Domingo 5 de Pascua (Ciclo A)

Escrito el 08/07/2025
Julia María Haces

Domingo V de Pascua (ciclo A)

(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)

 

  • DEL MISAL MENSUAL
  • BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
  • SAN AGUSTÍN (www.iveargentina.org)
  • FRANCISCO – Regina Coeli 2014 y 2020 - Homilía 26.IV.13
  • BENEDICTO XVI – Regina Coeli 2011
  • DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
  • RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
  • PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
  • FLUVIUM (www.fluvium.org)
  • PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
  • BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
  • Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
  • Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
  • Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
  • HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
  • Pbro. Walter Hugo PERELLÓ (Rafaela, Argentina) (www.evangeli.net)
  • CONGREGACIÓN PARA EL CLERO (www.clerus.org)
  • EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

***

Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes  (www.lacompañiademaria.com), para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para preparar la homilía dominical (lacompaniademaria01@gmail.com).

***

DEL MISAL MENSUAL

EL CAMINO A LA VIDA VERDADERA

Hech 6, 1-7, 1 Pe 2, 4-9; Jn 14, 1-12

Dos apóstoles no tan renombrados en el Evangelio como lo son Tomás y Felipe conversan animadamente con el Señor Jesús; dicho diálogo nos deja registradas una de las declaraciones más conocidas del cuarto Evangelio. Jesucristo es camino acreditado para quien pretenda vivir en amistad con el Padre. Así pues, cualquier persona bien dispuesta que se disponga a vivir como vivió el Señor Jesucristo, alcanzará el reconocimiento definitivo del Padre. Es oportuno recalcar que Jesucristo fue resucitado de la muerte ignominiosa en la cruz por la opción fundamental a la cual entregó su vida: la práctica obediente de la voluntad del Padre. Los predicadores cristianos que aparecen en los Hechos de los Apóstoles pueden presentar honestamente el camino cristiano, porque transparentan una existencia plena al lado de Jesucristo.

ANTÍFONA DE ENTRADA Sal 97, 1-2

Canten al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas y todos los pueblos han presenciado su victoria. Aleluya.

ORACIÓN COLECTA

Dios todopoderoso y eterno, lleva a su plenitud en nosotros el sacramento pascual, para que, a quienes te dignaste renovar por el santo bautismo, les hagas posible, con el auxilio de tu protección, abundar en frutos buenos, y alcanzar los gozos de la vida eterna. Por nuestro Señor Jesucristo...

LITURGIA DE LA PALABRA

PRIMERA LECTURA

Eligieron siete hombres llenos del Espíritu Santo.

Del libro de los Hechos de los Apóstoles: 6, 1-7

En aquellos días, como aumentaba mucho el número de los discípulos, hubo ciertas quejas de los judíos griegos contra los hebreos, de que no se atendía bien a sus viudas en el servicio de caridad de todos los días.

Los Doce convocaron entonces a la multitud de los discípulos y les dijeron: “No es justo que, dejando el ministerio de la palabra de Dios, nos dediquemos a administrar los bienes. Escojan entre ustedes a siete hombres de buena reputación, llenos del Espíritu Santo y de sabiduría, a los cuales encargaremos este servicio. Nosotros nos dedicaremos a la oración y al servicio de la palabra”.

Todos estuvieron de acuerdo y eligieron a Esteban, hombre lleno de fe y del Espíritu Santo, a Felipe, Prócoro, Nicanor, Timón, Pármenas y Nicolás, prosélito de Antioquía. Se los presentaron a los apóstoles y éstos, después de haber orado, les impusieron las manos.

Mientras tanto, la palabra de Dios iba cundiendo. En Jerusalén se multiplicaba grandemente el número de los discípulos. Incluso un grupo numeroso de sacerdotes había aceptado la fe.

Palabra de Dios.

SALMO RESPONSORIAL

Del salmo 32,1-2.4-5.18-19.

R/. El Señor cuida de aquellos que lo temen. Aleluya.

Que los justos aclamen al Señor; es propio de los justos alabado. Demos gracias a Dios al son del arpa, que la lira acompañe nuestros cantos. R/.

Sincera es la palabra del Señor y todas sus acciones son leales. Él ama la justicia y el derecho, la tierra llena está de sus bondades. R/.

Cuida el Señor de aquellos que lo temen y en su bondad confían; los salva de la muerte y en épocas de hambre les da vida. R/.

SEGUNDA LECTURA

Ustedes son estirpe elegida, sacerdocio real.

De la primera carta del apóstol san Pedro: 2, 4-9

Hermanos; Acérquense al Señor Jesús, la piedra viva, rechazada por los hombres, pero escogida y preciosa a los ojos de Dios; porque ustedes también son piedras vivas, que van entrando en la edificación del templo espiritual, para formar un sacerdocio santo, destinado a ofrecer sacrificios espirituales, agradables a Dios, por medio de Jesucristo. Tengan presente que está escrito: He aquí que pongo en Sión una piedra angular, escogida y preciosa; el que crea en ella no quedará defraudado.

Dichosos, pues, ustedes, los que han creído. En cambio, para aquellos que se negaron a creer, vale lo que dice la Escritura: La piedra que rechazaron los constructores ha llegado a ser la piedra angular, y también tropiezo y roca de escándalo. Tropiezan en ella los que no creen en la palabra, y en esto se cumple un designio de Dios.

Ustedes, por el contrario, son estirpe elegida, sacerdocio real, nación consagrada a Dios y pueblo de su propiedad, para que proclamen las obras maravillosas de aquel que los llamó de las tinieblas a su luz admirable.

Palabra de Dios.

ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Jn 14, 6

R/. Aleluya, aleluya.

Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie va al Padre, si no es por mí, dice el Señor. R/.

EVANGELIO

Yo soy el camino, la verdad y la vida.

+ Del santo Evangelio según san Juan: 14, 1-12

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “No pierdan la paz. Si creen en Dios, crean también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas habitaciones. Si no fuera así, yo se lo habría dicho a ustedes, porque ahora voy a prepararles un lugar. Cuando me haya ido y les haya preparado un lugar, volveré y los llevaré conmigo, para que donde yo esté, estén también ustedes. Y ya saben el camino para llegar al lugar a donde voy”.

Entonces Tomás le dijo: “Señor, no sabemos a dónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?”. Jesús le respondió: “Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre si no es por mí. Si ustedes me conocen a mí, conocen también a mi Padre. Ya desde ahora lo conocen y lo han visto”.

Le dijo Felipe: “Señor, muéstranos al Padre y eso nos basta”. Jesús le replicó: “Felipe, tanto tiempo hace que estoy con ustedes, ¿y todavía no me conoces? Quien me ve a mí, ve al Padre. ¿Entonces por qué dices: ‘Muéstranos al Padre’? ¿O no crees que yo estoy en el Padre y que el Padre está en mí? Las palabras que yo les digo, no las digo por mi propia cuenta. Es el Padre, que permanece en mí, quien hace las obras. Créanme: yo estoy en el Padre y el Padre está en mí. Si no me dan fe a mí, créanlo por las obras. Yo les aseguro: el que crea en mí, hará las obras que hago yo y las hará aún mayores, porque yo me voy al Padre”.

Palabra del Señor.

ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS

Dios nuestro, que por el santo valor de este sacrificio nos hiciste participar de tu misma y gloriosa vida divina, concédenos que, así como hemos conocido tu verdad, de igual manera vivamos de acuerdo con ella. Por Jesucristo, nuestro Señor.

ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Jn 15, 1. 5

Yo soy la vid verdadera y ustedes los sarmientos, dice el Señor; si permanecen en mí y yo en ustedes darán fruto abundante. Aleluya.

ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN

Señor, muéstrate benigno con tu pueblo, y ya que te dignaste alimentado con los misterios celestiales, hazlo pasar de su antigua condición de pecado a una vida nueva. Por Jesucristo, nuestro Señor.

_________________________

BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)

Elección de los siete (Hch 6, 1-7)

1ª lectura

En el comienzo de la sección se presentan dos grupos de discípulos, distinguidos según el estrato del que procedían antes de su conversión: helenistas y hebreos. Los «helenistas» eran judíos que habían nacido y vivido un tiempo fuera de Palestina. Hablaban griego y utilizaban sinagogas propias en las que se leían versiones griegas de la Sagrada Escritura. Poseían cierta cultura griega, a la que los hebreos no eran del todo ajenos. Los «hebreos» eran judíos nacidos en Palestina, que hablaban arameo y usaban la Biblia hebrea en el culto sinagogal. Esta distinción de grupos según su procedencia pervivió lógicamente durante un tiempo en la comunidad cristiana. Pero no debe hablarse de división, y menos aún de oposición entre dos facciones del cristianismo primitivo.

El capítulo narra la institución por los Apóstoles de «los Siete», que es el segundo grupo definido de discípulos —el primero está formado por «los Doce»—, al que se encomienda un ministerio en la Iglesia. Lucas emplea la palabra diakonía (asistencia, servicio, ministerio; vv. 1.2.4), aunque no llama «diáconos» a los siete discípulos elegidos para «servir las mesas» (v. 2). No sabemos con seguridad si el ministerio diaconal, tal como lo conocemos, deriva directamente de «los Siete», pero no debe descartarse la posibilidad de que el ministerio aquí descrito haya contribuido a la institución posterior del diaconado propiamente dicho. Los documentos cristianos de los primeros siglos recuerdan a muchos diáconos que fueron mártires del Señor, que servían en el culto y en las casas, y que, con su servicio, eran, sobre todo, instrumentos de unidad: «Os exhorto a que pongáis empeño por hacerlo todo en la concordia de Dios, bajo la presidencia del obispo, que ocupa el lugar de Dios; y de los presbíteros, que representan al colegio de los Apóstoles; desempeñando los diáconos, para mí muy queridos, el ejercicio que les ha sido confiado del ministerio de Jesucristo, el cual estaba junto al Padre antes de los siglos y se manifestó en estos últimos tiempos. Así pues, todos, conformándoos al proceder de Dios, respetaos mutuamente, y nadie mire a su prójimo desde un punto de vista meramente humano, sino amaos unos a otros en Jesucristo en todo momento. Que nada haya en vosotros que pueda dividiros, antes bien, formad un solo cuerpo con vuestro obispo y con los que os presiden, para que seáis modelo y ejemplo de inmortalidad» (S. Ignacio de Antioquía, Ad Magnesios 6).

San Lucas señala de nuevo en un sumario (v. 7), como en capítulos anteriores, el crecimiento de la Iglesia. Se refiere ahora a la conversión de multitud de sacerdotes. Se ha pensado que tal vez estos sacerdotes pertenecían a la clase modesta, como Zacarías (cfr. Lc 1,5), y no a las grandes familias sacerdotales, que eran del partido de los saduceos, enemigos de la naciente Iglesia (cfr. 4,1; 5,17).

Sacerdocio común de los fieles (1 Pe 2, 4-9)

2ª lectura

Todo el pasaje —compuesto por un entramado de citas del Antiguo Testamento, tal vez empleadas en la primitiva catequesis apostólica— gira en torno a la imagen de la edificación. El Bautismo hace al cristiano miembro del edificio espiritual de la Iglesia, cuya piedra clave es Jesucristo (vv. 4-8). Los cristianos, piedras vivas, han de estar unidos a Él por la fe y por la gracia, para construir sólidamente el templo donde se ofrezcan «sacrificios espirituales, agradables a Dios» (v. 5). Cuanto más íntima sea la unión con Jesucristo, más sólida resultará la edificación: «Todos los que creemos en Cristo Jesús somos llamados piedras vivas (...). Para que te prepares con mayor interés, tú que me escuchas, a la construcción de este edificio, para que seas una de las piedras próximas a los cimientos, debes saber que es Cristo mismo el cimiento de este edificio que estamos describiendo» (Orígenes, In Iesu Nave 9,1).

«Para esto habían sido destinados» (v. 8). No hay hombres que estén condenados de antemano. Se trata de una manera bíblica de expresar la acción libre de los hombres, como algo previsto en los planes de Dios.

Frente a los incrédulos, los creyentes son el verdadero y nuevo Pueblo de Dios (vv. 9-10). Los privilegios de Israel son ahora de los cristianos. Los vaticinios del Antiguo Testamento se han cumplido en la Iglesia.

En este pueblo santo hay un único sacerdote, Jesucristo, y un único sacrificio, el que ofreció en la cruz y se renueva en la Santa Misa. Pero todos los cristianos, mediante los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación, participamos del sacerdocio de Jesucristo, y quedamos capacitados para llevar a cabo una mediación sacerdotal entre Dios y los demás hombres, y para participar activamente en el culto divino. Es el llamado sacerdocio común de los fieles. «Todas sus obras, oraciones, tareas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el trabajo diario, el descanso espiritual y corporal, si se realizan en el Espíritu, incluso las molestias de la vida, si se llevan con paciencia, todo ello se convierte en sacrificios espirituales agradables a Dios por Jesucristo, que ellos ofrecen con toda piedad a Dios Padre en la celebración de la Eucaristía uniéndolos a la ofrenda del cuerpo del Señor. De esta manera, también los laicos, como adoradores que en todas partes llevan una conducta santa, consagran el mundo mismo a Dios» (Conc. Vaticano II, Lumen gentium, n. 34).

Camino, verdad y vida (Jn 14, 1-12)

Evangelio

Al parecer, el anuncio de las negaciones de Pedro ha entristecido a los discípulos. Jesús les anima diciendo que se marcha para prepararles una morada en los cielos, pues, a pesar de sus miserias y claudicaciones, finalmente perseverarán.

Inspirándose en las palabras del v. 2, Santa Teresa de Jesús escribirá sus célebres Moradas, considerando el «alma como un castillo todo de un diamante o muy claro cristal, adonde hay muchos aposentos, así como en el cielo hay muchas moradas. Que, si bien lo consideramos, hermanas, no es otra cosa el alma del justo sino un paraíso adonde dice Él tiene sus deleites. Pues ¿qué tal os parece que será el aposento adonde un Rey tan poderoso, tan sabio, tan limpio, tan lleno de todos los bienes se deleita?» (Moradas 1,1). Y más adelante añadirá: «La puerta para entrar en este castillo es la oración» (ibidem 2,11).

