22/09/2024

Mc 16, 15-18

CONVERTIRNOS

Reflexión para sacerdotes 

desde el Corazón de María

P. Gustavo Eugenio Elizondo Alanís 

 

«Finalmente, se me apareció también a mí, que soy como un aborto. Porque yo perseguí a la Iglesia de Dios y por eso soy el último de los apóstoles e indigno de llamarme apóstol. Sin embargo, por la gracia de Dios, soy lo que soy, y su gracia no ha sido estéril en mí; al contrario, he trabajado más que todos ellos, aunque no he sido yo, sino la gracia de Dios, que está conmigo» (1 Cor 15, 8-10)

 

Hijo mío, sacerdote: Jesucristo, el Señor, les ha dado a sus discípulos una misión divina. Los ha enviado para que vayan por el mundo entero a predicar el Evangelio. Y eso los convierte en misioneros de la Palabra.

Los discípulos de Cristo, sus siervos, a los que Él ha llamado amigos, tienen el deber, la obligación, de cumplir con la misión evangelizadora, para propiciar en todos los hombres la conversión del corazón, para que no sean incrédulos, sino creyentes.

Que se arrepientan y crean en el Evangelio, para que la redención de la cruz tenga eficacia en cada alma, y se cumpla la voluntad del Padre, que es que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad, que es Cristo. Verdad que tienen la misión de revelar, como a ellos les ha sido revelada.

Pero nadie puede tener credibilidad si dice una cosa y hace otra.

Los sacerdotes tienen la obligación de vivir el Evangelio. De enseñarlo con el ejemplo, siendo coherentes con el don que recibieron por la gracia de la configuración con la Palabra, que es Cristo.

Los sacerdotes deben vivir practicando –cada día y en todo, solos y con todos– las virtudes, y luchar para hacerlo de manera heroica, viviendo como Cristo vivió en medio del mundo.

Comportándose como Él se comportó.

Predicando el Evangelio como Él lo predicó.

Haciendo sus obras, y aun mayores, como Él les mandó.

Buscando no a los justos, sino a los pecadores.

Sanando a los enfermos.

Expulsando a los demonios.

Haciendo milagros.

Dando testimonio de que creen, y de que Dios salva por la fe.

Algunos sacerdotes –especialmente los recién ordenados–, cumplen bien con su misión, incluso con emoción. Algunos perseveran, pero otros no. Pero todos, absolutamente todos, necesitan constante conversión, porque tienen para el maligno especial atracción.

Él quiere devorarlos, destrozarlos, convencerlos, para que caigan en tentación, y ofendan a Dios, porque sabe que son elegidos y especialmente amados por Dios, y es su manera de vengarse, porque nada puede contra Dios, tan solo aprovechar la libertad que Dios a sus hijos les dio, y tentarlos como a Adán. Porque cuando él falló expuso su debilidad y la de toda la humanidad.

Los sacerdotes deben procurar su conciencia examinar, reconciliarse con Cristo una y otra vez –cada vez que pecan y vuelven a pecar–, acudir a los sacramentos, vivir en estado de gracia de acuerdo al Evangelio, y dedicar su vida, con todas sus fuerzas, a evangelizar y reconciliar al pueblo de Dios con Él, con el celo apostólico de Pablo de Tarso, y con su amor por lo sagrado, dispuestos a caerse del caballo cada vez que se alejen de Dios, para tener un encuentro con Cristo, que nunca los abandona, que siempre los espera, para convertirles el corazón.

Los sacerdotes tienen el compromiso de dar la vida por Cristo, cumpliendo su misión, confiando en la gracia y los dones del Espíritu Santo, que les concede de manera irrevocable desde el día de su Bautismo, y que les confirma el día de su Ordenación, diferenciándolos de todos los demás que son fortalecidos en la gracia el día de su Confirmación.

Por su carácter sagrado, los sacerdotes reciben un don mayor. Por tanto, tienen la fuerza para no caer en tentación. Su tentación más grande es creer que son tan solo hombres pecadores, irremediables, indignos. Y, convenientemente, en los momentos difíciles, se dan por vencidos. ¡Tienen la gracia de Dios, y eso les basta!

Por eso, los sacerdotes son los primeros que necesitan conversión, creer en ellos mismos, en lo que, por la gracia, son. Entonces podrán cumplir bien con su misión, llevando a todo el mundo la evangelización; siguiendo a Cristo, para servir a Dios.

Y si alguno sintiera el peso del fracaso sobre su espalda, que acuda y pida auxilio y ayuda a la Madre de Dios, que es madre suya, y se muestra madre, especialmente con aquel que se lo pida.

Hijo mío, aquí estoy, Madre verdadera soy.

 

«Qué es el hombre, cuán grande su nobleza y cuánta su capacidad de virtud lo podemos colegir sobre todo de la persona de Pablo. Cada día se levantaba con una mayor elevación y fervor de espíritu y, frente a los peligros que lo acechaban, era cada vez mayor su empuje, como lo atestiguan sus propias palabras: Olvidándome de lo que queda atrás y lanzándome hacia lo que está por delante; y, al presentir la inminencia de su muerte, invitaba a los demás a compartir su gozo, diciendo: Estad alegres y asociaos a mi alegría; y, al pensar en sus peligros y oprobios, se alegra también y dice, escribiendo a los corintios: Vivo contento en medio de mis debilidades, de los insultos y de las persecuciones; incluso llama a estas cosas armas de justicia, significando con ello que le sirven de gran provecho.

Y así, en medio de las asechanzas de sus enemigos, habla en tono triunfal de las victorias alcanzadas sobre los ataques de sus perseguidores y, habiendo sufrido en todas partes azotes, injurias y maldiciones, como quien vuelve victorioso de la batalla, colmado de trofeos, da gracias a Dios, diciendo: Doy gracias a Dios, que siempre nos asocia a la victoria de Cristo.

 Imbuido de estos sentimientos, se lanzaba a las contradicciones e injurias, que le acarreaba su predicación, con un ardor superior al que nosotros empleamos en la consecución de los honores, deseando la muerte más que nosotros deseamos la vida, la pobreza más que nosotros la riqueza, y el trabajo mucho más que otros apetecen el descanso que lo sigue. 

La única cosa que él temía era ofender a Dios; lo demás le tenía sin cuidado. Por esto mismo, lo único que deseaba era agradar siempre a Dios»

(San Juan Crisóstomo, Homilía 2 sobre las alabanzas de san Pablo).

 

¡Muéstrate Madre, María!

 

(Pastores, n. 7)

 

 

PASTORES: COLECCIÓN DE REFLEXIONES PARA SACERDOTES

 

 

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