos seguidores de Cristo que, el día siguiente al sábado, es decir, el tercero desde su muerte, tristes y abatidos dejaron Jerusalén para dirigirse a una aldea poco distante, llamada precisamente Emaús. A lo largo del camino, se les unió Jesús resucitado, pero ellos no lo reconocieron. Sintiéndolos desconsolados, les explicó, basándose en las Escrituras, que el Mesías debía padecer y morir para entrar en su gloria. Después, entró con ellos en casa, se sentó a la mesa, bendijo el pan y lo partió. En ese momento lo reconocieron, pero él desapareció de su vista, dejándolos asombrados ante aquel pan partido, nuevo signo de su presencia. Los dos volvieron inmediatamente a Jerusalén y contaron a los demás discípulos lo que había sucedido.

La localidad de Emaús no ha sido identificada con certeza. Hay diversas hipótesis, y esto es sugestivo, porque nos permite pensar que Emaús representa en realidad todos los lugares: el camino que lleva a Emaús es el camino de todo cristiano, más aún, de todo hombre. En nuestros caminos Jesús resucitado se hace compañero de viaje para reavivar en nuestro corazón el calor de la fe y de la esperanza y partir el pan de la vida eterna.

En la conversación de los discípulos con el peregrino desconocido impresiona la expresión que el evangelista san Lucas pone en los labios de uno de ellos: “Nosotros esperábamos...” (Lc 24, 21). Este verbo en pasado lo dice todo: Hemos creído, hemos seguido, hemos esperado..., pero ahora todo ha terminado. También Jesús de Nazaret, que se había manifestado como un profeta poderoso en obras y palabras, ha fracasado, y nosotros estamos decepcionados.

Este drama de los discípulos de Emaús es como un espejo de la situación de muchos cristianos de nuestro tiempo. Al parecer, la esperanza de la fe ha fracasado. La fe misma entra en crisis a causa de experiencias negativas que nos llevan a sentirnos abandonados por el Señor. Pero este camino hacia Emaús, por el que avanzamos, puede llegar a ser el camino de una purificación y maduración de nuestra fe en Dios.

También hoy podemos entrar en diálogo con Jesús escuchando su palabra. También hoy, él parte el pan para nosotros y se entrega a sí mismo como nuestro pan. Así, el encuentro con Cristo resucitado, que es posible también hoy, nos da una fe más profunda y auténtica, templada, por decirlo así, por el fuego del acontecimiento pascual; una fe sólida, porque no se alimenta de ideas humanas, sino de la palabra de Dios y de su presencia real en la Eucaristía.

Este estupendo texto evangélico contiene ya la estructura de la santa misa: en la primera parte, la escucha de la Palabra a través de las sagradas Escrituras; en la segunda, la liturgia eucarística y la comunión con Cristo presente en el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre. La Iglesia, alimentándose en esta doble mesa, se edifica incesantemente y se renueva día tras día en la fe, en la esperanza y en la caridad. Por intercesión de María santísima, oremos para que todo cristiano y toda comunidad, reviviendo la experiencia de los discípulos de Emaús, redescubra la gracia del encuentro transformador con el Señor resucitado.

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Homilía del 8 de mayo de 2011

Queridos hermanos y hermanas:

El Evangelio del tercer domingo de Pascua, que acabamos de escuchar, presenta el episodio de los discípulos de Emaús (cf. Lc 24, 13-35), un relato que no acaba nunca de sorprendernos y conmovernos. Este episodio muestra las consecuencias de la obra de Jesús resucitado en los dos discípulos: conversión de la desesperación a la esperanza; conversión de la tristeza a la alegría; y también conversión a la vida comunitaria. A veces, cuando se habla de conversión, se piensa únicamente a su aspecto arduo, de desprendimiento y de renuncia. En cambio, la conversión cristiana es también y sobre todo fuente de gozo, de esperanza y de amor. Es siempre obra de Jesús resucitado, Señor de la vida, que nos ha obtenido esta gracia por medio de su pasión y nos la comunica en virtud de su resurrección.

Queridos hermanos y hermanas, he venido a vosotros como Obispo de Roma y continuador del ministerio de Pedro, para confirmaros en la fidelidad al Evangelio y en la comunión. He venido para compartir con los obispos y los presbíteros el celo del anuncio misionero, que debe involucrarnos a todos en un serio y bien coordinado servicio a la causa del reino de Dios. Vosotros, aquí presentes hoy, representáis a las comunidades eclesiales nacidas de la Iglesia madre de Aquileya. Como en el pasado, cuando esas Iglesias se distinguieron por el fervor apostólico y el dinamismo pastoral, así también hoy es necesario promover y defender con valentía la verdad y la unidad de la fe. Es necesario dar razón de la esperanza cristiana al hombre moderno, a menudo agobiado por grandes e inquietantes problemáticas que ponen en crisis los cimientos mismos de su ser y de su actuar.

Vivís en un contexto en el que el cristianismo se presenta como la fe que ha acompañado, a lo largo de siglos, el camino de tantos pueblos, incluso a través de persecuciones y pruebas muy duras. Son elocuentes expresiones de esta fe los múltiples testimonios diseminados por todas partes: las iglesias, las obras de arte, los hospitales, las bibliotecas, las escuelas; el ambiente mismo de vuestras ciudades, así como los campos y las montañas, todos ellos salpicados de referencias a Cristo. Sin embargo, hoy este ser de Cristo corre el riesgo de vaciarse de su verdad y de sus contenidos más profundos; corre el riesgo de convertirse en un horizonte que sólo toca la vida superficialmente, en aspectos más bien sociales y culturales; corre el riesgo de reducirse a un cristianismo en el que la experiencia de fe en Jesús crucificado y resucitado no ilumina el camino de la existencia, como hemos escuchado en el Evangelio de hoy a propósito de los dos discípulos de Emaús, los cuales, tras la crucifixión de Jesús, regresaban a casa embargados por la duda, la tristeza y la desilusión. Esa actitud tiende, lamentablemente, a difundirse también en vuestro territorio: esto ocurre cuando los discípulos de hoy se alejan de la Jerusalén del Crucificado y del Resucitado, dejando de creer en el poder y en la presencia viva del Señor. El problema del mal, del dolor y del sufrimiento, el problema de la injusticia y del atropello, el miedo a los demás, a los extraños y a los que desde lejos llegan hasta nuestras tierras y parecen atentar contra aquello que somos, llevan a los cristianos de hoy a decir con tristeza: nosotros esperábamos que el Señor nos liberara del mal, del dolor, del sufrimiento, del miedo, de la injusticia.

Por tanto, cada uno de nosotros, como ocurrió a los dos discípulos de Emaús, necesita aprender la enseñanza de Jesús: ante todo escuchando y amando la Palabra de Dios, leída a la luz del misterio pascual, para que inflame nuestro corazón e ilumine nuestra mente, y nos ayude a interpretar los acontecimientos de la vida y a darles un sentido. Luego es necesario sentarse a la mesa con el Señor, convertirse en sus comensales, para que su presencia humilde en el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre nos restituya la mirada de la fe, para mirarlo todo y a todos con los ojos de Dios, y a la luz de su amor. Permanecer con Jesús, que ha permanecido con nosotros, asimilar su estilo de vida entregada, escoger con él la lógica de la comunión entre nosotros, de la solidaridad y del compartir. La Eucaristía es la máxima expresión del don que Jesús hace de sí mismo y es una invitación constante a vivir nuestra existencia en la lógica eucarística, como un don a Dios y a los demás.

El Evangelio refiere también que los dos discípulos, tras reconocer a Jesús al partir el pan, «levantándose en aquel momento, se volvieron a Jerusalén» (Lc 24, 33). Sienten la necesidad de regresar a Jerusalén y contar la extraordinaria experiencia vivida: el encuentro con el Señor resucitado. Hace falta realizar un gran esfuerzo para que cada cristiano, aquí en el nordeste como en todas las demás partes del mundo, se transforme en testigo, dispuesto a anunciar con vigor y con alegría el acontecimiento de la muerte y de la resurrección de Cristo. Conozco el empeño que, como Iglesias del Trivéneto, ponéis para tratar de comprender las razones del corazón del hombre moderno y cómo, refiriéndoos a las antiguas tradiciones cristianas, os preocupáis por trazar las líneas programáticas de la nueva evangelización, mirando con atención a los numerosos desafíos del tiempo presente y repensando el futuro de esta región. Con mi presencia deseo apoyar vuestra obra e infundir en todos confianza en el intenso programa pastoral puesto en marcha por vuestros pastores, deseando un fructífero compromiso por parte de todos los componentes de la comunidad eclesial.

Sin embargo, también un pueblo tradicionalmente católico puede experimentar de forma negativa o asimilar casi de manera inconsciente los contragolpes de una cultura que acaba por insinuar una manera de pensar en la que el mensaje evangélico se rechaza abiertamente o se lo obstaculiza solapadamente. Sé cuán grande ha sido y sigue siendo vuestro compromiso por defender los valores perennes de la fe cristiana. Os aliento a no ceder jamás a las recurrentes tentaciones de la cultura hedonista y a las llamadas del consumismo materialista. Acoged la invitación del apóstol Pedro, presente en la segunda lectura de hoy, a comportaros «con temor de Dios durante el tiempo de vuestra peregrinación» (1 P 1, 17), invitación que se hace realidad en una existencia vivida intensamente por los caminos de nuestro mundo, con la conciencia de la meta que hay que alcanzar: la unidad con Dios, en Cristo crucificado y resucitado. De hecho, nuestra fe y nuestra esperanza están dirigidas hacia Dios (cf. 1 P 1, 21): dirigidas a Dios por estar arraigadas en él, fundadas en su amor y en su fidelidad. En los siglos pasados, vuestras Iglesias han conocido una rica tradición de santidad y de generoso servicio a los hermanos gracias a la obra de celosos sacerdotes, religiosos y religiosas de vida activa y contemplativa. Si queremos ponernos a la escucha de su enseñanza espiritual, no nos es difícil reconocer la llamada personal e inconfundible que nos dirigen: sed santos. Poned a Cristo en el centro de vuestra vida. Construid sobre él el edificio de vuestra existencia. En Jesús encontraréis la fuerza para abriros a los demás y para hacer de vosotros mismos, siguiendo su ejemplo, un don para toda la humanidad.

