Domingo V de Pascua (ciclo C)
(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)
- DEL MISAL MENSUAL
- BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
- SAN AGUSTÍN (www.iveargentina.org)
- FRANCISCO – Homilías del 28.IV.13 y 24.IV.16 – Regina Caeli 2019
- BENEDICTO XVI – Homilía 2 de mayo de 2010
- DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
- RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
- PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
- FLUVIUM (www.fluvium.org)
- PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
- BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
- Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
- Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
- Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
- HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
- Rev. D. Jordi CASTELLET i Sala (Sant Hipòlit de Voltregà, Barcelona, España) (www.evangeli.net)
- EXAMEN DE CONCIENCIA PARA EL SACERDOTE – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
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Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes (www.lacompañiademaria.com), para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para preparar la homilía dominical (lacompaniademaria01@gmail.com).
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DEL MISAL MENSUAL
PERSEVERAR EN LA FE
Hech 14, 21-27; Apoc 21, 1-5; Jn 13, 31-33. 34-35
Con este capítulo comienza el llamado Libro de la Gloria, el Señor Jesús va a manifestar su gloria a través de su humillación en la cruz y su consecuente exaltación. Él sabe de la inminencia de tales acontecimientos y así lo comunica: “me queda muy poco de estar con ustedes”. De ahí que transmita las últimas recomendaciones a sus discípulos y les herede una especie de testamento espiritual, comunicándoles un mandato nuevo y fundamental en la vida cristiana: el del amor recíproco a la manera como Jesús amó. Esa actitud y esa forma de vivir se convertirá en el distintivo de los verdaderos discípulos. En los Hechos de los Apóstoles Pablo y Bernabé ofrecen también sus respectivas recomendaciones finales a las iglesias fundadas durante el primer viaje misionero. Se avecinan dificultades y persecuciones. Cuando estas vengan, sabrán que están en el camino del Reinado de Dios.
ANTÍFONA DE ENTRADA Sal 97, 1 -2
Canten al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas y todos los pueblos han presenciado su victoria. Aleluya.
ORACIÓN COLECTA
Dios todopoderoso y eterno, lleva a su plenitud en nosotros el sacramento pascual, para que, a quienes te dignaste renovar por el santo bautismo, les hagas posible, con el auxilio de tu protección, abundar en frutos buenos, y alcanzar los gozos de la vida eterna. Por nuestro Señor Jesucristo...
LITURGIA DE LA PALABRA
PRIMERA LECTURA
Contaban a la comunidad cristiana lo que había hecho Dios por medio de ellos
Del libro de los Hechos de los Apóstoles: 14, 21b-27
En aquellos días, volvieron Pablo y Bernabé a Listra, Iconio y Antioquía, y ahí animaban a los discípulos y los exhortaban a perseverar en la fe, diciéndoles que hay que pasar por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios. En cada comunidad designaban presbíteros, y con oraciones y ayunos los encomendaban al Señor, en quien habían creído.
Atravesaron luego Pisidia y llegaron a Pan filia; predicaron en Perge y llegaron a Atalía. De ahí se embarcaron para Antioquía, de donde habían salido con la gracia de Dios, para la misión que acababan de cumplir.
Al llegar, reunieron a la comunidad y les contaron lo que había hecho Dios por medio de ellos y cómo les había abierto a los paganos las puertas de la fe.
Palabra de Dios.
SALMO RESPONSORIAL
Del salmo 144, 8-9. 10-11. 12-13ab
R/. Bendeciré al Señor eternamente. Aleluya.
El Señor es compasivo y misericordioso, lento para enojarse y generoso para perdonar. Bueno es el Señor para con todos y su amor se extiende a todas sus creaturas. R/.
Que te alaben, Señor, todas tus obras y que todos tus fieles te bendigan. Que proclamen la gloria de tu reino y den a conocer tus maravillas. R/.
Que muestren a los hombres tus proezas, el esplendor y la gloria de tu reino. Tu reino, Señor, es para siempre, y tu imperio, por todas las generaciones. R/.
SEGUNDA LECTURA
Dios les enjugará todas sus lágrimas.
Del libro del Apocalipsis del apóstol san Juan: 21, 1-5
Yo, Juan, vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra habían desaparecido y el mar ya no exista. También vi que descendía del cielo, desde donde está Dios, la ciudad santa, la nueva Jerusalén, engalanada como una novia, que va a desposarse con su prometido.
Oí una gran voz, que venía del cielo, que decía: “Ésta es la morada de Dios con los hombres; vivirá con ellos como su Dios y ellos serán su pueblo. Dios les enjugará todas sus lágrimas y ya no habrá muerte ni duelo, ni penas ni llantos, porque ya todo lo antiguo terminó”.
Entonces el que estaba sentado en el trono, dijo:
“Ahora yo voy a hacer nuevas todas las cosas”.
Palabra de Dios.
ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Jn 13, 34
R/. Aleluya, aleluya.
Les doy un mandamiento nuevo, dice el Señor, que se amen los unos a los otros, como yo los he amado. R/.
EVANGELIO
Un mandamiento nuevo les doy: que se amen los unos a los otros
+ Del santo Evangelio según san Juan: 13, 31-33.34-35
Cuando Judas salió del cenáculo, Jesús dijo: “Ahora ha sido glorificado el Hijo del hombre y Dios ha sido glorificado en él. Si Dios ha sido glorificado en él, también Dios lo glorificará en sí mismo y pronto lo glorificará. Hijitos, todavía estaré un poco con ustedes. Les doy un mandamiento nuevo: que se amen los unos a los otros, como yo los he amado; y por este amor reconocerán todos que ustedes son mis discípulos”.
Palabra del Señor.
ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS
Dios nuestro, que por el santo valor de este sacrificio nos hiciste participar de tu misma y gloriosa vida divina, concédenos que, así como hemos conocido tu verdad de igual manera vivamos de acuerdo con ella. Por Jesucristo, nuestro Señor.
ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Jn 15, 1. 5
Yo soy la vid verdadera y ustedes los sarmientos, dice el Señor; si permanecen en mí y yo en ustedes darán fruto abundante. Aleluya.
ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN
Señor, muéstrate benigno con tu pueblo, y ya que te dignaste alimentarlo con los misterios celestiales, hazlo pasar de su antigua condición de pecado a una vida nueva. Por Jesucristo, nuestro Señor.
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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
Confortaban los ánimos de los discípulos (Hch 14, 21b-27)
1ª lectura
Lucas, siguiendo la enseñanza paulina (cfr v. 22), señala en estos versículos el progreso y la victoria de la Palabra de Dios, al tiempo que no deja de apuntar que el camino de los predicadores es un camino de cruz: Cruz, trabajos, tribulaciones: los tendrás mientras vivas. —Por ese camino fue Cristo, y no es el discípulo más que el Maestro (San Josemaría Escrivá, Camino, n. 699). Pablo alude a esta lapidación (v. 19) en 2 Co 11, 25.
El texto dice que Pablo y Bernabé designaron u ordenaron —literalmente el verbo griego significa «extender las manos para comunicar una misión»— «presbíteros en cada iglesia» (v. 23). Estos presbíteros reciben el orden sacerdotal aunque no son llamados «sacerdotes» porque este término, en los comienzos de la expansión cristiana, evocaba al ministro de las religiones paganas (hieréus) entre los griegos, o bien al sacerdote levítico (kôhen) entre los hebreos. En el ambiente judío, los ancianos, los presbyteroi, eran los que presidían las comunidades. Al servirse de ese nombre para designar a los ministros de las iglesias se solucionaba el posible equívoco: en la lengua griega su significado podía aplicarse al ministro sin referencia a una religión específica.
Al final, Pablo y Bernabé vuelven a Antioquía de Siria recorriendo de nuevo, en orden inverso, las ciudades visitadas durante el viaje (vv. 24-26). En el puerto de Atalía embarcan para Siria y llegan poco después a Antioquía. El viaje, comenzado posiblemente hacia el 45, ha durado unos cuatro años. A pesar de la animosidad y persecución sufridas en esas ciudades, los dos misioneros no vacilan en visitarlas otra vez. Desean completar la organización de las nuevas iglesias y consolidar la fe de los discípulos. No les asustan los posibles peligros ni les preocupa que puedan repetirse los incidentes que amenazaron su vida.
Cielos nuevos y tierra nueva (Ap 21, 1-5a)
2ª lectura
Eliminadas todas las fuerzas del mal, incluso la muerte, el autor contempla ahora, como momento culminante del libro, la instauración plena del Reino de Dios: un mundo nuevo sobre el que habitará la humanidad renovada —la nueva Jerusalén (21, 1-4; cfr Is 65, 12-25)—, y cuya llegada está garantizada por la Palabra del Dios eterno y todopoderoso (21, 5-8). Esa humanidad —el Pueblo de Dios— es presentada como la Esposa del Cordero, y descrita detalladamente como una ciudad maravillosa en la que reinan Dios Padre y Cristo (21, 9-22, 5). La visión se asemeja a la del profeta Ezequiel cuando contemplaba la nueva Jerusalén y el futuro Templo (cfr Ez 40, 1-42, 20). Pero aquí se destaca que la ciudad baja del cielo, expresando así que la instauración plena, y tan anhelada, del reino mesiánico se va a realizar por el poder de Dios y conforme a su voluntad.
Este pasaje del Apocalipsis alimenta la fe y la esperanza de la Iglesia —no sólo en la generación contemporánea de Juan, sino a lo largo de toda la historia— mientras camina aún por este mundo. Así lo proclama el Concilio Vaticano II: «Ignoramos el momento de la consumación de la tierra y de la humanidad, y no sabemos cómo se transformará el universo. Ciertamente, la figura de este mundo, deformada por el pecado, pasa, pero se nos enseña que Dios ha preparado una nueva morada y una nueva tierra en la que habita la justicia y cuya bienaventuranza llenará y superará todos los deseos de paz que se levantan en los corazones de los hombres. Entonces, vencida la muerte, los hijos de Dios serán resucitados en Cristo, y lo que fue sembrado en debilidad y en corrupción, se vestirá de incorruptibilidad; y, permaneciendo la caridad y sus obras, toda aquella creación que Dios hizo a causa del hombre será liberada de la servidumbre de la vanidad» (Conc. Vaticano II, Gaudium et spes, n. 39).
El mandamiento nuevo (Jn 13, 31-33a.34-35)
Evangelio
Los preceptos del Señor se resumen en uno solo: el Mandamiento Nuevo del amor (vv. 34-35). El precepto de la caridad compendia toda la ley de la Iglesia y es signo distintivo del cristiano: «Todos pueden signarse con la señal de la cruz de Cristo; todos pueden responder amén; todos pueden cantar aleluya; todos pueden hacerse bautizar, entrar en las iglesias, construir los muros de las basílicas. Pero los hijos de Dios no se distinguen de los hijos del diablo sino por la caridad. Los que practican la caridad son nacidos de Dios; los que no la practican no son nacidos de Dios. ¡Señal importante, diferencia esencial! Ten lo que quieras, si te falta esto sólo, todo lo demás no sirve para nada; y si te falta todo y no tienes más que esto, ¡has cumplido la ley!» (S. Agustín, In Epistolam Ioannis ad Parthos 5, 7). Las palabras «como yo os he amado» dan al precepto un sentido y un contenido nuevos: la medida del amor cristiano no está en el corazón del hombre, sino en el corazón de Cristo (cfr Mt 5, 43-48).
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SAN AGUSTÍN (www.iveargentina.org)
“Amaos los unos a los otros, como Yo os he amado”
Nuestro Señor Jesucristo declara que da a sus discípulos un mandato nuevo de amarse unos a otros: Un mandato nuevo os doy: que os améis unos a otros. ¿No había sido dado ya este precepto en la antigua Ley de Dios, cuando escribió: Amaras a tu prójimo como a ti mismo? ¿Por qué, pues, el Señor lo llama nuevo, cuando se conoce su antigüedad? ¿Tal vez será nuevo porque, despojándonos del hombre viejo, nos ha vestido del hombre nuevo? El hombre que oye, o mejor, el hombre que obedece se renueva, no por una cosa cualquiera, sino por la caridad, de la cual, para distinguirla del amor carnal, añade el Señor: “Como yo os he amado”. Porque mutuamente se aman los maridos y las mujeres, los padres y los hijos y todos aquellos que se hallan unidos entre sí por algún vínculo humano; por no hablar del amor culpable y condenable, que se tienen mutuamente los adúlteros y adúlteras, los barraganes y las rameras y aquellos a quienes unió, no un vínculo humano, sino una torpeza perjudicial de la vida humana. Cristo, pues, nos dio el mandato nuevo de amarnos como Él nos amó. Este amor nos renueva para ser hombres nuevos, herederos del Nuevo Testamento y cantores del nuevo cántico. Este amor, carísimos hermanos, renovó ya entonces a los justos de la antigüedad, a los patriarcas y profetas, como renovó después a los apóstoles, y es el que también ahora renueva a todas las gentes; y el que de todo el género humano, difundido por todo el orbe, forma y congrega un pueblo nuevo, cuerpo de la nueva Esposa del Hijo unigénito de Dios, de la que se dice en el Cantar de los Cantares: ¿Quién es esta que sube blanca? Blanca, sí, porque está renovada, y ¿por quién sino por el mandato nuevo? Por esto en ella los miembros se atienden unos a otros, y si un miembro sufre, con él sufren los otros; y si un miembro es honrado, con él se alegran todos los miembros. Oyen y observan el mandato nuevo que os doy, de amaros unos a otros, no como se aman los hombres por ser hombres, sino como se aman por ser dioses e hijos todos del Altísimo, para que sean hermanos de su único Hijo, amándose mutuamente con el amor con que Él los ha amado, para conducirlos a aquel fin que les sacie y satisfaga todos sus deseos. Entonces, cuando Dios sea todo en todas las cosas, no habrá nada que desear. Este fin no tiene fin. Nadie muere allí adonde nadie llega sin morir antes a este mundo, no con la muerte común a todos, consistente en la separación del alma del cuerpo, sino con la muerte de los justos, por la cual, aun permaneciendo en la carne mortal, se coloca allá arriba el corazón. De esta muerte decía el Apóstol: Estáis muertos y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Y quizá por esta razón se ha dicho: Fuerte es el amor como la muerte. Este amor hace que muramos para este mundo aun cuando estemos en esta carne mortal, y nuestra vida esté escondida con Cristo en Dios; aún más, el mismo amor es nuestra muerte para el mundo y nuestra vida con Dios. Porque, si la muerte es la salida del alma del cuerpo, ¿cómo no ha de ser muerte cuando del mundo sale nuestro amor? Fuerte como la muerte es el amor. ¿Qué puede haber más fuerte que aquello con que se vence al mundo?
