22/09/2024

Mc 7, 31-37

ABRIR EL CORAZÓN

Reflexión para sacerdotes 

desde el Corazón de María

P. Gustavo Eugenio Elizondo Alanís 

 

«Le metió los dedos en los oídos y le tocó la lengua con saliva. Después, mirando al cielo, suspiró y le dijo: “¡Effetá!”» (Mc 7, 33-34)

 

Hijo mío, sacerdote: la paz de mi corazón sea contigo.

Effetá es un signo con el que Cristo señala la vocación del cristiano. Todo sacerdote lo recibe de manera especial cuando es llamado por Él.

Para que un hombre acepte el llamado a la vocación sacerdotal, debe primero abrir su corazón para escucharlo, y ese es un gran don que les da el Espíritu Santo.

Los sacerdotes deben mantener abierto el corazón toda su vida, para recibir los dones y las gracias que necesitan para cumplir con su misión, y especialmente implica mantener los oídos abiertos para escuchar la Palabra de Dios, y abierta la boca para predicarla con fuerte voz.

Abrir las puertas a Cristo es abrirle el corazón, para que Él entre y permanezca, y puedan decir: “es Cristo quien vive en mí, ya no soy yo”. Y el sacerdote abre las puertas a Cristo para siempre el día de su ordenación. Se entrega todo para que Él lo posea todo, y sean uno mismo en configuración, el hombre llamado y el hombre y Dios, que es quien lo llamó para enviarlo en una santa misión: predicar el Evangelio, que es Palabra de Dios, que es como una espada de dos filos, y a quien la escucha le abre el corazón para recibir el amor de Dios y su misericordia.

¡Qué hermosa es la vocación del sacerdote! ¡Qué hermosa es su labor!

¡Con cuánta ilusión predican en su primera misa! A los que los escuchan, les atraviesan sus palabras el corazón. Escuchar a un hombre que lo ha dejado todo, ha renunciado a todo, para seguir al Hijo de Dios.

¡Cómo emociona escuchar su voz, expresando con tanta ilusión el gozo que lleva en su corazón! ¡Cuán indigno se siente, pero tan agradecido! Tantos sentimientos que no entiende, que muchas veces llega a las lágrimas y se le quiebra la voz, y ¡cuánta gloria esas lágrimas dan a Dios!

Yo los acompaño e intercedo, orando por mis hijos sacerdotes ante Dios, para que, al pasar de los años, conserven un corazón suave, un corazón de carne que sienta, que duela, que goce, y no se endurezca hasta ser de piedra.

Pero a veces cierran sus oídos, se debilitan sus fuerzas, olvidan los momentos de oración, se distraen con las cosas del mundo. Y a veces tienen tantas heridas, que cierran la puerta para que el corazón no sienta. Y se va enfriando hasta ser de piedra.

Mi intercesión no pierde eficacia, pero la gracia no llega mientras no abran la puerta.

El sacerdote necesita conversión, abrir sus oídos para escuchar la Palabra de Dios, permitir que penetre hasta lo más profundo de su corazón, meditarla, dejar que actúe la gracia, y no sólo predicarla.

El sacerdote que acostumbra acudir a la oración, ponerse de rodillas ante su Señor presente y vivo en la Eucaristía, predica también con mayor pasión. Y a quien lo escucha, le abre el corazón. Por tanto, cumplir con su misión, que es predicar el Evangelio, y que es para ustedes una obligación, requiere necesariamente que hagan oración, pidiendo la gracia todos los días, para que el Señor les mantenga abierto de par en par el corazón.

Esa es la clave para ser un sacerdote santo, hijo mío: escuchar y meditar la Palabra de Dios, y mantener abierto el corazón, dispuesto a sentir, para tener los mismos sentimientos de Cristo, y a recibir los dones y gracias que necesita para permanecer en una perfecta configuración con Él. De nada sirve estudiar y trabajar tanto, si tiene cerrado el corazón.

Recuerden al santo Cura de Ars, que dijo: “el sacerdocio es el amor del Corazón de Cristo”. Esas palabras provienen de un corazón abierto, bien dispuesto, que conoce la verdad. 

Te bendigo, hijo mío. La boca habla de lo que hay en el corazón. ¿Qué dice tu boca?

 

«Porque siempre el que merece ser curado es conducido lejos de los pensamientos turbulentos, de las acciones desordenadas y de las palabras corrompidas.

Los dedos que se ponen sobre los oídos son las palabras y los dones del Espíritu Santo, de quien se ha dicho: “El dedo de Dios está aquí” (Ex 8,19).

La saliva es la divina sabiduría, que abre los labios del género humano para que diga: Creo en Dios, Padre omnipotente, y lo demás.

Gimió mirando al cielo: así nos enseñó a gemir y a hacer subir hasta el cielo los tesoros de nuestro corazón; porque por el gemido de la compunción interior se purifica la alegría frívola de la carne.

Se abren los oídos a los himnos, a los cánticos y a los salmos. 

Desata el Señor la lengua, para que pronuncie la buena palabra, lo que no pueden impedir las amenazas ni los azotes»

(Pseudo Jerónimo, Catena Aurea).

 

¡Muéstrate Madre, María!

 

(Pastores, n. 52)

 

 

PASTORES: COLECCIÓN DE REFLEXIONES PARA SACERDOTES

 

 

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