La muerte de Jesús va a ser el tránsito hacia el Padre, con quien es uno por ser Dios (cfr. v. 10). Los Apóstoles no entendían con profundidad lo que Jesús les estaba enseñando; de ahí la pregunta de Tomás (v. 5). El Señor explica que Él es el camino hacia el Padre. «Era necesario decirles: Yo soy el Camino, para demostrarles que en realidad sabían lo que les parecía ignorar, porque le conocían a Él» (S. Agustín, In Ioannis Evangelium 66,2).

Las palabras de Jesús al responder: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida» (v. 6), van más allá de la pregunta de Tomás. Ser la Verdad y la Vida es lo propio del Hijo de Dios hecho hombre, del que San Juan dice en el prólogo a su evangelio que está «lleno de gracia y de verdad» (1,14). Él es la Verdad porque con su venida al mundo se muestra la fidelidad de Dios a sus promesas, y porque enseña verdaderamente quién es Dios y cómo la auténtica adoración ha de ser «en espíritu y en verdad» (4,23). Él es la Vida por tener desde toda la eternidad la vida divina junto al Padre (cfr. 1,4), y porque nos hace, mediante la gracia, partícipes de esa vida divina. Por todo ello dice el evangelio: «Ésta es la vida eterna: que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien Tú has enviado» (17,3). Con su respuesta, Jesús está «como diciendo: ¿Por dónde quieres ir? Yo soy el Camino. ¿Adónde quieres ir? Yo soy la Verdad. ¿Dónde quieres permanecer? Yo soy la Vida. Todo hombre alcanza a comprender la Verdad y la Vida; pero no todos encuentran el Camino. Los sabios del mundo comprenden que Dios es vida eterna y verdad cognoscible; pero el Verbo de Dios, que es Verdad y Vida junto al Padre, se ha hecho Camino asumiendo la naturaleza humana. Camina contemplando su humildad y llegarás hasta Dios» (S. Agustín, Sermones 142 y 141,1.4). «Si buscas, pues, por dónde has de ir, acoge en ti a Cristo, porque Él es el camino (...). Es mejor andar por el camino, aunque sea cojeando, que caminar rápidamente fuera del camino. Porque el que va cojeando por el camino, aunque adelante poco, se va acercando al término; pero el que anda fuera del camino, cuanto más corre, tanto más se va alejando del término» (Sto. Tomás de Aquino, Super Evangelium Ioannis, ad loc.).

El v. 9 es de una intensidad deslumbrante. Conocer a Cristo es conocer a Dios. Jesús es el rostro de Dios: «Toda la vida de Cristo es Revelación del Padre: sus palabras y sus obras, sus silencios y sus sufrimientos, su manera de ser y de hablar. Jesús puede decir: “Quien me ve a mí, ve al Padre” (Jn 14,9), y el Padre: “Éste es mi Hijo amado; escuchadle” (Lc 9,35). Nuestro Señor, al haberse hecho hombre para cumplir la voluntad del Padre, nos “manifestó el amor que nos tiene” (1 Jn 4,9) con los menores rasgos de sus misterios» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 516).

Antes de partir de este mundo, el Señor promete a los Apóstoles que les hará partícipes de sus poderes para que la salvación de Dios se manifieste por medio de ellos (vv. 12-14). Las obras que realizarán son los milagros hechos en el nombre de Jesucristo (cfr. Hch 3,1-10; 5,15-16; etc.), y sobre todo, la conversión de los hombres a la fe cristiana y su santificación, mediante la predicación y la administración de los sacramentos. Se pueden considerar obras mayores que las de Jesús (v. 12) en cuanto que por el ministerio de los Apóstoles el Evangelio no sólo fue predicado en Palestina, sino que se difundió hasta los extremos de la tierra.

_____________________

SAN AGUSTÍN (www.iveargentina.org)

«Yo soy el camino, la verdad y la vida»

Estas divinas lecciones nos levantan el corazón, para que la desesperanza no nos deprima, y al mismo tiempo lo aterran, para que no nos lleve el viento de la soberbia. Dificultoso, por demás, había de sernos seguir el camino medio, verdadero y derecho, como si dijésemos entre la izquierda de la desesperación y la derecha de la presunción, si Cristo no dijese: Yo soy el camino, la verdad y la vida. O en palabras semejantes: «¿Por dónde quieres ir? Yo soy el camino. ¿A dónde quieres ir? Yo soy la verdad. ¿Dónde quieres detenerte? Yo soy la vida.» Vayamos, pues, tranquilamente por este camino; mas ¡cuidado con las asechanzas a la vera del camino! No se atreve el enemigo a poner celada en el mismo camino, porque el camino es Cristo; pero a la vera del camino es cierto que no se cansa de ponerlas. Por eso dice un salmo: Junto a las sendas me pusieron tropiezos. Y en otro lugar dice la Escritura: Entre lazos andas. Estos lazos entre los que andamos no están en el camino, sino a la vera del camino. ¿De qué te asustas, qué temes por el camino? Teme si te sales de él. Porque, si al enemigo se le deja poner lazos junto al camino, es para que, con la alegría de la seguridad, no se abandone el camino derecho y vaya el caminante a dar en las celadas.

Aunque sea Cristo la verdad y la vida, el excelso y Dios, el camino es Cristo humilde. Andando sobre las huellas de Cristo humilde, llegarás a la cumbre; si tu flaqueza no se desprecia de sus humillaciones, llegarás a la cima, donde serás inexpugnable. ¿Cuál fue la causa de las humillaciones de Cristo sino la debilidad tuya? Tu flaqueza te asediaba rigurosa y sin remedio, y esto hizo que viniese a ti un Médico tan excelente. Porque, si tu enfermedad fuese tal que, a lo menos, pudieras ir por tus pies al médico, aún se podría decir que no era intolerable; más como tú no pudiste ir a él, vino él a ti; y vino enseñándonos la humildad, por donde volvamos a la vida, porque la soberbia era obstáculo invencible para ello; como que había sido ella la que había hecho apartarse de la vida el corazón humano levantado contra Dios; y, desdeñando, cuando sano, las normas de su higiene, cayó el alma en enfermedad. Que ahora sepa, ya enferma, oír a quien despreció cuando sana; oiga, para levantarse, al que despreció para caer; oiga, escarmentada en cabeza propia, lo que rehusó alcanzar obedeciendo a lo mandado. Porque ahora su miseria tiene amaestrada al alma, que la felicidad hizo negligente, de cuan malo, ¡ay!, es alejarse de Dios, presumiendo de sí, y cuan bueno es adherirse al Señor, sintiendo siempre humildemente. Por quedar de lado al bien aquel incorruptible y singular para juntarse a esta multitud de apetencias sensuales, al amor del siglo y corrupciones terrenas, es prostituirse a espaldas del Señor. A ésta es a quien se grita: De fornicaria se te ha vuelto la cara y eres de pies a cabeza desvergonzada. Veamos ahora el objeto de la reprimenda.

Porque Dios, cuando riñe, no insulta; su mira es sacarle a la presunción los colores de la confusión para que sane. ¡Qué vehemencia la de la Escritura en sus voces y qué no usar la caricia de la adulación con quienes quiso volver al camino de salvación! Adúlteros, ¿no sabéis que los amigos del mundo se hacen enemigos de Dios?

El amor del mundo hace adúltera al alma; el amor del Hacedor del mundo hace casta el alma; pero, si ésta no comienza por abochornarse de sus disoluciones, jamás apetecerá los castos abrazos de Dios. Que la confusión, pues, la disponga para el retorno, porque es el orgullo quien la detiene. Quien increpa, no comete pecado, pone a la vista el pecado. Lo que el alma no quería ver, se lo pone delante de los ojos; y lo que deseaba tanto llevar a la espalda, la corrección se lo cuelga del cuello. Has de verte a ti en ti. ¿Qué andas mirando la brizna en el ojo de tu hermano, y no ves la viga en el tuyo? Y al alma, que anda fuera de sí, se la trae de nuevo a sí. Y lo mismo que se había alejado de sí misma, habíase alejado de su Señor. Esta alma, en efecto, se había mirado a sí misma, y salió complacida del examen, enamorándose con ello de su independencia. Se alejó de él sin quedarse en sí misma; siéntese impelida a salir de sí, sale fuera de sí misma y se precipita sobre lo exterior. Ama el mundo, ama lo temporal, ama lo terreno.

Ya el amarse a sí misma, con desprecio de quien la hizo, fuera decaer, venir a menos; tan a menos como distancia hay de una cosa hecha a quien la hizo. Luego Dios ha de ser amado en tal modo que aún nos olvidemos de nosotros mismos, si ello fuera posible. ¿Cómo se ha de obrar esta conversión? El alma se olvidó de sí misma, más por amor al mundo; olvídese ahora de sí misma, más para amar al artífice del mundo. Empujada fuera de sí, en cierta manera se perdió a sí; y como ni ver sus hechos sabe, justifica sus excesos. Flotando a la deriva, tiene a gala su altivez, sus liviandades, los honores, los empleos, las riquezas, y toda vanidad contribuye a infatuarla. Pero viene la reprensión, viene la corrección, la hace entrar en sí, se desagrada de sí, confiesa su fealdad, desea la belleza, y la disipada vuelve a Dios avergonzada.

¿Ruega contra ella o ruega por ella quien dice: Cubre su rostro de ignominia? Llena, dice, su rostro de ignominia, y buscarán tu nombre, ¡oh Señor! ¿Era, pues, aborrecimiento el desear les cubriera el rostro de vergüenza? Si está suspirando por que busquen el nombre del Señor, ¿no los ama extremadamente? Pero ¿hay aquí sólo amor o sólo aborrecimiento, o se aborrece y ama al mismo tiempo? Sí, sí; aborrece y ama. Aborrece lo tuyo, te ama a ti. ¿Qué significa: «Aborrece lo tuyo, te ama a ti»? Aborrece lo que tú hiciste, ama lo que hizo Dios. Tuyos, ¿qué son sino los pecados? Y tú, ¿qué eres sino lo que hizo Dios? Desdeñas lo que fuiste hecho, amas lo que hiciste; amas fuera de ti tus obras, menosprecias en ti la obra de Dios. No es extraño te vayas a lo exterior, no es extraño que resbales, no es extraño que te alejes de ti mismo, no es extraño se te llame espíritu que va y no vuelve. Oye, oye a quien te llama diciendo: Volveos a mí, que yo me volveré a vosotros.

A Dios no se le aleja ni se le trae; ni se inmuta cuando corrige ni hay mudanza en él cuando reprende. Si está lejos de ti, es porque te alejaste tú de él. Fuiste tú quien de él se cayó, no fue él quien se te ocultó. Ahora, pues, oye que te dice: Volveos a mí, que yo me volveré a vosotros. En otras palabras: “Éste volverme yo a vosotros no es sino volveros vosotros a mí.» Dios, en efecto, persigue a los que les vuelven la espalda e ilumina el rostro de los que le vuelven la cara. ¡Oh fugitivo!, ¿a dónde huirás de Dios? ¿A dónde huirás huyendo de quien ningún espacio circunscribe y de ninguna parte se halla ausente? Quien da libertad al convertido, ¿se venga del huido? Fugitivo, es tu juez; vuelve a él y le hallarás padre.

Hinchado por la soberbia, esta misma hinchazón le estorbaba para volver por la estrechura. Quien, en efecto, se hizo por nosotros camino, clama: Entrad por la puerta estrecha. Hace conatos para entrar, más la hinchazón se lo impide; y cuanto más la hinchazón se lo impide, tanto más perjudiciales le resultan los esfuerzos. Porque, para un hinchado, la estrechura es un tormento, que contribuye a hincharle más; y si aún aumenta de volumen, ¿cómo ha de poder entrar?

Tiene, pues, que deshincharse. ¿Cómo? Tomando el medicamento de la humildad; que beba esta pócima amarga, pero saludable, la pócima de la humillación. ¿Por qué tratar de encogerse? No se lo permite la masa; no grande, sino hinchada. Porque la magnitud o corpulencia es indicio de solidez, la hinchazón es inflamiento. Quien, pues, esté hinchado, no se tenga por grande; deshínchese para ser de grandeza auténtica y sólida. No ambicione estas cosas de acá; no le ufane la pompa esta de las cosas huidizas y corruptibles; oiga la voz del que dijo: Entrad por la puerta angosta; y también: Yo soy el camino. Como si el tímido le preguntase: «¿Por dónde voy a entrar?», le responde: «Yo soy el camino, entra por mí». Para entrar por esta puerta tienes que andar por este camino; porque si dijo: Yo soy el camino, dijo también: Yo soy la puerta. ¿Qué te preocupas del por dónde volver, a dónde volver y por dónde entrar? Para que no andes descarriado, él se hizo todo eso para ti: camino y entrada. En dos palabras lo dice: Sé humilde, sé manso. Pero que nos lo diga con la máxima diafanidad, para que veas por vista de ojos por dónde va el camino, cuál es el camino y a dónde va el camino. ¿A dónde quieres ir? Eres, muy posiblemente, un ambicioso que todo lo querría para sí. Pues...Todas las cosas las puso el Padre en mis manos. Dirás quizá: «Bien; las puso en las manos de Cristo, pero no en las mías...» Escucha lo que dice el Apóstol; escucha, según te dije hace rato; no te quiebre la desesperación las alas del ánimo; oye cómo fuiste amado cuando no eras amable; oye cómo eras amado cuando eras torpe y feo; antes, en fin, de que hubiera en ti cosa digna de amor. Fuiste amado primero para que te hicieras digno de ser amado. Pues bien, Cristo, dice el Apóstol, murió en beneficio de los impíos. ¿Acaso merecía el impío ser amado? Ruégote me digas qué merecía el impío. —La condenación, respondes tú. —Pues, con todo eso, Cristo murió por los impíos. Ahí ves lo que hizo por ti cuando impío; ¿qué reserva para el pío? ¿Qué se hizo a favor del impío? Por los impíos murió Cristo. Tú, que deseabas poseerlo todo, ahí tienes modo de hallarlo todo; no lo busques por el camino de la avaricia, búscalo por el camino de la piedad. Si por ahí vas, lo poseerás, porque poseerás al Hacedor de todas las cosas, y, poseyéndole a él, todo con él será tuyo.

