EL DON DEL SACERDOCIO
Reflexión para sacerdotes
desde el Corazón de María
P. Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
«Jesús subió al monte, llamó a los que él quiso, y ellos lo siguieron» (Mc3, 13)
Hijo mío, sacerdote: yo soy Reina de los Apóstoles y Madre de los sacerdotes.
Jesucristo es el Sumo y Eterno Sacerdote, que tanto amó su sacerdocio, que quiso compartirlo con sus amigos. No son sus discípulos quienes lo eligieron a Él. Cristo eligió a cada uno, desde antes de nacer, y los llamó por su nombre. Los constituyó sacerdotes para la eternidad, como Melquisedec.
Qué honrado debe sentirse el hombre que se sabe llamado para recibir el don del sacerdocio, y ser con el Hijo de Dios configurado, para transformarse, por la gracia del Espíritu Santo, en un hombre sagrado, que tiene el poder de Cristo, porque Él se lo ha dado.
Qué alegría debe haber en el corazón de un elegido de Dios, para ser su indigno siervo, y qué compromiso debe sentir cuando su Señor no lo llama siervo, sino amigo.
Hace tanto tiempo constituyó a los Doce y, sin embargo, a todos los que ha llamado los considera entre los Doce. No hace distinción. Todos son sacerdotes configurados con el Rey de reyes y Señor de señores, para ser profetas de las naciones, y ser uno con Él, como el Padre y Él son uno.
Cuánta responsabilidad debe tener un sacerdote sobre su espalda, que no debe pesarle si está verdaderamente configurado con Cristo, porque su yugo es suave, y ligera es su carga.
Pero ¡ay de aquel que se aleje de Él y traicione su amistad!, porque tan pesada carga no podrá llevar. Tropezará y no podrá caminar. En el abismo y en la oscuridad se perderá.
El sacerdote ha sido constituido como luz para iluminar al mundo. Cuando renuncia a lo que él es, cometiendo pecado, y no se arrepiente, a pesar de haber al Amor crucificado, se convierte en un alma en pena, opuesta a lo que era, y a su paso, con su mal ejemplo, lleva a la perdición a muchas de sus ovejas.
Cristo llama y elige, concede poder, se arriesga y confía en los sacerdotes que ha configurado con Él. Los envía a predicar su Palabra, a expulsar demonios, a administrar los sacramentos, a dirigir y santificar a su pueblo.
Él conoce las intenciones de los corazones y, sin embargo, siempre les da una oportunidad para rectificar, porque, ante todo, un sacerdote conserva su libertad.
No hay amor más grande que el que da la vida por sus amigos, y Él constantemente la da en un único y eterno sacrificio, poniendo su esperanza en ellos, para que en cada hombre tenga eficacia. Y les da los medios, y les da la gracia, para unirse con Él en la cruz, para que alcancen la perfección, configurados completamente con Cristo Jesús.
Los sacerdotes han sido llamados y elegidos para santificarse a través de su ministerio, para ofrecer sacrificios y santificar al pueblo. El que tiene vocación entiende todo esto.
Yo soy la Madre de Dios, y tengo el honor de ser Madre de cada sacerdote, de la misma manera que soy Madre de Cristo Sumo y Eterno Sacerdote. Yo los acompaño para que perseveren y permanezcan en su amistad, para que lo amen, para que lo sirvan, para que lo adoren, para que lo alaben, para que lo eleven entre sus manos, y lo den a conocer al pueblo de Dios, y para que no lo traicionen.
El que no quiera traicionar al Amor, que es Cristo, que aprenda esta lección. Reconózcase débil, frágil y pecador, capaz de cometer la peor traición, tan solo por su condición de hombre, nacido con la mancha del pecado original. Por tanto, debe vivir con humildad, y pedir la gracia constantemente de no pecar y no ponerse en tentación, evitando ofender a Dios.
Que viva en estado de gracia, practicando lo que a sus fieles enseña, y entonces tendrá paz, porque la configuración con Cristo conservará, y Él no ha pecado ni pecará jamás.
Que se tome de mi mano y se encomiende a mi auxilio. Que acepte mi compañía, y conseguirá permanecer en unidad con el Amor, y en su amistad.
«En Cristo, todo su Cuerpo místico está unido al Padre por el Espíritu Santo, en orden a la salvación de todos los hombres.
La Iglesia, sin embargo, no puede llevar adelante por sí misma tal misión: toda su actividad necesita intrínsecamente la comunión con Cristo, Cabeza de su Cuerpo. Ella, indisolublemente unida a su Señor, de Él mismo recibe constantemente el influjo de gracia y de verdad, de guía y de apoyo, para que pueda ser para todos y cada uno el signo e instrumento de la íntima unión del hombre con Dios y de la unidad de todo el género humano (LG, 1).
El sacerdocio ministerial encuentra su razón de ser en esta perspectiva de la unión vital y operativa de la Iglesia con Cristo.
En efecto, mediante tal ministerio, el Señor continúa ejercitando, en medio de su Pueblo, aquella actividad que sólo a Él pertenece en cuanto Cabeza de su Cuerpo.
Por lo tanto, el sacerdocio ministerial hace palpable la acción propia de Cristo Cabeza y testimonia que Cristo no se ha alejado de su Iglesia, sino que continúa vivificándola con su sacerdocio permanente.
Por este motivo, la Iglesia considera el sacerdocio ministerial como un don a Ella otorgado en el ministerio de algunos de sus fieles.
Tal don, instituido por Cristo para continuar su misión salvadora, fue conferido inicialmente a los Apóstoles y continúa en la Iglesia, a través de los Obispos, sus sucesores»
(Congregación para el Clero, Directorio para Ministerio y la Vida de los Presbíteros, n. 1).
¡Muéstrate Madre, María!
(Pastores, n. 116)
PASTORES: COLECCIÓN DE REFLEXIONES PARA SACERDOTES