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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos

CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA

La Eucaristía y la experiencia de los discípulos en Emaús

1346. La liturgia de la Eucaristía se desarrolla conforme a una estructura fundamental que se ha conservado a través de los siglos hasta nosotros. Comprende dos grandes momentos que forman una unidad básica:

— la reunión, la liturgia de la Palabra, con las lecturas, la homilía y la oración universal;

la liturgia eucarística, con la presentación del pan y del vino, la acción de gracias consecratoria y la comunión.

Liturgia de la Palabra y Liturgia eucarística constituyen juntas “un solo acto de culto” (SC 56); en efecto, la mesa preparada para nosotros en la Eucaristía es a la vez la de la Palabra de Dios y la del Cuerpo del Señor (cf. DV 21).

1347. ¿No se advierte aquí el mismo dinamismo del banquete pascual de Jesús resucitado con sus discípulos? En el camino les explicaba las Escrituras, luego, sentándose a la mesa con ellos, “tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio” (cf Lc 24, 30; cf. Lc 24, 13- 35).

Los Apóstoles y los discípulos testigos de la Resurrección

642. Todo lo que sucedió en estas jornadas pascuales compromete a cada uno de los Apóstoles —y a Pedro en particular— en la construcción de la era nueva que comenzó en la mañana de Pascua. Como testigos del Resucitado, los Apóstoles son las piedras de fundación de su Iglesia. La fe de la primera comunidad de creyentes se funda en el testimonio de hombres concretos, conocidos de los cristianos y de los que la mayor parte aún vivía entre ellos. Estos “testigos de la Resurrección de Cristo” (cf. Hch 1, 22) son ante todo Pedro y los Doce, pero no solamente ellos: Pablo habla claramente de más de quinientas personas a las que se apareció Jesús en una sola vez, además de Santiago y de todos los Apóstoles (cf. 1 Co 15, 4-8).

643. Ante estos testimonios es imposible interpretar la Resurrección de Cristo fuera del orden físico, y no reconocerlo como un hecho histórico. Sabemos por los hechos que la fe de los discípulos fue sometida a la prueba radical de la pasión y de la muerte en cruz de su Maestro, anunciada por Él de antemano (cf. Lc 22, 31-32). La sacudida provocada por la pasión fue tan grande que los discípulos (por lo menos, algunos de ellos) no creyeron tan pronto en la noticia de la resurrección. Los evangelios, lejos de mostrarnos una comunidad arrobada por una exaltación mística, nos presentan a los discípulos abatidos (“la cara sombría”: Lc 24, 17) y asustados (cf. Jn 20, 19). Por eso no creyeron a las santas mujeres que regresaban del sepulcro y “sus palabras les parecían como desatinos” (Lc 24, 11; cf. Mc 16, 11. 13). Cuando Jesús se manifiesta a los once en la tarde de Pascua “les echó en cara su incredulidad y su dureza de cabeza por no haber creído a quienes le habían visto resucitado” (Mc 16, 14).

644. Tan imposible les parece la cosa que, incluso puestos ante la realidad de Jesús resucitado, los discípulos dudan todavía (cf. Lc 24, 38): creen ver un espíritu (cf. Lc 24, 39). “No acaban de creerlo a causa de la alegría y estaban asombrados” (Lc 24, 41). Tomás conocerá la misma prueba de la duda (cf. Jn 20, 24-27) y, en su última aparición en Galilea referida por Mateo, “algunos sin embargo dudaron” (Mt 28, 17). Por esto la hipótesis según la cual la resurrección habría sido un “producto” de la fe (o de la credulidad) de los apóstoles no tiene consistencia. Muy al contrario, su fe en la Resurrección nació —bajo la acción de la gracia divina— de la experiencia directa de la realidad de Jesús resucitado.

857. La Iglesia es apostólica porque está fundada sobre los apóstoles, y esto en un triple sentido:

— fue y permanece edificada sobre “el fundamento de los Apóstoles” (Ef 2, 20; Hch 21, 14), testigos escogidos y enviados en misión por el mismo Cristo (cf. Mt 28, 16-20; Hch 1, 8; 1 Co 9, 1; 15, 7-8; Ga 1, l; etc.).

— guarda y transmite, con la ayuda del Espíritu Santo que habita en ella, la enseñanza (cf. Hch 2, 42), el buen depósito, las sanas palabras oídas a los Apóstoles (cf 2 Tm 1, 13-14).

— sigue siendo enseñada, santificada y dirigida por los Apóstoles hasta la vuelta de Cristo gracias a aquellos que les suceden en su ministerio pastoral: el colegio de los obispos, “al que asisten los presbíteros juntamente con el sucesor de Pedro y Sumo Pastor de la Iglesia” (AG 5):

«Porque no abandonas nunca a tu rebaño, sino que, por medio de los santos pastores, lo proteges y conservas, y quieres que tenga siempre por guía la palabra de aquellos mismos pastores a quienes tu Hijo dio la misión de anunciar el Evangelio (Prefacio de los Apóstoles I: Misal Romano).

995. Ser testigo de Cristo es ser “testigo de su Resurrección” (Hch 1, 22; cf. 4, 33), “haber comido y bebido con él después de su Resurrección de entre los muertos” (Hch 10, 41). La esperanza cristiana en la resurrección está totalmente marcada por los encuentros con Cristo resucitado. Nosotros resucitaremos como Él, con Él, por Él.

996. Desde el principio, la fe cristiana en la resurrección ha encontrado incomprensiones y oposiciones (cf. Hch 17, 32; 1 Co 15, 12-13). “En ningún punto la fe cristiana encuentra más contradicción que en la resurrección de la carne” (San Agustín, Enarratio in Psalmum 88, 2, 5). Se acepta muy comúnmente que, después de la muerte, la vida de la persona humana continúa de una forma espiritual. Pero ¿cómo creer que este cuerpo tan manifiestamente mortal pueda resucitar a la vida eterna?

Cristo, la clave para interpretar las Escrituras

102. A través de todas las palabras de la sagrada Escritura, Dios dice sólo una palabra, su Verbo único, en quien él se da a conocer en plenitud (cf. Hb 1,1-3):

«Recordad que es una misma Palabra de Dios la que se extiende en todas las escrituras, que es un mismo Verbo que resuena en la boca de todos los escritores sagrados, el que, siendo al comienzo Dios junto a Dios, no necesita sílabas porque no está sometido al tiempo (San Agustín, Enarratio in Psalmum, 103,4,1).

601. Este designio divino de salvación a través de la muerte del “Siervo, el Justo” (Is 53, 11; cf. Hch 3, 14) había sido anunciado antes en la Escritura como un misterio de redención universal, es decir, de rescate que libera a los hombres de la esclavitud del pecado (cf. Is 53, 11-12; Jn 8, 34-36). San Pablo profesa en una confesión de fe que dice haber “recibido” (1 Co 15, 3) que “Cristo ha muerto por nuestros pecados según las Escrituras” (ibíd.: cf. también Hch 3, 18; 7, 52; 13, 29; 26, 22-23). La muerte redentora de Jesús cumple, en particular, la profecía del Siervo doliente (cf. Is 53, 7-8 y Hch 8, 32-35). Jesús mismo presentó el sentido de su vida y de su muerte a la luz del Siervo doliente (cf. Mt 20, 28). Después de su Resurrección dio esta interpretación de las Escrituras a los discípulos de Emaús (cf. Lc 24, 25-27), luego a los propios apóstoles (cf. Lc 24, 44-45).

426. “En el centro de la catequesis encontramos esencialmente una persona, la de Jesús de Nazaret, Unigénito del Padre [...]; que ha sufrido y ha muerto por nosotros y que ahora, resucitado, vive para siempre con nosotros [...] Catequizar es [...] descubrir en la Persona de Cristo el designio eterno de Dios [...]. Se trata de procurar comprender el significado de los gestos y de las palabras de Cristo, los signos realizados por Él mismo” (CT 5). El fin de la catequesis: “conducir a la comunión con Jesucristo [...]; sólo Él puede conducirnos al amor del Padre en el Espíritu y hacernos partícipes de la vida de la Santísima Trinidad”. (ibíd.).

427. «En la catequesis lo que se enseña es a Cristo, el Verbo encarnado e Hijo de Dios y todo lo demás en referencia a Él; el único que enseña es Cristo, y cualquier otro lo hace en la medida en que es portavoz suyo, permitiendo que Cristo enseñe por su boca [...]. Todo catequista debería poder aplicarse a sí mismo estas misteriosas palabras de Jesús: “Mi doctrina no es mía, sino del que me ha enviado” (Jn 7, 16)» (ibid., 6).

428. El que está llamado a “enseñar a Cristo” debe por tanto, ante todo, buscar esta “ganancia sublime que es el conocimiento de Cristo”; es necesario “aceptar perder todas las cosas para ganar a Cristo, y ser hallado en Él” y “conocerle a Él, el poder de su resurrección y la comunión en sus padecimientos hasta hacerme semejante a Él en su muerte, tratando de llegar a la resurrección de entre los muertos” (Flp 3, 8-11).