No son estas ideas que os expongo deducciones del raciocinio. Escúchale al Apóstol sus mismas palabras: Quien a su propio Hijo no perdonó, antes por nosotros todos le entregó, ¿cómo podría no darnos también con él todas las cosas? ¡Evidentemente! ¡Oh avaro!, ahí tienes todas las cosas. A fin, pues, de no hallar estorbo, desama todo lo que amas y aduéñate de Cristo, en quien puedas ser dueño de todo. Médico él absolutamente innecesitado de tal remedio, tomó, sin embargo, para animar al enfermo, lo que ninguna falta le hacía; fue un modo de lenguaje para vencer la resistencia del enfermo y reanimar al decaído. El cáliz, dice, que yo he de beber; yo, en quien esa pócima nada tiene que sanar, porque no lo hay, voy a beberlo, con todo ello, para que tú, a quien hace falta beberlo, no te eches atrás y lo bebas. Ved ahora, hermanos, si la humanidad, tomando medicina tan excelente, debe continuar enferma. Ya se humilló Dios, y ¡aún es orgulloso el hombre! Oiga y aprenda. Todas las cosas, dice, las puso el Padre en mis manos. Si, pues, lo deseas todo, todo lo tendrás conmigo; si deseas al Padre, lo tendrás por mí, lo tendrás en mí. ¿De qué me sirve, dices, tenerlo todo, si a él no lo tengo? Bien dices. Si, pues, a él también quieres tenerle, oye lo que sigue. Porque, habiendo dicho: Todas las cosas las puso el Padre en mis manos, como exhortando y diciendo: «Ven a mí si quieres poseerlo todo», y dijeras tú: «No quiero todas las cosas, sino al que hizo todas las cosas», prosigue y dice: Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo. No pierdas el ánimo, oye lo demás: Y aquel a quien el Hijo quiera revelárselo. A quienquiera, dice. —Tal vez a mí no quiera. —No habría venido a ti humilde si no quisiera le conocieras excelso. Quizá también aquí digas: «Aunque le conozca a él, yo querría conocer al Padre.» ¿Quieres conocer al Padre? Oye la voz de Felipe; fue el primero que habló de esto, y muy bien, como era justo. Sediento de felicidad, buscaba la en todas partes; más la sed no se le apagaba en ninguna, no hallaba dónde amortiguar su ardor. Y con esta sed dícele al Señor: Señor, muéstranos al Padre, y nos basta. ¿Qué significa ese nos basta?

Allí será el descansar, y nada más buscar. El Señor: ¿Tanto tiempo como llevo con vosotros y aún no me habéis conocido? Felipe, quien me ve a mí, ve también al Padre. Consecuencia: para que se manifieste el Hijo, es de necesidad no hallar al Hijo inferior a su Padre, o no dicen nada estas sus palabras: Yo y el Padre somos una misma cosa. Ahora bien, el que de suyo es una misma cosa con el Padre, se anonadó por ti a sí mismo, tomando forma de siervo. Anonadóse a sí mismo, tomando forma de esclavo, cuando, alejado de él, te dio eso; para cuando vuelvas a él, te guardó: Yo y el Padre somos una misma cosa.

Sermones (3º) (t. XXIII), Sermón 142, 1-6, BAC Madrid 1983, 285-93

_____________________

FRANCISCO – Regina Coeli 2014 y 2020 - Homilía 26.IV.13

Regina Coeli 2014

Confrontándonos, discutiendo y rezando, así se resuelven los conflictos en la Iglesia 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy la lectura de los Hechos de los Apóstoles nos hace ver que también en la Iglesia de los orígenes surgen las primeras tensiones y las primeras divergencias. En la vida, los conflictos existen, la cuestión es cómo se afrontan. Hasta ese momento la unidad de la comunidad cristiana había sido favorecida por la pertenencia a una única etnia, y a una única cultura, la judía. Pero cuando el cristianismo, que por voluntad de Jesús está destinado a todos los pueblos, se abrió al ámbito cultural griego, faltaba esa homogeneidad y surgieron las primeras dificultades. En ese momento creció el descontento, había quejas, corrían voces de favoritismos y desigualdad de trato. Esto sucede también en nuestras parroquias. La ayuda de la comunidad a las personas necesitadas —viudas, huérfanos y pobres en general—, parecía privilegiar a los cristianos de origen judío respecto a los demás.

Entonces, ante este conflicto, los Apóstoles afrontaron la situación: convocaron a una reunión abierta también a los discípulos, discutieron juntos la cuestión. Todos. Los problemas, en efecto, no se resuelven simulando que no existan. Y es hermosa esta confrontación franca entre los pastores y los demás fieles. Se llegó, por lo tanto, a una subdivisión de las tareas. Los Apóstoles hicieron una propuesta que fue acogida por todos: ellos se dedicarán a la oración y al ministerio de la Palabra, mientras que siete hombres, los diáconos, proveerán al servicio de las mesas de los pobres. Estos siete no fueron elegidos por ser expertos en negocios, sino por ser hombres honrados y de buena reputación, llenos de Espíritu Santo y de sabiduría; y fueron constituidos en su servicio mediante la imposición de las manos por parte de los Apóstoles. Y, así, de ese descontento, de esa queja, de esas voces de favoritismo y desigualdad de trato, se llegó a una solución. Confrontándonos, discutiendo y rezando, así se resuelven los conflictos en la Iglesia. Confrontándonos, discutiendo y rezando. Con la certeza de que las críticas, la envidias y los celos no podrán jamás conducirnos a la concordia, a la armonía o a la paz. También allí fue el Espíritu Santo quien coronó este acuerdo; y esto nos hace comprender que cuando dejamos la conducción al Espíritu Santo, Él nos lleva a la armonía, a la unidad y al respeto de los diversos dones y talentos. ¿Habéis entendido bien? Nada de críticas, nada de envidias, nada de celos. ¿Entendido?

Que la Virgen María nos ayude a ser dóciles al Espíritu Santo, para que sepamos estimarnos mutuamente y converger cada vez más profundamente en la fe y en la caridad, teniendo el corazón abierto a las necesidades de los hermanos.

***

Regina Coeli 2020

Jesús debe ser el protagonista de nuestra vida

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En el Evangelio de hoy escuchamos el inicio del llamado “Discurso de despedida” de Jesús. Se trata de las palabras que Jesús dirige a sus discípulos al terminar la Última Cena, poco antes de enfrentarse a su Pasión. En un momento tan dramático, Jesús comenzó diciendo: «No se turbe vuestro corazón» (v. 1). También nos lo dice a nosotros, en los dramas de nuestras vidas. Pero, ¿qué debemos hacer para que no se turbe nuestro corazón? Porque el corazón se turba.

El Señor indica dos remedios para el turbamiento. El primero es: «Creed en mí» (v. 1). Puede parecer un consejo un poco teórico, abstracto. Sin embargo, Jesús quiere decirnos algo bastante preciso. Él sabe que, en la vida, la peor ansiedad, el turbamiento, viene de la sensación de no tener fuerzas, del sentirse solos y sin un punto de referencia ante lo que nos sucede. Esta angustia, en la que a la dificultad se le añade mayor dificultad, no la podemos superar solos. Necesitamos la ayuda de Jesús, y por esto Jesús nos pide que tengamos fe en Él; es decir, que no nos apoyemos en nosotros mismos sino en Él. Porque la liberación del turbamiento pasa por la confianza. Encomendarse a Jesús, dar el “salto”. Y esta es la liberación de la angustia. Y Jesús ha resucitado y está vivo precisamente para estar siempre a nuestro lado. Ahora podemos decirle: “Jesús, creo que has resucitado y que me acompañas. Creo que me escuchas. Te traigo todo lo que me turba, mis problemas: tengo fe en Ti y me encomiendo a Ti”.

Además, hay un segundo remedio para la angustia que Jesús expresa del siguiente modo: «En la casa de mi Padre hay muchas mansiones; […] voy a prepararos un lugar» (v. 2). Esto es lo que hace Jesús por nosotros: nos ha reservado un lugar en el Cielo. Tomó nuestra humanidad sobre sí mismo para llevarla más allá de la muerte, a un nuevo lugar, al Cielo, para que allí donde está Él, estuviéramos también nosotros. Es la certeza que nos consuela: hay un lugar reservado para cada uno. Hay un lugar para mí también. Cada uno de nosotros puede decir: hay un lugar para mí. No vivimos sin meta ni destino. Se nos espera, somos preciosos. Dios está enamorado de nosotros, somos sus hijos. Y para nosotros ha preparado el lugar más digno y hermoso: el paraíso. No lo olvidemos: la morada que nos espera es el Paraíso. Aquí estamos de paso. Estamos hechos para el Cielo, para la vida eterna, para vivir para siempre. Para siempre: es algo que ni siquiera podemos imaginar ahora. Pero aún más bello es pensar que este para siempre será totalmente en el gozo, en la comunión plena con Dios y con los otros, sin más lágrimas, sin más rencores, sin divisiones ni angustias.

Pero, ¿cómo podemos llegar al Paraíso? ¿Cuál es el camino a seguir? Esta es la frase decisiva de Jesús. Lo dice hoy: «Yo soy el camino» (v. 6). Jesús es el camino para subir al cielo: tener una relación abierta con Él, imitarlo en el amor, seguir sus pasos. Y yo, cristiano, tú, cristiano, cada uno de nosotros, cristianos, podemos preguntarnos: “¿Qué camino sigo?”. Hay caminos que no llevan al Cielo: los caminos de la mundanidad, los caminos para autoafirmarse, los caminos del poder egoísta. Y está el camino de Jesús, el camino del amor humilde, de la oración, de la mansedumbre, de la confianza, del servicio a los demás. No es el camino de mi protagonismo, es el camino de Jesús como protagonista de mi vida. Es ir adelante cada día preguntándole: “Jesús, qué piensas de esta decisión que he tomado? ¿Qué harías en esta situación, con estas personas?”. Nos hará bien preguntar a Jesús, que es el camino, las indicaciones para el Cielo. Que la Virgen, Reina del Cielo, nos ayude a seguir a Jesús, que ha abierto para nosotros el Paraíso.

***

Homilía del 26 de abril de 2013

La fe, camino de belleza y verdad

La fe no es ni una alienación ni un fraude, sino un camino concreto de belleza y de verdad, trazado por Jesús, para preparar nuestros ojos y poder contemplar “el rostro maravilloso de Dios” en el lugar definitivo que está preparado para cada uno. Con estas palabras invita el Papa Francisco a no tener miedo y a vivir la vida como una preparación para mirar mejor, escuchar mejor y amar más.

En su reflexión, el Santo Padre parte de las lecturas de la liturgia del día. En esta ocasión, del pasaje evangélico de san Juan (Jn 14, 1-6): “No se turbe vuestro corazón, creed en Dios y creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no, os lo habría dicho, porque me voy a prepararos un lugar...”. Y el Pontífice se preguntó: “¿Cómo es esta preparación? ¿Cómo se realiza? ¿Cómo es ese lugar? ¿Qué significa preparar el lugar? ¿Alquilar una habitación en las alturas?”. Preparar el lugar significa “preparar nuestra posibilidad de gozar, ver, sentir, comprender la belleza de aquello que nos espera, de la patria hacia la cual caminamos”.

Por ello, “toda la vida cristiana es un trabajo de Jesús, del Espíritu Santo, para prepararnos un lugar, prepararnos los ojos para ver. Quienes están enfermos de cataratas y tienen que operarse: ellos ven, pero después de la operación, ¿qué dicen? “Nunca pensé que se podía ver así”. Nuestros ojos, los ojos de nuestra alma tienen necesidad de ser preparados para contemplar el rostro maravilloso de Jesús”. Se trata, entonces, de “preparar principalmente el corazón para amar, amar más”. Y “esto no es alienación: esta es la verdad, esto es permitir que Jesús prepare nuestro corazón, nuestros ojos, para esa belleza tan grande. Es el camino de la belleza. También el camino del regreso a la patria”.

_________________________

BENEDICTO XVI – Regina Coeli 2011

El compromiso de anunciar a Jesucristo constituye la tarea principal de la Iglesia

¡Queridos hermanos y hermanas!

El Evangelio del domingo de hoy, Quinto de Pascua, propone un doble mandamiento sobre la fe: creer en Dios y creer en Jesús. El Señor, de hecho, dice a sus discípulos: “Creed en Dios, y creed también en mí” (Jn 14,1). No son dos actos separados, sino un único acto de fe, la plena adhesión a la salvación realizada por Dios Padre mediante su Hijo Unigénito. El Nuevo Testamento puso fin a la invisibilidad del Padre. Dios mostró su rostro, como confirma la respuesta de Jesús al apóstol Felipe: “Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Jn 14,9). El Hijo de Dios, con su encarnación, muerte y resurrección, nos liberó de la esclavitud del pecado para darnos la libertad de los hijos de Dios, y nos dio a conocer el rostro de Dios que es amor: Dios se puede ver, es visible en Cristo. Santa Teresa de Ávila escribe que “no debemos alejarnos de lo que constituye todo nuestro bien y nuestro remedio, es decir, de la santísima humanidad de nuestro Señor Jesucristo” (Castillo interior, 7, 6). Por tanto solo creyendo en Cristo, permaneciendo unidos a Él, los discípulos, entre quienes estamos también nosotros, pueden continuar su acción permanente en la historia: “En verdad, en verdad os digo –dice el Señor–: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago” (Jn 14,12).

La fe en Jesús comporta seguirlo cotidianamente, en las sencillas acciones que componen nuestra jornada. “Es propio del misterio de Dios actuar de modo oculto. Sólo poco a poco Él construye en la gran historia de la humanidad su historia. Se hace hombre, pero de manera que pueda ser ignorado por sus contemporáneos, por las fuerzas que cuentan en la historia. Sufre y muere y, como Resucitado, quiere llegar a la humanidad sólo a través de la fe de los suyos a los que se manifiesta. Continuamente Él llama sumisamente a las puertas de nuestros corazones y, si le abrimos, lentamente nos hace capaces de ‘ver’” (Jesús de Nazaret II, 2011, 306). San Agustín afirma que “era necesario que Jesús dijese: ‘Yo soy el camino, la verdad y la vida’ (Jn 14,6), porque una vez conocido el camino faltaba por conocer la meta” (Tractatus in Ioh., 69, 2: CCL 36, 500), y la meta es el Padre. Para los cristianos, para cada uno de nosotros, por tanto, el Camino al Padre es dejarse guiar por Jesús, por su palabra de Verdad, y acoger el don de su Vida. Hagamos nuestra la invitación de san Buenaventura: “Abre por tanto los ojos, tiende el oído espiritual, abre tus labios y dispón tu corazón, para que puedas en todas las criaturas ver, escuchar, alabar, amar, venerar, glorificar, honrar a tu Dios” (Itinerarium mentis in Deum, I, 15).