No vayáis a pensar, hermanos, que, al decir el Señor: Un mandato nuevo os doy: que os améis unos a otros, se excluya el precepto mayor, que manda amar a nuestro Dios y Señor con todo el corazón, con toda el alma y con todas las facultades; como, si excluido éste, pareciera decirse que os améis unos a otros, como si no estuviera incluido en Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos preceptos dependen toda la Ley y los Profetas. Pero quienes bien entienden, hallan a ambos el uno en el otro. Porque quien ama a Dios, no puede despreciar su mandato de amar al prójimo. Y quien santa y espiritualmente ama al prójimo, ¿qué ama en él sino a Dios? Es éste un amor distinto de todo amor mundano, cuya distinción señala el Señor, diciendo: “Como yo os he amado”. ¿Qué amó en nosotros sino a Dios? No porque ya le teníamos, más para que le tuviésemos, para conducirnos, como dije poco antes, allí donde Dios es todo en todas las cosas. De esta manera se dice que el médico ama a los enfermos; mas ¿qué otra cosa ama en ellos sino la salud, que desea restituirles en lugar de la enfermedad, que viene a echar fuera? Pues nuestro amor mutuo ha de ser tal, que procuremos por los medios a nuestro alcance atraernos mutuamente por la solicitud del amor, para tener a Dios en nosotros. Este amor nos lo da el mismo que dice: Como yo os he amado, para que así vosotros os améis recíprocamente. Por esto Él nos amó, para que nos amemos mutuamente, concediéndonos a nosotros, por su amor estrechar con el amor mutuo los lazos de unión; y enlazados los miembros con un vínculo tan dulce, seamos el cuerpo de tan excelente Cabeza.
Por esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis mutuamente. Como si dijera: Los que no son míos tienen también otros dones míos comunes a vosotros, no sólo naturaleza, vida, sentidos, la razón, y la salud, que es común a todos los hombres y a la bestias; sino también el don de lenguas, los sacramentos, el don de profecía, de ciencia, de la fe, de repartir su hacienda a los pobres, de entregar su cuerpo a las llamas; pero, porque no tienen caridad, hacen ruido como los címbalos, nada son, de nada les aprovecha. No por estos dones míos, que pueden tener también quienes no son discípulos míos; sino por esto conocerán que sois mis discípulos: si os amáis unos a otros. ¡Oh Esposa de Cristo, hermosa entre las mujeres! ¡Oh la que subes blanqueada y apoyada en tu Amado!, porque con su luz eres iluminada para volverte blanca, y con su ayuda eres sostenida para que no caigas. ¡Oh cuan merecidamente eres loada en aquel Cantar de los Cantares, que es como tu epitalamio: Tus delicias están en el amor! El no pierde a tu alma con la de los impíos; él defiende tu causa y es fuerte como la muerte, y hace todas tus delicias. ¡Qué género de muerte tan admirable, que no sólo no es penoso, sino que es delicioso! Cerremos aquí este tratado, porque al siguiente hay que darle otro preámbulo.
(Tratados sobre el Evangelio de San Juan, Tratado 65, 1-3, BAC, Madrid, 1965, pp. 296-300)
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FRANCISCO – Homilías 28.IV.13 y 24.IV.16 – Regina Caeli 2019
Homilía del 28 de abril de 2013
Novedad de Dios, tribulaciones en la vida, firmes en el Señor.
Queridos hermanos y hermanas,
Queridos hermanos que vais a recibir el sacramento de la confirmación,
Bienvenidos:
Quisiera proponeros tres simples y breves pensamientos sobre los que reflexionar.
1. En la segunda lectura hemos escuchado la hermosa visión de san Juan: un cielo nuevo y una tierra nueva y después la Ciudad Santa que desciende de Dios. Todo es nuevo, transformado en bien, en belleza, en verdad; no hay ya lamento, luto… Ésta es la acción del Espíritu Santo: nos trae la novedad de Dios; viene a nosotros y hace nuevas todas las cosas, nos cambia. ¡El Espíritu nos cambia! Y la visión de san Juan nos recuerda que estamos todos en camino hacia la Jerusalén del cielo, la novedad definitiva para nosotros, y para toda la realidad, el día feliz en el que podremos ver el rostro del Señor, ese rostro maravilloso, tan bello del Señor Jesús. Podremos estar con Él para siempre, en su amor.
Veis, la novedad de Dios no se asemeja a las novedades mundanas, que son todas provisionales, pasan y siempre se busca algo más. La novedad que Dios ofrece a nuestra vida es definitiva, y no sólo en el futuro, cuando estaremos con Él, sino también ahora: Dios está haciendo todo nuevo, el Espíritu Santo nos transforma verdaderamente y quiere transformar, contando con nosotros, el mundo en que vivimos. Abramos la puerta al Espíritu, dejemos que Él nos guíe, dejemos que la acción continua de Dios nos haga hombres y mujeres nuevos, animados por el amor de Dios, que el Espíritu Santo nos concede. Qué hermoso si cada noche, pudiésemos decir: hoy en la escuela, en casa, en el trabajo, guiado por Dios, he realizado un gesto de amor hacia un compañero, mis padres, un anciano. ¡Qué hermoso!
2. Un segundo pensamiento: en la primera lectura Pablo y Bernabé afirman que «hay que pasar mucho para entrar en el reino de Dios» (Hch 14, 22). El camino de la Iglesia, también nuestro camino cristiano personal, no es siempre fácil, encontramos dificultades, tribulación. Seguir al Señor, dejar que su Espíritu transforme nuestras zonas de sombra, nuestros comportamientos que no son según Dios, y lave nuestros pecados, es un camino que encuentra muchos obstáculos, fuera de nosotros, en el mundo, y también dentro de nosotros, en el corazón. Pero las dificultades, las tribulaciones, forman parte del camino para llegar a la gloria de Dios, como para Jesús, que ha sido glorificado en la Cruz; las encontraremos siempre en la vida. No desanimarse. Tenemos la fuerza del Espíritu Santo para vencer estas tribulaciones.
3. Y así llego al último punto. Es una invitación que dirijo a los que se van a confirmar y a todos: permaneced estables en el camino de la fe con una firme esperanza en el Señor. Aquí está el secreto de nuestro camino. Él nos da el valor para caminar contra corriente. Lo estáis oyendo, jóvenes: caminar contra corriente. Esto hace bien al corazón, pero hay que ser valientes para ir contra corriente y Él nos da esta fuerza. No habrá dificultades, tribulaciones, incomprensiones que nos hagan temer si permanecemos unidos a Dios como los sarmientos están unidos a la vid, si no perdemos la amistad con Él, si le abrimos cada vez más nuestra vida. Esto también y sobre todo si nos sentimos pobres, débiles, pecadores, porque Dios fortalece nuestra debilidad, enriquece nuestra pobreza, convierte y perdona nuestro pecado. ¡Es tan misericordioso el Señor! Si acudimos a Él, siempre nos perdona. Confiemos en la acción de Dios. Con Él podemos hacer cosas grandes y sentiremos el gozo de ser sus discípulos, sus testigos. Apostad por los grandes ideales, por las cosas grandes. Los cristianos no hemos sido elegidos por el Señor para pequeñeces. Hemos de ir siempre más allá, hacia las cosas grandes. Jóvenes, poned en juego vuestra vida por grandes ideales.
Novedad de Dios, tribulaciones en la vida, firmes en el Señor. Queridos amigos, abramos de par en par la puerta de nuestra vida a la novedad de Dios que nos concede el Espíritu Santo, para que nos transforme, nos fortalezca en la tribulación, refuerce nuestra unión con el Señor, nuestro permanecer firmes en Él: ésta es una alegría auténtica. Que así sea.
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Homilía del 24 de abril de 2016 – Jubileo de la Misericordia (Adolescentes)
El amor es concreto, un don libre, una responsabilidad bella, un compromiso cotidiano
«La señal por la que conocerán todos que sois discípulos míos será que os amáis unos a otros» (Jn 13, 35).
Queridos muchachos: Qué gran responsabilidad nos confía hoy el Señor. Nos dice que la gente conocerá a los discípulos de Jesús por cómo se aman entre ellos. En otras palabras, el amor es el documento de identidad del cristiano, es el único “documento” válido para ser reconocidos como discípulos de Jesús. El único documento válido. Si este documento caduca y no se renueva continuamente, dejamos de ser testigos del Maestro. Entonces os pregunto: ¿Queréis acoger la invitación de Jesús para ser sus discípulos? ¿Queréis ser sus amigos fieles? El amigo verdadero de Jesús se distingue principalmente por el amor concreto; no el amor “en las nubes”, no, el amor concreto que resplandece en su vida. El amor es siempre concreto. Quien no es concreto y habla del amor está haciendo una telenovela, una telecomedia. ¿Queréis vivir este amor que él nos entrega? ¿Queréis o no queréis? Entonces, frecuentemos su escuela, que es una escuela de vida para aprender a amar. Y esto es un trabajo de todos los días: aprender a amar.
Ante todo, amar es bello, es el camino para ser felices. Pero no es fácil, es desafiante, supone esfuerzo. Por ejemplo, pensemos cuando recibimos un regalo: nos hace felices, pero para preparar ese regalo las personas generosas han dedicado tiempo y dedicación y, de ese modo, regalándonos algo, nos han dado también algo de ellas mismas, algo de lo que han sabido privarse. Pensemos también al regalo que vuestros padres y animadores os han hecho, al dejaros venir a Roma para este Jubileo dedicado a vosotros. Han programado, organizado, preparado todo para vosotros, y esto les daba alegría, aun cuando hayan renunciado a un viaje para ellos. Esto es amor concreto. En efecto, amar quiere decir dar, no sólo algo material, sino algo de uno mismo: el tiempo personal, la propia amistad, las capacidades personales.
Miremos al Señor, que es insuperable en generosidad. Recibimos de él muchos dones, y cada día tendríamos que darle gracias. Quisiera preguntaros: ¿Dais gracias al Señor todos los días? Aun cuando nos olvidemos, él se acuerda de hacernos cada día un regalo especial. No es un regalo material para tener entre las manos y usar, sino un don más grande para la vida. ¿Qué nos da el Señor? Nos regala su amistad fiel, que no la retirará jamás. El Señor es el amigo para siempre. Además, si tú lo decepcionas y te alejas de él, Jesús sigue amándote y estando contigo, creyendo en ti más de lo que tú crees en ti mismo. Esto es lo específico del amor que nos enseña Jesús. Y esto es muy importante. Porque la amenaza principal, que impide crecer bien, es cuando no importas a nadie —esto es triste—, cuando te sientes marginado. En cambio, el Señor está siempre junto a ti y está contento de estar contigo. Como hizo con sus discípulos jóvenes, te mira a los ojos y te llama para seguirlo, para «remar mar a dentro» y «echar las redes» confiando en su palabra; es decir, poner en juego tus talentos en la vida, junto a él, sin miedo. Jesús te espera pacientemente, atiente una respuesta, aguarda tu “sí”.
Queridos chicos y chicas, a vuestra edad surge en vosotros de una manera nueva el deseo de afeccionaros y de recibir afecto. Si vais a la escuela del Señor, os enseñará a hacer más hermosos también el afecto y la ternura. Os pondrá en el corazón una intención buena, esa de amar sin poseer: de querer a las personas sin desearlas como algo propio, sino dejándolas libres. Porque el amor es libre. No existe amor verdadero si no es libre. Esa libertad que el Señor nos da cuando nos ama. Él siempre está junto a nosotros. En efecto, siempre existe la tentación de contaminar el afecto con la pretensión instintiva de tomar, de “poseer” aquello que me gusta; y esto es egoísmo. Y también, la cultura consumista refuerza esta tendencia. Pero cualquier cosa, cuando se exprime demasiado, se desgasta, se estropea; después se queda uno decepcionado con el vacío dentro. Si escucháis la voz del Señor, os revelará el secreto de la ternura: interesarse por otra persona, quiere decir respetarla, protegerla, esperarla. Y esta es la manifestación de la ternura y del amor.
