EL PODER DE
LA PALABRA
Reflexión para sacerdotes
desde el Corazón de María
P. Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
«Los oyentes quedaron asombrados de sus palabras, pues enseñaba como quien tiene autoridad» (Mc 1, 22)
Hijo mío, sacerdote: yo le dije al ángel del Señor “he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”, y el Verbo se hizo carne.
El Señor ha hecho en mí maravillas, tan solo porque dije sí. Nada más dependía de mí que la disponibilidad, para que el Señor quisiera en mí obrar.
La Palabra de Dios tiene rostro de hombre, y tiene nombre. Su nombre es Jesús. Por tanto, tú, hijo mío, estás configurado con la Palabra de Dios.
¡Cuánta gracia tiene un sacerdote, y a veces no se da cuenta!
La gracia de la Palabra, que está viva y es eficaz; el poder de la Palabra, para transformar los corazones de los hombres para que Dios en ellos obre; el poder de ser como una espada de dos filos, que abre los corazones y penetra huesos y articulaciones, llega hasta lo más profundo para sanar cuerpos y almas.
La Palabra tiene el poder de perdonar los pecados, absolviendo al pecador.
La Palabra tiene el poder de hacer bajar el pan vivo del cielo en las manos del sacerdote.
Predicar la Palabra es para ustedes, sacerdotes, un deber, una obligación, que se convierte en placer, que les da una gran satisfacción, que los enriquece, que les da gracia, que al pueblo de Dios santifica y salva.
El sacerdote tiene el poder de expulsar demonios con la Palabra.
La Palabra es Cristo, y proviene del corazón en donde habita el Santo Espíritu de Dios.
¡Qué hermoso es el ministerio sacerdotal! En eso deberían ustedes, mis hijos sacerdotes, meditar.
Dedicar su vida a tratar lo sagrado, a administrar la misericordia divina, a alimentar, enseñar, gobernar al pueblo de Dios, teniendo el mismo poder del Hijo de Dios para dar vida, para llevar a los hombres a Dios.
El ministerio sacerdotal implica practicar las catorce obras de misericordia, y los misericordiosos recibirán misericordia. Palabra de Dios.
Si meditaran todas estas cosas como yo medito todas las cosas en mi corazón, cuánta alegría habría en sus almas, cuánta ilusión tendrían cada día al despertar, pues sabrían que su trabajo es recibir, administrar y multiplicar los tesoros de Dios. No hay trabajo igual.
El deseo de Jesús es que todos sus sacerdotes crean en el Evangelio. Y, si ese es un deseo, significa que no es una realidad. Trabaja y dedica tu vida en hacer que los deseos de tu Señor, a través de ti, se hagan realidad.
Tan solo leer el Evangelio enriquece el alma, ilumina y da paz.
La Palabra de Dios llega directo al corazón de quien la recibe. No esperen ustedes recompensa. Puede ser que algunos ni siquiera se den cuenta cómo es que la gracia los llenó y los desbordó, y provocó la conversión de su corazón. Pero Dios todo lo ve. Y, te aseguro, hijo, yo lo sabré. Que eso les baste.
Cada tesoro compartido en la tierra para enriquecer los corazones de los hombres se acumulará como tesoros para ustedes en el cielo.
El ministerio de todo sacerdote es precioso, infinitamente valioso.
Alégrate, hijo mío. ¡Qué hermoso es cumplir con tu deber!
¡Muéstrate Madre, María!
«Una cosa es decir: está escrito; otra decir: esto dice el Señor, y otra decir: en verdad os digo. ¿Cómo te atreves a decir: en verdad os digo, si no eres tú mismo, el que antes diste la ley? Nadie se atreve a cambiar la ley, si no es el rey. La ley la dio ¿el Padre o el Hijo? Responde, hereje. Acepto de buen grado lo que digas: para mí han sido los dos. Si la dio el Padre, también es el Padre quien la cambia, luego el Hijo es igual al Padre, porque la cambia juntamente con quien la dio. Sea que él la dio, sea que él la cambia, la misma autoridad demuestra al haberla dado que al haberla cambiado, cosa que nadie puede hacer más que el rey.
Se admiraban de sus enseñanzas. Yo me pregunto: ¿Qué había enseñado de nuevo? ¿Qué de nuevo había predicado? Decía por sí mismo las mismas cosas que habían dicho los profetas. Mas se admiraban por esto, porque enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas. No enseñaba como un maestro, sino como el Señor: no hablaba, apoyándose en otra autoridad superior, sino que hablaba él mismo con la autoridad que le era propia. Hablaba así, en definitiva, porque con su propia esencia estaba diciendo lo que había dicho por medio de los profetas»
(San Jerónimo, Comentario al Evangelio de San Marcos).
¡Muéstrate Madre, María!
(Pastores, n. 9)