Queridos amigos, el compromiso de anunciar a Jesucristo, “el camino, la verdad y la vida” (Jn 14,6), constituye la tarea principal de la Iglesia. Invoquemos a la Virgen María para que asista siempre a los Pastores y a cuantos en los diversos ministerios anuncian el alegre Mensaje de salvación, para que la Palabra de Dios se difunda y el número de los discípulos se multiplique (cfr Hch 6,7).

_________________________

DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos

CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA

La oración de Jesús en la Última Cena

2746. Cuando ha llegado su hora, Jesús ora al Padre (cf Jn 17). Su oración, la más larga transmitida por el Evangelio, abarca toda la Economía de la creación y de la salvación, así como su Muerte y su Resurrección. Al igual que la Pascua de Jesús, sucedida “una vez por todas”, permanece siempre actual, de la misma manera la oración de la Hora de Jesús sigue presente en la Liturgia de la Iglesia.

2747. La tradición cristiana acertadamente la denomina la oración “sacerdotal” de Jesús. Es la oración de nuestro Sumo Sacerdote, inseparable de su sacrificio, de su “paso” [pascua] hacia el Padre donde él es “consagrado” enteramente al Padre (cf Jn 17, 11. 13. 19).

2748. En esta oración pascual, sacrificial, todo está “recapitulado” en Él (cf Ef 1, 10): Dios y el mundo, el Verbo y la carne, la vida eterna y el tiempo, el amor que se entrega y el pecado que lo traiciona, los discípulos presentes y los que creerán en Él por su palabra, la humillación y su gloria. Es la oración de la unidad.

2749. Jesús ha cumplido toda la obra del Padre, y su oración, al igual que su sacrificio, se extiende hasta la consumación de los siglos. La oración de la Hora de Jesús llena los últimos tiempos y los lleva hacia su consumación. Jesús, el Hijo a quien el Padre ha dado todo, se entrega enteramente al Padre y, al mismo tiempo, se expresa con una libertad soberana (cf Jn 17, 11. 13. 19. 24) debido al poder que el Padre le ha dado sobre toda carne. El Hijo que se ha hecho Siervo, es el Señor, el «Pantocrátor». Nuestro Sumo Sacerdote que ruega por nosotros es también el que ora en nosotros y el Dios que nos escucha.

2750. Si en el Santo Nombre de Jesús, nos ponemos a orar, podemos recibir en toda su hondura la oración que Él nos enseña: “¡Padre Nuestro!”. La oración sacerdotal de Jesús inspira, desde dentro, las grandes peticiones del Padre Nuestro: la preocupación por el Nombre del Padre (cf Jn 17, 6. 11. 12. 26), el deseo de su Reino (la gloria; cf Jn 17, 1. 5. 10. 24. 23-26), el cumplimiento de la voluntad del Padre, de su designio de salvación (cf Jn 17, 2. 4 .6. 9. 11. 12. 24) y la liberación del mal (cf Jn 17, 15).

2751. Por último, en esta oración Jesús nos revela y nos da el “conocimiento” indisociable del Padre y del Hijo (cf Jn 17, 3. 6-10. 25) que es el misterio mismo de la vida de oración.

Cristo abre para nosotros el camino del cielo

661. Esta última etapa permanece estrechamente unida a la primera, es decir, a la bajada desde el cielo realizada en la Encarnación. Solo el que “salió del Padre” puede “volver al Padre”: Cristo (cf. Jn 16,28). “Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre” (Jn 3, 13; cf, Ef 4, 8-10). Dejada a sus fuerzas naturales, la humanidad no tiene acceso a la “Casa del Padre” (Jn 14, 2), a la vida y a la felicidad de Dios. Sólo Cristo ha podido abrir este acceso al hombre, “ha querido precedernos como cabeza nuestra para que nosotros, miembros de su Cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su Reino” (Prefacio de la Ascensión del Señor, I: Misa Romano).

1025. Vivir en el cielo es “estar con Cristo” (cf. Jn 14, 3; Flp 1, 23; 1 Ts 4,17). Los elegidos viven “en Él”, aún más, tienen allí, o mejor, encuentran allí su verdadera identidad, su propio nombre (cf. Ap 2, 17):

«Pues la vida es estar con Cristo; donde está Cristo, allí está la vida, allí está el reino» (San Ambrosio, Expositio evangelii secundum Lucam 10,121).

1026. Por su muerte y su Resurrección Jesucristo nos ha “abierto” el cielo. La vida de los bienaventurados consiste en la plena posesión de los frutos de la redención realizada por Cristo, quien asocia a su glorificación celestial a aquellos que han creído en Él y que han permanecido fieles a su voluntad. El cielo es la comunidad bienaventurada de todos los que están perfectamente incorporados a Él.

2795. El símbolo del cielo nos remite al misterio de la Alianza que vivimos cuando oramos al Padre. Él está en el cielo, es su morada, la Casa del Padre es, por tanto, nuestra “patria”. De la patria de la Alianza el pecado nos ha desterrado (cf Gn 3) y hacia el Padre, hacia el cielo, la conversión del corazón nos hace volver (cf Jr 3, 19-4, 1a; Lc 15, 18. 21). En Cristo se han reconciliado el cielo y la tierra (cf Is 45, 8; Sal 85, 12), porque el Hijo “ha bajado del cielo”, solo, y nos hace subir allí con Él, por medio de su Cruz, su Resurrección y su Ascensión (cf Jn 12, 32; 14, 2-3; 16, 28; 20, 17; Ef 4, 9-10; Hb 1, 3; 2, 13).

Creer en Jesús

151. Para el cristiano, creer en Dios es inseparablemente creer en Aquel que él ha enviado, «su Hijo amado», en quien ha puesto toda su complacencia (Mc 1,11). Dios nos ha dicho que les escuchemos (cf. Mc 9,7). El Señor mismo dice a sus discípulos: «Creed en Dios, creed también en mí» (Jn 14,1). Podemos creer en Jesucristo porque es Dios, el Verbo hecho carne: «A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado» (Jn 1,18). Porque «ha visto al Padre» (Jn 6,46), él es único en conocerlo y en poderlo revelar (cf. Mt 11,27).

1698. La referencia primera y última de esta catequesis será siempre Jesucristo que es “el camino, la verdad y la vida” (Jn 14,6). Contemplándole en la fe, los fieles de Cristo pueden esperar que Él realice en ellos sus promesas, y que amándolo con el amor con que Él nos ha amado realicen las obras que corresponden a su dignidad:

«Te ruego que pienses [...] que Jesucristo, Nuestro Señor, es tu verdadera Cabeza, y que tú eres uno de sus miembros [...]. Él es con relación a ti lo que la cabeza es con relación a sus miembros; todo lo que es suyo es tuyo, su espíritu, su corazón, su cuerpo, su alma y todas sus facultades, y debes usar de ellos como de cosas que son tuyas, para servir, alabar, amar y glorificar a Dios. Tú eres de Él como los miembros lo son de su cabeza. Así desea Él ardientemente usar de todo lo que hay en ti, para el servicio y la gloria de su Padre, como de cosas que son de Él» (San Juan Eudes, Le Coeur admirable de la Très Sacrée Mère de Dieu, 1, 5: Oeuvres completes, v.6).

«Para mí la vida es Cristo» (Flp 1,21).

2614. Cuando Jesús confía abiertamente a sus discípulos el misterio de la oración al Padre, les desvela lo que deberá ser su oración, y la nuestra, cuando haya vuelto, con su humanidad glorificada, al lado del Padre. Lo que es nuevo ahora es “pedir en su Nombre” (Jn 14, 13). La fe en Él introduce a los discípulos en el conocimiento del Padre porque Jesús es “el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14, 6). La fe da su fruto en el amor: guardar su Palabra, sus mandamientos, permanecer con Él en el Padre que nos ama en Él hasta permanecer en nosotros. En esta nueva Alianza, la certeza de ser escuchados en nuestras peticiones se funda en la oración de Jesús (cf Jn 14, 13-14).

2466. En Jesucristo la verdad de Dios se manifestó en plenitud. “Lleno de gracia y de verdad” (Jn 1, 14), él es la “luz del mundo” (Jn 8, 12), la Verdad (cf Jn 14, 6). El que cree en él, no permanece en las tinieblas (cf Jn 12, 46). El discípulo de Jesús, “permanece en su palabra”, para conocer “la verdad que hace libre” (cf Jn 8, 31-32) y que santifica (cf Jn 17, 17). Seguir a Jesús es vivir del “Espíritu de verdad” (Jn 14, 17) que el Padre envía en su nombre (cf Jn 14, 26) y que conduce “a la verdad completa” (Jn 16, 13). Jesús enseña a sus discípulos el amor incondicional de la verdad: «Sea vuestro lenguaje: “sí, sí”; “no, no”» (Mt 5, 37).

La ordenación de los diáconos

1569 «En el grado inferior de la jerarquía están los diáconos, a los que se les imponen las manos “para realizar un servicio y no para ejercer el sacerdocio”» (LG 29; cf CD 15). En la ordenación al diaconado, sólo el obispo impone las manos, significando así que el diácono está especialmente vinculado al obispo en las tareas de su “diaconía” (cf San Hipólito Romano, Traditio apostolica 8).

1570. Los diáconos participan de una manera especial en la misión y la gracia de Cristo (cf LG 41; AG 16). El sacramento del Orden los marco con un sello («carácter») que nadie puede hacer desaparecer y que los configura con Cristo que se hizo “diácono”, es decir, el servidor de todos (cf Mc 10,45; Lc 22,27; San Policarpo de Esmirna, Epistula ad Philippenses 5, 25,2). Corresponde a los diáconos, entre otras cosas, asistir al obispo y a los presbíteros en la celebración de los divinos misterios sobre todo de la Eucaristía y en la distribución de la misma, asistir a la celebración del matrimonio y bendecirlo, proclamar el Evangelio y predicar, presidir las exequias y entregarse a los diversos servicios de la caridad (cf LG 29; cf. SC 35,4; AG 16).

1571. Desde el Concilio Vaticano II, la Iglesia latina ha restablecido el diaconado “como un grado propio y permanente dentro de la jerarquía” (LG 29), mientras que las Iglesias de Oriente lo habían mantenido siempre. Este diaconado permanente, que puede ser conferido a hombres casados, constituye un enriquecimiento importante para la misión de la Iglesia. En efecto, es apropiado y útil que hombres que realizan en la Iglesia un ministerio verdaderamente diaconal, ya en la vida litúrgica y pastoral, ya en las obras sociales y caritativas, “sean fortalecidos por la imposición de las manos transmitida ya desde los Apóstoles y se unan más estrechamente al servicio del altar, para que cumplan con mayor eficacia su ministerio por la gracia sacramental del diaconado” (AG 16).

“La estirpe elegida, el sacerdocio real”

782. El Pueblo de Dios tiene características que le distinguen claramente de todos los grupos religiosos, étnicos, políticos o culturales de la historia:

— Es el Pueblo de Dios: Dios no pertenece en propiedad a ningún pueblo. Pero Él ha adquirido para sí un pueblo de aquellos que antes no eran un pueblo: “una raza elegida, un sacerdocio real, una nación santa” (1 P 2, 9).

— Se llega a ser miembro de este cuerpo no por el nacimiento físico, sino por el “nacimiento de arriba”, “del agua y del Espíritu” (Jn 3, 3-5), es decir, por la fe en Cristo y el Bautismo.

— Este pueblo tiene por Cabeza a Jesús el Cristo [Ungido, Mesías]: porque la misma Unción, el Espíritu Santo fluye desde la Cabeza al Cuerpo, es “el Pueblo mesiánico”.

— “La identidad de este Pueblo, es la dignidad y la libertad de los hijos de Dios en cuyos corazones habita el Espíritu Santo como en un templo” (LG 9).

— “Su ley, es el mandamiento nuevo: amar como el mismo Cristo mismo nos amó (cf. Jn 13, 34)”. Esta es la ley “nueva” del Espíritu Santo (Rm 8,2; Ga 5, 25).

— Su misión es ser la sal de la tierra y la luz del mundo (cf. Mt 5, 13-16). “Es un germen muy seguro de unidad, de esperanza y de salvación para todo el género humano” (LG 9.

— “Su destino es el Reino de Dios, que él mismo comenzó en este mundo, que ha de ser extendido hasta que él mismo lo lleve también a su perfección” (LG 9).

803. “Vosotros sois linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido” (1 P 2, 9).

1141. La asamblea que celebra es la comunidad de los bautizados que, “por el nuevo nacimiento y por la unción del Espíritu Santo, quedan consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo para que ofrezcan, a través de todas las obras propias del cristiano, sacrificios espirituales” (LG 10). Este “sacerdocio común” es el de Cristo, único Sacerdote, participado por todos sus miembros (cf LG 10; 34; PO 2):

«La Madre Iglesia desea ardientemente que se lleve a todos los fieles a aquella participación plena, consciente y activa en las celebraciones litúrgicas que exige la naturaleza de la liturgia misma y a la cual tiene derecho y obligación, en virtud del bautismo, el pueblo cristiano “linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido” (1 P 2,9; cf 2,4-5)» (SC 14).