En estos años de juventud percibís también un gran deseo de libertad. Muchos os dirán que ser libres significa hacer lo que se quiera. Pero en esto se necesita saber decir no. Si no sabes decir no, no eres libre. Libre es quien sabe decir sí y sabe decir no. La libertad no es poder hacer siempre lo que se quiere: esto nos vuelve cerrados, distantes y nos impide ser amigos abiertos y sinceros; no es verdad que cuando estoy bien todo vaya bien. No, no es verdad. En cambio, la libertad es el don de poder elegir el bien: esto es libertad. Es libre quien elige el bien, quien busca aquello que agrada a Dios, aun cuando sea fatigoso y no sea fácil. Pero yo creo que vosotros, jóvenes, no tenéis miedo al cansancio, sois valientes. Sólo con decisiones valientes y fuertes se realizan los sueños más grandes, esos por los que vale la pena dar la vida. Decisiones valientes y fuertes. No os contentéis con la mediocridad, con “ir tirando”, estando cómodos y sentados; no confiéis en quien os distrae de la verdadera riqueza, que sois vosotros, cuando os digan que la vida es bonita sólo si se tienen muchas cosas; desconfiad de quien os quiera hacer creer que sois valiosos cuando os hacéis pasar por fuertes, como los héroes de las películas, o cuando lleváis vestidos a la última moda. Vuestra felicidad no tiene precio y no se negocia; no es un “app” que se descarga en el teléfono móvil: ni siquiera la versión más reciente podrá ayudaros a ser libres y grandes en el amor. La libertad es otra cosa.
Porque el amor es el don libre de quien tiene el corazón abierto; es una responsabilidad, pero una responsabilidad bella que dura toda la vida; es el compromiso cotidiano de quien sabe realizar grandes sueños. ¡Ay de los jóvenes que no saben soñar, que no se atreven a soñar! Si un joven, a vuestra edad, no es capaz de soñar, ya está jubilado, no sirve. El amor se alimenta de confianza, de respeto y de perdón. El amor no surge porque hablemos de él, sino cuando se vive; no es una poesía bonita para aprender de memoria, sino una opción de vida que se ha de poner en práctica. ¿Cómo podemos crecer en el amor? El secreto está en el Señor: Jesús se nos da a sí mismo en la Santa Misa, nos ofrece el perdón y la paz en la Confesión. Allí aprendemos a acoger su amor, hacerlo nuestro, y a difundirlo en el mundo. Y cuando amar parece algo arduo, cuando es difícil decir no a lo que es falso, mirad la cruz del Señor, abrazadla y no dejad su mano, que os lleva hacia lo alto y os levanta cuando caéis. Durante la vida siempre se cae, porque somos pecadores, somos débiles. Pero está la mano de Jesús que nos levanta y nos eleva. Jesús nos quiere de pie. Esa palabra bonita que Jesús decía a los paralíticos: “levántate”. Dios nos ha creado para estar de pie. Hay una canción hermosa que cantan los alpinos cuando suben a la montaña. La canción dice así: «en el arte de subir, lo importante no es no caer, sino no permanecer caído». Tener la valentía de levantarse, de dejarse levantar por la mano de Jesús. Y esta mano muchas veces viene a través de la mano de un amigo, de la mano de los padres, de la mano de aquellos que nos acompañan en la vida. También el mismo Jesús está allí. Levantaos. Dios os quiere de pie, siempre de pie.
Sé que sois capaces de gestos grandes de amistad y bondad. Estáis llamados a construir así el futuro: junto con los otros y por los otros, pero jamás contra alguien. No se construye “contra”: esto se llama destrucción. Haréis cosas maravillosas si os preparáis bien ya desde ahora, viviendo plenamente vuestra edad, tan rica de dones, y no temiendo al cansancio. Haced como los campeones del mundo del deporte, que logran metas altas entrenándose con humildad y tenacidad todos los días. Que vuestro programa cotidiano sea las obras de misericordia: Entrenaos con entusiasmo en ellas para ser campeones de vida, campeones de amor. Así seréis conocidos como discípulos de Jesús. Así tendréis el documento de identidad de cristianos. Y os aseguro: vuestra alegría será plena.
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Regina Caeli 2019
El amor nos abre al otro
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de hoy nos conduce al Cenáculo para hacernos escuchar algunas palabras que Jesús dirigió a sus discípulos en el “discurso de despedida” antes de su Pasión. Después de haber lavado los pies a los Doce, Él les dijo: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros» (Juan 13, 34). ¿Pero en qué sentido Jesús llama “nuevo” a este mandamiento? Porque sabemos que ya en el Antiguo Testamento, Dios había mandado a los miembros de su pueblo amar al prójimo como a sí mismos (cf. Levítico 19, 18). Jesús mismo, a quién le preguntaba cuál era el mandamiento más importante de la Ley, respondía que el primero es amar a Dios con todo el corazón y el segundo amar al prójimo como a sí mismo (cf. Mateo 22, 38-39).
Entonces, ¿cuál es la novedad de este mandamiento que Jesús encomienda a sus discípulos? ¿Por qué lo llama “mandamiento nuevo”? El antiguo mandamiento del amor se ha convertido en nuevo porque ha sido completado con este añadido: «como yo os he amado a vosotros», «amaos los unos a los otros como yo os he amado». La novedad está completamente en el amor de Jesucristo, ese con el que Él ha dado la vida por nosotros. Se trata del amor de Dios, universal, sin condiciones y sin límites, que encuentra el ápice sobre la cruz. En ese momento de extremo abajamiento, en ese momento de abandono al Padre, el Hijo de Dios ha mostrado y donado al mundo la plenitud del amor. Repensando en la Pasión y en la agonía de Cristo, los discípulos comprendieron el significado de esas palabras suyas: «Que como yo os he amado a vosotros, así os améis también vosotros los unos a los otros».
Jesús nos ha amado primero, nos ha amado a pesar de nuestras fragilidades, nuestros límites y nuestras debilidades humanas. Ha sido Él quien ha hecho que nos hiciéramos dignos de su amor que no conoce límites y no termina nunca. Dándonos el mandamiento nuevo, Él nos pide que nos amemos entre nosotros no solo y no tanto con nuestro amor, sino con el suyo, que el Espíritu Santo infunde en nuestros corazones si lo invocamos con fe.
De esta manera —y solo así— nosotros podemos amarnos entre nosotros no solo como nos amamos a nosotros mismos, sino como Él nos ha amado, es decir inmensamente más. Dios de hecho nos ama mucho más de cuanto nosotros nos amamos a nosotros mismos. Y así podemos difundir por todos lados la semilla del amor que renueva las relaciones entre las personas y abre horizontes de esperanza. Jesús siempre abre horizontes de esperanza, su amor abre horizontes de esperanza. Este amor nos hace convertirnos en hombres nuevos, hermanos y hermanas en el Señor, y hace de nosotros el nuevo Pueblo de Dios, es decir la Iglesia, en la cual todos son llamados a amar a Cristo y en Él a amarse unos a otros.
El amor que se ha manifestado en la cruz de Cristo y que Él nos llama a vivir es la única fuerza que transforma nuestro corazón de piedra en corazón de carne; la única fuerza capaz de transformar nuestro corazón es el amor de Jesús, si nosotros también amamos con este amor. Y este amor nos hace capaces de amar a los enemigos y perdonar a quien nos ha ofendido. Yo os haré una pregunta, que cada uno de vosotros responda en su corazón. ¿Yo soy capaz de amar a mis enemigos? Todos tenemos gente, no sé si enemigos, pero que no están de acuerdo con nosotros, que están “del otro lado”; o alguno tiene gente que le ha hecho daño… ¿Yo soy capaz de amar a esta gente? Ese hombre, esa mujer que me ha hecho mal, que me ha ofendido. ¿Soy capaz de perdonarlo? Que cada uno responda en su corazón. El amor de Jesús nos hace ver al otro como miembro actual o futuro de la comunidad de los amigos de Jesús; nos estimula al diálogo y nos ayuda a escucharnos y conocernos recíprocamente. El amor nos abre al otro, convirtiéndose en la base de las relaciones humanas. Hace capaces de superar las barreras de las propias debilidades y de los propios prejuicios. El amor de Jesús en nosotros crea puentes, enseña nuevos caminos, produce el dinamismo de la fraternidad. Que la Virgen María nos ayude, con su materna intercesión, a acoger de su Hijo Jesús el don de su mandamiento, y del Espíritu Santo la fuerza de practicarlo en la vida de cada día.
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BENEDICTO XVI – Homilía 2 de mayo de 2010
La dimensión cristiana del amor
Visita pastoral a Turín
Queridos hermanos y hermanas:
Estamos en el tiempo pascual, que es el tiempo de la glorificación de Jesús. El Evangelio que acabamos de escuchar nos recuerda que esta glorificación se realizó mediante la pasión. En el misterio pascual pasión y glorificación están estrechamente vinculadas entre sí, forman una unidad inseparable. Jesús afirma: «Ahora ha sido glorificado el Hijo del hombre y Dios ha sido glorificado en él» (Jn 13, 31) y lo hace cuando Judas sale del Cenáculo para cumplir su plan de traición, que llevará al Maestro a la muerte: precisamente en ese momento comienza la glorificación de Jesús. El evangelista san Juan lo da a entender claramente: de hecho, no dice que Jesús fue glorificado sólo después de su pasión, por medio de la resurrección, sino que muestra que su glorificación comenzó precisamente con la pasión. En ella Jesús manifiesta su gloria, que es gloria del amor, que entrega toda su persona. Él amó al Padre, cumpliendo su voluntad hasta el final, con una entrega perfecta; amó a la humanidad dando su vida por nosotros. Así, ya en su pasión es glorificado, y Dios es glorificado en él. Pero la pasión —como expresión realísima y profunda de su amor— es sólo un inicio. Por esto Jesús afirma que su glorificación también será futura (cf. v. 32). Después el Señor, en el momento de anunciar que deja este mundo (cf. v. 33), casi como testamento da a sus discípulos un mandamiento para continuar de modo nuevo su presencia en medio de ellos: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Como yo os he amado, así amaos también vosotros los unos a los otros» (v. 34). Si nos amamos los unos a los otros, Jesús sigue estando presente entre nosotros, y sigue siendo glorificado en el mundo.
Jesús habla de un «mandamiento nuevo». ¿Cuál es su novedad? En el Antiguo Testamento Dios ya había dado el mandato del amor; pero ahora este mandamiento es nuevo porque Jesús añade algo muy importante: «Como yo os he amado, así amaos también vosotros los unos a los otros». Lo nuevo es precisamente este «amar como Jesús ha amado». Todo nuestro amar está precedido por su amor y se refiere a este amor, se inserta en este amor, se realiza precisamente por este amor. El Antiguo Testamento no presentaba ningún modelo de amor, sino que formulaba solamente el precepto de amar. Jesús, en cambio, se presenta a sí mismo como modelo y como fuente de amor. Se trata de un amor sin límites, universal, capaz de transformar también todas las circunstancias negativas y todos los obstáculos en ocasiones para progresar en el amor. Y en los santos de esta ciudad vemos la realización de este amor, siempre desde la fuente del amor de Jesús.
Al darnos el mandamiento nuevo, Jesús nos pide vivir su mismo amor, vivir de su mismo amor, que es el signo verdaderamente creíble, elocuente y eficaz para anunciar al mundo la venida del reino de Dios. Obviamente, sólo con nuestras fuerzas somos débiles y limitados. En nosotros permanece siempre una resistencia al amor y en nuestra existencia hay muchas dificultades que provocan divisiones, resentimientos y rencores. Pero el Señor nos ha prometido estar presente en nuestra vida, haciéndonos capaces de este amor generoso y total, que sabe vencer todos los obstáculos, también los que radican en nuestro corazón. Si estamos unidos a Cristo, podemos amar verdaderamente de este modo. Amar a los demás como Jesús nos ha amado sólo es posible con la fuerza que se nos comunica en la relación con él, especialmente en la Eucaristía, en la que se hace presente de modo real su sacrificio de amor que genera amor: es la verdadera novedad en el mundo y la fuerza de una glorificación permanente de Dios, que se glorifica en la continuidad del amor de Jesús en nuestro amor.
Quiero dirigir ahora unas palabras de aliento en particular a los sacerdotes y a los diáconos de esta Iglesia, que se dedican con generosidad al trabajo pastoral, así como a los religiosos y a las religiosas. A veces, ser obreros en la viña del Señor puede ser arduo, los compromisos se multiplican, las exigencias son muchas y no faltan los problemas: aprended a sacar diariamente de la relación de amor con Dios en la oración la fuerza para llevar el anuncio profético de salvación; volved a centrar vuestra existencia en lo esencial del Evangelio; cultivad una dimensión real de comunión y de fraternidad dentro del presbiterio, de vuestras comunidades, en las relaciones con el pueblo de Dios; testimoniad en el ministerio el poder del amor que viene de lo Alto, viene del Señor presente entre nosotros.
