QUERER CRECER
Reflexión para sacerdotes
desde el Corazón de María
P. Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
«Y con otras muchas parábolas semejantes les estuvo exponiendo su mensaje, de acuerdo con lo que ellos podían entender. Y no les hablaba sino en parábolas; pero a sus discípulos les explicaba todo en privado» (Mc 4, 34)
Hijo mío, sacerdote: Jesús acostumbraba hablar en parábolas a las multitudes, para que entendieran. Pero a sus discípulos les explicaba todas las cosas.
A ustedes, hijos míos, los que ha configurado con Él, y que son sus siervos, sus amigos, sus sacerdotes, les ha dado oídos para que oigan, inteligencia para que entiendan. Les ha dado el poder y la gracia, para que desmenucen la Palabra y la prediquen, usando también parábolas.
Pero, para eso, deben tener voluntad, escuchar la Palabra y querer entenderla, aunque les atraviese el alma. Y deben tener la voluntad y querer practicarla, pero con el ejemplo también predicarla.
El Señor habla claro y fuerte, y les dice que el Reino de Dios está aquí, y los envía a extender su Reino sobre toda la tierra.
La Palabra está viva y es eficaz, pero deben escucharla con disposición y atención, permitiendo que penetre hasta lo más profundo del corazón. Entonces crecerán en estatura, en sabiduría y en gracia.
En la vida espiritual el que no quiere crecer se estanca, pero el que quiere y pide la gracia se vuelve un gigante. Ahí tienen, como ejemplo y referencia, la vida y obra de tantos sacerdotes santos que les preceden.
Y ¿cuál es la diferencia entre un sacerdote y otro, si todos tienen el mismo don, ¡el mismo poder de Cristo!, la misma bendita configuración?
Son uno con Él. Por tanto, todos están llamados a ser santos. La diferencia radica en el querer.
Un sacerdote que confía y se abandona totalmente en las manos de Dios corresponde como merece Dios.
Pero hay tantos que tienen tanto miedo, que no permiten que de ellos brote la vida. Renuncian a la gracia que llueve del cielo, cerrando los oídos a la escucha de la Palabra. Desperdician sus talentos, y simplemente no dan fruto, se marchitan, se debilitan, quedan expuestos al peligro, y caen en tentación, se convierte en tierra árida su corazón.
Ellos necesitan la gracia de la oración de intercesión para fortalecer su voluntad, para arrepentirse y pedir perdón.
Nada le niega a un corazón contrito y humillado el Señor. Pero tienen que querer, tanto como quiero yo:
Que vuelvan al amor primero.
Que se postren como el día de su Ordenación, y quieran servir al Hijo de Dios.
Que decidan abrir sus oídos y oigan, y reciban el don del Espíritu Santo, para que entiendan que ellos son instrumentos para sembrar la tierra del Reino de Dios, y que se necesita su total y absoluta disposición, la renuncia de sí mismos y del mundo, para vivir en santidad su vocación.
Que acudan a la dirección espiritual.
Que busquen a Cristo, que encuentren a Cristo, que amen a Cristo.
Que tengan una buena formación permanente.
Que hagan oración, tanta como sea necesaria, para lograr tener un encuentro verdadero con el Señor que les convierta el corazón.
Que pidan fe, para que Dios aumente su fe, y sea del tamaño de una semilla de mostaza, y la pongan al servicio del Reino de Dios, para que crezca como un gran arbusto, para acoger al pueblo de Dios entre sus ramas.
Y, si no entendieran la Palabra por Cristo explicada, que se vuelvan como niños, para que la entiendan en parábolas. Que acudan al auxilio de su Madre del Cielo, que los acompaña para sembrar con ellos.
«Siembra tú también en tu huerto a Cristo —la realidad de un huerto no es otra que un lugar pletórico de gran variedad de flores y frutos—, en el cual florezca la belleza de tus obras y se respire el multiforme olor de las diversas virtudes. Y por eso, que allí donde haya algún fruto, esté presente Cristo.
Siembra al Señor Jesús: Él es grano cuando es apresado, y en el momento de resucitar se convierte en ese árbol que da sombra al mundo; cuando es sepultado, es también grano, que se hace árbol cuando sube al cielo.
Coge también con Cristo la fe y siémbrala en ti. Siempre que creemos en Cristo crucificado, hemos cogido la fe. Y, finalmente, sembramos la fe, cuando, a través de la lectura del Evangelio y de los escritos apostólicos y proféticos, creemos en la pasión del Señor.
Sembramos, pues, la fe, cuando la sepultamos en la tierra abonada y preparada de la carne del Señor, para que esta fe, con el espíritu y la dulce opresión de su cuerpo divino, se propague por su propia virtud.
Y así todo el que crea que el Hijo de Dios se ha hecho hombre, creerá que murió y resucitó por nosotros.
Yo, pues, siembro la fe cuando la entierro dentro de mí»
(San Ambrosio, Tratado sobre el Evangelio de San Lucas).
¡Muéstrate Madre, María!
(Pastores, n. 120)
PASTORES: COLECCIÓN DE REFLEXIONES PARA SACERDOTES