22/09/2024

Mc 2, 13-27

ACEPTARNOS PECADORES

Reflexión para sacerdotes 

desde el Corazón de Jesús

P. Gustavo Eugenio Elizondo Alanís 

 

«Al pasar, vio a Leví (Mateo), el hijo de Alfeo, sentado en el banco de los impuestos, y le dijo: “Sígueme”. Él se levantó y lo siguió» (Mc 2, 14)

 

Amigo mío: ¿has sentido mi llamada? Eso te hace reconocerte pecador.

Es un honor para un pecador recibir el llamado de Dios.

Yo no he venido a llamar a justos, sino a pecadores. Por tanto, todos mis sacerdotes lo son.

Nadie tiene un amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Yo he dado la vida por cada uno de ustedes. Los he llamado para que me sigan. Y ustedes, siervos indignos, se han levantado y me han seguido.

Leví es la figura del sacerdote que yo llamo y elijo para mí. No para que sigan siendo pecadores, sino para que correspondan a mi misericordia y den la vida por mí.

Tú, amigo mío, ¿estás dispuesto a dar la vida por mí?

Entonces ven. Comparte tu cruz conmigo. Déjame cargarla por ti.

Yo quiero pagar con mis sufrimientos y mi muerte tus pecados. Dámelos, yo te lo pido.

Quiero que tus pecados sean míos.

Quiero liberarte de la muerte y darte vida.

Quiero llevarte conmigo a mi Paraíso.

Quiero que me sirvas.

Quiero que seas santo en esta vida, y en la otra que compartas mi gloria. Tanto así te amo.

Eso es lo que yo quiero para ti y para cada uno de los hombres pecadores que yo elegí.

Quiero que me sigan, que se despojen del mundo y se entreguen a mí.

Quiero que reúnan a mis rebaños en la santa Iglesia, y los traigan a mí, unidos en un solo rebaño, y que perdonen sus pecados, por los que yo ya mi vida di.

Quiero divinizar a mi pueblo, transformarlo en mí, gozar de las delicias del cielo, escuchando a mi esposa en el altar decir “sí”.

Mis sacerdotes son mis amigos si hacen lo que yo les digo, y permanecen en mi amistad, configurados conmigo, para en mi nombre obrar.

Cada uno de los que han sentido en su corazón mi llamado debe de aceptarse pecador, redimido, renovado, salvado, transformado en cordero de Dios, y corresponder dando la vida por sus amigos, que son mi pueblo, como la di yo.

En este tiempo, que son los últimos tiempos, en medio de tan grande prueba, de tanto sufrimiento, de la angustia, la dificultad, del aislamiento, la soledad, la enfermedad, muéstrenle al mundo de qué están hechos. Fortalézcanse con la verdad, protejan a mi pueblo, elevándolo en el altar. Es mi cuerpo. Bendíganlo. Conmigo va a resucitar.

Ustedes, mis sacerdotes, son cabeza. No se queden atrás. Escuchen mi llamado. Abran su corazón. Permitan que sea transformado por la Palabra de Dios, que está viva y es eficaz. Es como una espada de dos filos, que penetra, duele, hiere, purifica y sana.

Agradezcan este tiempo en el que viven, y en el que son testigos de que mi Palabra se cumple hasta la última letra. 

Ustedes, como yo, cumplan sus promesas, las que hicieron frente a mí el día de su Ordenación.

Esta es una oportunidad para que vuelvan a empezar. Yo perdonaré todas sus ofensas. 

Mi Madre los acompaña. El Espíritu Santo está sobre ustedes. Póstrense en el suelo arrepentidos. Pidan perdón.

Y luego, levántense, reconociendo quiénes son, porque así los ha creado el Señor, elegidos desde antes de nacer, para llevar a todos los hombres a Dios.

¡Y síganme!

Amigo mío: ustedes no tienen un sumo sacerdote que no los comprenda. En todo, como ustedes fui yo, menos en el pecado. Por tanto, si ustedes renuncian al pecado, si vencen la tentación, serán como yo.

¡Tienen mi gracia, y eso les basta!

 

«Después que Jesús hubo llamado a Mateo, le honró además con el más alto honor, como fue sentarse luego con él a la mesa. De este modo quería el Señor aumentar en él la confianza y su buen ánimo para lo por venir. La curación, efectivamente, de su mal estado no había necesitado de mucho tiempo, sino que había sido obra de un momento. 

Pero no se sienta a la mesa sólo con Mateo, sino con otros muchos publicanos, no obstante se le echa también en cara que no apartaba de sí a los pecadores.

Los evangelistas, por su parte, tampoco ocultan que sus enemigos buscaban de qué acusarle en sus acciones. Acuden, pues, los publicanos a casa de Mateo, como compañero de oficio que era, pues él, orgulloso del hospedaje de Cristo, los había convidado a todos.

A todo linaje de medicina solía apelar Cristo; y no sólo hablando, no sólo haciendo milagros y confundiendo a sus enemigos, sino hasta comiendo, procuraba la salud de los que mal se hallaban. Con lo que nos enseña que no hay tiempo, no hay obra que no pueda procurarnos alguna utilidad. 

Realmente, lo que en aquella mesa se le había de servir era fruto de la injusticia y de la avaricia. Sin embargo, Cristo no lo rechazó, atendiendo al gran provecho que de allí había de resultar, y no se desdeñó de estar bajo el mismo techo y sentarse a la misma mesa con quienes en tales negocios entendían.

Tal tiene que ser el médico: si no es capaz de soportar el mal olor de la podredumbre, tampoco será capaz de librar a los pacientes de su enfermedad. Y, realmente, de ahí le vino al Señor mala fama: por comer con Mateo, por comer en su casa y por acompañarse de muchos otros publicanos.

Nuestro Señor fue llamado tragón y bebedor y no se avergonzó de ello. Todo lo despreció, a trueque de conseguir lo que se había propuesto, como, en efecto, lo consiguió. Porque, efectivamente, el publicano se convirtió, y por tratar con el Señor se hizo mejor

(San Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio de San Mateo, Homilía 30).

 

¡Muéstrate Madre, María!

 

(Pastores, n. 108)

 

PASTORES: COLECCIÓN DE REFLEXIONES PARA SACERDOTES

 

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