PREDICAR EL EVANGELIO
Reflexión para sacerdotes
desde el Corazón de Jesús
P. Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
«Ellos fueron y proclamaron el Evangelio por todas partes, y el Señor actuaba con ellos y confirmaba su predicación con los milagros que hacían» (Mc 16, 20).
Amigo mío: “Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio”.
Eso le dije a mis Apóstoles en aquel tiempo.
Y eso te digo a ti, en este tiempo, porque yo soy el mismo ayer, hoy y siempre.
Y mi sacerdocio prevalece intacto sobre el tiempo, sobre ustedes.
La misión apostólica es la misma, ayer y ahora, aunque el mundo cambie, aunque haya modas, aunque la gente critique el modo de predicar de ustedes, porque les parece que en la Iglesia todo es igual, y dicen aburrirse del mensaje que ustedes dan.
No se dan cuenta de que yo soy el que habla, el que predica, el que comunica mi mensaje de amor y misericordia, para que crean y se salven.
Y tú buscas complacerlos, escribiendo discursos que parecieran obras literarias, teniendo como compositor a tu intelecto, en vez de a tu corazón.
No quieras darle gusto al que no quiere poner atención. Predica, amigo mío, el Evangelio, desde tu corazón, ardiente de amor y de celo apostólico, con palabras sencillas que el pueblo comprenda. No para que te alaben, por ser un gran predicador, sino para que te crean, y en mí crean, y conviertan su corazón.
Pero ten cuidado de que tu soberbia deje todo al Espíritu Santo, y tu pereza te lleve a la indiferencia, y no pongas atención en el cumplimiento de esta importante misión. Prepara tu predicación con anticipación, meditando el Evangelio en tu corazón, llevándolo a la oración, y poniéndolo en práctica en tu vida, para que seas coherente con lo que haces y predicas.
Pide la asistencia del Espíritu Santo, y vive a la luz del Evangelio.
Tuya es la responsabilidad de que en mí crea mi pueblo.
Así como tienes cuidado de preparar el altar, los ornamentos y los vasos sagrados. Y así como el vino y el pan no pueden faltar, para la Santa Misa preparar, considera que, para mí, lo más importante eres tú.
La disposición de tu corazón, para que celebres con devoción.
Tu vida llena de virtudes.
Tu fidelidad.
La pureza de tu alma.
Y el deseo de consagrar el vino y el pan, para transubstanciarlo con mi poder, en mi Cuerpo y en mi Sangre, ser uno conmigo, para alimentar a mi pueblo, y fortalecer su fe con tu predicación.
Tú pones el ejemplo.
Tú eres el pastor.
Pero si tú no crees en los milagros que realizas, ¿quién creerá?
Si tú celebras la Santa Misa con prisa y sin devoción, y tu predicación se limita a alguna anécdota, a los avisos de parroquia, a promover la política, a hacer proselitismo con tus chistes y tus bromas, queriendo convencer al pueblo de seguirte, no por mí, sino por ti mismo…
Si olvidas las reverencias y la solemnidad, y no tratas con delicadeza las cosas sagradas…
Desvirtúas mi mensaje, y ¿¿quién creerá??, ¿¿quién por ti se salvará??
Si predicas y celebras a tu modo…
Si vas por tu cuenta y no procuras la unidad colegial…
¿A quién seguirá mi pueblo?
¿A dónde los conducirás?
¿Qué harás cuando yo te pida cuentas de ellos?
¿Qué les vas a enseñar?
¿Cómo los vas a santificar?
Yo te envío, amigo mío. Pero, antes de cumplir mi voluntad, yendo por todo el mundo a predicar el Evangelio, ¡convierte tu corazón!, ¡renueva tu alma sacerdotal!
Recuerda y aplica las enseñanzas que recibiste cuando celebrabas tu primera misa.
Cree en mí, y en mi presencia viva en la Palabra y en la Eucaristía.
Y mírame, estoy aquí. Escucha mi voz en tu corazón. Déjate atravesar por mi Palabra, que es como espada de dos filos.
Déjame penetrar tu alma.
Llénate de mí, para que no seas tú, sino yo, y prediques según mi voluntad, desde lo más profundo de mi corazón, con mi amor.
En esta configuración no somos iguales tú y yo. No eres mitad tú y mitad yo. La perfección demanda que renuncies a ti y te entregues totalmente a mí, para que ya no seas tú, sino yo quien viva, obre y hable por ti.
Entonces harás milagros. Multitudes te seguirán. No por ti, sino porque en ti a mí me verán.
Esa es la misión apostólica del sacerdote.
En la medida que me ames y creas en mí, en esa medida el pueblo creerá en mí.
Ve y predica el Evangelio.
Yo, tu Señor, tu Amo, tu Salvador, tu Amigo, te envío.
«La homilía no puede ser un espectáculo entretenido, no responde a la lógica de los recursos mediáticos, pero debe darle el fervor y el sentido a la celebración.
Es un género peculiar, ya que se trata de una predicación dentro del marco de una celebración litúrgica; por consiguiente, debe ser breve y evitar parecerse a una charla o una clase.
El predicador puede ser capaz de mantener el interés de la gente durante una hora, pero así su palabra se vuelve más importante que la celebración de la fe.
Si la homilía se prolongara demasiado, afectaría dos características de la celebración litúrgica: la armonía entre sus partes y el ritmo.
Cuando la predicación se realiza dentro del contexto de la liturgia, se incorpora como parte de la ofrenda que se entrega al Padre y como mediación de la gracia que Cristo derrama en la celebración.
Este mismo contexto exige que la predicación oriente a la asamblea, y también al predicador, a una comunión con Cristo en la Eucaristía que transforme la vida. Esto reclama que la palabra del predicador no ocupe un lugar excesivo, de manera que el Señor brille más que el ministro»
(Francisco, Ex. Ap. Evangelii Gaudium, n. 138).
¡Muéstrate Madre, María!
(Pastores, n. 152)
PASTORES: COLECCIÓN DE REFLEXIONES PARA SACERDOTES