EL VALOR DE ARRODILLARSE
Reflexión para sacerdotes
desde el Corazón de María
P. Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
«Si tú quieres, puedes curarme» (Mc 1, 40)
Hijos míos, sacerdotes: muchos de ustedes se acercan a mí, me piden, me suplican, me cuentan sus cosas, derraman lágrimas frente a mí, se duelen de sus pecados, me piden auxilio para liberarlos, me piden salud…
Especialmente, en medio de su soledad, acuden a mí. Yo los escucho y los atiendo y, aunque no me pueden ver y no me pueden oír, lo hacen a través de la oración.
¡Qué ilusión siento en mi alma de que ustedes escuchen mi voz, y sepan que no los dejo, que estoy a su lado, que los atiendo, que los comprendo, que compadezco con ustedes todos sus sufrimientos, y gozo de sus alegrías!
Tengo la esperanza de que reciban mis consejos y los pongan en práctica.
Yo ruego por su fe y su humildad, para que se acerquen a mi Hijo Jesucristo y, suplicando de rodillas, le muestren su fe y su necesidad de Él, presentándole sus miserias, y la lepra del pecado que les carcome el alma, diciéndole: “Señor, si tú quieres puedes curarme”, abriendo sus almas a la disposición de recibir el perdón, la salud, y encontrar la dicha de la reconciliación con aquel a quien han jurado servir y sus vidas ofrecer.
Ustedes, mis hijos sacerdotes, tienen el poder de perdonar los pecados, de liberar a los hombres de sus culpas, de volverlos al abrazo misericordioso del Padre, de sanar las almas enfermas y heridas por el pecado, de renovarlas y darles vida, de devolverles la paz y la alegría. Pero es algo que ustedes también deben hacer: examinar constantemente sus conciencias, dolerse de sus ofensas a Dios, darse cuenta de que, por más pequeños que sean sus pecados, son muy grandes, porque ustedes sí saben lo que hacen, y saben que el Cordero de Dios no merece que lo ofendan, ni siquiera con el pensamiento o por omisión.
Deben acudir al sacramento de la Reconciliación frecuentemente, no dejar que pase tanto tiempo sin pedir perdón, valorando, como cosa sagrada, que un hermano suyo sacerdote les dé la absolución.
Es verdad que aquellos que han recibido una buena formación saben que la gracia de la Santa Misa y la Eucaristía los limpia de sus errores y de sus pecados veniales. Pero algunos abusan, precisamente porque lo saben, y se toman a la ligera algunos comportamientos ordinarios y malos hábitos, porque confían en que todo les perdona Dios. Pero ¿acaso es justo ofender a aquel que te ama, que por ti ha dado la vida, y abusar de su bondad, sabiendo que su misericordia es infinita, que nunca se va a acabar? Para un sacerdote eso es pecado grave.
Y aquellos hijos míos sacerdotes que se ponen en tentación, que usan como pretexto que la carne es débil, y que Dios los ama así, como son, deberían tomarse las cosas más en serio, porque muchos sacerdotes sufren eternamente ardiendo en el fuego del infierno.
El que verdaderamente tiene fe y confía en la fuerza sanadora de Jesús, se humilla ante Él, y constantemente pide perdón, porque se reconoce pecador.
Si alguno pensara que es muy santo y no comete pecado, ya lo comete, es un mentiroso.
A Dios se le ofende constantemente. A veces ni siquiera se dan cuenta.
Cuando faltan a la caridad con los demás.
Cuando les niegan el sacramento de la Unción, un tiempo para dirección, para confesión.
Cuando no celebran misa en todo el día.
Cuando no acuden a la oración.
Cuando no tienen trato fraternal con sus hermanos sacerdotes.
Cuando no están de acuerdo y no quieren aceptar los encargos de su Obispo.
Cuando critican las decisiones del Santo Padre.
Cuando se quejan de tener mucho trabajo y no tener tiempo para ellos mismos.
Cuando satisfacen sus deseos, poniendo sus necesidades antes que las del prójimo.
Cuando no rezan.
Cuando tienen miedo.
De muchas maneras se ofende a Dios.
Mis hijos sacerdotes, los que tienen el alma casi muerta, enferma de lepra por cometer pecados graves, que hagan un examen de conciencia, que lloren lágrimas de dolor, conscientes de su configuración con el amor, que no merece el desprecio que ellos tienen de sus propios cuerpos, al no respetarse a sí mismos y al no respetar a los demás, que también son Cristo.
Que tengan el valor de ponerse de rodillas y suplicar el perdón, sabiendo que, a través de otro sacerdote, el Señor puede curarlos, renovarlos y volverlos a la vida, para dedicarla a reparar su Sagrado Corazón, expiando, haciendo ayunos y sacrificios, sirviendo agradecidos, porque el Señor, ante un alma arrepentida, nunca dirá que no. La respuesta anticipada ya la tienen: ¡Sí quiero, sana!, les dirá el Señor, porque ese es su deseo: su conversión y santificación.
Él ha venido a buscar no a justos, sino a pecadores. Tanto los ama, que no los ha llamado siervos, los ha llamado amigos, ha dado su vida por sus amigos y les ha dado a su Madre, para que reciban su auxilio.
Yo ruego para que pidan perdón, no sea que un día ya sea tarde, y aquel que ha venido con su misericordia, sea enviado a presentarse con su justicia.
Yo ruego para que mi Hijo pueda decir a cada uno de mis hijos sacerdotes: “vengan, benditos de mi Padre”.
«Luego le prescribe, conformándose a la Ley, que se presente al sacerdote, no para ofrecer una víctima, sino para ofrecerse él mismo a Dios como un sacrificio espiritual, a fin de que, limpio de las manchas de sus acciones pasadas, se consagre a Dios como una víctima agradable gracias al conocimiento de la fe y a la educación de la sabiduría; pues “toda víctima será sazonada con sal” (Mc 9, 48).
San Pablo dice a este propósito: “Os ruego, hermanos, por la misericordia de Dios, que ofrezcáis vuestros cuerpos como hostia viva, santa, grata a Dios” (Rom 21, 1).
Es al mismo tiempo admirable que ha curado según el mismo modo de la petición: “Si quieres, puedes limpiarme”. —“Lo quiero, sé limpio”. Mira su voluntad, mira también su disposición a la ternura. — “Y extendiendo la mano, le tocó”.
La Ley prohíbe tocar a los leprosos (Lev 13, 3); pero el que es autor de la Ley no tiene obligación de seguirla, sino que hace la Ley. Ha tocado, no porque, si no toca, no hubiera podido curar, sino para mostrar que Él no estaba sujeto a la Ley, y que no temía ser contagiado como los hombres, porque ni podía serlo quien libraba a otros, sino, al contrario, el tacto del Señor hacía huir la lepra que suele contaminar a los que la tocan»
(San Ambrosio, Tratado sobre el Evangelio de San Lucas (I))
¡Muéstrate Madre, María!
(Pastores, n. 3)
PASTORES: COLECCIÓN DE REFLEXIONES PARA SACERDOTES