1174. El Misterio de Cristo, su Encarnación y su Pascua, que celebramos en la Eucaristía, especialmente en la asamblea dominical, penetra y transfigura el tiempo de cada día mediante la celebración de la Liturgia de las Horas, “el Oficio divino” (cf SC IV). Esta celebración, en fidelidad a las recomendaciones apostólicas de “orar sin cesar” (1 Ts 5,17; Ef 6,18), “está estructurada de tal manera que la alabanza de Dios consagra el curso entero del día y de la noche” (SC 84). Es “la oración pública de la Iglesia” (SC 98) en la cual los fieles (clérigos, religiosos y laicos) ejercen el sacerdocio real de los bautizados. Celebrada “según la forma aprobada” por la Iglesia, la Liturgia de las Horas “realmente es la voz de la misma Esposa la que habla al Esposo; más aún, es la oración de Cristo, con su mismo Cuerpo, al Padre” (SC 84).

1269. Hecho miembro de la Iglesia, el bautizado ya no se pertenece a sí mismo (1 Co 6,19), sino al que murió y resucitó por nosotros (cf 2 Co 5,15). Por tanto, está llamado a someterse a los demás (Ef 5,21; 1 Co 16,15-16), a servirles (cf Jn 13,12-15) en la comunión de la Iglesia, y a ser “obediente y dócil” a los pastores de la Iglesia (Hb 13,17) y a considerarlos con respeto y afecto (cf 1 Ts 5,12-13). Del mismo modo que el Bautismo es la fuente de responsabilidades y deberes, el bautizado goza también de derechos en el seno de la Iglesia: recibir los sacramentos, ser alimentado con la palabra de Dios y ser sostenido por los otros auxilios espirituales de la Iglesia (cf LG 37; CIC can. 208-223; CCEO, can. 675,2).

1322. La Sagrada Eucaristía culmina la iniciación cristiana. Los que han sido elevados a la dignidad del sacerdocio real por el Bautismo y configurados más profundamente con Cristo por la Confirmación, participan por medio de la Eucaristía con toda la comunidad en el sacrificio mismo del Señor.

_________________________

RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)

Yo soy el camino, la verdad y la vida

En el Evangelio del quinto Domingo del tiempo pascual encontramos una de las afirmaciones más fuertes y rotundas de todo el Nuevo Testamento. En respuesta a la pregunta de Tomás sobre el camino por el que hay que ir al Padre, Jesús responde:

«Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre, sino por mí».

Jesús se proclama la meta última de nuestra existencia y el camino para conseguirla. Podríamos desarrollar al respecto infinitas consideraciones. Pero, hay una que me parece particularmente actual. ¿Qué pensar a la luz de estas palabras de Jesús sobre las otras religiones? Hoy nos toca de cerca este problema, porque las otras religiones ya no son más una realidad lejana, de otros continentes.

Con la movilidad, que caracteriza al mundo moderno, y con la emigración, las religiones ya no están más repartidas geográficamente como lo estaban antes.

Nos planteamos por ello tres preguntas: ¿qué piensa el cristianismo de sí mismo? ¿Qué piensa sobre las otras grandes religiones? ¿Es posible un diálogo y una colaboración entre los cristianos y los que pertenecen a las otras religiones?

Ante todo, por lo tanto, lo que piensa el cristianismo de sí mismo. A diferencia del hebraísmo, del que ha nacido, el cristianismo se ha proclamado desde el comienzo como una religión universal, esto es, no ligada a un pueblo o a una raza sino destinada a todas las gentes. Jesús dejó a sus discípulos este mandato: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mateo 28,19).

No sólo es una religión abierta a todos, en la que todos pueden entrar, sino también religión en la que según la revelación cristiana deben entrar (en el sentido de «son llamados» a entrar). En efecto, está escrito que fuera de Jesús:

«No hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos» (Hechos 4,12).

Jesús es presentado en la Escritura como el «solo mediador entre Dios y los hombres» (1 Timoteo 2,5). No entre Dios y esta o aquella clase de hombres sino de todos los hombres, de la humanidad entera.

¿En qué se basan afirmaciones tan absolutas? En el hecho de que en Cristo es Dios mismo en persona quien se ha hecho el encontradizo con los hombres, que ha descendido en medio de nosotros haciéndose carne. No es, por lo tanto, un simple enviado o un profeta. Esto forma parte del núcleo más esencial de la fe cristiana. Ya en la antigüedad había quien decía: «No es posible llegar a la Verdad absoluta por un solo camino; son posibles y necesarios diversos caminos». Es verdad, respondía san Agustín, a menos que, sin embargo, la Verdad no se conciba ella ese mismo camino, que es lo que ha acontecido con Cristo. Siendo Dios, él es la verdad y la vida; haciéndose hombre ha llegado a ser también el camino para alcanzar la verdad y la vida.

Jesús ha reivindicado para sí esta universalidad y este sentido absoluto y, resucitándole de la muerte, Dios Padre ha avalado estas sus reivindicaciones y les ha puesto su propio sello. Pero, la prueba más evidente es la que tenemos dentro de nosotros: cuanto uno más conoce a Dios, más entiende que él es verdaderamente el camino, la verdad y la vida. Lo toca con la mano por sí solo.

Vengamos, ahora, al segundo punto: ¿Qué pensar entonces de las otras religiones? A este propósito, ha habido una clara evolución en el pensamiento cristiano, favorecida también por las conquistas modernas sobre la tolerancia y la libertad religiosa. El cambio ha encontrado su expresión en el concilio Vaticano II con el documento Nostra aetate (sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas). Las varias religiones del mundo en lo que tienen de positivo y siempre con gran respeto se han examinado según el orden de su mayor o menor relación con el cristianismo.

Vienen propuestos primero el Hinduismo y el Budismo. En el Hinduismo, se dice, los hombres buscan la liberación de la angustia a través de unas formas de vida ascética y en la meditación profunda. En el Budismo viene reconocida la radical insuficiencia de este mundo material y se enseña el modo de alcanzar la liberación perfecta y la iluminación.

Más cercano a la fe cristiana está el Islamismo en cuanto religión monoteísta, esto es, que cree en un Dios único y personal, al cual enseña a someterse con devoción. En fin, todavía más cercano está el Hebraísmo con el cual el cristianismo comparte la fe en el mismo Dios de Abrahán y las Escrituras del Antiguo Testamento. Los Hebreos son precisamente nuestros «hermanos mayores» según la expresión usada por el Papa en la visita a la sinagoga de Roma.

En un tiempo era convicción de los cristianos que «nadie puede salvarse fuera de la Iglesia Católica» (Pío IX, encíclica Quanto conficiamur moerore del 10 agosto 1863, DS 1707) y que sólo los bautizados podían salvarse. Ahora no somos así tan categóricos. Creemos que Jesucristo es la vía ordinaria de salvación, que su muerte redentora es la que ha expiado objetivamente los pecados de todos y ha reconciliado a la humanidad entera con Dios. No obstante, estamos convencidos que la gracia de Cristo actúa asimismo fuera de los canales ordinarios, que son el bautismo y la adhesión a la Iglesia. Los que sin conocer el Evangelio viven de acuerdo con los dictámenes de su conciencia y los principios de la propia religión y ayudan al prójimo pueden estar más unidos a Cristo que muchos cristianos bautizados, que no viven del todo las exigencias del propio bautismo.

Dios se sirve precisamente de las «semillas de verdad» y de los ritos sagrados presentes en las diversas religiones para hacer llegar a sus seguidores los beneficios de la redención de Cristo y conducirles a la salvación.

En esto, los fundadores de otras religiones junto con los respectivos pueblos han desarrollado y desarrollan aún un quehacer análogo al de Moisés y a la Ley en el Antiguo Testamento: ser precursores de Cristo para prepararles también los caminos, como hizo Juan el Bautista.

Podemos, por lo tanto, afirmar que hay salvación fuera de Cristo; pero, no sin Cristo; hay salvación fuera de la Iglesia, si bien no independientemente de la Iglesia. «En la forma de sólo Dios conocida» (Gaudium et spes, 22) el Espíritu Santo sopla asimismo fuera de los confines visibles de la Iglesia. «Dios, nuestro Salvador, quiere que todos los hombres se salven» (1 Timoteo 2, 3-4) y él es suficientemente consciente y omnipotente para realizar todo lo que quiere. Esto es lo que sabemos con certeza y que nos da hoy serenidad y optimismo al pensar en todos los que viven fuera del horizonte cristiano.

Ahora, el tercer punto: ¿Es posible el diálogo? ¿Cómo podemos poner de acuerdo estas nuestras certezas cristianas con el necesario pluralismo religioso de hoy y con los principios sacrosantos de la tolerancia y del respeto a las convicciones de otros? Yo pienso que el pluralismo no consiste en creer que todas las religiones sean igualmente buenas y verdaderas (esto sería más bien un relativismo religioso, que en su raíz destruye toda religión), sino que consiste en el reconocerle a cada uno el derecho de creer verdadera y definitivamente en la propia religión.

La fe de todos debe gozar de libertad para proponer su mensaje a los hombres con el respeto a las leyes de los distintos países dejando a cada uno ser libre para decidir si acogerlo o no. Hoy éste es el planteamiento general y pacífico de los países cristianos (que desgraciadamente no encuentra siempre una actitud correspondiente en los países de otras religiones).

Por lo tanto, lo que es necesario renunciar no son a las propias certezas de fe sino a los métodos intolerantes de profesarla y propagarla, que tantos daños han producido. En el pasado, también nosotros cristianos hemos fallado a este respecto especialmente en las relaciones con los Hebreos. Hoy ya no tenemos dificultad en reconocer que esto no es un defender el Evangelio sino un traicionarlo. Porque el Evangelio predica lo contrario: la hermandad universal y el amor incluso para con los enemigos. Según el Evangelio, el ideal supremo es dar la vida por la fe, no matar al infiel

¿Es sólo esto lo que pueden hacer las distintas religiones? ¿No hacerse la guerra entre ellas y renunciar a toda «guerra santa»? No; hay un vasto campo en el que las religiones pueden colaborar positivamente para el bien de la humanidad. Ante todo, para tener vivo el sentido de Dios, de la oración y del misterio en un mundo, que tiende a profundizar siempre más y más en el materialismo y arriesga con una asfixia espiritual; para resolver las tensiones étnicas, trabajar juntos por la paz; para la salvaguarda de lo creado; por una más equitativa distribución de las riquezas y de los recursos de la tierra entre los pueblos.

De igual forma, cuando se habla de las distintas religiones, es necesario insistir más sobre lo que nos une que sobre lo que nos separa. Éste fue el mensaje que el papa Juan Pablo 11 quiso lanzar al mundo con el famoso encuentro de oración de Asís, en 1986, entre los que dirigen las mayores religiones; y es lo que no se cansa de promover con todas sus iniciativas y sus viajes.

No sólo, sino que hay también lugar para aprender los unos de los otros. La comparación y el diálogo con miembros de otras religiones que nos ayudan muy frecuentemente a aceptar mejor los alcances de nuestra misma fe como también nuestras incoherencias. Enriquecen el patrimonio religioso de cada uno. Gandhi, con su vida y su ideal de la no-violencia, nos ha enseñado también a nosotros los cristianos muchas cosas. Él, antes que nosotros, ha entendido y valorado un punto importante del Evangelio.

El mismo Gandhi una vez vino a decir que Jesucristo le fascinaba; pero, que los cristianos le daban miedo. No es él sólo a tener este sentimiento y desgraciadamente no podemos dejar de creerles a ellos. La comparación con otras religiones, al final, nos empuja, por lo tanto, a ser más humildes y no tan arrogantes. Y esto es un resultado muy importante para hacer que bendigamos a Dios por vivir en un tiempo, en el que tal comparación ha llegado a ser no sólo posible sino también necesaria.

_________________________

PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes

Una paz perenne

Jesucristo es el Príncipe de la paz. El hombre que cree en Él recibe al Espíritu Santo –que Dios da a los que lo aman–, y se llena de paz. No de una paz efímera, como la da el mundo, sujeta a falsas seguridades, a circunstancias, acuerdos, y ambientes condicionados, sino una paz perenne que llena el alma. Paz interior, que no depende de las condiciones del mundo, de las guerras o tribulaciones, ni del ambiente o circunstancias, sino solo de Dios.

Por eso el hombre creyente que ama y sigue a Cristo no pierde la paz, confía y vive con fe, con esperanza y con caridad, en la seguridad de que camina en el camino correcto hacia la felicidad eterna, en donde el mismo Cristo le está preparando un lugar de acuerdo a los tesoros que acumula en el cielo con sus buenas obras.

Cree tú en Jesús, y en que Él es el camino, la verdad y la vida. Búscalo, encuéntralo, ámalo, y síguelo, para que donde esté Él estés tú.

Acude a María, su Madre, para que te lleve a Jesús, y no pierdas la paz, porque todo lo que te pasa, los acontecimientos, los problemas, las tribulaciones, las experiencias, son medios para guiarte y mantenerte en el camino, a la luz del Evangelio, para llegar a Dios.

El camino es Cristo, que ha vencido al mundo, ha resucitado, se presenta ante ti, y se queda contigo en Cuerpo, en Sangre, en Alma, en Divinidad, en presencia real y substancial en la Eucaristía, y te dice: la paz sea contigo».

_________________________

FLUVIUM (www.fluvium.org)

Nuestra vida en Cristo

 Nos presenta la Iglesia en este domingo quinto de Pascua un pasaje evangélico muy propio del tiempo litúrgico que celebramos, por cuanto nos hace considerar la vida en Cristo a la que somos llamados. Esa concisa expresión del Señor: Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida, lo confirma. Asegura Jesucristo que para nosotros, los hombres, Él es Camino único de nuestra existencia, Verdad inequívoca para todo criterio y Vida plena de felicidad consumada.

Por sorprendente que nos parezca, Nuestro Dios nos otorga vivir su misma Vida, no ya imitar humanamente el comportamiento de Jesús de Nazaret, llevando así una conducta intachable desde el punto de vista terreno, sino mucho más. Podemos afirmar, incluso, que esta declaración de Jesucristo condensa todo su Evangelio: siendo hombres, Dios nos ha destinado a su Vida. Y esta vida divina en el hombre puede ser ya una realidad en cada uno, si vivimos vida sacramental por la Gracia.

Que Cristo es la Verdad podemos entenderlo de diversos modos. Entre ellos consideramos ahora que el Señor nos muestra nuestra verdad; es decir, cual es en verdad nuestra condición, lo que Dios ha establecido en el hombre por la creación y la posterior elevación por Cristo al orden sobrenatural: nuestra condición de hijos de Dios.

