ACEPTAR LA CRUZ
CON ALEGRÍA
Reflexión para sacerdotes
desde el Corazón de Jesús
P. Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
«Luego se puso a explicarles que era necesario que el Hijo del hombre padeciera mucho, que fuera rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, que fuera entregado a la muerte y resucitara al tercer día» (Mc 8, 31)
Amigo mío: ustedes son mis amigos si hacen lo que yo les digo.
Yo les digo que la voluntad de mi Padre deben cumplir.
Yo te he elegido para ser uno conmigo.
Te he llamado para que seas mi siervo, para que dejes todo, tomes tu cruz y me sigas.
Te he configurado conmigo. Por tanto, tu cruz es mi cruz.
Y yo he tenido que ser rechazado. He tenido que sufrir mucho, padecer y morir crucificado, para salvar a los hombres, perdonando con mi sangre, derramada en la cruz, sus pecados.
También a ti.
Y eso tú ya lo sabías cuando aceptaste mi llamado, y con el corazón encendido de mi amor, dijiste sí. Aceptaste ser unido a mi cruz, sufrir y padecer conmigo, participar conmigo del plan de salvación de mi Padre.
No digas que eras solo un chiquillo, que no sabías lo que hacías. Porque yo soy la Verdad, no engaño a nadie.
También sabías que mi promesa cumplí: resucité al tercer día, y conmigo le di nueva vida a todos los hombres.
También a ti.
Por tanto, no te lamentes de lo pesado de tu cruz. Yo ya la cargué por ti. Los dolores de los clavos yo los padecí por ti.
Tú solo debes soportar lo poco de mi cruz que he guardado para ti, para hacerte parte, y puedas conmigo, por los méritos infinitos de mi sacrificio, glorificar a mi Padre, continuando mi obra redentora, cumpliendo, con el amor de mi Corazón, traspasado y abierto, tu ministerio, teniendo visión sobrenatural, para que puedas ver la realidad.
Tú no tienes una cruz particular tan pesada que no puedas cargar. Es solo un poco de la mía. Y tú no estás solo. Yo estoy contigo todos los días de tu vida.
Entiende, comprende, que a mí me conviene que tu cumplas lo que yo te pido. Tu misión es la mía, amigo mío. Eres tú quien pone su voluntad, su corazón y su cuerpo, como instrumento, para que esa misión, yo, Cristo vivo, la pueda completar. Y aquellos, a quienes he venido a salvar, por ti, al cielo puedan llegar.
No es aquí, en este mundo, en donde se concluye mi misión, sino en las puertas del Paraíso, invitando a entrar a todos los hombres, los que vine a buscar.
También a ti.
Pero, si tú no cumples con lo que te toca; si te dejas persuadir por la voz de Satanás, que sale de la boca de los que piensan como los hombres, y no como yo; de los egoístas –que piensan primero en ellos y en ti, antes que en mí–; de los soberbios –que pretenden hacer su voluntad antes que la voluntad de mi Padre–; no podrás, ni mi cruz, ni mi gloria, compartir.
Aléjate de las tentaciones del mundo, de la falsa caridad, de los malos pensamientos, de los placeres del mundo, de los malos deseos de tu corazón por complacerte a ti mismo, de las malas amistades, y de todo aquello que te aleja de mí, que te invita a desobedecer –cuando tú bien sabes cuál es tu deber–, que suaviza tus sufrimientos y tira tu carga, que te motiva a bajarte de mi cruz.
Yo te animo a que permanezcas unido a mí.
¡Ven!, vuelve conmigo. Yo te ayudaré a perseverar en fidelidad a mi amistad, mientras tú cumples la voluntad de mi Padre, soportando por amor, cumpliendo con tu deber, llevando tu cruz con alegría, sabiendo que es la mía, con la seguridad de que ¡yo he vencido al mundo!, a través de esa misma cruz, en la que también venciste tú.
No permitas que nadie te quite la gloria que te dará mi Padre cuando seas sentado a su derecha, por los méritos de mi cruz.
Y tú no te complazcas en evitarle a tus hermanos sus sufrimientos. No seas cómplice de Satanás en ningún momento. Ayúdalos siempre a soportar. Anímalos a continuar. Dales ejemplo, fortalece su fe, su esperanza y su caridad, con los méritos de tu santidad.
Quien permanece conmigo en la cruz, solo es bajado muerto de ella. Y yo lo resucitaré en el último día, para la vida eterna.
«Pedro considera los sufrimientos y la muerte de Cristo desde el punto de vista puramente natural y humano, y esa muerte le parece indigna de Dios, vergonzosa para su gloria.
Cristo le reprende y parece que le dice: “¡No! Los sufrimientos y la muerte no son indignos de mí. Unas ideas a ras de suelo entorpecen y extravían tu juicio. Aleja toda idea humana, escucha mis palabras consideradas desde el punto de vista de los designios de mi Padre, y comprenderás que solo esta muerte es la que conviene a mi gloria. ¿Crees que sufrir es para mí una vergüenza? Debes saber que es la voluntad del diablo que yo no lleve a cabo de esta manera el plan de salvación”.
Que a nadie le suban los colores a la cara por los signos de nuestra salvación, tan dignos de veneración y adoración; la cruz de Cristo es fuente de todo bien. Es gracias a ella que vivimos, que somos regenerados y salvados. Llevemos, pues, la cruz como una corona de gloria.
Ella pone su sello a todo lo que nos conduce a la salvación.
Cuando somos regenerados por las aguas del bautismo, ella está allí.
Cuando nos acercamos a la santa mesa para recibir el Cuerpo y la Sangre del Salvador, ella está allí.
Cuando imponemos las manos sobre los elegidos del Señor, ella está allí.
Cualquiera cosa que hagamos, se levanta ella allí, signo de victoria para nosotros.
Por eso la ponemos en nuestras casas, en nuestras paredes, en nuestras puertas; la trazamos sobre nuestra frente y nuestro pecho; la llevamos en nuestro corazón.
Porque ella es el símbolo de nuestra redención y de nuestra liberación y de la infinita misericordia de nuestro Señor».
(San Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio de san Mateo, Homilía n. 54)
¡Muéstrate Madre, María!
(Pastores, n. 211)
PASTORES: COLECCIÓN DE REFLEXIONES PARA SACERDOTES