La primera lectura que hemos escuchado nos presenta precisamente un modo especial de glorificación de Jesús: el apostolado y sus frutos. Pablo y Bernabé, al término de su primer viaje apostólico, regresan a las ciudades que ya habían visitado y alientan de nuevo a los discípulos, exhortándolos a permanecer firmes en la fe, porque, como ellos dicen, «es necesario que pasemos por muchas tribulaciones para entrar en el reino de Dios» (Hch 14, 22). La vida cristiana, queridos hermanos y hermanas, no es fácil; sé que tampoco en Turín faltan dificultades, problemas, preocupaciones: pienso, en particular, en quienes viven concretamente su existencia en condiciones de precariedad, a causa de la falta de trabajo, de la incertidumbre por el futuro, del sufrimiento físico y moral; pienso en las familias, en los jóvenes, en las personas ancianas que con frecuencia viven en soledad, en los marginados, en los inmigrantes. Sí, la vida lleva a afrontar muchas dificultades, muchos problemas, pero lo que permite afrontar, vivir y superar el peso de los problemas cotidianos es precisamente la certeza que nos viene de la fe, la certeza de que no estamos solos, de que Dios nos ama a cada uno sin distinción y está cerca de cada uno con su amor. El amor universal de Cristo resucitado fue lo que impulsó a los Apóstoles a salir de sí mismos, a difundir la Palabra de Dios, a dar su vida sin reservas por los demás, con valentía, alegría y serenidad. Cristo resucitado posee una fuerza de amor que supera todo límite, no se detiene ante ningún obstáculo. Y la comunidad cristiana, especialmente en las realidades de mayor compromiso pastoral, deber ser instrumento concreto de este amor de Dios.
Exhorto a las familias a vivir la dimensión cristiana del amor en las acciones cotidianas sencillas, en las relaciones familiares, superando divisiones e incomprensiones, cultivando la fe que hace todavía más firme la comunión. Que en el rico y variado mundo de la Universidad y de la cultura tampoco falte el testimonio del amor del que nos habla el Evangelio de hoy, con la capacidad de escucha atenta y de diálogo humilde en la búsqueda de la Verdad, seguros de que es la Verdad misma la que nos sale al encuentro y nos aferra. Deseo también alentar el esfuerzo, a menudo difícil, de quien está llamado a administrar el sector público: la colaboración para buscar el bien común y hacer que la ciudad sea cada vez más humana y habitable es una señal de que el pensamiento cristiano sobre el hombre nunca va contra su libertad, sino en favor de una mayor plenitud que sólo encuentra su realización en una «civilización del amor». A todos, en particular a los jóvenes, quiero decir que no pierdan nunca la esperanza, la que viene de Cristo resucitado, de la victoria de Dios sobre el pecado, sobre el odio y sobre la muerte.
La segunda lectura de hoy nos muestra precisamente el resultado final de la resurrección de Jesús: es la nueva Jerusalén, la ciudad santa, que desciende del cielo, de Dios, engalanada como una esposa ataviada para su esposo (cf. Ap 21, 2). Aquel que fue crucificado, que compartió nuestro sufrimiento, como nos recuerda también, de manera elocuente, la Sábana Santa, ha resucitado y nos quiere reunir a todos en su amor. Se trata de una esperanza estupenda, «fuerte», sólida, porque, como dice el libro del Apocalipsis: «(Dios) enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado» (Ap 21, 4). ¿Acaso la Sábana Santa no comunica el mismo mensaje? En ella vemos reflejados como en un espejo nuestros padecimientos en los sufrimientos de Cristo: «Passio Christi. Passio hominis». Precisamente por esto la Sábana Santa es un signo de esperanza: Cristo afrontó la cruz para atajar el mal; para hacernos entrever, en su Pascua, la anticipación del momento en que para nosotros enjugará toda lágrima y ya no habrá muerte, ni llanto, ni gritos ni fatigas.
El pasaje del Apocalipsis termina con la afirmación: «Dijo el que está sentado en el trono: “Mira que hago un mundo nuevo”» (Ap 21, 5). Lo primero absolutamente nuevo realizado por Dios fue la resurrección de Jesús, su glorificación celestial, la cual es el inicio de toda una serie de «cosas nuevas», a las que pertenecemos también nosotros. «Cosas nuevas» son un mundo lleno de alegría, en el que ya no hay sufrimientos ni vejaciones, ya no hay rencor ni odio, sino sólo el amor que viene de Dios y que lo transforma todo.
Querida Iglesia que está en Turín, he venido entre vosotros para confirmaros en la fe. Deseo exhortaros, con fuerza y con afecto, a permanecer firmes en la fe que habéis recibido, que da sentido a la vida, que da fuerza para amar; a no perder nunca la luz de la esperanza en Cristo resucitado, que es capaz de transformar la realidad y hacer nuevas todas las cosas; a vivir de modo sencillo y concreto el amor de Dios en la ciudad, en los barrios, en las comunidades, en las familias: «Como yo os he amado, así amaos los unos a los otros».
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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA
La oración de Cristo en la Última Cena
LA ORACION DE LA HORA DE JESUS
2746. Cuando ha llegado su hora, Jesús ora al Padre (cf Jn 17). Su oración, la más larga transmitida por el Evangelio, abarca toda la Economía de la creación y de la salvación, así como su Muerte y su Resurrección. Al igual que la Pascua de Jesús, sucedida “una vez por todas”, permanece siempre actual, de la misma manera la oración de la “hora de Jesús” sigue presente en la Liturgia de la Iglesia.
2747. La tradición cristiana acertadamente la denomina la oración “sacerdotal” de Jesús. Es la oración de nuestro Sumo Sacerdote, inseparable de su sacrificio, de su “paso” [pascua] hacia el Padre donde él es “consagrado” enteramente al Padre (cf Jn 17, 11. 13. 19).
2748. En esta oración pascual, sacrificial, todo está “recapitulado” en El (cf Ef 1, 10): Dios y el mundo, el Verbo y la carne, la vida eterna y el tiempo, el amor que se entrega y el pecado que lo traiciona, los discípulos presentes y los que creerán en El por su palabra, la humillación y la Gloria. Es la oración de la unidad.
2749. Jesús ha cumplido toda la obra del Padre, y su oración, al igual que su sacrificio, se extiende hasta la consumación de los siglos. La oración de la “hora de Jesús” llena los últimos tiempos y los lleva hacia su consumación. Jesús, el Hijo a quien el Padre ha dado todo, se entrega enteramente al Padre y, al mismo tiempo, se expresa con una libertad soberana (cf Jn 17, 11. 13. 19. 24) debido al poder que el Padre le ha dado sobre toda carne. El Hijo que se ha hecho Siervo, es el Señor, el Pantocrator. Nuestro Sumo Sacerdote que ruega por nosotros es también el que ora en nosotros y el Dios que nos escucha.
2750. Si en el Santo Nombre de Jesús, nos ponemos a orar, podemos recibir en toda su hondura la oración que él nos enseña: “Padre Nuestro”. La oración sacerdotal de Jesús inspira, desde dentro, las grandes peticiones del Padrenuestro: la preocupación por el Nombre del Padre (cf Jn 17, 6. 11. 12. 26), el deseo de su Reino (la Gloria; cf Jn 17, 1. 5. 10. 24. 23-26), el cumplimiento de la voluntad del Padre, de su Designio de salvación (cf Jn 17, 2. 4 .6. 9. 11. 12. 24) y la liberación del mal (cf Jn 17, 15).
2751. Por último, en esta oración Jesús nos revela y nos da el “conocimiento” indisociable del Padre y del Hijo (cf Jn 17, 3. 6-10. 25) que es el misterio mismo de la vida de oración.
“como yo os he amado”
459. El Verbo se encarnó para ser nuestro modelo de santidad: “Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí... “(Mt 11, 29). “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí” (Jn 14, 6). Y el Padre, en el monte de la transfiguración, ordena: “Escuchadle” (Mc 9, 7; cf. Dt 6, 4-5). Él es, en efecto, el modelo de las bienaventuranzas y la norma de la ley nueva: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado” (Jn 15, 12). Este amor tiene como consecuencia la ofrenda efectiva de sí mismo (cf. Mc 8, 34).
1823. Jesús hace de la caridad el mandamiento nuevo (cf Jn 13, 34). Amando a los suyos “hasta el fin” (Jn 13, 1), manifiesta el amor del Padre que ha recibido. Amándose unos a otros, los discípulos imitan el amor de Jesús que reciben también en ellos. Por eso Jesús dice: “Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor” (Jn 15, 9). Y también: “Este es el mandamiento mío: que os améis unos a otros como yo os he amado” (Jn 15, 12).
“Sin mí no podéis hacer nada”
2074. Jesús dice: “Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí como yo en él, ése da mucho fruto; porque sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5). El fruto evocado en estas palabras es la santidad de una vida fecundada por la unión con Cristo. Cuando creemos en Jesucristo, participamos en sus misterios y guardamos sus mandamientos, el Salvador mismo ama en nosotros a su Padre y a sus hermanos, nuestro Padre y nuestros hermanos. Su persona viene a ser, por obra del Espíritu, la norma viva e interior de nuestro obrar. “Este es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado” (Jn 15, 12).
CAPITULO SEGUNDO: “AMARAS A TU PROJIMO COMO A TI MISMO”
Jesús dice a sus discípulos: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado” (Jn 13, 34).
2196. En respuesta a la pregunta que le hacen sobre cuál es el primero de los mandamientos, Jesús responde: “El primero es: ‘Escucha Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor, y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas’. El segundo es: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’. No existe otro mandamiento mayor que estos” (Mc 12, 29-31).
El apóstol S. Pablo lo recuerda: “El que ama al prójimo ha cumplido la ley. En efecto, lo de: no adulterarás, no matarás, no robarás, no codiciarás y todos los demás preceptos, se resumen en esta fórmula: amarás a tu prójimo como a ti mismo. La caridad no hace mal al prójimo. La caridad es, por tanto, la ley en su plenitud” (Rm 13, 8-10).
III. HÁGASE TU VOLUNTAD EN LA TIERRA COMO EN EL CIELO
2822. La voluntad de nuestro Padre es “que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad” (1 Tm 2, 3-4). El “usa de paciencia, no queriendo que algunos perezcan” (2 P 3, 9; cf Mt 18, 14). Su mandamiento que resume todos los demás y que nos dice toda su voluntad es que “nos amemos los unos a los otros como él nos ha amado” (Jn 13, 34; cf 1 Jn 3; 4; Lc 10, 25-37).
... como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden
2842. Este “como” no es el único en la enseñanza de Jesús: “Sed perfectos ‘como’ es perfecto vuestro Padre celestial” (Mt 5, 48); “Sed misericordiosos, ‘como’ vuestro Padre es misericordioso” (Lc 6, 36); “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que ‘como’ yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros” (Jn 13, 34). Observar el mandamiento del Señor es imposible si se trata de imitar desde fuera el modelo divino. Se trata de una participación, vital y nacida “del fondo del corazón”, en la santidad, en la misericordia, y en el amor de nuestro Dios. Sólo el Espíritu que es “nuestra Vida” (Ga 5, 25) puede hacer nuestros los mismos sentimientos que hubo en Cristo Jesús (cf Flp 2, 1. 5). Así, la unidad del perdón se hace posible, “perdonándonos mutuamente ‘como’ nos perdonó Dios en Cristo” (Ef 4, 32).
Los cielos nuevos y la tierra nueva
756. “También muchas veces a la Iglesia se la llama construcción de Dios (1 Co 3, 9). El Señor mismo se comparó a la piedra que desecharon los constructores, pero que se convirtió en la piedra angular (Mt 21, 42 par.; cf. Hch 4, 11; 1 P 2, 7; Sal 118, 22). Los apóstoles construyen la Iglesia sobre ese fundamento (cf. 1 Co 3, 11), que le da solidez y cohesión. Esta construcción recibe diversos nombres: casa de Dios: casa de Dios (1 Tim 3, 15) en la que habita su familia, habitación de Dios en el Espíritu (Ef 2, 19-22), tienda de Dios con los hombres (Ap 21, 3), y sobre todo, templo santo. Representado en los templos de piedra, los Padres cantan sus alabanzas, y la liturgia, con razón, lo compara a la ciudad santa, a la nueva Jerusalén. En ella, en efecto, nosotros como piedras vivas entramos en su construcción en este mundo (cf. 1 P 2, 5). San Juan ve en el mundo renovado bajar del cielo, de junto a Dios, esta ciudad santa arreglada como una esposa embellecidas para su esposo (Ap 21, 1-2)”.
865. La Iglesia es una, santa, católica y apostólica en su identidad profunda y última, porque en ella existe ya y será consumado al fin de los tiempos “el Reino de los cielos”, “el Reino de Dios” (cf Ap 19, 6), que ha venido en la persona de Cristo y que crece misteriosamente en el corazón de los que le son incorporados hasta su plena manifestación escatológica. Entonces todos los hombres rescatados por él, hechos en él “santos e inmaculados en presencia de Dios en el Amor” (Ef 1, 4), serán reunidos como el único Pueblo de Dios, “la Esposa del Cordero” (Ap 21, 9), “la Ciudad Santa que baja del Cielo de junto a Dios y tiene la gloria de Dios” (Ap 21, 10-11); y “la muralla de la ciudad se asienta sobre doce piedras, que llevan los nombres de los doce apóstoles del Cordero” (Ap 21, 14).