Jesucristo es el Camino puesto que a través de Él y sólo por Él alcanzamos la salvación. No solamente con su ayuda. No sólo imitando su conducta. Es preciso, de hecho, desarrollar personalmente en nosotros la misma vida de Cristo, con sus afanes y objetivos, con una oración y un sacrificio según nos quiso dar ejemplo, siendo otros cristos, según la expresión paulina.

La Redención, que celebramos de modo especial en Pascua, supone para el hombre, siendo criatura, la posibilidad de vivir la vida misma de su Creador. Así queda expresado, entre otras, por las palabras del Señor: Soy la Vida, Soy el Camino. El Señor es Vida y Camino nuestro y además nuestra Verdad. Muestra en su ser, en efecto, la realidad a la que somos llamados, nuestro destino por creación, lo que Dios espera: os llevaré junto a mí, para que, donde yo estoy, estéis también vosotros, declaró a los Apóstoles. El Señor mismo manifiesta claramente, por otra parte, su unión con el Padre: Yo estoy en el Padre y el Padre en mí. De ello se deduce nuestra vida en Dios cuando cumplimos su voluntad y, por tanto, que nuestras obras puedan ser sobrenaturales: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y las hará mayores.

El Creador, en efecto, quiere a su criatura humana con tal amor que no podemos comprenderlo. Lo reconocemos, sin embargo, y hacemos lo posible por agradecerlo y corresponder, aunque somos conscientes de que siempre nos quedaremos muy cortos. Y es que tanto amó Dios al mundo –al hombre–, que entregó a su Unigénito para que pudiéramos vivir de su Vida. Pero deseemos entregar amor por Amor. Como niños, hijos del mejor Padre, le manifestamos con sencillez que no sabemos..., que no podemos sólo con nuestras fuerzas y le pedimos... Y recordamos, entonces, al Apóstol de las gentes; que, reconociendo su debilidad, sin embargo, proclamaba optimista: ¡Todo lo puedo en Aquel que me conforta!

¿Sentimos esa fortaleza? ¿Sentimos esa confianza y seguridad en Nuestro Padre Dios? Porque podemos vivir más de acuerdo con esta condición nuestra, entre otros modos, fomentando nuestra filiación divina. Si se consolida firmemente en cada uno la verdad de que somos hijos de Dios por el bautismo, miraremos a los demás quizá con otros ojos. A los buenos..., y a los que no lo son tanto, los contemplaremos desde la óptica de Nuestro Padre Dios; o, lo que es igual, con los ojos del padre del hijo pródigo: ojos paternales y apostólicos, que quieren el bien del otro y se gozan al conceder el perdón y al ver progresar todavía en la perfección lograda.

Por eso el Papa Juan Pablo II, en la bula de convocación del Jubileo del año 2000, exhortaba: que en este año jubilar nadie quiera excluirse del abrazo del Padre. Que nadie se comporte como el hermano mayor de la parábola evangélica, que se niega a entrar en casa para hacer fiesta (cfr. Lc 15, 25-30). Que la alegría del perdón sea más grande y profunda que cualquier resentimiento. Que, siendo hijos −podemos proclamar cada uno de palabra y con la vida−, queramos sintonizar apasionadamente con el Padre de la parábola evangélica. Él desea tanto la vuelta al hogar del menor como la fiesta y la alegría también gozosa del que permaneció siempre a su lado.

Este Camino, esta Verdad y esta Vida, ha querido nuestro Dios que sean con su Madre y que sea también Madre nuestra.

_____________________

PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)

“El sacerdocio santo”: Los laicos y la animación del mundo

Hemos escuchado en el Evangelio otro pasaje del discurso de adiós de Jesús. Es una reflexión debida en gran parte al evangelista Juan, sobre quién es Jesús (camino, verdad y vida) y sobre la relación de Jesús con el Padre. Un diálogo ya todo lleno de fe trinitaria. Son aspectos de la fe que tenemos oportunidad de desarrollar a menudo en nuestras asambleas.

Por el contrario, en la palabra de Dios de esta Misa hay un enunciado que no debemos en absoluto dejamos escapar, porque es el único del año. Se trata del tema de los cristianos “sacerdocio santo, llamado a ofrecer sacrificios espirituales gratos a Dios por medio de Cristo”. ¡Un sacerdocio de todo el pueblo! Y por ello, también y principalmente, el sacerdocio de ustedes.

Se trata de un tema exquisitamente pascual. Con el éxodo, el pueblo hebreo se había vuelto sacerdotal (Ex. 19, 6), vale decir, un pueblo que es, con respecto al mundo entero, lo que el sacerdote y el profeta son con respecto al pueblo elegido. Ahora, con la Pascua de Cristo, son los creyentes en él el nuevo pueblo sacerdotal y profético.

¿Cuáles son aquellos “sacrificios espirituales” que el pueblo cristiano debe ofrecer? ¿Cuál la materia para consagrar? ¡Toda la realidad terrenal, todo el mundo! La animación cristiana del mundo es la obra sacerdotal del pueblo cristiano. Lo que llega al altar en nuestras manos, es decir, el pan y el vino, es entonces la expresión de un ofrecimiento más grande y más total que abarca todo el trabajo del hombre. Los laicos cristianos son los sacerdotes de aquella que alguien ha llamado “la misa sobre el mundo” (T. de Chardin).

Sobre esto queremos detenernos hoy. Quiero, si lo consigo, ayudarlos a entender la espléndida vocación y el carisma propio del laico en la Iglesia.

Son dos las directrices que el Concilio Vaticano II (Decreto sobre el apostolado de los laicos) asigna a la acción del laico cristiano: primero, vital unión con Cristo, con todo aquello que tal programa implica y exige de vida de gracia, alimento litúrgico, adhesión a la voluntad de Dios, rectificación de la intención, etc.; segundo, sincero darse al mundo o, como dice el Concilio, al orden y a la realidad temporales. ¿Pero no hay una contradicción entre las dos cosas? ¿Una adhesión a Cristo, a su Reino, a las realidades espirituales y eternas no debilita toda obligación temporal? Y viceversa, tomar en serio sinceramente las realidades temporales y sumergirse en ellas, ¿no distraerá del Reino de Dios y de la propia santificación? San Pedro nos ha hablado de los cristianos como “piedras vivas” para la construcción del edificio espiritual que es la Iglesia. ¿Es posible ser, al mismo tiempo, también piedras vivas y activas para la construcción del otro edificio que es la ciudad terrenal? En otras palabras, ¿es posible tener el gusto por el trabajo y la realización, estar activamente comprometidos en los problemas sindicales, en la cultura, en el progreso, en mejorar la propia condición económica, y ser, al mismo tiempo, buenos cristianos y hombres espirituales?

Según san Pablo, sí: Todo lo que puedan decir o realizar —dice—, háganlo siempre en nombre del Señor Jesús... (Col. 3, 17). Cualquier cosa, incluso las más materiales: sea que ustedes coman, sea que beban (1 Cor. 10, 31). Por lo tanto, no debería haber dificultad para santificar la acción, es decir, todas las zonas de la propia vida y las horas de la propia jornada. Y sin embargo, ¡qué esfuerzo! Quien lo ha experimentado alguna vez, lo sabe. Se llega al domingo y se tiene la impresión de que Dios estuvo ausente de nosotros toda la semana y nosotros de Dios. Es como si fuera necesario volver a tomar contacto con él desde el principio.

¿Por qué todo esto? Un motivo, el más profundo, está en nosotros mismos: no estamos convertidos, y por eso no estamos libres frente a las cosas; éstas conservan para nosotros el carácter ambiguo debido al deseo y al desorden con que nos acercamos a ellas después del pecado. Debido a eso, tienen el poder de distraernos y de seducirnos, y nosotros nos perdemos muy fácilmente en ellas.

Pero un motivo es también un determinado modo, no del todo adecuado, con que en el pasado hemos presentado las cosas. Se insistió en forma no correcta sobre el ideal del desapego del mundo, hasta inculcar el “despreciar las cosas terrenales y amar las celestiales”, como decía la antigua plegaria del segundo domingo de adviento. O también se decía que hay un solo modo de dar sentido al trabajo humano: el de rescatarlo con la recta intención. No importa lo que hagas y si el resultado es bueno o malo, si mejoras de veras al mundo, si el artefacto que produces es más funcional o no, si tu campo está bien cultivado o no: estas cosas, en efecto, están destinadas a desaparecer junto con todo este mundo. Lo que importa y permanece es que tú hayas actuado con recta intención, de acuerdo con la voluntad de Dios. Entonces, las manos sobre la tierra, pero el corazón en el cielo.

Hay una parte de verdad y de cristiano en todo esto; manifiesta la supremacía de Dios y del espíritu sobre la materia. Pero resulta insuficiente; sentimos que falta algo. En efecto, no da razón del valor intrínseco y positivo de la acción humana y de las realidades terrenales en las cuales se ejerce: no asegura a las cosas aquel rescate y aquella ascensión hacia Cristo de que habla san Pablo (cfr. Rom. 8; Ef. 1. 10). Santifica la operación, pero no lo operado por el hombre (T. de Chardin).

Aun antes que nosotros se dieron cuenta los no creyentes. Los cristianos —dijeron— no creen en el esfuerzo por la transformación del mundo; fingen estar interesados en ella, pero su corazón está lejos de nosotros; desperdician en el cielo los tesoros destinados a la tierra (Hegel).

El Concilio ha indicado un camino para salir de esta incomodidad. Hoy el creyente puede, si quiere. superar el desdoblamiento y realizar en sí mismo el sentido del deber terrenal, el entusiasmo por la acción, el gusto por el ser y el crear que tiene en común con todos los otros hombres, y esto unido a un darse a Dios y a obedecerlo. “Todas las realidades que constituyen el orden temporal, vale decir los bienes de la vida, de la familia, de la cultura, la economía, las artes y las profesiones, las instituciones de la comunidad política, las relaciones internacionales y más todavía, como también su evolución y su progreso, no sólo son medios con que el hombre puede alcanzar su fin último, sino que tienen un “valor” propio, puesto en ellas por Dios, sea consideradas en sí mismas, sea consideradas como partes de todo el orden temporal: Dios miró todo lo que había hecho, y vio que era muy bueno (Gn. 1,31)” (Decreto sobre el apostolado de los laicos).

Por lo tanto, la solución es vista por el Concilio en el llamado a dos grandes verdades: la creación (las cosas son positivas en sí mismas porque están creadas por Dios), y la redención (Dios reconcilió consigo todas las cosas en Cristo). He aquí donde está la solución. La oposición entre unión con Dios y entregarse al mundo no tiene razón de ser o, de todas maneras, ahora puede ser superada porque Dios y el mundo han sido reconciliados en Jesucristo, quien ha resumido en sí mismo todas las cosas, todo lo que existe en la tierra y en el cielo (Col. 1. 21). Las cosas ya no son indiferentes: trabajar para mejorar este mundo tiene un sentido y un mérito en sí mismo, además del debido a la recta intención.

Por eso, cuando, como ha sucedido a menudo en estas semanas posteriores a Pascua, los cristianos escuchan repetir lo dicho por Pablo: Ya que ustedes han resucitado con Cristo, busquen los bienes del cielo... Tengan el pensamiento puesto en las cosas celestiales y no en las de la tierra (Col 3,1), no deben engañarse: las cosas celestiales, de allá arriba, no son necesarias y solamente las cosas del más allá, sino también y sobre todo las cosas que, ya en este mundo, pertenecen al orden nuevo inaugurado por Cristo con su resurrección. En realidad, a ese orden deben pertenecer ahora todas las cosas. Les compete a los cristianos comprometidos con las realidades terrenales y con los oficios de este mundo hacer que eso se produzca. Es éste el sentido de su sacerdocio real, la consagración que deben operar.

Ahora, como todos los domingos, nos disponemos a celebrar nuestra Eucaristía. Es el momento en que, “acercándose a Cristo, piedra viva rechazada por los hombres”, ustedes también, sacerdocio santo, ofrecen su sacrificio espiritual grato a Dios por medio de Cristo. Mañana, retomarán con más convicción y entrega su trabajo terrenal, sabiendo ya que en él ustedes sirven a Dios.

_________________________

BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)

Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II

Alegría de la Resurrección

“Yo soy el camino y la verdad y la vida” (Jn 14,6).

La alegría de la Pascua se deriva del hecho de que Cristo, con la potencia de su cruz y de su resurrección, nos lleva al Padre. Y en la casa de su Padre hay muchas moradas. Él va a preparar una morada para nosotros (Jn 14,1).

La alegría de la resurrección se transforma ya claramente en la espera del retorno de Cristo al cielo. Y esto suscita cierta tristeza y cierto miedo. Por lo cual, el Salvador dice: “No perdáis la calma” (Jn 14,1).

La resurrección del Señor ha abierto una perspectiva clara de los destinos últimos del hombre en Dios. Cristo nos guía hacia estos destinos con la potencia del Espíritu Santo. Nos preparamos a la Ascensión y juntamente a Pentecostés.

Camino al Padre

Cristo es el camino: nadie va al Padre sino por Él (cf. Jn 14,6).

El Apóstol Felipe, con sencillez, pero también con curiosidad ansiosa, pide al maestro Divino: “Señor, muéstranos al Padre y nos basta”. Da la impresión de estar escuchando la pregunta que atormenta al hombre de siempre, necesitado de certidumbre y seguridad, deseoso de encontrarse con Dios. Jesús responde con firme autoridad: “Quien me ha visto a mí ha visto al Padre. ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí? Lo que yo os digo no lo hablo por cuenta propia. El Padre que permanece en mí, Él mismo hace las obras. Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre en mí”. Jesús subraya la perfecta identidad de naturaleza entre Él y el Padre, y por lo tanto, la identidad de pensamiento (lo que yo os digo no lo hablo por mi cuenta) y de acción (el Padre que permanece en mí, Él mismo hace las obras), aun dentro de la distinción de las divinas Personas.