429. De este conocimiento amoroso de Cristo es de donde brota el deseo de anunciarlo, de “evangelizar”, y de llevar a otros al “sí” de la fe en Jesucristo. Y al mismo tiempo se hace sentir la necesidad de conocer siempre mejor esta fe. Con este fin, siguiendo el orden del Símbolo de la fe, presentaremos en primer lugar los principales títulos de Jesús: Cristo, Hijo de Dios, Señor (artículo 2). El Símbolo confiesa a continuación los principales misterios de la vida de Cristo: los de su Encarnación (artículo 3), los de su Pascua (artículos 4 y 5), y, por último, los de su glorificación (artículos 6 y 7).

2763. Toda la Escritura (la Ley, los Profetas, y los Salmos) se cumplen en Cristo (cf Lc 24, 44). El evangelio es esta “Buena Nueva”. Su primer anuncio está resumido por san Mateo en el Sermón de la Montaña (cf. Mt 5-7). Pues bien, la oración del Padre Nuestro está en el centro de este anuncio. En este contexto se aclara cada una de las peticiones de la oración que nos dio el Señor:

«La oración dominical es la más perfecta de las oraciones [...] En ella, no sólo pedimos todo lo que podemos desear con rectitud, sino además según el orden en que conviene desearlo. De modo que esta oración no sólo nos enseña a pedir, sino que también llena toda nuestra afectividad» (Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, 2-2, q. 83, a. 9).

Jesús, el cordero ofrecido por nuestros pecados

457. El Verbo se encarnó para salvarnos reconciliándonos con Dios: “Dios nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados” (1 Jn 4, 10). “El Padre envió a su Hijo para ser salvador del mundo” (1 Jn 4, 14). “Él se manifestó para quitar los pecados” (1 Jn 3, 5):

«Nuestra naturaleza enferma exigía ser sanada; desgarrada, ser restablecida; muerta, ser resucitada. Habíamos perdido la posesión del bien, era necesario que se nos devolviera. Encerrados en las tinieblas, hacía falta que nos llegara la luz; estando cautivos, esperábamos un salvador; prisioneros, un socorro; esclavos, un libertador. ¿No tenían importancia estos razonamientos? ¿No merecían conmover a Dios hasta el punto de hacerle bajar hasta nuestra naturaleza humana para visitarla, ya que la humanidad se encontraba en un estado tan miserable y tan desgraciado?» (San Gregorio de Nisa, Oratio catechetica, 15: PG 45, 48B).

604. Al entregar a su Hijo por nuestros pecados, Dios manifiesta que su designio sobre nosotros es un designio de amor benevolente que precede a todo mérito por nuestra parte: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados” (1 Jn 4, 10; cf. Jn 4, 19). “La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros” (Rm 5, 8).

605. Jesús ha recordado al final de la parábola de la oveja perdida que este amor es sin excepción: “De la misma manera, no es voluntad de vuestro Padre celestial que se pierda uno de estos pequeños” (Mt 18, 14). Afirma “dar su vida en rescate por muchos” (Mt 20, 28); este último término no es restrictivo: opone el conjunto de la humanidad a la única persona del Redentor que se entrega para salvarla (cf. Rm 5, 18-19). La Iglesia, siguiendo a los Apóstoles (cf. 2 Co 5, 15; 1 Jn 2, 2), enseña que Cristo ha muerto por todos los hombres sin excepción: “no hay, ni hubo ni habrá hombre alguno por quien no haya padecido Cristo” (Concilio de Quiercy, año 853: DS, 624).

“El cordero que quita el pecado del mundo”

608. Juan Bautista, después de haber aceptado bautizarle en compañía de los pecadores (cf. Lc 3, 21; Mt 3, 14-15), vio y señaló a Jesús como el “Cordero de Dios que quita los pecados del mundo” (Jn 1, 29; cf. Jn 1, 36). Manifestó así que Jesús es a la vez el Siervo doliente que se deja llevar en silencio al matadero (Is 53, 7; cf. Jr 11, 19) y carga con el pecado de las multitudes (cf. Is 53, 12) y el cordero pascual símbolo de la redención de Israel cuando celebró la primera Pascua (Ex 12, 3-14; cf. Jn 19, 36; 1 Co 5, 7). Toda la vida de Cristo expresa su misión: “Servir y dar su vida en rescate por muchos” (Mc 10, 45).

Jesús reemplaza nuestra desobediencia por su obediencia

615. “Como [...] por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo todos serán constituidos justos” (Rm 5, 19). Por su obediencia hasta la muerte, Jesús llevó a cabo la sustitución del Siervo doliente que “se dio a sí mismo en expiación”, “cuando llevó el pecado de muchos”, a quienes “justificará y cuyas culpas soportará” (Is 53, 10-12). Jesús repara por nuestras faltas y satisface al Padre por nuestros pecados (cf. Concilio de Trento: DS, 1529).

En la cruz, Jesús consuma su sacrificio

616. El “amor hasta el extremo” (Jn 13, 1) es el que confiere su valor de redención y de reparación, de expiación y de satisfacción al sacrificio de Cristo. Nos ha conocido y amado a todos en la ofrenda de su vida (cf. Ga 2, 20; Ef 5, 2. 25). “El amor [...] de Cristo nos apremia al pensar que, si uno murió por todos, todos por tanto murieron” (2 Co 5, 14). Ningún hombre, aunque fuese el más santo, estaba en condiciones de tomar sobre sí los pecados de todos los hombres y ofrecerse en sacrificio por todos. La existencia en Cristo de la persona divina del Hijo, que al mismo tiempo sobrepasa y abraza a todas las personas humanas, y que le constituye Cabeza de toda la humanidad, hace posible su sacrificio redentor por todos.

1476. Estos bienes espirituales de la comunión de los santos, los llamamos también el tesoro de la Iglesia, “que no es suma de bienes, como lo son las riquezas materiales acumuladas en el transcurso de los siglos, sino que es el valor infinito e inagotable que tienen ante Dios las expiaciones y los méritos de Cristo nuestro Señor, ofrecidos para que la humanidad quedara libre del pecado y llegase a la comunión con el Padre. Sólo en Cristo, Redentor nuestro, se encuentran en abundancia las satisfacciones y los méritos de su redención” (Indulgentiarum doctrina, 5).

1992. La justificación nos fue merecida por la pasión de Cristo, que se ofreció en la cruz como hostia viva, santa y agradable a Dios y cuya sangre vino a ser instrumento de propiciación por los pecados de todos los hombres. La justificación es concedida por el Bautismo, sacramento de la fe. Nos asemeja a la justicia de Dios que nos hace interiormente justos por el poder de su misericordia. Tiene por fin la gloria de Dios y de Cristo, y el don de la vida eterna (cf Concilio de Trento: DS 1529)

«Pero ahora, independientemente de la ley, la justicia de Dios se ha manifestado, atestiguada por la ley y los profetas, justicia de Dios por la fe en Jesucristo, para todos los que creen —pues no hay diferencia alguna; todos pecaron y están privados de la gloria de Dios— y son justificados por el don de su gracia, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús, a quien Dios exhibió como instrumento de propiciación por su propia sangre, mediante la fe, para mostrar su justicia, pasando por alto los pecados cometidos anteriormente, en el tiempo de la paciencia de Dios; en orden a mostrar su justicia en el tiempo presente, para ser él justo y justificador del que cree en Jesús» (Rm 3 ,21-26).

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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)

Les explicó las Escrituras

El Evangelio del tercer Domingo de Pascua habla de los dos discípulos de Emaús. Debemos tener presente la cuestión al menos por encima. Es la tarde de Pascua: dos discípulos de Jesús están regresando a su aldea desilusionados por el fin de su Maestro. En un cierto punto, un tercer hombre se les acerca a ellos. Es Jesús; pero, ellos no lo reconocen. Él les ayuda a entender el sentido de lo acaecido a la luz de las Escrituras. Llegan a la aldea; le ruegan al forastero que se quede con ellos y, mientras él parte el pan, sus ojos se abren y lo reconocen; pero, él desaparece de su mirada. Entonces, ellos se dicen uno al otro:

«¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?»

Queremos partir precisamente desde este punto del Evangelio: las Escrituras. Hay dos modos de acercarse a la Biblia. El primero es considerarla como un libro antiguo, lleno de sabiduría religiosa, de valores morales y, también, de poesía. Desde este punto de vista, no es en absoluto el libro más importante para entender nuestra cultura occidental y la religión hebreo-cristiana. Es, además, el libro más editado y más leído de toda la humanidad. El «libro» por excelencia, como lo dice el mismo nombre (Biblia significa libro o conjunto de libros). Todavía hoy vemos cómo los personajes y las historias de la Biblia son capaces de acumular en torno a sí en las reducciones o producciones televisivas plateas de record.

Pero, hay otro modo de acercarse a la Biblia mucho más comprometido; es el de creer que ella contiene la palabra viviente de Dios para nosotros. Que es un libro «inspirado»; esto es, escrito, sí, por autores humanos con todos sus límites; pero, con la intervención directa de Dios. Un libro muy humano y, al mismo tiempo, divino. Que habla al hombre de todos los tiempos, le revela el sentido de la vida y de la muerte. Sobre todo, le revela el amor de Dios.

Si todas las Biblias del mundo, decía san Agustín se destruyeran por cualquier cataclismo que hubiere, y permaneciese una sola copia y asimismo de esta copia no fuese legible más que una sola página y de esta página una sola línea; si esta línea fuese la de la primera carta de Juan donde está escrito: «Dios es Amor» (1 Juan 4, 16) estaría todo salvado. Porque toda la Escritura se resume aquí. Ella es una carta de amor enviada por Dios a la humanidad.