VI. LA ESPERANZA DE LOS CIELOS NUEVOS Y DE LA TIERRA NUEVA
1042. Al fin de los tiempos el Reino de Dios llegará a su plenitud. Después del juicio final, los justos reinarán para siempre con Cristo, glorificados en cuerpo y alma, y el mismo universo será renovado:
La Iglesia... sólo llegará a su perfección en la gloria del cielo...cuando llegue el tiempo de la restauración universal y cuando, con la humanidad, también el universo entero, que está íntimamente unido al hombre y que alcanza su meta a través del hombre, quede perfectamente renovado en Cristo (LG 48)
1043. La Sagrada Escritura llama “cielos nuevos y tierra nueva” a esta renovación misteriosa que trasformará la humanidad y el mundo (2 P 3, 13; cf. Ap 21, 1). Esta será la realización definitiva del designio de Dios de “hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra” (Ef 1, 10).
1044. En este “universo nuevo” (Ap 21, 5), la Jerusalén celestial, Dios tendrá su morada entre los hombres. “Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado” (Ap 21, 4; cf. 21, 27).
1045. Para el hombre esta consumación será la realización final de la unidad del género humano, querida por Dios desde la creación y de la que la Iglesia peregrina era “como el sacramento” (LG 1). Los que estén unidos a Cristo formarán la comunidad de los rescatados, la Ciudad Santa de Dios (Ap 21, 2), “la Esposa del Cordero” (Ap 21, 9). Ya no será herida por el pecado, las manchas (cf. Ap 21, 27), el amor propio, que destruyen o hieren la comunidad terrena de los hombres. La visión beatífica, en la que Dios se manifestará de modo inagotable a los elegidos, será la fuente inmensa de felicidad, de paz y de comunión mutua.
1046. En cuanto al cosmos, la Revelación afirma la profunda comunidad de destino del mundo material y del hombre:
Pues la ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios... en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción... Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto. Y no sólo ella; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo (Rm 8, 19-23).
1047. Así pues, el universo visible también está destinado a ser transformado, “a fin de que el mundo mismo restaurado a su primitivo estado, ya sin ningún obstáculo esté al servicio de los justos”, participando en su glorificación en Jesucristo resucitado (San Ireneo, haer. 5, 32, 1).
1048. “Ignoramos el momento de la consumación de la tierra y de la humanidad, y no sabemos cómo se transformará el universo. Ciertamente, la figura de este mundo, deformada por el pecado, pasa, pero se nos enseña que Dios ha preparado una nueva morada y una nueva tierra en la que habita la justicia y cuya bienaventuranza llenará y superará todos los deseos de paz que se levantan en los corazones de los hombres” (GS 39, 1).
1049. “No obstante, la espera de una tierra nueva no debe debilitar, sino más bien avivar la preocupación de cultivar esta tierra, donde crece aquel cuerpo de la nueva familia humana, que puede ofrecer ya un cierto esbozo del siglo nuevo. Por ello, aunque hay que distinguir cuidadosamente el progreso terreno del crecimiento del Reino de Cristo, sin embargo, el primero, en la medida en que puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa mucho al Reino de Dios” (GS 39, 2).
1050. “Todos estos frutos buenos de nuestra naturaleza y de nuestra diligencia, tras haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y según su mandato, los encontramos después de nuevo, limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal” (GS 39, 3; cf. LG 2). Dios será entonces “todo en todos” (1 Co 15, 22), en la vida eterna:
La vida subsistente y verdadera es el Padre que, por el Hijo y en el Espíritu Santo, derrama sobre todos sin excepción los dones celestiales. Gracias a su misericordia, nosotros también, hombres, hemos recibido la promesa indefectible de la vida eterna (San Cirilo de Jerusalén, catech. ill. 18, 29).
2016. Los hijos de nuestra madre la Santa Iglesia esperan justamente la gracia de la perseverancia final y de la recompensa de Dios, su Padre, por las obras buenas realizadas con su gracia en comunión con Jesús (cf Cc. de Trento: DS 1576). Siguiendo la misma norma de vida, los creyentes comparten la “bienaventurada esperanza” de aquellos a los que la misericordia divina congrega en la “Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, que baja del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su esposo” (Ap 21, 2).
2817. Esta petición es el “Marana Tha”, el grito del Espíritu y de la Esposa: “Ven, Señor Jesús”:
Incluso aunque esta oración no nos hubiera mandado pedir el advenimiento del Reino, habríamos tenido que expresar esta petición, dirigiéndonos con premura a la meta de nuestras esperanzas. Las almas de los mártires, bajo el altar, invocan al Señor con grandes gritos: ‘¿Hasta cuándo, Dueño santo y veraz, vas a estar sin hacer justicia por nuestra sangre a los habitantes de la tierra?’ (Ap 6, 10). En efecto, los mártires deben alcanzar la justicia al fin de los tiempos. Señor, ¡apresura, pues, la venida de tu Reino! (Tertuliano, or. 5).
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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
Un mandamiento nuevo
Hay una palabra que aparece repetidas veces en las lecturas de este Domingo. Se habla de «un nuevo cielo y una tierra nueva», de la «nueva Jerusalén», de Dios que hace «nuevas todas las cosas» y, en fin, en el Evangelio, del «mandamiento nuevo».
«Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado».
«Nuevo», «novedad» pertenecen a aquel restringido número de palabras «mágicas», que evocan siempre y sólo sentidos positivos. Nuevo de zeca, nuevo o flamante, vestido nuevo, vida nueva, nuevo día, año nuevo. Lo nuevo hace noticia. Son sinónimos. En inglés, «noticias», news, no es más que el sustantivo de «nuevo», new. También, en castellano, «nueva», como adjetivo, significa una cosa nueva y, como sustantivo, una noticia. El Evangelio se llama «la buena noticia» precisamente porque contiene la novedad por excelencia.
¿Por qué nos gusta tanto lo nuevo? No sólo porque lo que es nuevo, no usado (por ejemplo, un automóvil), en general, funciona mejor. Si fuese sólo por esto, ¿por qué saludamos con tanta alegría al año nuevo, al nuevo día? El motivo profundo es que la novedad, lo que todavía no es conocido y experimentado, deja lugar más a la espera, a la sorpresa, a la esperanza, al sueño. Y la felicidad es precisamente hija de estas cosas. Si estuviésemos seguros que el año nuevo nos va a reservar exactamente las mismas cosas que el viejo, ni más ni menos, ya no nos gustaría más.
Nuevo no se opone a «antiguo» sino a «viejo». Asimismo, «antiguo» y «antigüedad», «anticuario, de hecho, son palabras positivas. ¿Cuál es la diferencia? Viejo es lo que con el pasar del tiempo desmejora y pierde valor; antiguo es lo que con el pasar del tiempo mejora Y adquiere valor. Por esto, hoy se busca evitar usar la expresión «Viejo Testamento» y se prefiere hablar, por el contrario, de «Antiguo Testamento».
Con estas premisas acerquémonos ahora a la palabra del Evangelio. De inmediato, se nos plantea una pregunta: ¿cómo es que se define «nuevo» a un mandamiento, que ya era conocido desde el Antiguo Testamento (cfr. Levítico 19, l8)? Aquí vuelve a ser útil la distinción entre viejo y antiguo. «Nuevo» no se opone en este caso a «antiguo» sino a «viejo». Oíd qué dice el mismo evangelista Juan en otro fragmento:
«Queridos, no os escribo un mandamiento nuevo, sino el mandamiento antiguo... y sin embargo, os escribo un mandamiento nuevo» (1 Juan 2, 7-8).
En suma, ¿un mandamiento nuevo? o ¿un mandamiento antiguo? Una y otra cosa. Antiguo según la letra, porque había sido dado desde hacía tiempo; nuevo según el Espíritu, porque sólo con Cristo ha sido proporcionada, también, la fuerza de ponerlo en práctica. Nuevo no se opone aquí, decía yo, a antiguo sino a viejo. Lo de amar al prójimo «como a sí mismo» había llegado a ser un mandamiento «viejo», esto es, frágil y acabado, a fuerza de ser transgredido, porque la Ley imponía, sí, la obligación de amar; pero, no daba fuerzas para hacerlo.
Era necesario, por esto, la gracia. Y, en efecto, en sí, no es cuando Jesús lo formula durante su vida, por lo que el mandamiento del amor llega a ser un mandamiento nuevo, sino cuando, muriendo en la cruz y dándonos al Espíritu Santo, nos hace de hecho capaces de amarnos los unos a los otros, infundiendo en nosotros el amor que él mismo nos tiene para cada uno.
El mandamiento de Jesús es un mandamiento nuevo en sentido activo y dinámico: porque «renueva», hace nuevos, lo transforma todo. «Es este amor lo que nos renueva, haciéndonos hombres nuevos, herederos del Testamento nuevo, cantores del cántico nuevo» (san Agustín, Tratado sobre Juan 65, 1). Si hablase el amor podría hacer suyas las palabras que Dios pronuncia en la segunda lectura de hoy:
«Todo lo hago nuevo».
Todos deseamos unos «nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite la justicia» (2 Pedro 3, 13). La palabra de Dios nos desvela cuál es el secreto para dar prisa a su venida. Un poco de cielo nuevo y de tierra nueva se instaura allí donde viene colocado, aunque escondido y pequeño, un acto de amor. No debemos esperar que termine este mundo, para que vengan los cielos nuevos y la tierra nueva. Éstos aparecen cada día. Depende igualmente de nosotros el hacerla s venir.
Y no es necesario ni siquiera que este amor esté siempre inspirada explícitamente por la fe en Cristo. Cuando es genuino y desinteresado, el amor no prescinde nunca del todo de Cristo, quien lo ha hecho el núcleo central de su Evangelio. La condición, que Jesús ha puesto a la caridad hacia el prójimo, no es que sea hecha por amor suyo o en nombre suyo, sino que sea hecha. Ha declarado como hecho personalmente a él lo que se hace al más pequeño de los suyos.
No obstante, no es ciertamente indiferente y sin consecuencias el hecho de rehacerse o no con Cristo y poder contar con su ejemplo y con su gracia. No es fácil para nosotros amar al prójimo, amarlo durante mucho tiempo, amarlo desinteresadamente, sin un motivo superior. Es una cosa absolutamente por encima de nuestras fuerzas. La Madre Teresa de Calcuta decía que, sin el contacto cotidiano con Jesús en la Eucaristía, ella no habría tenido la fuerza para hacer cada día lo que hacía. Una vez, un periodista extranjero, después de haber observado cómo curaba las llagas de ciertos enfermos y se inclinaba sobre los moribundos, exclamó horrorizado: «¡Yo no lo haría por todo el oro del mundo!» A lo que ella respondió: «¡Ni siquiera yo» (Se entiende: por todo el oro del mundo, no; pero, por Jesús, sí).
Es importante, por lo tanto, tomar en serio la explicación que sigue al mandamiento: «como yo os he amado, amaos también entre vosotros». ¿Cómo ha amado Jesús a los hombres? La Escritura señala, al menos, tres características. Nos ha amado: «en primer lugar» (1 Juan 4, 10); nos ha amado «mientras éramos enemigos» (Romanos 5, 10); nos ha amado «hasta el fin» (Juan 13, 1). A propósito del amar «en primer lugar», Jesús ha dicho:
«Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa vais a tener? Y si no saludáis más que a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de particular?» (Maleo 5, 46-47).
A veces, se les oye decir a las personas: «Yo no lo saludo porque él no me saluda», sin pensar que el otro está diciendo posiblemente la misma cosa. Si nadie rompe el hielo, el hielo no hace más que consolidarse. Jesús nos empuja a dar nosotros el primer paso. Si dos personas deciden contemporáneamente dar el primer paso (imaginad la escena), el resultado es que terminan... una en los brazos de la otra. Quizás con una risotada liberadora.
Este consejo es necesario que comencemos a ponerlo en práctica, ante todo, en familia, especialmente en las relaciones entre marido y mujer. Muchas dificultades y muchas crisis matrimoniales nacen del hecho de que cada uno espera que sea el otro en ofrecer la primera sonrisa después de una contienda o que diga la primera palabra de reconciliación. Sería necesario convencerse que no es humillante preceder al otro sino dejarse adelantar por el otro; no llegar primero sino llegar segundo.
Jesús nos ha amado, además, «mientras éramos enemigos» (Romanos 5, 10). ¡Dificultad sobre la dificultad! Amar a los enemigos: este es, sobre todo, el punto en donde el mandamiento de Jesús se revela «nuevo». No sólo porque se trata de una exigencia nunca adelantada primeramente en alguna religión, sino, más aún, porque con su ejemplo y con su gracia Jesús ha creado hasta la misma posibilidad de amar igualmente a los enemigos. Gracias a él, nosotros no sólo debemos sino que podemos amar a los enemigos.
¿No consigues amar a un enemigo tuyo o a uno que te ha hecho mal? No te preocupes; nadie lo consigue. Lo que debes hacer es pedir a Jesús que te dé «su» amor para con los enemigos; para que te ayude él a hacerla. La oración, que san Agustín hacía para obtener la castidad, se puede hacer también para obtener el amor hacia los enemigos: «Señor, tú me pides amar a mi enemigo. Pues bien, ¡dame lo que me pides y después pídeme lo que quieras!»