Jesús parece reprochar a Felipe por su pregunta: “Hace tanto que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe?” Pero más que un reproche, era una constatación de las dificultades que la razón humana experimenta ante el misterio. Efectivamente, nos encontramos aquí en la cumbre del misterio trinitario y sólo conociendo profundamente a Jesucristo y aceptando todo su mensaje, es posible conocer a Dios como Padre, que revela su amor con la creación y la redención. Sólo Jesús es el camino hacia el Padre; sólo Jesús nos hace conocer el misterio trascendente de la Santísima Trinidad y el misterio inmanente de la Providencia de Dios, que está presente en la historia de los hombres con el proyecto de salvación, que nos trae su amor, su misericordia y su perdón.

El Apóstol Tomás plantea luego, con idéntica sencillez, la segunda pregunta igualmente fundamental, referente al destino del hombre: “Señor, no sabemos a dónde vas. ¿Cómo podemos saber el camino?”. Jesús responde, con igual claridad, que Él retorna al Padre, a la casa del Padre, adonde todos están llamados a entrar, porque para todos hay un lugar asignado. El camino es Él mismo, con la verdad que ha revelado y la gracia sacramental que ha traído con la encarnación y la redención. La concepción cristiana de la vida es radicalmente escatológica, es decir, proyectada más allá del tiempo y de la historia: cada uno debe negociar apasionadamente los talentos propios durante la existencia, en espera del lugar feliz y eterno en la casa del Padre: “Volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo estéis también vosotros”. Y Jesús concluye dirigiéndonos también a nosotros su palabra decisiva: “Creed en Dios y creed también en mí”. Únicamente Jesús es la luz. ¡Él sólo es la Verdad!

Cristo, piedra angular

Cristo nos lleva al Padre, convirtiéndose en piedra angular de la Iglesia, esto es, del templo espiritual.

La segunda lectura, tomada de la primera Carta de San Pedro, nos hace meditar en la Iglesia y en la misión de los laicos en la Iglesia.

Jesús quiso elegir a Pedro y a los Apóstoles y fundar sobre ellos y sus sucesores la Iglesia, dándoles sus mismos poderes divinos y entregándoles la Verdad revelada, para su transmisión íntegra, su desarrollo con la asistencia del Espíritu Santo y su defensa contra los errores. Pero es también evidente, como dice Pedro, que la “Piedra angular” del edificio espiritual es Él, Cristo: piedra viva, escogida, preciosa y “el que crea en ella no quedará defraudado”. En otro contexto, también San Pablo afirma “... la piedra era Cristo” (1 Cor 10,4). Sobre esta “piedra angular”, que por desgracia muchos rechazan con daño común, ya que no puede ser eliminada, todos los seguidores de Cristo están llamados a ser piedras vivas para la construcción del edificio espiritual, “formando un sacerdocio sagrado para ofrecer sacrificios espirituales que Dios acepta por Jesucristo”. Grande es, pues, la dignidad y grande la responsabilidad de cada uno de los cristianos. “El honor es para vosotros los creyentes -escribe San Pedro-. Vosotros sois una raza elegida, un sacerdocio real, una nación consagrada, un pueblo adquirido por Dios para proclamar las hazañas del que nos llamó a salir de las tinieblas y a entrar en su luz maravillosa”.

Así, pues, Cristo es el camino y nosotros caminamos en Él hacia el Padre, hacia la casa del Padre. En Él: con la fuerza de su cruz y de la resurrección. Con la fuerza de su Evangelio y de la Eucaristía.

Y simultáneamente Cristo es piedra angular: nos lleva al Padre en la comunidad del Pueblo “adquirido por Dios” (1 Pe. 2,9), haciéndonos “piedras vivas para la construcción de un edificio espiritual” (1 Pe 2,5).

Cristo nos conduce a los destinos definitivos en Dios por medio de la misma Iglesia, que Él fundó sobre los Apóstoles, como lo testimonia la primera lectura.

Mediante una múltiple participación de la diaconía de la Iglesia construimos, como piedras vivas, un edificio espiritual. La piedra angular sigue siendo siempre la redención: el servicio de la cruz y de la resurrección de Cristo. De ella sacamos todos la vida y la salvación.

Conservad profundamente en el corazón la verdad salvífica que la Iglesia proclama en el V domingo de Pascua.

Que se consolide en vuestra conciencia.

Que guíe vuestro comportamiento.

Cristo es el camino, la verdad y la vida.

¡Caminemos por este camino!

¡Amemos esta verdad!

¡Vivamos esta vida!

“Que no se turbe vuestro corazón” (Jn 14,1,27).

Dejad que os impregne esta fortaleza que brota de la resurrección del Señor.

La victoria es nuestra fe (cf. 1 Jn 5,4).

***

Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva

El anuncio de la despedida ha entristecido a los discípulos. El Señor los tranquiliza asegurándoles que va a prepararles un sitio en la Casa del Padre. Estas consoladoras palabras nos recuerdan que Jesús se va, pero no se desentiende de nosotros. Ninguno de nosotros es tan impermeable ante la realidad de la partida de este mundo como para que le alegren estas palabras. “Me voy a prepararos un sitio...” Sí, hay un lugar donde el hombre encontrará su quietud y felicidad total y definitiva.

La gran fiesta del cielo que Jesús nos prepara colmará el sueño del corazón más exigente con la posesión eterna de Dios Uno y Trino; con la visión de la Humanidad del Señor, el valor infinito de sus actos teándricos; la contemplación de la Madre de Dios y de todas las jerarquías angélicas; y la comunión con tantos hombres y mujeres eminentes por su santidad que han poblado y seguirán poblando la tierra hasta el último día.

Retengamos esto: Cualquier situación dichosa que podamos concebir, el sueño más ambicioso debido a la imaginación más rica, estaría a miles de años luz, mejor, a una distancia infinita de lo que Dios está preparando a los que le aman. El camino que conduce a esta dicha inefable es Cristo. No nos engañemos cuando a nuestro alrededor vemos que se prefieren otros caminos por considerar ingenuo o utópico el de Jesucristo. Quienes presumen de una visión más lúcida de la vida y desconfían de toda seguridad que no sea empírica, de todo comportamiento e intención elevado, ¿son más críticos, en el noble sentido de esta expresión, o sencillamente más crispados, más desconfiados? Hay quien cree que la única verdad es que todo es mentira; en el mejor de los casos, interés, provecho personal no declarado, hipocresía.

Frente a este materialismo nihilista, el cristiano debe recordar lo que la Revelación y la experiencia le dicen: que hay un hambre en el hombre que sólo Dios puede saciar. Una sed que sólo Él puede calmar. Un llanto y un dolor que sólo la esperanza del Cielo puede consolar. Un género de injusticias que sólo la paz del Cielo podrá solucionar. Preguntas, preguntas esenciales, que todos nos planteamos en la vida y que sólo Dios podrá contestar. Nuestro corazón no está tan cauterizado como para que estas palabras de Cristo no le llenen de paz: “Me voy a prepararos un sitio... para que donde Yo estoy estéis también vosotros. Y a donde voy, ya sabéis el camino”.

En Dios están encerrados, en unidad y equilibrio indescriptible y de modo eminente, no sólo lo que el hombre con sus esfuerzos morales, intelectuales, literarios, artísticos, técnicos..., intenta conseguir, sino la esencia inconceptuable de las tres Personas Divinas. “Veré −dice S. Agustín−, distinto y junto lo que es y lo que ha sido, y su principio propio y escondido. Todo lo que de magnífico en la Creación se haya disperso, desparramado aquí y allá, ayer y mañana, lo hallaremos en Él, reunido en su mano, cobijado en su inmenso corazón. Y los hombres. Las mil maneras de ser hombre según el predominio de la sensibilidad o de la inteligencia, de la vitalidad o del carácter; cuanto en estas individualidades hay de excelente, se encontrará, en medida perfecta y en perfecta armonía, en la asamblea de los justos. Sin la desazón y la inmadurez del hombre que quiso ser mil cosas a un tiempo, y sin aquella rigidez y esquematismo de quien para salvarse de toda tentación, se ciñó a una cosa, a una sola manera de ser una sola cosa”.

***

Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica

«Yo soy el camino, y la verdad, y la vida»

I. LA PALABRA DE DIOS

Hch 6, 1-7: «Escogieron a siete hombres llenos del Espíritu Santo»

Sal 32,1-2.4-5.18-19: «Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti»

1P 2,4-9: «Vosotros sois una raza elegida, un sacerdocio real»

Jn 14, 1-12: «Yo soy el camino, y la verdad, y la vida»

II. APUNTE BÍBLICO-LITÚRGICO

De aquellos a los que los Apóstoles eligen se dice que «les encargaremos de esta tarea» (servicio). Se advierte que en aquella Iglesia tan importante era atender a las viudas o necesitados como a la Palabra y a la oración.

Tomás es el prototipo de quienes quieren pisar siempre sobre terreno firme. No arriesga. La respuesta que Jesús le da suena más a propuesta: Si Él es el Camino, ya sabe por dónde hay que ir; si Él es la Verdad, ya sabe de quién ha de fiarse; si Él es la Vida, ya sabe por quién la entrega. Tomás y todos los demás discípulos, cuando se escribía esto, ya habían comprobado que descubrir a Jesucristo no procede de planteamientos teóricos, sino porque había tenido lugar un encuentro personal y de adhesión incondicional.

III. SITUACIÓN HUMANA

La sociedad pluralista pone en tela de juicio muchas seguridades. Lo que en otro tiempo para muchos eran verdades sin vuelta de hoja, ahora aparecen relativizadas, o sin fundamento. El hombre de hoy tiene miedo al riesgo, porque puede quedar frustrado. Hoy se arriesga poco o nada. Se tantea y prueba todo antes de dar cualquier paso. Y crece la desconfianza en que pueda haber «una verdad, un camino» por el que valga la pena arriesgarse. A santo Tomás le ocurrió algo así. Y Jesús no pudo ser más claro.

IV. LA FE DE LA IGLESIA

La fe

– Creer en Jesucristo: “Para el cristiano, creer en Dios es inseparablemente creer en aquel que él ha enviado, «su Hijo amado», en quien ha puesto toda su complacencia (Mc 1,11). Dios nos ha dicho que le escuchemos. El Señor mismo dice a sus discípulos: «Creed en Dios, creed también en mí» (Jn 14,1)” (151).

– Cristo, nuestro modelo: “El Verbo se encarnó para ser nuestro modelo de santidad: «Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí...» (Mt 11,29). «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14,6)” (459; cf 516).

La respuesta

– Vivir en la verdad: “En Jesucristo la verdad de Dios se manifestó toda entera. «Lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14), Él es la «luz del mundo» (Jn 8,12), la Verdad. El que cree en Él, no permanece en las tinieblas. El discípulo de Jesús, «permanece en su palabra», para conocer «la verdad que hace libre» y que santifica” (2466. cf 2467. 2468. 2469. 2470).

– “El Antiguo Testamento lo proclama: Dios es fuente de toda verdad. Su Palabra es verdad. Su ley es verdad. «Tu verdad, de edad en edad» (Sal 119,90)” (2465).

El testimonio cristiano

– «Todos los hombres, conforme a su dignidad, por ser personas.... se ven impulsados, por su misma naturaleza, a buscar la verdad y, además, tienen la obligación moral de hacerlo con respecto a la verdad religiosa. Están obligados también a adherirse a la verdad una vez que la han conocido y a ordenar toda su vida según sus exigencias (DH 2)» (2467).

Reconociendo a Jesús como «el Camino», ¿habrá quien no encuentre la ruta hacia el Padre? Sabiendo que es «la Verdad», ¿habrá quien la busque en otros o en las cosas? Teniéndolo como «la Vida», ¿habrá quien deje a la muerte la última palabra?

___________________________

HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)

Leer y meditar el evangelio

– Para leer con fruto el Santo Evangelio.

I. Jesucristo es para cada hombre Camino, Verdad y Vida, nos anuncia el Evangelio de la Misa. Quien le conoce sabe la razón de su vida y de todas las cosas; nuestra existencia es un constante caminar hacia Él. Y es en el Santo Evangelio donde debemos aprender la ciencia suprema de Jesucristo, el modo de imitarle y de seguir sus pasos. Para aprender de Él, hay que tratar de conocer su vida: leer el Santo Evangelio, meditar aquellas escenas que el Nuevo Testamento nos relata, con el fin de penetrar en el sentido divino del andar terreno de Jesús.

Porque hemos de reproducir, en la nuestra, la vida de Cristo, conociendo a Cristo: a fuerza de leer la Sagrada Escritura y de meditarla. Queremos identificarnos con el Señor, que nuestra vida en medio de nuestros quehaceres sea reflejo de la suya, y para ser ipse Christus hay que mirarse en Él. No basta con tener una idea general del espíritu de Jesús, sino que hay que aprender de Él detalles y actitudes. Y, sobre todo, hay que contemplar su paso por la tierra, sus huellas, para sacar de ahí fuerza, luz, serenidad, paz.

Cuando se ama a una persona se desean saber hasta los más mínimos detalles de su existencia, de su carácter, para así identificarse con ella. Por eso hemos de meditar la historia de Cristo, desde su nacimiento en un pesebre, hasta su muerte y su resurrección.

Debemos leer el Evangelio con un deseo grande de conocer para amar. No podemos pasar las páginas de la Escritura Santa como si se tratara de un libro cualquiera. “En los libros sagrados, el Padre, que está en el Cielo, sale amorosamente al encuentro de sus hijos para conversar con ellos”. Nuestra lectura ha de ir acompañada de oración, pues sabemos que Dios es el autor principal de esos escritos santos. En ellos, y de modo especial en el Evangelio, está “el alimento del alma, la fuente límpida y perenne de la vida espiritual”. “Nosotros −escribe San Agustín− debemos oír el Evangelio como si el Señor estuviera presente y nos hablase. No debemos decir: “felices aquellos que pudieron verle”. Porque muchos de los que le vieron le crucificaron; y muchos de los que no le vieron, creyeron en Él. Las mismas palabras que salían de la boca del Señor se escribieron, se guardaron y se conservan para nosotros”.