Esto explica cómo tantas personas se acercan a la Biblia sin cultura, sin grandes estudios, con sencillez, creyendo que sea el Espíritu Santo el que habla en ella y encuentran respuestas allí a sus problemas, luz y ánimo; en una palabra, vida. Jesús decía: «No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mateo 4,4). La palabra de Dios nos es necesaria para la vida del espíritu como el pan para la vida del cuerpo.

La palabra de Dios es «viva y eficaz» (Hebreos 4,12), esto es, produce lo que significa, da lo que promete. Es de igual modo palabra «eterna». «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán», decía Jesús (Mateo 24, 35). Los dos mil años de historia le han dado la razón: sus palabras, más que ser ya pasadas, están más vivas que nunca entre nosotros. A veces, se tiene la impresión de que una cierta palabra se ha escrito precisamente para nosotros o para aquella precisa circunstancia, que estamos viviendo.

Un ejemplo bastante instructivo por su sencillez. Una vez, durante una misión entre italianos en el extranjero, vino a mí un hombre con este problema. «Padre, tengo un muchacho de once años aún no bautizado. Mi mujer se ha hecho testigo de Jehová y no quiere oír hablar de bautizar al muchacho. Si lo bautizo, temo una crisis en casa; si no lo bautizo, no me siento tranquilo en conciencia. ¿Qué debo hacer?» Le dije que volviera al día siguiente, que ya habría reflexionado y orado. Al día siguiente me vino radiante a mi encuentro, diciéndome: «Padre, ¡he encontrado la respuesta! ¡He abierto la Biblia, me he encontrado con el suceso de Abrahán y he visto que Abrahán, cuando trató de llevarse al hijo Isaac para inmolarlo, no le dijo nada a su mujer!» ¡La Biblia, leída con fe, le había instruido mejor que cualquier otro consejo! Yo mismo bauticé a su muchacho y fue una bendición para todos.    

Los dos modos de acercarse a la Biblia, que he recordado, esto es, el erudito y el de la fe, no se excluyen entre sí; al contrario, deben permanecer unidos. Es necesario estudiar la Biblia, los modos en que es interpretada (o tener en cuenta los resultados de quienes la estudian así) para no caer en el fundamentalismo, como hacen, entre otros, precisamente los Testigos de Jehová.

El fundamentalismo consiste en tomar un versículo de la Biblia, tal como suena, y aplicarlo en peso, esto es, tal y como a la situación de hoy, sin tener en cuenta las diferencias de cultura, de tiempo, de los diversos géneros literarios de la Biblia. Se cree, por ejemplo, que el mundo tiene sólo poco más de cuatro mil años de edad (porque tales son los años, que resultan según la Biblia), mientras que sabemos que, en cuanto a años de edad, el mundo tiene diversos miles de millones. La Biblia no está escrita para hacer ciencia sino para dar la salvación. Dios, en la Biblia, se ha adaptado al modo de hablar de los hombres del tiempo para que la pudiesen entender; no se ha escrito sólo para los hombres de la era tecnológica.

Por otra parte, sin embargo, reducir la Biblia a sólo objeto de estudio y de erudición, permaneciendo neutrales frente a su mensaje, significa matarla. Sería como si un novio, que ha recibido una carta de amor de la novia, se pusiese a examinarla con muchos diccionarios desde el punto de vista de la gramática y de la sintaxis y se parase en estas cosas, sin darse cuenta del amor que hay en ella. Leer la Biblia sin la fe es como abrir un libro en la noche más oscura o profunda: no se lee nada o, al menos, no se lee lo esencial. Leer la Escritura con fe significa leerla con referencia a Cristo, recogiendo en cada página de ella lo que se refiere a él. Precisamente, igual como él mismo hizo con los discípulos de Emaús.

¿Qué podemos hacer para romper el hielo y comenzar a descubrir, también nosotros, el tesoro de la Escritura? El modo más sencillo es procurarse una Biblia o, al menos, un libro de los cuatro Evangelios y leer cada día o, al menos, de vez en cuando, alguna página. Cuando entro en una casa, yo me alegro siempre cuando veo un Evangelio en la cocina o en la cómoda de la cama.

Nosotros imitamos hoy el modo de vivir de los americanos en muchas cosas (Coca Cola, Fast Food, Blue Jeans, música Rock) y no les imitamos en lo que ellos tienen que enseñarnos como más importante. La casi totalidad de las familias americanas tienen la Biblia en el puesto de honor de su casa. Es el primer regalo, que los padres, si son creyentes, hacen a los hijos el día de la boda. En sus primeras páginas, dejadas adrede en blanco, se anotan los acontecimientos bellos y tristes de la vida (nacimientos, defunciones, bautismos, primeras comuniones); se señalan los pasajes bíblicos, que más han influido en la propia vida; así que, al final, es como un diario, que contiene la historia más verdadera y auténtica de la familia. Uno de los objetos raros o lotes de la pobre Marilyn Monroe, puestos a subasta y vendidos al más costoso precio, ha sido su Biblia, llena de anotaciones a mano por la propia actriz.

Gracias a Dios crecen cada vez más las personas, que han descubierto en la Biblia su áncora de salvación. Una mujer, permanecida viuda con tres hijos en edad joven, me confiaba que al principio fue para ella una experiencia terrible el encontrarse sola, tanto más Cuanto que había sido una pareja muy unida. Lo que le salvó fue haber descubierto la palabra de Dios. A veces, por la tarde, encontrándose sola, ponía la Biblia sobre el almohadón vacío, en donde el marido acostumbraba a reposar la cabeza. Había llegado a ser su compañía, una presencia amiga, no un simple libro.

Jesús ha permanecido entre nosotros de dos modos: en la Eucaristía y en su palabra. En ambas, está él presente: en la Eucaristía bajo la forma de pan y en la Palabra bajo la forma de luz, de verdad.

La Palabra tiene una gran ventaja sobre la misma Eucaristía. A la comunión no se pueden acercar si no es los que ya creen. A la palabra de Dios, por el contrario, se pueden acercar todos, creyentes y no creyentes. Es más, para llegar a ser creyentes, el medio más normal es precisamente el escuchar la palabra de Dios. «La fe, decía san Pablo, viene de la predicación; y la predicación, por la palabra de Cristo» (cfr. Romanos 10, 17), esto es, por leer y escuchar, a corazón abierto, el mensaje de salvación.

Terminemos haciendo nuestra la oración del canto al Evangelio: «Señor Jesús, explícanos las Escrituras. Enciende nuestro corazón mientras nos hablas».

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PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes

Corazón nuevo

El Señor les ha dado a los hombres un corazón de carne, un corazón suave, para que sientan y tengan los mismos sentimientos que Cristo.

Pero el pecado, las malas experiencias, su mal comportamiento, las dificultades y circunstancias adversas han endurecido su corazón. Se les han cerrado los ojos y los oídos por el miedo y la tristeza, y viendo no ven y oyendo no oyen.

En medio de su desesperanza han perdido la fe, se han olvidado de creer, se han olvidado de amar, reprimen sus sentimientos y se resisten a sentir para no sufrir, pero también a ser amados. Han perdido la ilusión y la inocencia, han dejado de creer. Porque no han puesto su esperanza en Dios sino en el hombre.

Jesucristo, el Hijo de Dios, que vino al mundo para morir por los hombres para salvarlos, ha resucitado. Él es verdadero hombre y verdadero Dios. No se puede separar. Él y el Padre son uno. En Él está puesta nuestra esperanza. 

Pide a tu Padre Dios que te conceda un corazón nuevo, un corazón suave, de carne, semejante al corazón de Cristo, para que tengas sus mismos sentimientos, y abras tus ojos y veas, y abras tus oídos y escuches. Deja que arda de amor tu corazón. Entonces se disipará toda tristeza y reconocerás a tu Señor, que ha resucitado y vive en ti y en tus hermanos.

Reconócelo en la persona del sacerdote al partir el pan bajado del cielo. Son uno. Recibe de las manos del mismo Cristo el alimento que te da vida eterna, que es su Cuerpo y su Sangre, que es Eucaristía, y siente en tu corazón la alegría de participar en la vida de su resurrección.

¡Aleluya! ¡El Señor ha venido a visitarnos! ¡Cristo vive en medio de nosotros!».

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FLUVIUM (www.fluvium.org)

Vida de fe

En distintos momentos advierte Jesús que aceptar su doctrina reclama la virtud de la fe por parte de sus discípulos. Lo recuerda de modo especial a sus Apóstoles; a aquellos que escogió para que, siguiéndole más de cerca todos los días, vivieran para difundir su doctrina. Serían responsables de esa tarea, de modo especial, a partir de su Ascensión a los cielos, a partir del momento en que ya no le vería la gente, ni ellos contarían con su presencia física, ni con sus palabras, ni con la fuerza persuasiva de sus milagros.

Metidos de lleno en la Pascua, tiempo de alegría porque consideramos la vida gloriosa a la que Dios nos ha destinado, meditamos en la virtud de la fe. Le decimos al Señor como los Apóstoles: auméntanos la fe, concédenos un convencimiento firme, inmutable de tu presencia entre nosotros y, por ello, de tu victoria, por el auxilio que nos has prometido. Que nos apoyemos en tu palabra, Señor, ya que son las tuyas palabras de vida eterna, como declaró Pedro, la cabeza de los Apóstoles, cuando bastantes dudaron y se alejaron: ¿A quién iremos? –afirmó, en cambio, el Príncipe de los Apóstoles– Tú tienes palabras de vida eterna.

A poco de haber convivido con Jesús, todos comprendían que merecía un asentimiento de fe. Si tuvierais fe... Creed..., les animaba el Señor. Era necesario, sin embargo, afirmar su enseñanza expresamente, recordarla y establecerla como criterio básico de comportamiento. Era fundamental tener muy claro que si podían estar seguros, al declarar una doctrina infalible e inefable, era por ser doctrina de Jesucristo: el Hijo de Dios encarnado.