Una última cosa: amar «hasta el fin». ¿Qué significa? Dos cosas: en cuanto a la intensidad, amar hasta la prueba suprema de dar hasta la vida; en cuanto a la duración, amar hasta el último respiro. Es éste el sentido que tiene la expresión aplicada a Jesús:
«Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin» (Juan 13, 1).
Todos somos capaces de gestos generosos; pero, cuando se trata de perseverar en el amor y de ser constantes ¡cambian las cosas! Este tipo de amor, que tiene la valentía de recomenzar desde el principio cada día con la sonrisa en los labios, incluso entre las dificultades, brilla en las personas que trabajan por vocación en instituciones para los enfermos más graves. Pero, también, entre los padres que durante años y años han tenido un hijo con algún handicap o enfermo en casa se encuentran ejemplos luminosos, que llenan de admiración.
Amar hasta el fin, sin esperar nada: nos vendría la tentación de decir que todo esto está fuera de la realidad y que es hasta injusto para consigo mismo. Buscar el bien sólo de los demás: ¿es posible?, ¿es justo? Cuando pensamos así olvidamos que en realidad entre los dos, el que ama y el que es amado, quien más gana precisamente es el que ama. El amor enriquece, abre nuevos horizontes impensados para quien lo facilita; aclara la vida y, lo que más cuenta, nos hace asemejarnos a Dios.
Me gusta terminar con algunos versos de una poesía inglesa:
«Hay quien dice que el amor es un río,
que dobla la caña sobre la orilla.
Hay quien dice que es una navaja de afeitar
y lo que toca lo hace sangrar.
Hay quien dice que el amor es hambre,
necesidad que duele y nunca se apaga.
Yo digo que el amor es una flor
y tú su única semilla».
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PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
La sorprendente Gloria según Dios
Jesucristo es el Señor para gloria de Dios Padre. El Padre se glorifica a sí mismo y glorifica al Hijo en la cruz, que es la manifestación más grande del amor de Dios por la humanidad. Porque tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su único Hijo, para que todo el que crea en Él se salve y tenga vida eterna.
Jesús nos dio un nuevo mandamiento: que nos amemos los unos a los otros como Él nos ha amado. El Señor nos ha amado hasta el extremo. Ha dado la vida por nosotros, y nadie tiene un amor tan grande que el que da la vida por sus amigos. Por tanto, amar a los demás, como Él nos ha amado, significa dar la vida cada día por los demás, practicando la caridad.
Escucha la Palabra del Señor, y haz lo que Él te diga. Obedécelo y cumple sus mandamientos. Imítalo, viviendo a la luz del Evangelio, practicando las virtudes, haciendo obras de misericordia, frecuentando los sacramentos. Cree que Él es el Hijo de Dios. Cree que está presente verdaderamente en la Eucaristía, y adóralo. Deja que te encienda el corazón y que arda con su fuego vivo, de tal manera, que te llenes del amor de Dios, para que ames al prójimo con ese amor, y el mundo conozca que tú eres un discípulo de Cristo, y des ejemplo poniendo tu fe por obra, para que otros hagan lo mismo.
Y si no supieras cómo amar de esa manera, tómate de la mano de María, la Madre de Dios, para que te lleve por el camino que es Cristo, para que lo sigas y aprendas a amar con perfecto amor. Glorifica a Dios con tu vida, llevando tu cruz de cada día con alegría. El corazón que ama se alegra en el Señor.
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FLUVIUM (www.fluvium.org)
La sorprendente Gloria según Dios
La glorificación de Jesucristo por parte de Dios, de la que Jesús habla en la Ultima Cena, recuerda a aquella a la que se referirá san Pablo en su epístola a los de Filipo. Se trata de hecho de la única glorificación de Nuestro Señor, que, aunque pueda sorprendernos, no es una exaltación triunfal ante los hombres, ni tampoco la satisfacción máxima de sus apetitos; se lleva a cabo por su sufrimiento. Al día siguiente Jesús se ofrecería en la Cruz, obediente al Padre, en redención por todos los hombres de todos los tiempos. Se sometió a los agravios de la Pasión hasta morir por nosotros: no hizo alarde de su condición divina –dice el Apóstol–, sino que se anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres; y, mostrándose igual que los demás hombres, se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios lo exaltó y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre; para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese: ¡Jesucristo es el Señor!, para gloria de Dios Padre.
Jesús habla de su próxima glorificación cuando se acerca la hora de la Cruz: el momento de su humillación, por parte de los judíos y de la autoridad romana, ante todo el pueblo. Parece importante meditar sobre esta afirmación de Jesucristo, que puede resultar muy paradójica en este tiempo para la mentalidad de muchos. Nosotros, como siempre, reafirmemos nuestra fe en el Señor, Maestro de los hombres, con la ayuda de su Gracia. Asentiremos así confiadamente a sus palabras; que, incorporadas a nuestra vida, serán para cada uno criterio seguro de conducta.
Tenemos miedo al dolor. Posiblemente lo hemos sentido más intenso en alguna ocasión y querríamos no volver a padecerlo. Incluso nos aterroriza pensar que pueda venirnos un sufrimiento aún más intenso y apenas soportable. La imaginación puede presentarnos una amplia gama de dolores a partir de lo que hemos oído de otros o contemplado por nosotros mismos. Podríamos entonces estremecernos. Olvidaríamos en ese momento que Dios es Padre nuestro y nos quiere. Nos quiere, aunque contemple nuestro dolor –como contempla el de Cristo, su Hijo amado– y, pudiendo apartarlo de nuestra vida, nos deja, sin embargo, con él.
A veces sufrimos por el esfuerzo y el cansancio que acompañan al cumplimiento del deber. Es, no pocas veces, la pelea con nosotros mismos: contra el desorden, la pereza, la sensualidad, el afán de posesión o de quedar bien... Ese interés por cumplir con perfección es mayor –verdadero amor– cuando creemos que Dios nos espera en el deber de cada instante. Entonces aumentan el esfuerzo y el cansancio, en la medida en que aumenta el amor. En ocasiones el dolor viene: con la enfermedad, propia o ajena, o por las mil circunstancias que pueden resultarnos dolorosas en la convivencia cotidiana. Tal vez ante este sufrimiento, que se nos antoja más inútil, la protesta sale casi espontánea: no entendemos...
Para comprender, en cuanto es posible, el dolor humano es necesario mirar a la Cruz de Cristo, pues en Ella están contenidas todas las formas de nuestro sufrimiento. También se entiende contemplando la Cruz –claro está, con la ayuda de la Gracia– que el mejor hombre es el que más sufre. Pero ha de ser a la manera de Cristo. No, desde luego, el que más padece o el que se siente más atormentado a lo animal, sino el que acepta el sufrimiento porque ama. Se ama a Dios al vivir para su voluntad en el cumplimiento del deber. Se le ama también, y es necesario, aceptando esa divina voluntad en el acontecer cotidiano, independiente tantas veces de nuestra acción, pero sometido a su señorío, porque –por así decir– a Dios no se le va de las manos ni una sola de las circunstancias del mundo.
Jesús es glorificado en la Cruz. Muriendo en el Calvario recibe de Dios toda la gloria: se cumple perfectamente en Él la voluntad de la Trinidad de proclamar su amor divino por toda la Creación, librando a los hombres de la esclavitud del pecado. En el sufrimiento de Cristo –de Jesús– está por consiguiente su grandeza; la proclamación con obras, más que con palabras, de su divina excelencia: lo exaltó y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre; para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese: ¡Jesucristo es el Señor!, para gloria de Dios Padre.
Toda rodilla se doble..., y toda lengua confiese. En los cielos, en la tierra y en los abismos, dice el Espíritu Santo por la pluma del Apóstol: cuanto existe proclama la grandeza y majestad de Jesús. El hombre adora agradecido a su Salvador. Todo en Dios y fuera de Él le glorifica. Porque Jesús cumplió hasta el extremo la voluntad del Padre, aceptando morir y vivir como hombre, sometido a los hombres que le llevaron a la muerte sin perder por ello la confianza: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu, rezó con el salmo.
En María, como en Jesús, podemos decir que Dios se salió enteramente con la suya; así es bendita entre todas las mujeres. Le pedimos a nuestra Madre, deseosos de la gloria, de la felicidad plena que Dios nos desea, que sepamos poner los medios para vivir y aceptar la voluntad de nuestro Creador.
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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
El mandamiento nuevo
Hay una palabra que retorna a menudo en las lecturas bíblicas de hoy y constituye su nota dominante: es el adjetivo “nuevo”. Juan dice: Vi un cielo nuevo y una tierra nueva... Vi también la nueva Jerusalén; también en la primera lectura, oímos la voz de Dios que dice: Yo hago nuevas todas las cosas; finalmente, Jesús, en el Evangelio, dice: Les doy un mandamiento nuevo.
Este anuncio nos es dado en un contexto pascual, para decirnos que de la Pascua de Cristo partieron todas las novedades; ese es el hecho “nuevo” que permite que todas las cosas se renueven: Cristo resucitó de entre los muertos... Por eso, también nosotros caminamos por una vida nueva (cf. Rom. 6, 4). La Pascua —les gustaba decir a los Padres de la Iglesia— es la “renovatio mundi”, un pasaje de la vejez a la juventud, que no es una juventud de edad, sino de simplicidad. “Estábamos decayendo por la vejez del pecado, pero por la resurrección de Cristo fuimos renovados con la inocencia de los niños” (san Máximo de Turín, Serm. 54, 1).
Pero, ¿en qué consiste y dónde se manifiesta esta novedad? Hay que partir del Evangelio; Jesús dice: Hijos míos, ya no estaré mucho tiempo con ustedes. Les doy un mandamiento nuevo: ámense los unos a los otros así como yo los he amado. ¡La novedad es pues, el amor!
Sin embargo, ¿por qué Jesús llama “nuevo” a un mandamiento que era conocido desde el Antiguo Testamento y por qué, en otra parte (cf. Jn. 15, 12) lo llama “su” mandamiento? La respuesta es: porque recién en ese momento, con él, ese mandamiento podía ser posible. Antes, si bien existía, era pura teoría, un ideal abstracto; era, simplemente, algo distinto. Ciertamente, hubo hombres que se amaron también antes de Cristo; pero, ¿por qué? Porque eran parientes, porque eran aliados, amigos, pertenecían al mismo clan o al mismo pueblo: o sea por algo que los ligaba entre sí, distinguiéndolos de todos los demás. Ahora es necesario ir más allá: amar a quien nos persigue, amar a los enemigos, a los que nos saludan y no nos aman. Vale decir, amar al hermano por sí mismo y no por lo útil que puede resultarme. Es la palabra “prójimo” la que cambió el contenido; se dilató hasta comprender no sólo a quien está cerca de nosotros sino también a cada hombre al que podemos “acercarnos” (cf. La parábola del buen samaritano).
Nuevo es, por lo tanto, el mandamiento de Cristo porque nuevo es su contenido; pero más aún, porque nueva es su posibilidad. Recién ahora es posible que nos amemos como hermanos y esto porque él nos amó. Todo está encerrado aquí; el Hijo de Dios trajo esta semilla nueva que había desaparecido de la faz de la tierra con el pecado, o sea el amor. Si, Dios amó tanto al mundo... (Jn. 3.16), por eso también nosotros debemos amarnos los unos a los otros (1 Jn. 4, 11).
Jesús vivió este amor hasta las últimas, impensables, consecuencias: hasta amarnos así como somos, primero, e identificarse con nosotros frente al Padre, hasta perdonarnos y morir por nosotros. Nos amó de verdad “hasta el fin” (cf. Jn. 13, 1), donde “fin” no indica solamente el fin de la vida, sino también el limite extremo de lo posible, el cumplimiento total, lo que es proclamado en la cruz cuando dice: Todo se ha cumplido (Jn. 19, 30). Amándonos así, Jesús nos redimió; también nos hizo hermanos suyos e hijos del mismo Padre; de aquí en más, hay algo en nosotros por lo cual podemos y debemos ser amados; hay algo en el hermano y en cada hombre por lo cual podemos y debemos amarlo. Amándonos, Jesucristo nos hizo amables, dignos de amor unos a los ojos de los otros. Hay un motivo por el cual cada hombre, aun el más comprometido frente a la vida, puede y debe ser amado: el motivo es que él es amado por Dios y que Dios quiere salvarlo. El motivo no es, pues, contingente; no es la belleza, la simpatía, la juventud, sino la realidad “nueva” creada por Cristo. Por eso ese amor nuevo tendrá su manifestación más genuina, no en el saludar a quien nos saluda, en invitar a quien nos invita, sino en amar lo que menos motivos naturales tiene para ser amado: el pobre, el infeliz, el anciano; llegado el caso, al enemigo, justamente porque en este caso, está claro que no amamos al hermano por lo que tiene o que puede dar, sino sólo por lo que es a los ojos de la fe.