Para leer y meditar el Santo Evangelio con fruto debemos hacerlo con fe, sabiendo que contiene la verdad salvadora, sin error alguno, y también con piedad y santidad de vida. La Iglesia, con la asistencia del Espíritu Santo, ha guardado íntegro e inmune de todo error el impagable tesoro de la vida y de la doctrina del Señor para que nosotros, al meditarla, nos acerquemos con facilidad a Él y luchemos por ser santos. Y sólo en la medida en que queramos ser santos penetraremos en la verdad íntima contenida en estos santos libros, sólo entonces gustaremos el fruto divino que encierran. ¿Valoramos nosotros este inmenso tesoro que con tanta facilidad podemos tener en nuestras manos? ¿Buscamos en él el conocimiento y el amor cada día mayores a la Santa Humanidad del Señor? ¿Pedimos ayuda al Espíritu Santo cada vez que comenzamos la lectura del Santo Evangelio?

– Contemplar en él la Santísima Humanidad de Cristo.

II. No se ama sino aquello que se conoce bien. Por eso es necesario que tengamos la vida de Cristo en la cabeza y en el corazón, de modo que, en cualquier momento, sin necesidad de ningún libro, cerrando los ojos, podamos contemplarla como en una película; de forma que, en las diversas situaciones de nuestra conducta, acudan a la memoria las palabras y los hechos del Señor.

Así nos sentiremos metidos en su vida. Porque no se trata sólo de pensar en Jesús, de representarnos aquellas escenas. Hemos de meternos de lleno en ellas, ser actores. Seguir a Cristo tan de cerca como Santa María, su Madre, como los primeros doce, como las santas mujeres, como aquellas muchedumbres que se agolpaban a su alrededor. Si obramos así, si no ponemos obstáculos, las palabras de Cristo entrarán hasta el fondo del alma y nos transformarán (...).

Si queremos llevar hasta el Señor a los demás hombres, es necesario ir al Evangelio y contemplar el amor de Cristo.

Nos acercamos al Evangelio con el deseo grande de contemplar al Señor tal como sus discípulos le vieron, observar sus reacciones, su modo de comportarse, sus palabras...; verlo lleno de compasión ante tanta gente necesitada, cansado después de una larga jornada de camino, admirado ante la fe de una madre o de un centurión, paciente ante los defectos de sus más fieles seguidores...; también le contemplamos en el trato habitual con su Padre, en la manera confiada como se dirige a Él, en sus noches en oración..., en su amor constante por todos.

Para quererle más, para conocer su Santísima Humanidad, para seguirle de cerca debemos leer y meditar despacio, con amor y piedad. El Concilio Vaticano II “recomienda insistentemente a todos los fieles (...) la lectura asidua de la Sagrada Escritura (...), pues “desconocer la Escritura es desconocer a Cristo” (San Jerónimo). Acudan −dice− al texto mismo: en la liturgia, tan llena de palabras divinas; en la lectura espiritual...”.

Haz que vivamos siempre de ti, le pedimos al Señor en la Misa de hoy. Pues bien, este alimento para nuestra alma, que diariamente debemos procurarnos, es fácil de tomar. Apenas requiere tres o cuatro minutos cada día, pero poniendo amor. Esos minutos diarios de lectura del Nuevo Testamento, que te aconsejé −metiéndote y participando en el contenido de cada escena, como un protagonista más−, son para que encarnes, para que “cumplas” el Evangelio en tu vida..., y para “hacerlo cumplir”.

– El Señor nos habla a través de los Libros Sagrados. La Palabra de Dios es siempre actual.

III. ¡Cuán dulces son a mi paladar tus palabras, más que la miel para mi boca!

San Pablo enseñaba a los primeros cristianos que la palabra de Dios es viva y eficaz. Es siempre actual, nueva para cada hombre, nueva cada día, y, además, palabra personal porque va destinada expresamente a cada uno de nosotros. Al leer el Santo Evangelio, nos será fácil reconocernos en un determinado personaje de una parábola, o experimentar que unas palabras están dirigidas a nosotros. Muchas veces y de muchas maneras habló Dios en otro tiempo a nuestros padres por el ministerio de los Profetas; últimamente, en estos días, nos ha hablado por su Hijo. Estos días son también los nuestros. Jesucristo sigue hablando. Sus palabras, por ser divinas y eternas, son siempre actuales. En cierto modo, lo que narra el Evangelio está ocurriendo ahora, en nuestros días, en nuestra vida. Es actual la marcha y la vuelta del hijo pródigo; la oveja que anda perdida y el Pastor que ha salido a buscarla; la necesidad de la levadura para convertir la masa, y de la luz para iluminar la oscuridad del pecado...

El Evangelio nos revela lo que es y lo que vale nuestra vida, y nos traza el camino que debemos seguir. El Verbo −la Palabra− es la luz que ilumina a todo hombre. Y no hay hombre al que no se dirija esta Palabra. Por eso el Evangelio debe ser fuente de jaculatorias, que alimenten la presencia de Dios durante el día, y tema de oración muchas veces.

Si meditamos el Evangelio, encontraremos la paz. Salía de Él una virtud que sanaba a todos, comenta en cierta ocasión el Evangelista. Y esa virtud sigue saliendo de Jesús cada vez que entramos en contacto con Él y con sus palabras, que permanecen eternamente.

El Evangelio debe ser el primer libro del cristiano porque nos es imprescindible conocer a Cristo; hemos de mirarlo y contemplarlo hasta saber de memoria todos sus rasgos. El Santo Evangelio nos permite meternos de lleno en el misterio de Jesús, especialmente hoy, cuando tantas y tan confusas ideas circulan sobre el tema más trascendental para la Humanidad desde hace veinte siglos: Jesucristo, Hijo de Dios, piedra angular, fundamento de todo hombre. “No os descarriéis entre la niebla, escuchad más bien la voz del pastor. Retiraos a los montes de las Santas Escrituras, allí encontraréis las delicias de vuestro corazón, nada hallaréis allí que os pueda envenenar o dañar, pues ricos son los pastizales que allí se encuentran”.

En muchas ocasiones será conveniente hacer la lectura cotidiana del Evangelio a primera hora del día, procurando sacar de esa lectura una enseñanza concreta y sencilla que nos ayude en la presencia de Dios durante la jornada o a imitar al Maestro en algún aspecto de nuestro comportamiento: estar más alegres, tratar mejor a los demás, estar más atentos hacia aquellas personas que sufren, ofrecer el cansancio... Así, casi sin darnos cuenta, se podrá cumplir en nosotros este gran deseo: “Ojalá fuera tal tu compostura y tu conversación que todos pudieran decir al verte o al oírte hablar: éste lee la vida de Jesucristo”.

Y esto será un gran bien no sólo para nosotros, sino también para quienes viven, trabajan o pasan a nuestro lado.

____________________________

Pbro. Walter Hugo PERELLÓ (Rafaela, Argentina) (www.evangeli.net)

«Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí»

Hoy, la escena que contemplamos en el Evangelio nos pone ante la intimidad que existe entre Jesucristo y el Padre; pero no sólo eso, sino que también nos invita a descubrir la relación entre Jesús y sus discípulos. «Y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros» (Jn 14,3): estas palabras de Jesús no sólo sitúan a los discípulos en una perspectiva de futuro, sino que los invita a mantenerse fieles al seguimiento que habían emprendido. Para compartir con el Señor la vida gloriosa, han de compartir también el mismo camino que lleva a Jesucristo a las moradas del Padre.

«Señor, no sabemos a dónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?» (Jn 14,5). Le dice Jesús: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí. Si me conocéis a mí, conoceréis también a mi Padre; desde ahora lo conocéis y lo habéis visto» (Jn 14,6-7). Jesús no propone un camino simple, ciertamente; pero nos marca el sendero. Es más, Él mismo se hace Camino al Padre; Él mismo, con su resurrección, se hace Caminante para guiarnos; Él mismo, con el don del Espíritu Santo nos alienta y fortalece para no desfallecer en el peregrinar: «No se turbe vuestro corazón» (Jn 14,1).

En esta invitación que Jesús nos hace, la de ir al Padre por Él, con Él y en Él, se revela su deseo más íntimo y su más profunda misión: «El que por nosotros se hizo hombre, siendo el Hijo único, quiere hacernos hermanos suyos y, para ello, hace llegar hasta el Padre verdadero su propia humanidad, llevando en ella consigo a todos los de su misma raza» (San Gregorio de Niza).

Un Camino para andar, una Verdad que proclamar, una Vida para compartir y disfrutar: Jesucristo.

___________________________

CONGREGACIÓN PARA EL CLERO (www.clerus.org)

Seguir a Jesús

En este quinto domingo del tiempo pascual, la Iglesia nos propone, igual que la semana pasada, un texto del Evangelista Juan, en el cual el Señor Jesús revela a los discípulos algunas verdades profundas sobre su propia identidad.

Pero, el motor que hace que el discurso se desarrolle entre los interlocutores protagonistas del Evangelio del día, ya no es sólo un genérico deseo de felicidad, sino, el mismo corazón de las expectativas más profundas propias de cada hombre: el deseo de poder ver a Dios, cara a cara; «Felipe le dijo: «Señor, muéstranos al Padre» (cfr. Jn. 14,8).

El comportamiento de aquellos que hablan con Jesús, podría convertirse para nosotros en motivo de escándalo: de hecho, la acentuación de Felipe –“eso nos basta”– como también las palabras a través de las cuales Tomás afirma el no saber cuál sea el camino para llegar al lugar al cual el Señor va (cfr. Jn 14,5), nos proponen una mala imagen de los dos Apóstoles, tanto, que nos hace tomar instintivamente una cierta distancia de ellos. En verdad, ¿cuántas veces en el pasar de los días, dejamos que el letargo de nuestra fe nos lleve a una pesadez del espíritu, por lo que los ojos de nuestra mente se hacen ciegos de frente a las “obras” que el Señor cumple en la vida de cada uno? Es así que dejamos caer también la extrema invitación de Jesús: «Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre está en mí. Al menos, creedlo por las obras» (Jn. 14,11).

Es una verdad innegable: nosotros, a menudo decimos de seguir al Señor, y lo decimos en verdad; pero tal seguimiento podría ser sólo a nivel intelectual. Esto es debido al hecho que no dejamos sedimentar en nosotros su Palabra, no la dejamos germinar a través de la oración (cfr.Hc.6,4), pero sobre todo no nos hacemos disponibles, a fin que, regenerados por los sacramentos, Cristo se haga presente a través de nuestra humanidad «para ofrecer sacrificios espirituales, agradables a Dios» (1Pr. 2,5).

El Señor Resucitado, venciendo la muerte, nos ofreció un ejemplo y nos abrió las puertas del paraíso, mostrándonos así, no sólo de ser el camino que conduce al Padre, sino también la verdad y la vida: «El que me ha visto, ha visto al Padre» (Jn. 14,9).

Pidámosle por lo tanto al Padre que nos done siempre su Espíritu, para que sea más claro en nosotros, que sólo a través de Cristo es posible conocer el diseño bueno que la providencia pensó para nuestra vida, con el fin de fundar nuestra esperanza y nuestras acciones sólo en Él. De este modo se hará más fácil darnos cuenta que el Señor está siempre junto a nosotros, de hecho, podremos ser instrumentos eficaces para que Él, se manifieste al mundo entero.

Es una tarea que nace del preferir a Dios: para los primeros discípulos, como hemos leído en la segunda lectura, era claro el hecho de haber sido preferidos: «Vosotros sois linaje elegido, sacerdocio real, nación santa» (cfr. 1Pr. 2,9); nosotros debemos apropiarnos de esta consciencia, para que experimentando la vida nueva en Cristo, podamos cantar con el salmista: «¡Aclamad con júbilo justos, a Yahvé, que la alabanza es propia de hombres rectos!» (Sal. 33,1).

___________________________

EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

Camino, Verdad y Vida

«Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre si no es por mí».

Eso dice Jesús.

Y tú, sacerdote, ¿vas al Padre?

¿Conoces el camino? ¿Lo sigues? ¿Llevas a otros contigo?

El camino es el amor, sacerdote.

El camino no solo se contempla, se anda. Y al andar se deja huella, para que los que caminan perdidos encuentren también el camino.

Tu Señor es el camino, sacerdote.

Y te ha configurado, para que seas camino con Él, para que hagas sus obras y aun mayores, porque Él va al Padre, y no se olvidará de ti.

¿Acaso puede una madre olvidarse de su niño de pecho, y no compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvidara, Él no te olvidará. Te lleva grabado en las palmas de sus manos, porque te ama.

Tu Señor es el camino que te lleva a la tierra prometida, para darte vida.

Tu Señor es la vida. Y, siendo la vida, se ha entregado a la muerte, para destruirla y rescatarte de la oscuridad, para hacerte luz con Él.

Y el Padre lo ha resucitado de entre los muertos, para darte vida en Él.

Tu Señor es la verdad que ha nacido en medio de un mundo de mentira, para darte libertad.

Reconoce la verdad que se te ha revelado, sacerdote, y hazla tuya, porque la verdad te hará libre.

Tu Señor te ha hecho verdad y vida con Él, para que comuniques al mundo la verdad, y le lleves la vida.

¡Qué mayor tesoro podría un hombre desear, que conocer el camino que lo lleva a la verdad y le da la vida! Pero ¿cómo alguien podría desear un tesoro que no conoce?

Anuncia al mundo la buena nueva, sacerdote, llevando tu mensaje con fe, con esperanza, pero sobre todo con amor. Que tu mensaje sea desde lo más profundo de tu corazón: mensaje de paz y de salvación.

Es para eso, que has sido enviado, configurado con Jesús Buen Pastor.

Lleva tu cruz de cada día con alegría, y participa activamente en cada celebración, tocando con tus manos el Cuerpo y la Sangre de tu Señor, y reconócelo en la Eucaristía.

No seas incrédulo sino creyente, porque en tus manos tienes el camino, la verdad y la vida.

Permanece en el camino, vive en la verdad y lleva al pueblo de Dios la vida, uniéndolo en el sacrificio de tu Señor, por el que el Hijo los lleva al Padre.

Celebra cada Santa Misa con devoción, con toda tu mente, con toda tu alma y con todo tu corazón.

Eleva entre tus manos a tu Señor, recibe su paz y dile: “gracias, perdón, y ayúdame más”.

(Espada de Dos Filos II, n. 75)

(Para pedir una suscripción gratuita por email del envío diario de “Espada de Dos Filos”, -facebook.com/espada.de.dos.filos12- enviar nombre y dirección a: espada.de.dos.filos12@gmail.com)

_______________________