Todos fueron testigos de los mismos milagros y escucharon las mismas palabras, con idéntica autoridad, con el mismo afán de entrega por todos; y, sin embargo, solamente Pedro es capaz de confesar expresamente la fe que Jesús merece: ¿A quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna. Lo que es de Dios, es para siempre: el Cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán, nos confirmó.

Queremos tener un convencimiento como el que espera Jesús, como ese que echa de menos en los dos Apóstoles que hoy nos presenta san Lucas, desencantados –con motivo, podríamos pensar– porque habían sido testigos de lo que consideraban el fracaso de Cristo: en quien confiaban había sido finalmente derrotado, a pesar de sus muchos milagros anteriores, a pesar de que tantas veces había escapado incólume de unos y de otros, a pesar de aquella majestad que le era connatural y que había admirado a todos. Con su muerte, sin embargo, todo lo anterior quedaba en entredicho y el desencanto bloqueaba a los suyos y hacía felices a sus adversarios.

Pero hoy, por el contrario, se nos presenta Jesús glorioso y vivo como nunca. Con una vida definitivamente inmortal. Esa vida humana y para la eternidad a la que nos llama reclamando nuestra fe: nuestro asentimiento incondicionado interior y exteriormente; es decir, también con nuestra conducta, con obras que manifiesten nuestra confianza en Dios. Son las obras y la conducta de aquellos dos una vez convencidos de la resurrección, que a pesar de la hora y del desánimo de un rato antes, vuelven a Jerusalén porque es preciso hacer justicia al Señor y a su doctrina. No hay tiempo que perder. En un momento han recobrado el ánimo; y la presencia de los otros Apóstoles reunidos, que también sabían ya por la aparición a Pedro de Jesús resucitado, se lo confirma.

Con los Doce está María, la madre de Jesús y Madre nuestra, que persevera en oración junto a los discípulos de su Hijo. Ella, que recibió la alabanza de su prima Isabel: bienaventurada tú que has creído..., nos conducirá, si se lo pedimos, a una fe inconmovible para vivir de las verdades que nos ha manifestado Cristo y conducen a la intimidad de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo: la vida a la que nos llama Nuestro Padre Dios en Cristo.

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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)

Quédate con nosotros, Señor

El episodio evangélico tan sugestivo que Lucas nos ha contado, está ambientado en el atardecer del día de Pascua. Dos discípulos, desilusionados, regresan de Jerusalén a su pueblo natal. Jesús se acerca a ellos; les habla de sí mismo y de sus vicisitudes a través de las Escrituras. Por cierto, les habrá explicado el significado profético del cordero pascual del Antiguo Testamento, del siervo de Yahvé y de otras figuras de su pasión contenidas en los salmos. Algo responde dentro de los dos discípulos a tales palabras; es la fe que se despierta de a poco. En efecto, sus corazones se encienden y dentro de ellos renace la esperanza. Pero todavía no lo reconocen a Él; ven que las cosas están como las mujeres habían dicho, pero a Él no lo ven. Después, en la mesa, lo reconocen, o mejor dicho, Jesús se da a conocer ante ellos mediante el gesto familiar al cual había vinculado su recuerdo para siempre: la partición del pan.

¿Qué nos dice a nosotros, discípulos de Jesús de hoy, este episodio? De hecho, queda claro que el evangelista ha querido expresar con él algo que va más allá de los dos discípulos y que interesa a toda la Iglesia; de otra forma, no habría insistido tanto en él.

Lo que nos quiere decir antes que nada es que Jesús está vivo, que ha resucitado, que está presente en el mundo. Sobre todo, esto: que está presente en el mundo. Él ha regresado al Padre, está sentado a la derecha del Padre, vive intercediendo por nosotros ante el Padre. Ha regresado entonces al Padre, pero sin dejar la tierra: Estaré con ustedes hasta el fin del mundo. El Jesús que camina conversando con dos pobres hombres en el angosto camino de tierra apisonada que lleva de Jerusalén a Emaús, es la expresión plástica del Jesús que camina junto a toda la humanidad por los caminos del mundo, aun cuando la humanidad esté distraída, no piensa en ello, habla de otra cosa y no lo reconoce.

“¿Por qué lo buscan entre los muertos?”, les dijeron los ángeles a las mujeres que habían ido al sepulcro; búsquenlo entre los vivos. Jesús se encuentra entre los vivos. En el momento de la ascensión, la misma advertencia: Hombres de Galilea, ¿por qué mantienen la mirada hacia arriba, mirando como encantados el cielo? Ese Jesús que han visto subir al cielo, volverá. Y nosotros podemos agregar —a la luz del Nuevo Testamento—: todavía está entre nosotros; nunca se ha ido del todo. Pocos años más tarde (alrededor de cinco), apareciendo ante Saulo, Jesús dirá: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?”, confirmando así que él de veras ha permanecido aquí abajo, misteriosamente expuesto todavía a la persecución de los hombres.

Jesús, entonces, está de veras entre nosotros. Pero esto todavía resulta inútil y vano hasta que no nos demos cuenta de su presencia, hasta que permanezcamos ausentes con respecto a él. “Tú estabas conmigo —decía Agustín, hablando de la época anterior a su conversión— pero yo no estaba contigo.” (Confesiones, X. 27). Era ésta la situación de aquellos dos discípulos: Pero algo impedía que sus ojos lo reconocieran. Y es ésta la situación de tanta parte de la humanidad de hoy. Y también sabemos qué es lo que “distrae los ojos” de los hombres al impedirles reconocerlo.

Pero el episodio evangélico no nos dice sólo esto. Sería una amarga constatación tener que admitir que Jesús está en el mundo, pero que el mundo no lo reconoce, exactamente como sucedió la primera vez (Jn 1, 10). El episodio nos dice también y sobre todo cómo y cuándo Jesús se da a conocer hoy, es decir, cómo y cuándo se realiza el encuentro en esta tierra con el Cristo resucitado.

Antes que nada, a través de la palabra de Dios, las Escrituras. Fue al escuchar a Jesús explicar las Escrituras cuando el corazón de los discípulos comenzó a abrirse y a recibirlo, porque la palabra de Dios lo contiene a Él, está llena de su fuerza y de su vida. Por lo tanto, debe volver a buscarse a Jesús a través de su palabra, que es el Evangelio.

Pero ésta todavía es la preparación. El encuentro verdadero, el abrirse de los ojos de los discípulos, el comprender, está reservado a un momento más íntimo: el de la comunión, en el cual nos sentamos a la mesa con Jesús y él no da ya sólo su palabra, sino que se da todo entero, escondido en un pedazo de pan. Hay personas queridas que reconocemos desde lejos y después de mucho tiempo por un solo gesto que nos ha quedado impreso. A Jesús se lo reconoce al partir el pan. En ese momento el sacramento ilumina la palabra y se hace unidad y luz; se ha realizado la experiencia de Jesús y de su presencia, aun cuando no siempre fulgurante. Para los discípulos de Emaús, esto se dio unido a un flujo de alegría que les hizo exclamar: ¿No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?

Si Jesús se da a conocer a través de la proclamación de la palabra y a través de la partición del pan, entonces nosotros comprendemos cómo no debemos ya mirar hacia lo lejos, hacia atrás, a lo sucedido aquel día a los dos discípulos de Emaús. ¡Nosotros somos aquellos dos discípulos! La Misa nos hace revivir integralmente la experiencia de ellos.

Sin embargo, en seguida se nos ocurre preguntarnos: ¿por qué, entonces, cuando nos reunimos para la asamblea dominical, nuestros ojos no se abren para reconocer a Jesús y nuestro corazón no arde mientras escuchamos las Escrituras? ¿Por qué volvemos a casa con el corazón pesado como cuando hemos venido? La respuesta, al menos en parte, es ésta: nosotros no reconocemos al Señor en la partición del pan porque, a nuestra vez, no partimos el pan con los hermanos. Observemos mejor la experiencia de aquellos dos discípulos: hay un detalle que hasta ahora se ha escapado. Ellos todavía no se habían dado cuenta de que quien caminaba con ellos era Jesús y, sin embargo, lo invitaron a compartir su pan, lo hospedaron en su casucha, preocupados por aquel forastero que se encontraba en el camino mientras caía la noche y el día llegaba a su fin. Fue ese gesto de hospitalidad lo que propició que sus corazones estuvieran dispuestos a reconocerlo. Por lo tanto, también nosotros en la vida deberíamos esforzarnos por partir el pan, es decir, por compartir la alegría, conceder nuestra atención y nuestro perdón. Si además nos encontramos con un hermano que está verdaderamente en un momento de necesidad y que tiene hambre, debemos compartir con él también el pan material.

Entonces quizás el Señor se complacerá con nuestras asambleas. Un autor del segundo siglo después de Cristo describe así una asamblea de cristianos: “Al final de la reunión, todos aquellos que tienen bienes en abundancia y lo desean, dan a su voluntad lo que creen necesario. Lo que se recoge se coloca ante quien preside y él socorre a los huérfanos, a las viudas y a quienes, por enfermedad o por otra razón, están necesitados; por lo tanto, también a aquellos que están en la cárcel y a los peregrinos que llegan de afuera. En una palabra, se cuida a todos los necesitados” (san Justino).

Debemos volver a conseguir, tal vez de diversas maneras, nuestra atención en favor de las necesidades de los pobres. Jesús eligió permanecer con nosotros hasta el fin del mundo y hacerse reconocer por nosotros en estos tres “lugares”: en su palabra, en la partición del pan y en los hermanos.

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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)

Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II

Homilía en la Misa de canonización (18-IV-1999)

− Encuentro con Jesús en la Eucaristía

“Tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. A ellos se le abrieron los ojos y lo reconocieron” (Lc 24,30-31).