El mandamiento de Cristo es “nuevo” también por otro motivo: ¡porque renueva! Tanto que puede cambiar la faz de la tierra, transformar las relaciones humanas, como aquella levadura de la que habla Jesús, que, puesta en la masa, la hace fermentar toda, levantándola de su pesadez. “Cristo nos dio un mandamiento nuevo: que nos amáramos los unos a los otros como él nos amó. Este es el amor que nos renueva, convirtiéndonos en hombres nuevos, herederos del testamento nuevo, cantores del cántico nuevo... Este es el amor que ahora renueva a las gentes y reúne a todo el género humano, diseminado por toda la tierra, para transformarlo en un pueblo nuevo, el cuerpo de la Esposa nueva del Primogénito Hijo de Dios” (san Agustín, Tract. In Io 65, 1).
En el fragmento del Apocalipsis, Juan nos trazó la imagen ideal de esta comunidad salida del hecho pascual: es la nueva Jerusalén, la humanidad renovada por la palabra y el sacrificio de Cristo, formada por piedras vivas, unidas entre sí por el vínculo de la caridad, aunque distintas. Todo es tan terso y luminoso en ella, que sugiere al que ve las imágenes más tocantes y más bellas, como la de una esposa el día de su boda; Dios mora en su centro, enjuga todas las lágrimas; no hay más duelo, ni lamento y todos cantan “un canto nuevo” (cf. Apoc. 5, 9). Dios mismo proclama esta novedad cumplida de todas las cosas con las palabras que hemos recordado: ¡Yo hago nuevas todas las cosas!
Frente a este cuadro, quedamos casi espantados y tentados en la fe, porque no podemos menos que compararlo con el cuadro real de nuestra vida, casi dos mil años después de que Cristo proclamara el mandamiento nuevo. En nuestra ciudad de aquí abajo no se oye todavía el canto nuevo del amor, pero se oye el canto antiguo de las armas que disparan, de las sirenas que ululan después de recoger de las calles las víctimas del odio y la violencia. Hay todavía tanto lamento, tanto afán, tanto duelo y tanta muerte en nuestra tierra; hay todavía tantas lágrimas en los ojos de los hombres y casi todas causadas por la falta de amor, o por la traición del amor. Sigue siendo todavía esa “Tierra que nos hace tan feroces” (Dante A).
Mas no debemos vacilar en la fe y en la esperanza, como si todo hubiera sido una ilusión, un sueño efímero de la humanidad, como si Cristo se hubiera equivocado al considerar posible esa cosa nueva que es el amor. No debemos caer nosotros también en la tentación de decir lo que algunos creyentes empezaron a decir algunas décadas después de la muerte de Cristo, frente a la tardanza de su parusía: ¿Dónde está la promesa de su Venida? Nuestros padres han muerto y todo sigue como al principio de la creación (2 Ped 3, 4). La diferencia existe, y es grande: ahora sabemos cómo podría ser la vida en la comunidad humana si nos amáramos, por eso no nos resignamos, luchamos y esperamos.
Al describirnos esa imagen ideal de la humanidad y la Iglesia, Juan sabía bien que sólo se concretaría plenamente en los cielos nuevos y en la tierra nueva, luego de que Dios, al final de la atormentada historia humana, dijera una vez más —la última vez—: ¡Todo se ha cumplido! Mientras tanto, el Nuevo Testamento sabe, y nos advierte, que la ciudad en la que debemos vivir es una ciudad terrenal, un campo donde crecen juntos el grano y la cizaña, una red que recoge del mar peces buenos y peces malos; más aún: peces en parte buenos y en parte malos. Es la situación en la que debe crecer la comunidad cristiana, dilatar el espacio de la caridad, para preparar el advenimiento de la Jerusalén celeste ya en esta vida.
La primera lectura nos remite a esta realidad concreta que es la nuestra; nos describe la comunidad cristiana que “a través de muchas tribulaciones”, se preparara para entrar en el Reino de Dios. Lo que conmueve en esta descripción de los primeros pasos de la Iglesia en el mundo es ver el coraje y la confianza con que los discípulos de Jesús se entregan —con la predicación, la organización interna, la oración, la comunión y la información recíproca— para llevar al mundo feroz y pagano de entonces la maravillosa novedad del amor de Cristo.
La comunidad cristiana, entonces: aquí está la respuesta a los interrogantes angustiantes que sobrellevamos. Después de dar el mandamiento nuevo, Jesús agrega: En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros. Para ser un signo para el mundo, el mandamiento nuevo necesita de la comunidad casi como la Eucaristía necesita del pan y la luz de una pantalla sobre la cual proyectarse. Sólo la comunidad es “creíble”; ni siquiera el amor, cuando permanece íntimo e individual, lo es. El mandamiento nuevo de Jesús equivale pues al mandamiento de formar la Iglesia como comunidad de amor y de servicio recíproco. La comunidad cristiana es el inicio del mundo nuevo, es la nueva Jerusalén que empieza ya a “bajar del cielo”, aunque de manera imperfecta y parcial.
Pero no una comunidad cualquiera, puramente convencional y jurídica, como son tantas parroquias e incluso tantas comunidades religiosas. Sino comunidad verdadera, donde las personas puedan, al menos algunas veces, estar “todas reunidas en el mismo lugar” (cf. Hech. 2, 1;2, 44); donde puedan rezar juntas, conocerse, perdonarse, cargar los pesos unas de otras, poner en práctica alguna comunión de recursos, de alimentos, de necesidades y sobre todo “la comunión del Espíritu” (cf. 2 Col 13, 13). Dondequiera que se empieza hoy a dar vida –aunque sea en formas modestas– a comunidades de este tipo, ya sea dentro o fuera de las parroquias, se ven aflorar los milagros de la primitiva Iglesia. Quien entra en contacto con ellas por primera vez, es presa del mismo estupor que los paganos de entonces, sobre los cuales leemos que, al ver salir a los cristianos de sus reuniones, exclamaban: “¡Miren cómo se aman entre sí!” (Tertuliano). La gente tiene la impresión de encontrarse frente a algo que no es de este mundo, un pedazo de mundo nuevo, aunque siempre marcado por la pobreza y la miseria de todas las cosas humanas, y dice a veces abiertamente: ¡Dios está realmente entre ustedes! (cf. 1 Col 14, 25). A menudo las provocan reacciones desproporcionadas a la pobreza de las personas y las situaciones y no se explican por lo tanto, si no es pensando en una eficacia propia, casi sacramental, del amor fraterno.
La Eucaristía celebrada hoy —al término de estas reflexiones sobre el mandamiento nuevo— adquiere una fuerza muy particular: es el encuentro con la fuente de ese amor nuevo: Nosotros amamos porque Dios nos amó primero (1 Jn. 4, 19), hasta “entregarse por nosotros” (Ef. 5, 2). Es la manifestación de esa comunidad nueva que va construyéndose en torno del grano de trigo caído en la tierra; es la promesa de que, un día, Dios realmente hará nuevas todas las cosas.
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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
Homilía en la parroquia romana de Santa María de la Misericordia
– Razón de la esperanza cristiana
La vida a la luz de la Resurrección.
Meditemos juntos sobre lo que nos dice la Iglesia en este domingo V de Pascua. Nos habla de la resurrección de Cristo, y al mismo tiempo nos hace ver nuestra vida a la luz de la resurrección.
La resurrección de Cristo es su glorificación en Dios. Jesús habla a sus Apóstoles de esta glorificación la víspera de la pasión.
La glorificación se cumplirá en la cruz y será confirmada por la resurrección. Mediante la cruz, Dios será glorificado en Cristo:
“Si Dios es glorificado en Él, también Dios lo glorificará en Sí mismo: pronto lo glorificará” (Jn 13, 32). Esto se realiza mediante la resurrección.
En el momento en que Cristo dice estas palabras a los Apóstoles –y es la tarde del Jueves Santo– éstos todavía están con el Maestro. Pero son ya los últimos momentos en que están todos juntos. Cristo se lo anuncia claramente: “A donde yo voy, vosotros no podéis venir” (Jn 13, 33).
El camino de la cruz y de la resurrección será la senda por la que Cristo irá completamente solo.
La resurrección tuvo lugar en Jerusalén, en la antigua ciudad israelita. Mediante la resurrección de Cristo comenzó a realizarse lo que el autor del Apocalipsis, Juan Apóstol, ve en su primera visión: “Vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo, enviada por Dios, arreglada como una novia que se adorna para su esposo” (21, 2).
La antigua Jerusalén se ha renovado. Juntamente con la resurrección de Cristo se ha hecho nueva, con una total novedad de vida. Se ha convertido en el comienzo del nuevo cielo y de la nueva tierra. En ella –en Jerusalén– se ha revelado el comienzo de los últimos tiempos.
Todo esto sucedió mediante la gloriosa resurrección de Cristo.
A la luz de la resurrección nuestra vida cristiana se construye sobre el fundamento de la esperanza que se abre en la historia de la humanidad con la nueva Jerusalén del Apocalipsis de Juan: “Esta es la morada de Dios con los hombres:/ acampará entre ellos./ Ellos serán su pueblo/ y Dios estará con ellos” (21, 3).
La esperanza que la resurrección de Cristo lleva consigo es esperanza de la morada de Dios con los hombres. La esperanza del eterno Emmanuel. Los hombres serán abrazados por Dios. Dios será todo en todos (cfr. Col 3, 11).
– La Resurrección y el mandamiento del amor
La esperanza que se abre ante la humanidad con la resurrección de Cristo es esperanza de la resurrección definitiva y perfecta, que se manifestará mediante la victoria sobre la muerte:
“Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado.» Entonces dijo el que está sentado en el trono: ‘Mira que hago un mundo nuevo.’ Y añadió: ‘Escribe: Estas son palabras ciertas y verdaderas’”
A la luz de la resurrección de Cristo nuestra vida cristiana se construye sobre el fundamento de la esperanza de la vida nueva, que se abre ante el hombre por encima de los límites de la muerte y de la temporalidad.
Sin embargo, la luz de la resurrección del Señor no sólo llega a la esperanza del mundo futuro. Penetra simultáneamente nuestra vida y nuestra peregrinación terrena.
La penetra ante todo con el mandamiento del amor. En el Cenáculo del Jueves Santo Cristo recuerda a los Apóstoles este mandamiento y lo pone ante ellos como un compromiso principal:
“Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros” (Jn 13:34-35).
La separación de Cristo, mediante la cruz y la resurrección debe, de una manera nueva, acercar recíprocamente a sus Apóstoles entre sí. El testimonio del amor supremo, dado en la cruz, debe hacer brotar en ellos un amor parecido. La resurrección proyecta sobre la vida cristiana la luz del amor. Si se dejan guiar por esta luz, los cristianos dan un auténtico testimonio de Cristo crucificado y resucitado.
– La Resurrección y el apostolado
Al dar este testimonio, entran en el camino de la misión cristiana, o sea, del apostolado. De este camino nos habla la primera lectura del domingo actual, tomada de los Hechos de los Apóstoles, haciendo referencia a los trabajos apostólicos de Pablo y Bernabé en diversos lugares de Oriente Medio. Entre estos trabajos nacía la Iglesia y surgían las primeras comunidades cristianas. Efectivamente, Dios actuaba por medio de sus Apóstoles y abría “a los gentiles la puerta de la fe” (14, 27).
Cuando la luz de la resurrección del Señor cae sobre nuestra vida, logra ciertamente que también ella se haga “apostólica”. “Pues la vocación cristiana es, por su misma naturaleza, vocación también al apostolado”, como enseña el Concilio Vaticano II en el Decreto sobre el apostolado de los laicos (n.2). El apostolado es fruto de este amor que nace en nosotros mediante la intimidad con la cruz de Cristo resucitado. Ayuda también a la esperanza del mundo futuro en el reino de Dios. Nosotros mantenemos esta esperanza incluso en medio de los sufrimientos, porque “hay que pasar mucho para entrar en el reino de Dios”, como leemos en la liturgia de hoy (Hch 14, 22).
“Que todas tus criaturas te den gracias, Señor, / que te bendigan tus fieles;/ que proclamen la gloria de tu reinado, / que hablen de tus hazañas” (Sal 144/145, 10-11).
La potencia del reino de Dios en la tierra se ha manifestado en la resurrección de Cristo crucificado. Nosotros, como confesores de Cristo, queremos vivir y obrar en esa luz, que nos viene de la resurrección del Señor.
Roguemos a María, Madre del Resucitado, Madre de la Misericordia, a fin de que nos acompañe en todas las partes por los caminos de la fe, la esperanza y la caridad.
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Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
Con la marcha de Judas, Jesús se ha quedado a solas con el reducido grupo de los suyos y comienza su despedida: “Hijos míos, me queda poco de estar con vosotros. Os doy un mandamiento nuevo...”. No se pueden escuchar estas palabras sin advertir el profundo latido del Corazón de Cristo lleno de preocupación por los que deja en la tierra para que continúen su obra redentora. Amar a los demás, no con nuestra capacidad –siempre pequeña y entintada de egoísmo–, sino como Yo os he amado. Aquí radica la novedad de esta recomendación última del Señor.
Todos nos sentimos atraídos por esta propuesta. Pero todos sufrimos también cuando experimentamos que esta ley exquisita es no sólo difícil de vivir sino, en ocasiones, imposible. En toda convivencia, entre marido y mujer, padres e hijos, hermanos, amigos, compañeros de profesión, hay un momento en que experimentamos que no somos iguales, se producen roces, aparecen divisiones, conflictos... Si en esas ocasiones se olvidan estas palabras de Jesús la convivencia se deteriora o muere.