Acabamos de escuchar estas palabras del evangelio de san Lucas, que narran el encuentro de Jesús con dos de sus discípulos en camino hacia la aldea de Emaús, el mismo día de su resurrección. Ese encuentro inesperado alegra el corazón de los dos viandantes desconsolados, y les devuelve la esperanza. El evangelio dice que, después de reconocerlo, “al momento se volvieron a Jerusalén” (Lc 24,33). Sentían necesidad de comunicar a los Apóstoles “lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan” (Lc 24,35).

Del encuentro personal con Jesús brota, en el corazón de los creyentes, el deseo de dar testimonio de Él. (…). Escucharon las palabras de Jesús y cultivaron su compañía, sintiendo arder su corazón en el pecho. ¡Qué fascinación tan indescriptible ejerce la presencia misteriosa del Señor en los que le acogen! Es la experiencia de los santos. Es la misma experiencia espiritual que podemos hacer nosotros, peregrinos por los caminos del mundo hacia la patria celestial. El Resucitado también sale a nuestro encuentro con su palabra, revelándonos su amor infinito en el sacramento del Pan eucarístico, partido por la salvación de toda la humanidad. Que los ojos de nuestro espíritu se abran a su verdad y a su amor…

− Amor a Jesús y servicio a los hermanos

“Dios resucitó a este Jesús, y todos nosotros somos testigos” (Hch 2,32).

“Todos nosotros somos testigos”: el que habla es Pedro, en nombre de los Apóstoles. En su voz reconocemos la de los innumerables discípulos, que a lo largo de los siglos han hecho de su vida un testimonio del Señor muerto y resucitado… Estamos invitados a dar el máximo relieve a la virtud de la caridad… Al ideal evangélico de la caridad hacia el prójimo, especialmente hacia los humildes, los enfermos y los abandonados… El amor a Jesús exige el servicio generoso a los hermanos. En efecto, en su rostro, especialmente en el de los más necesitados, resplandece el rostro de Cristo.

En la primera carta de san Pedro, que acabamos de escuchar, leemos que fuimos rescatados “no con bienes efímeros, con oro o plata, sino a precio de la sangre de Cristo, el cordero sin defecto ni mancha” (1 Pe 1,19). La certeza del valor infinito de la sangre de Cristo, derramada por nosotros, induce a responder al amor de Dios con un amor igualmente generoso e incondicional, manifestado mediante el servicio humilde y fiel a los “queridos pobres”.

− ¡Quédate con nosotros!

“Quédate con nosotros porque atardece y el día va de caída” (Lc 24,29). Los dos viandantes, cansados, pidieron a Jesús que se quedara con ellos en su casa para compartir su mesa.

Quédate con nosotros, Señor resucitado. Ésta es también nuestra aspiración diaria. Si tú te quedas con nosotros, nuestro corazón está en paz.

Acompáñanos, como hiciste con los discípulos de Emaús, en nuestro camino personal y eclesial.

Ábrenos los ojos, para que sepamos reconocer los signos de tu presencia inefable.

Haz que seamos dóciles a las inspiraciones de tu Espíritu. Aliméntanos todos los días con tu Cuerpo y tu Sangre, pues así sabremos reconocerte y te serviremos en nuestros hermanos.

María, Reina de los santos, ayúdanos a poner en Dios nuestra fe y nuestra esperanza (cf. 1 Pe 1,21).

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Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva

¿Qué fue lo que motivó que el desengaño y la sensación de fracaso de los discípulos de Emaús −y de los creyentes o de los alejados hoy de la comunión eclesial representados en ellos− fuera substituido por un entusiasmo que les llevó a suplicar: “Quédate con nosotros Señor”?

Cuando Jesús se acerca a estos dos que se vuelven a sus casas, abandonando tal vez la aventura divina a la que fueron convocados, no le reconocen porque la tristeza les embarga. En la trágica tarde del Viernes Santo quedaron enterradas sus esperanzas mesiánicas; y ni las noticias de las mujeres asegurando que el Señor ha resucitado ni la confirmación de las mismas por parte de algunos del grupo, han logrado avivar la esperanza. Están decepcionados y tristes.

Cristo, tras censurar su ignorancia sobre lo que anunciaron los profetas y su resistencia a creer a quienes le han visto, les fue explicando, partiendo de Moisés, la conveniencia y el sentido de los trágicos sucesos de la Pasión. Invitado a sentarse a la mesa con ellos porque el día declina, al partir el pan, se les abrieron los ojos y le reconocieron. Previamente, por el camino, las explicaciones del Señor iban encendiendo en ellos la fe y el amor. Pan y Palabra, Hostia y Oración, si no, no tendrás vida sobrenatural (San Josemaría Escrivá).

Cristo Resucitado sigue presente entre nosotros, camina a nuestro lado, está en medio de nosotros; “sobre todo en la acción litúrgica... Está presente en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es Él quien habla... Por tanto, de la liturgia, sobre todo de la Eucaristía, mana hacia nosotros la gracia como de su fuente y se obtiene con la máxima eficacia aquella santificación de los hombres en Cristo” (Conc. Vat. II. Sacrosanctum Concilium, nn 7 y 10).

“Se volvieron a Jerusalén, donde estaban reunidos los Once con sus compañeros, que estaban diciendo: “Era verdad, ha resucitado el Señor”. La comunión eclesial se ha restablecido y todos se intercambian sus propias experiencias. Nosotros debemos meditar una y otra vez esa Palabra de Dios que resuena con autoridad en la Iglesia y acudir con la frecuencia que nos sea posible a la Eucaristía.

¿No podríamos nosotros buscar unos minutos al día de modo habitual para meditar sosegadamente esa Palabra de Dios leyendo el Santo Evangelio, y haciendo nuestras aquellas estrofas del libro de la Sabiduría: “la preferí a los cetros..., no la comparé a las piedras preciosas porque todo el oro ante ella es como un grano de arena”? (Sap 7,8-10 y 14). ¿Es para mí su lectura una conversación personal con Jesucristo? ¿Me acerco al Señor, presente en la Eucaristía, con la confianza de quienes le trataron en su tiempo?

¡Ir a verle y oírle en la Eucaristía y en la Palabra, como ciegos, enfermos... en el plano espiritual! ¡Acudir cada día, y no de refilón, sin prisas, para oír de sus labios esas palabras que le encadenan a uno para siempre y sentir la seguridad y confianza que emanan de su Persona!

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Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica

«Le reconocieron al partir el pan»

I. LA PALABRA DE DIOS

Hch 2,14.22-28: «No era posible que la muerte lo retuviera bajo su dominio»

Sal 15,1-2.5.7-11: «Señor, me enseñarás el sendero de la vida»

1P 1,17-21: «Habéis sido redimidos con la sangre de Cristo, el Cordero sin defecto»

Lc 24, 13-35: «Le reconocieron al partir el pan»

II. APUNTE BÍBLICO-LITÚRGICO

El primero de los «discursos misioneros» de San Pedro tiene la estructura típica de S. Lucas: introducción para situar el discurso en el marco narrativo; acontecimientos esenciales del kerigma; llamamiento a la conversión.

Los cristianos comienzan proclamando valientemente su fe en Jesucristo: «No era posible que la muerte lo retuviera bajo su dominio». Si el destino del hombre era la muerte, por Cristo la muerte ha sido destruida.

El desánimo de los que caminan hacia Emaús es la muestra de lo que les ocurría a todos los discípulos. Todos «esperaban», «se habían sobresaltado», oyeron a los que «habían venido diciendo»... Se movían en otra onda distinta a la de Jesús. Antes habían oído pero no escuchado; habían visto signos, pero no habían creído. Ahora, «al partir el pan» le reconocen. Han empezado a mirar con los ojos de la fe; a escuchar la Palabra y no sólo a oírla.

III. SITUACIÓN HUMANA

Venimos repitiendo la experiencia humana de buscar, de intentar por todos los medios caminos nuevos para el pensamiento, para la acción, para la vida. Pero también hay que dejar constancia de su desorientación. Encuentra, sí, caminos. Pero no son los adecuados.

Se nota también cierto desencanto en la sociedad. La sensación de que algo en lo que habían puesto toda su confianza les ha defraudado. Y hace extensiva la desconfianza a todo y a todos los demás.

IV. LA FE DE LA IGLESIA

La fe

– El Banquete del Señor: “He aquí el mismo dinamismo del banquete pascual de Jesús resucitado con sus discípulos: en el camino les explicaba las Escrituras, luego, sentándose a la mesa con ellos, «tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio»” (1347). «En este gesto (la fracción del pan) los discípulos lo reconocerán después de su resurrección (Lc 24,13-35), y con esta expresión los primeros cristianos designaron sus asambleas eucarísticas» (1329).

– Catequesis pascual de Cristo: 1094.

– Cristo y la Iglesia, caminos de salvación para el hombre: 846.

La respuesta

– La Eucaristía, fuente y cumbre de la vida eclesial: «La Eucaristía es el corazón y la cumbre de la vida de la Iglesia, pues en ella Cristo asocia su Iglesia y todos sus miembros a su sacrificio de alabanza y acción de gracias ofrecido una vez por todas en la cruz a su Padre; por medio de este sacrificio derrama las gracias de la salvación sobre su Cuerpo, que es la Iglesia» (1407).

– Participación en la Eucaristía (Comunión): 1385. 1388.

– Compromiso del cristiano para con la sociedad: 1934. 1935. 1947. 1948.

El testimonio cristiano

– «Has gustado la sangre del Señor y no reconoces a tu hermano. Deshonras esta mesa, no juzgando digno de compartir tu alimento al que ha sido juzgado digno de participar en esta mesa. Dios te ha liberado de todos los pecados y te ha invitado a ella. Y tú, aun así, no te has hecho más misericordioso (S. Juan Crisóstomo, hom.in 1Co 27,4)» (1397).

– «Partimos un mismo pan que es remedio de inmortalidad, antídoto para no morir, sino para vivir en Jesucristo para siempre (San Ignacio de Antioquía, Eph 20,2)» (1405). Jesús es reconocido porque da el pan y se da él mismo. Los cristianos no damos el Pan, sino que lo compartimos. Pero al compartir el Pan y la entrega de nosotros mismos, también seremos reconocidos.

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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)

Dejarse ayudar.

– En el camino de Emaús. Jesús vive y está a nuestro lado.

I. El Evangelio de la Misa de hoy nos presenta otra aparición de Jesús el mismo día de Pascua por la tarde.

Dos discípulos se dirigen a su aldea, Emaús, perdida la virtud de la esperanza porque Cristo, en quien habían puesto todo el sentido de su vida, ha muerto. El Señor, como si también Él fuese de camino, les da alcance y se une a ellos sin ser reconocido. La conversación tiene un tono entrecortado, como cuando se habla mientras se camina. Hablan entre sí de lo que les preocupa: lo ocurrido en Jerusalén la tarde del viernes, la muerte de Jesús de Nazaret. La crucifixión del Señor había supuesto una grave prueba para las esperanzas de todos aquellos que se consideraban sus discípulos y que, en un grado o en otro, habían depositado en Él su confianza. Todo se había desarrollado con gran rapidez, y aún no se han recobrado de lo que habían visto sus ojos.

Estos que regresan a su aldea, después de haber celebrado la fiesta de la Pascua en Jerusalén, muestran su inmensa tristeza, su desesperanza y desconcierto a través de la conversación: Nosotros esperábamos que había de redimir a Israel, dicen. Ahora hablan de Jesús como de una realidad pasada: Lo de Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso... «Fijaos en este contraste. Ellos dicen: (...) “¡Qué fue!”... ¡Y lo tienen al lado, está caminando con ellos, está en su compañía indagando la razón, las raíces íntimas de su tristeza!

»“Que fue...”, dicen ellos. Nosotros, si hiciéramos un sincero examen, un detenido examen de nuestra tristeza, de nuestros desalientos, de nuestro estar de vuelta de la vida, encontraríamos una clara vinculación con ese pasaje evangélico. Comprobaríamos que espontáneamente decimos: “Jesús fue...”, “Jesús dijo...”, porque olvidamos que, como en el camino de Emaús, Jesús está vivo a nuestro lado ahora mismo. Este redescubrimiento aviva la fe, resucita la esperanza, es hallazgo que nos señala a Cristo como gozo presente: Jesús es, Jesús prefiere; Jesús dice; Jesús manda, ahora, ahora mismo”. Jesús vive.

Conocían estos hombres la promesa de Cristo acerca de su Resurrección al tercer día. Habían oído por la mañana el mensaje de las mujeres que han visto el sepulcro vacío y a los ángeles. Habían tenido suficiente claridad para alimentar su fe y su esperanza; sin embargo, hablan de Cristo como de algo pasado, como de una ocasión perdida. Son la imagen viva del desaliento. Su inteligencia está a oscuras y su corazón embotado.

Cristo mismo −a quien al principio no reconocen, pero cuya compañía y conversación aceptan− les interpreta aquellos acontecimientos a la luz de las Escrituras. Con paciencia, les devuelve la fe y la esperanza. Y aquellos dos recuperan también la alegría y el amor: ¿No es verdad −dicen más tarde− que sentíamos abrasarse nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?

Es posible que nosotros también nos encontremos alguna vez con el desaliento y la falta de esperanza ante defectos que no acabamos de desarraigar, ante dificultades en el apostolado o en el trabajo que nos parecen insuperables... En esas ocasiones, si nos dejamos ayudar, Jesús no permitirá que nos alejemos de Él. Quizá sea en la dirección espiritual donde, al abrir el alma con sinceridad, veamos de nuevo al Señor. Con Él vienen siempre la alegría y los deseos de recomenzar cuanto antes: Y se levantaron a toda prisa y regresaron a Jerusalén... Pero es necesario dejarse ayudar, estar dispuestos a ser dóciles a los consejos que recibimos.

– Cristo nunca abandona a los suyos; no le abandonemos nosotros. La virtud de la fidelidad. Ser fieles en lo pequeño.

II. La esperanza es la virtud del caminante que, como nosotros, todavía no ha llegado a la meta, pero sabe que siempre tendrá los medios para ser fiel al Señor y perseverar en la propia vocación recibida, en el cumplimiento de los propios deberes. Pero hemos de estar atentos a Cristo, que se acerca a nosotros en medio de nuestras ocupaciones, y agarrarnos a esa mano fuerte que Dios nos tiende sin cesar, con el fin de que no perdamos el punto de mira sobrenatural; también cuando las pasiones se levantan y nos acometen para aherrojarnos en el reducto mezquino de nuestro yo, o cuando −con vanidad pueril− nos sentimos el centro del universo. Yo vivo persuadido de que, sin mirar hacia arriba, sin Jesús, jamás lograré nada; y sé que mi fortaleza, para vencerme y para vencer, nace de repetir aquel grito: todo lo puedo en Aquel que me conforta (Flp 4, 13), que recoge la promesa segura de Dios de no abandonar a sus hijos, si sus hijos no le abandonan.

El Señor nos habla con frecuencia de fidelidad a lo largo del Evangelio: nos pone como ejemplo al siervo fiel y prudente, al criado bueno y leal en lo pequeño, al administrador fiel, etcétera. La idea de la fidelidad penetra tan hondo dentro del cristiano que el título de fieles bastará para designar a los discípulos de Cristo.

A la perseverancia se opone la inconstancia, que inclina a desistir fácilmente de la práctica del bien o del camino emprendido, al surgir las dificultades y tentaciones. Entre los obstáculos más frecuentes que se oponen a la perseverancia fiel está, en primer lugar, la soberbia, que oscurece el fundamento mismo de la fidelidad y debilita la voluntad para luchar contra las dificultades y tentaciones. Sin humildad, la perseverancia se torna endeble y quebradiza. Otras veces, lo que dificulte la lealtad a los compromisos contraídos, será el propio ambiente, la conducta de personas que tendrían que ser ejemplares y no lo son y, por eso mismo, parece querer dar a entender que el ser fiel no es un valor fundamental de la persona.

En otras ocasiones, los obstáculos pueden tener su origen en el descuido de la lucha en lo pequeño. El mismo Señor nos ha dicho: Quien es fiel en lo pequeño, también lo es en lo grande. El cristiano que cuida hasta los pequeños deberes de su trabajo profesional (puntualidad, orden...); el que lucha por mantener la presencia de Dios durante la jornada; el que guarda con naturalidad los sentidos; el marido leal con su esposa en los pequeños incidentes de la vida diaria; el estudiante que prepara sus clases cada día..., ésos están en camino de ser fieles cuando sus compromisos requieran un auténtico heroísmo.

La fidelidad hasta el final de la vida exige la fidelidad en lo pequeño de cada jornada, y saber recomenzar de nuevo cuando por fragilidad hubo algún descamino. Perseverar en la propia vocación es responder a las llamadas que Dios hace a lo largo de una vida, aunque no falten obstáculos y dificultades y, a veces, incidentes aislados de cobardía o derrota. El llamamiento de Cristo exige una respuesta firme y continuada y, a la vez, penetrar más profundamente en el sentido de la Cruz y en la grandeza y en las exigencias del propio camino.

– La virtud de la fidelidad debe informar todas las manifestaciones de la vida del cristiano.

III. Esta virtud de la fidelidad debe informar todas las manifestaciones de la vida del cristiano: relaciones con Dios, con la Iglesia, con el prójimo, en el trabajo, en sus deberes de estado y consigo mismo. Es más, el hombre vive la fidelidad en todas sus formas cuando es fiel a su vocación, y es de su fidelidad al Señor de donde se deduce, y a la que se reduce, la fidelidad a todos sus compromisos verdaderos. Fracasar, pues, en la vocación que Dios ha querido para nosotros es fracasar en todo. Al faltar la fidelidad al Señor, todo queda desunido y roto. Aunque luego Él, en su misericordia, puede recomponerlo todo, si el hombre, humildemente, se lo pide.

Dios mismo sostiene constantemente nuestra fidelidad, y cuenta siempre con la flaqueza humana, los defectos y las equivocaciones. Está dispuesto a darnos las gracias necesarias, como a aquellos dos de Emaús, para salir adelante en todo momento, si hay sinceridad de vida y deseos de lucha. Y ante el aparente fracaso de muchas tentativas (si lo hubiera), debemos recordar que Dios, más que el “éxito”, lo que mira con ojos amorosos es el esfuerzo continuado en la lucha.

De este modo, perseverando con la ayuda de Dios en lo poco de cada día, lograremos oír al final de nuestra vida, con gozosísima dicha, aquellas palabras del Señor: Muy bien, siervo bueno y fiel; has sido fiel en lo poco, te constituiré sobre lo mucho; entra en el gozo de tu Señor.

Es muy posible que nosotros también nos encontremos con personas que han perdido el sentido sobrenatural de su vida, y tendremos que llevarlas −en nombre del Señor− a la luz y a la esperanza. Porque es mucha la tibieza en el mundo, mucha la oscuridad, y la misión apostólica del cristiano es continuación de la de Jesús, concretada en aquellas personas entre las que transcurre su vida.