Los torneos dialécticos con la mujer, el marido, los hijos, los amigos..., singularmente cuando versan sobre cuestiones opinables, deben hacerse con respeto y apertura de corazón. La crítica a las opiniones ajenas, el sarcasmo o la ironía y cualquiera de las formas de imposición sobre los otros pueden hacerles callar, pero lo que no logran es convencerlos y ganarlos. Hay que tratar de convencer al que no piensa como nosotros, no vencerle; y en algunos temas, por su banalidad, ni siquiera es decoroso intentar lo primero. Esto no implica indiferencia por la verdad y por quien opina de modo diverso. No es la verdad lo que en la convivencia se ventila, sino el modo de presentarla.
Preguntémonos de tanto en tanto: ¿Sé dominarme cuando los nervios, el mal humor, el cansancio..., me impulsan a levantar la voz? ¿Soy cerril, criticón, mordaz, sibilino, olvidando que así falto a la caridad y levanto un muro entre los demás y yo? Retengamos hoy, en esta celebración eucarística, estas palabras de S. Clemente Romano a los cristianos de la primera hora: “Día y noche traíais entablada contienda en favor de vuestros hermanos a fin de conservar íntegro, por medio del cariño y de la comprensión, el número de los elegidos de Dios. Erais sinceros y sencillos, y no sabíais de rencor los unos con los otros. Toda sedición y toda escisión era para vosotros cosa abominable”. Amaos como Yo os he amado. Esforcémonos, con la ayuda de Dios, para que la unidad se revele más fuerte que cualquier discrepancia. Cuando uno no quiere –suele decirse–, dos no riñen.
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Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
Domingo de las consignas del Señor en su despedida
I. LA PALABRA DE DIOS
Hch 14, 20b-26: Contaron a la Iglesia lo que Dios había hecho por medido de ellos
Sal 144, 8-9. 10-11. 12-13ab: Bendeciré tu nombre por siempre jamás, Dios mío, mi Rey
Ap 21, 1-5a: Dios enjugará las lágrimas de sus ojos
Jn 13, 31-33a. 34s.: Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros
II. LA FE DE LA IGLESIA
«Cuando por fin Cristo es glorificado (Jn 7, 39), puede a su vez, de junto al Padre, enviar el Espíritu a los que creen en El: les comunica su Gloria, es decir, el Espíritu Santo que lo glorifica. La misión conjunta se desplegará desde entonces en los hijos adoptados por el Padre en el Cuerpo de su Hijo: la misión del Espíritu de adopción será unirlos a Cristo y hacerles vivir en El» (690).
Jesús hace de la caridad el mandamiento nuevo. Amando a los suyos «hasta el fin» (Jn 13, 1), manifiesta el amor del Padre que ha recibido. Amándose unos a otros, los discípulos imitan el amor de Jesús que reciben también en ellos. Por eso Jesús dice: «Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros: permaneced en mi amor» (Jn 15, 9). Y también: «Este es el mandamiento mío: que os améis unos a otros como yo os he amado» (Jn 15, 12) (1823).
III. TESTIMONIO CRISTIANO
«La culminación de todas nuestras obras es el amor. Ese es el fin; para conseguirlo, corremos; hacia él corremos; una vez llegados en él reposamos» (S. Agustín) 1829).
IV. SUGERENCIAS PARA EL ESTUDIO DE LA HOMILÍA
A. Apunte bíblico-litúrgico
Al Domingo del Buen Pastor suceden dos Domingos del Sermón de la Cena o de las consignas de Jesús para el tiempo de la Iglesia.
La Cruz y la Gloria, mejor la Gloria de la Cruz o la Cruz gloriosa, se aúnan en el Misterio pascual, ley de Vida de Jesús y de sus seguidores.
La unidad del Padre y del Hijo, «somos Uno» (Jn 10, 30), se manifiesta una vez más en que la glorificación del Hijo es también glorificación del Padre. Se alude primero a la glorificación pascual en este mundo, en la pasión y resurrección, y, después de la Ascensión, en el seno del Padre. La «novedad» del mandamiento nuevo estriba en que es un mandato estipulado en la «nueva» alianza. Y ésta se caracteriza por la comunicación profunda e íntima de Dios a su «nuevo» pueblo, «escribiré mi Ley en vuestros corazones» (cf Jr 31, 33).
B. Contenidos del Catecismo de la Iglesia Católica
La fe:
La «gloria» del Resucitado: 645-647; 663; 668.
La Alianza Nueva y el Mandamiento Nuevo: 733-736; 1822-1832.
La respuesta:
La adhesión a Jesucristo resucitado y la «evangelización»: 422-429.
La práctica del mandamiento nuevo: 1824-1829; 2197-2199; 2212.
C. Otras sugerencias
Para evangelizar en necesario buscar la «ganancia sublime que es el conocimiento de Cristo» [y] «aceptar perder todas las cosas... para ganar a Cristo y ser hallado en él» (428).
El amor cristiano nace del Amor del Padre a los hombres, comunicado a su Hijo, y de éste a sus hermanos, «en el Espíritu Santo». Es trinitario y se llama caridad. Es fruto de la gracia, no es simple filantropía, aun cuando ésta puede prepararle el camino.
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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
– El Mandamiento Nuevo del Señor (corresponde al Jueves Santo)
La señal por la que conocerán que sois mis discípulos será que os amáis los unos a los otros.
Jesús habla a los Apóstoles de su inminente partida. Él se marcha para prepararles un lugar en el Cielo, pero, mientras, quedan unidos a Él por la fe y la oración.
Es entonces cuanto enuncia el Mandamiento Nuevo, proclamado, por otra parte, en cada página del Evangelio: Este es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros como yo os he amado. Desde entonces sabemos que “la caridad es la vía para seguir a Dios más de cerca” y para encontrarlo con más prontitud. El alma entiende mejor a Dios cuando vive con más finura la caridad, porque Dios es Amor, y se ennoblece más y más en la medida en que crece en esta virtud teologal.
El modo de tratar a quienes nos rodean es el distintivo por el que nos conocerán como sus discípulos. Nuestro grado de unión con Él se manifestará en la comprensión con los demás, en el modo de tratarles y de servirles. “No dice el resucitar a muertos, ni cualquier otra prueba evidente, sino ésta: que os améis unos a otros”. “Se preguntan muchos si aman a Cristo, y van buscando señales por las cuales poder descubrir y reconocer si le aman: la señal que no engaña nunca es la caridad fraterna (...). Es también la medida del estado de nuestra vida interior, especialmente de nuestra vida de oración”.
Os doy un mandamiento nuevo: que os améis.... Es un mandato nuevo porque son nuevos sus motivos: el prójimo es una sola cosa con Cristo, el prójimo es objeto de un especial amor del Padre. Es nuevo porque es siempre actual el Modelo, porque establece entre los hombres nuevas relaciones. Porque el modo de cumplirlo será nuevo: como yo os he amado; porque va dirigido a un pueblo nuevo, porque requiere corazones nuevos; porque pone los cimientos de un orden distinto y desconocido hasta ahora. Es nuevo porque siempre resultará una novedad para los hombres, acostumbrados a sus egoísmos y a sus rutinas.
En este día de Jueves Santo podemos preguntarnos, al terminar este rato de oración, si en los lugares donde discurre la mayor parte de nuestra vida conocen que somos discípulos de Cristo por la forma amable, comprensiva y acogedora con que tratamos a los demás. Si procuramos no faltar jamás a la caridad de pensamiento, de palabra o de obra; si sabemos reparar cuando hemos tratado mal a alguien; si tenemos muchas muestras de caridad con quienes nos rodean: cordialidad, aprecio, unas palabras de aliento, la corrección fraterna cuando sea necesaria, la sonrisa habitual y el buen humor, detalles de servicio, preocupación verdadera por sus problemas, pequeñas ayudas que pasan inadvertidas... “Esta caridad no hay que buscarla únicamente en los acontecimientos importantes, sino, ante todo, en la vida ordinaria”.
Cuando está ya tan próxima la Pasión del Señor recordamos la entrega de María al cumplimiento de la Voluntad de Dios y al servicio de los demás. La inmensa caridad de María por la humanidad hace que se cumpla, también en Ella, la afirmación de Cristo: nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus amigos (Jn 15, 13).
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Rev. D. Jordi CASTELLET i Sala (Sant Hipòlit de Voltregà, Barcelona, España) (www.evangeli.net)
Que os améis unos a otros
Hoy, Jesús nos invita a amarnos los unos a los otros. También en este mundo complejo que nos toca vivir, complejo en el bien y en el mal que se mezcla y amalgama. Frecuentemente tenemos la tentación de mirarlo como una fatalidad, una mala noticia y, en cambio, los cristianos somos los encargados de aportar, en un mundo violento e injusto, la Buena Nueva de Jesucristo.
En efecto, Jesús nos dice que «os améis unos a otros como yo os he amado» (Jn 13, 34). Y una buena manera de amarnos, un modo de poner en práctica la Palabra de Dios es anunciar, a toda hora, en todo lugar, la Buena Nueva, el Evangelio que no es otro que Jesucristo mismo.
«Llevamos este tesoro en recipientes de barro» (2Cor 4, 7). ¿Cuál es este tesoro? El de la Palabra, el de Dios mismo, y nosotros somos los recipientes de barro. Pero este tesoro es una preciosidad que no podemos guardar para nosotros mismos, sino que lo hemos de difundir: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes (...) enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 19-20). De hecho, Juan Pablo II escribió: «quien ha encontrado verdaderamente a Cristo no puede tenerlo sólo para sí, debe anunciarlo».
Con esta confianza, anunciamos el Evangelio; hagámoslo con todos los medios disponibles y en todos los lugares posibles: de palabra, de obra y de pensamiento, por el periódico, por Internet, en el trabajo y con los amigos... «Que vuestro buen trato sea conocido de todos los hombres. El Señor está cerca» (Flp 4, 5).
Por tanto, y como nos recalca el Papa Juan Pablo, hay que utilizar las nuevas tecnologías, sin miramientos, sin vergüenzas, para dar a conocer las Buenas Nuevas de la Iglesia hoy, sin olvidar que sólo siendo gente de buen trato, sólo cambiando nuestro corazón, conseguiremos que también cambie nuestro mundo.
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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA EL SACERDOTE – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
El Mandamiento del amor
«Amarás al Señor tu Dios por sobre todas las cosas, y al prójimo como a ti mismo» (Mt 22, 37.39).
Eso dice Jesús.
El amor es un mandamiento. Por tanto, el que obedece ama.
El que escucha la Palabra de Dios y cumple sus mandamientos, ese tiene vida eterna. Ese es la madre y los hermanos de Jesús. Porque una madre ama y un hermano ama.
Esa es la ley de Dios.
Tú eres, sacerdote, enviado a transmitir el amor.
Y tú, sacerdote, ¿estás cumpliendo tu misión?
El amor ha sido derramado en los corazones.
Y tú, sacerdote, ¿has recogido con tu Señor, o has desparramado?
¿Estás con el Amor, o en contra del Amor?
El camino es uno, como uno es el Amor.
Y tú, sacerdote, ¿por dónde caminas? ¿Estás cumpliendo los mandamientos de tu Señor? ¿Estás imitando en todo a tu Señor, que se hizo obediente hasta la muerte y una muerte de cruz, para derramar el amor a través de su sangre, para llegar a todos los rincones del mundo en misericordia?
Y tú, sacerdote, ¿qué tan obediente eres?
Y tú, sacerdote, ¿amas?
Y tú, sacerdote, ¿permites ser amado? ¿Recibes el Amor?
El amor de Dios ha sido manifestado en el Hijo, para que el mundo sepa cuánto Dios lo amó, que entregó a su único Hijo para que todo el que crea en Él tenga vida eterna.
Pero el mundo no lo recibió.
Y tú, sacerdote, ¿eres del mundo?, ¿o has sido llamado y elegido para ser configurado con Él, y ser como Él, que no es del mundo?
¿Has recibido al amor?
El Amor es la Palabra, es la Luz que ilumina en las tinieblas.
El Amor es Cuerpo, es Sangre, es Alma, es Divinidad y es Eucaristía.
Y tú, sacerdote ¿cómo recibes al Amor?
¿Lo recibes como un discípulo que se sabe llamado por su Señor, y corresponde permaneciendo fiel y obediente junto a Él hasta la muerte?
¿O eres el discípulo que lo abandona porque no ha sabido disponerse para recibir el Amor que lo fortalece, y lo mantiene en la fidelidad, en la obediencia, y en la perseverancia al pie de la cruz cuando todos se han ido?
Y tú, sacerdote, ¿estás dispuesto a recibir y a transmitir al mundo el Amor, para cumplir con la misión a la que has sido enviado, desde aquel encuentro con el Primer Amor?
Y tú, sacerdote, ¿estás dispuesto a recibir y a entregar el amor, a través de la Palabra de Dios?
El amor es un mandamiento, el más importante y el primero de la ley de Dios, para que todo aquel que ame y tenga ojos vea, y tenga oídos oiga, y cumpla la palabra de Dios, que es una: Amor.
(Espada de Dos Filos II, n. 75)
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