Al terminar nuestra oración también le decimos nosotros a Jesús: Quédate con nosotros, porque se hace de noche. Quédate con nosotros, Señor, porque sin Ti todo es oscuridad y nuestra vida carece de sentido. Sin Ti, andamos desorientados y perdidos. Y contigo todo tiene un sentido nuevo: hasta la misma muerte es otra realidad radicalmente diferente. Mane nobiscum, quoniam advesperascit et inclinatus est iam dies. Quédate, Señor, con nosotros..., recuérdanos siempre las cosas esenciales de nuestra existencia..., ayúdanos a ser fieles y a saber escuchar con atención el consejo sabio de aquellas personas en las que Tú te haces presente en nuestro continuo caminar hacia Ti. Quédate con nosotros, porque ha oscurecido... Fue eficaz la oración de Cleofás y su compañero.

− ¡Qué pena, si tú y yo no supiéramos “detener” a Jesús que pasa!, ¡qué dolor, si no le pedimos que se quede!

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P. Luis PERALTA Hidalgo SDB (Lisboa, Portugal) (www.evangeli.net)

«¿No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?»

Hoy el Evangelio nos asegura que Jesús está vivo y continúa siendo el centro sobre el cual se construye la comunidad de los discípulos. Es precisamente en este contexto eclesial —en el encuentro comunitario, en el diálogo con los hermanos que comparten la misma fe, en la escucha comunitaria de la Palabra de Dios, en el amor compartido en gestos de fraternidad y de servicio— que los discípulos pueden realizar la experiencia del encuentro con Jesús resucitado.

Los discípulos cargados de tristes pensamientos, no imaginaban que aquel desconocido fuese precisamente su Maestro, ya resucitado. Pero sentían «arder» su corazón (cf. Lc 24,32), cuando Él les hablaba, «explicando» las Escrituras. La luz de la Palabra disipaba la dureza de su corazón y «sus ojos se abrieron» (Lc 24, 31).

El icono de los discípulos de Emaús nos sirve para guiar el largo camino de nuestras dudas, inquietudes y a veces amargas desilusiones. El divino Viajante sigue siendo nuestro compañero para introducirnos, con la interpretación de las Escrituras, en la comprensión de los misterios de Dios. Cuando el encuentro se vuelve pleno, la luz de la Palabra sigue a la luz que brota del «Pan de vida», por el cual Cristo cumple de modo supremo su promesa de «yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20).

El Papa Benedicto XVI explica que «el anuncio de la Resurrección del Señor ilumina las zonas oscuras del mundo en el que vivimos».

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CONGREGACIÓN PARA EL CLERO (www.clerus.org)

Lo reconocieron al partir el pan

El primer día de la semana, después de la gran fiesta de los judíos, Jerusalén intenta regresar a asumir el aspecto de siempre, mientras los comerciantes cuentan las muchas ganancias, los sacerdotes del Templo se pueden sentir más que satisfechos –porque han logrado condenar a muerte al “Galileo”– y para los discípulos, pero en general, para aquellos que eran “forasteros”, se trata de regresar a la propia casa, a la propia vida.

Cerrado el telón y apagadas las luces, no tanto sobre las solemnes celebraciones de Jerusalén, sino en cuanto a aquel hombre que todos esperaban «que sería Él el que iba a librar a Israel» (Lc. 24,21), los dos discípulos de Emaús, se encuentran a lo largo del viaje, hablando con “Jesús en persona”: «Pero algo impedía que sus ojos lo reconocieran» (Lc 24,16).

¿Pero, porqué el Señor no ha dicho rápido quien era Él en realidad? De hecho, en el diálogo que la liturgia nos propone hoy, casi parece que Jesús haga todo lo posible por no revelar su propia identidad, primero haciendo finta de no saber de qué cosa Cleofás y su compañero estaban discutiendo, después, explicando «a ellos en todas las escrituras, lo que se refería a Él» (Lc 24,27), pero sin hacer referencia directa a la propia persona.

Por último «hizo ademán de seguir adelante» (Lc 24,28); Jesús no quiere jugar con sus discípulos, sino que está tratando de educar su –y nuestro– corazón, a fin de que no sea “lento”. El corazón, de hecho, cuando nos encontramos de frente a su Presencia, es veloz, “arde” por escuchar su palabra conociendo el hecho de que «no con bienes corruptibles» hemos sido rescatados «sino con la sangre preciosa de Cristo» Él que es Cordero «sin mancha y sin defecto» (cfr. 1Pt. 1,19).

Cuanta delicadeza usa con nosotros el Resucitado. No nos obliga a “creer”, sino que nos ofrece los instrumentos para que podamos llegar a juzgar, en base a la medida infalible de nuestro corazón, si bien es cierto aquello que de manera extraordinaria san Agustín puso al inicio de las Confesiones: «Mi corazón está inquieto, hasta que no reposa en Ti».

Pero hay, todavía, otro particular que llama nuestra atención y suscita muchas preguntas: ¿por qué a un cierto punto, mientras los discípulos se encuentran a la mesa con Jesús, los ojos se les abren y lo reconocen? Es innegable el contexto Eucarístico: los discípulos están en la mesa; está el Señor con ellos; se toma el pan; se dice la oración de bendición; se parte el pan. Es con este último gesto que los compañeros de Jesús lo reconocen: no solo por la acción en sí, sino más bien porque Cleofás y su amigo pudieron poner los ojos en aquellas manos, perforadas por los clavos de la pasión, que hasta aquel momento debieron haber permanecido cubiertas por el amplio vestido que usaban durante los largos trayectos.

Es ese el momento en el cual reconocen estar en la presencia del Crucificado, pero, Él “desaparece de su vista” –con su cuerpo glorificado– (cfr. 24,31), mientras que los ojos de los discípulos permanecen fijos en aquel pan partido que es dejado caer “sobre el altar”. ¿No es esta, la misma experiencia que cada uno de nosotros puede hacer en cada celebración Eucarística?

Y así, «en ese mismo momento se pusieron en camino» (Lc 24,33); llegar a comprender que la muerte no es la última palabra en la vida de cada uno de nosotros, porque no es posible que esta nos “tenga en su poder” (cfr. Hch 2,24), es el inicio de una esperanza grande, que hace nuestra alegría incontenible; y en cuanto al camino hacia Jerusalén –el camino de cada uno de nosotros– que parecía, muchas veces largo y cansado, ahora, parecía a sus ojos como la condición privilegiada para poder decir a todo el mundo «Verdaderamente el Señor ha resucitado» (cfr. Lc 24,34).

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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

Abrir los ojos

«¡Qué insensatos son ustedes y qué duros de corazón para creer todo lo anunciado por los profetas!»

Eso dijo Jesús.

Y se lo dijo a sus discípulos. A los que lo conocieron, a los que Él llamó y eligió y lo siguieron, a los que convivieron con Él, a los que lo vieron hacer milagros y expulsar demonios con el poder de sus manos, a los que, por medio de su Palabra, les fue revelada la verdad, a los que creyeron por sus obras que Él es el Hijo de Dios, a los que lloraron su muerte, pero no creían en su resurrección, y no lo reconocieron, aunque lo tenían enfrente.

Y tú, sacerdote, ¿crees?

¿Reconoces a tu Señor?

¿Proclamas su muerte y su resurrección?

Cree, sacerdote, en los profetas, porque está escrito que quienes no crean en ellos, no creerán, ni aunque resucite un muerto.

Tu Maestro es el profeta más sabio de todos los tiempos, y Él dijo “destruyan este templo y en tres días lo reconstruiré”. Y ha cumplido su Palabra.

El que no crea, que al menos crea por las obras.

Escucha la Palabra de Dios, sacerdote, para que se encienda tu corazón con el fuego de su amor.

Consagra con fe en cada celebración, para que, al partir el pan, se abran tus ojos, y reconozcas a tu Señor crucificado, muerto, resucitado y glorioso.

Él es el mismo ayer, hoy y siempre.

Él es el Alfa y la Omega, el principio y el fin.

Él es la Palabra, y tú, sacerdote, eres el mensajero, para llevar la Palabra de Dios al mundo entero.

¡Alégrate, sacerdote! Porque tu Señor ha resucitado, y tanto te ha amado, que ha venido a ti porque te ha mirado, te ha llamado, te ha elegido, y te ha enviado, para hacerte parte de su misión redentora, desde el mismo momento en que supo que había llegado su hora, y te hizo sacerdote para siempre.

Porque desde antes de nacer Él ya te conocía y te tenía consagrado. Profeta de las naciones te constituyó, y desde entonces te envió y te dijo: “no digas ‘soy muy joven’, porque allá a donde te envíe, iras, y todo cuanto te diga lo dirás. No les tengas miedo, que yo estoy contigo para salvarte”.

Y desde ese momento, tu Señor puso sus palabras en tu boca, y te dio el poder sobre las naciones y los reinos, para arrancar y abatir, para destruir y arruinar, para edificar y plantar, anunciando la buena nueva del Reino de los cielos, para que tú, como Él, camines con su pueblo, para que cuando te vean a ti lo vean a Él. Para que cuando hables tú, lo escuchen a Él, y para que cuando partas el pan, lo reconozcan.

Son muchos los que han encontrado al Señor en el camino, pero es Uno el que sale al encuentro de muchos, para mostrarles que el Camino es uno: es el Camino que abre los ojos a la Verdad, para que encuentren la Vida, a pesar de la tempestad, a pesar de las tormentas, de las tinieblas y la oscuridad. A pesar de los desiertos y de la sequedad del alma, a pesar de la soledad, de la incertidumbre, de la tristeza, del sufrimiento y de la desesperanza.

Camina, sacerdote, camina y nunca te detengas. Porque tu Señor camina contigo y te habla al oído, esperando que abras tu corazón para tener un verdadero encuentro contigo, para que, arrepentido, conviertas tú corazón de piedra en corazón de carne, y seas un siervo fiel, para que Él te llame “amigo”.

Entonces se abrirán tus ojos, y sabrás que has cenado con Él, y Él contigo.

(Espada de Dos Filos II, n. 61)

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