22/09/2024

Lc 2, 15-20

NOCHEBUENA

Reflexión para sacerdotes 

desde el Corazón de María

P. Gustavo Eugenio Elizondo Alanís 

 

«Se fueron, pues, a toda prisa y encontraron a María, a José y al niño, recostado en el pesebre» (Lc 2, 16)

 

Hijo mío, sacerdote: esta noche es Nochebuena, y mañana es Navidad.

Los pastores al Niño Jesús adorarán.

¡Gloria a Dios en el cielo! ¡Aleluya! Los ángeles y los santos cantarán, mientras el Hijo de Dios nace en el corazón de los hombres de buena voluntad.

Porque el Señor ha nacido ya, ha caminado en medio del mundo, se ha entregado en manos de los hombres, ha sido crucificado y muerto en la cruz, y ha resucitado.

Ese Niño, que el Espíritu Santo en mi vientre ha engendrado, el Sol que ilumina a todas las naciones, que disipa las tinieblas del mundo, y purifica los corazones de los hombres.

El mismo que nace en el portal de Belén y renueva la gracia del misterio de su encarnación, nacimiento, vida, pasión, muerte y resurrección, en esta Nochebuena, en esta sagrada celebración.

Dispónganse, hijos míos, a recibir al Salvador. Ese es el deseo de esta Madre, que espera con alegría el alumbramiento del Mesías, que da cumplimiento a las profecías.

Y tú, niño, serás llamado profeta del Altísimo, porque has sido elegido para preparar el camino del Hijo de Dios, cumpliendo con amor tu santo ministerio. Preparándole un pueblo bien dispuesto para recibirlo.

Tú eres precursor, como Juan el Bautista, y eres más que él: sacerdote, el mismo Cristo que está por nacer, y a quien le has consagrado tu vida, para anunciar con el evangelio su segunda venida.

¡Vive, sacerdote, en la eternidad de tu Señor! Sumérgete en el misterio de tu vocación sacerdotal. Configurado con el Mesías estás, y Él es el mismo ayer, hoy y siempre.

Tu configuración con Él es para siempre:

Cristo, engendrado en mi vientre.

Cristo, recostado en el pesebre.

Cristo, arrullado en mis brazos, que se alimenta de mis pechos.

Cristo niño, que juega y camina en medio del mundo, que crece en estatura, en sabiduría y en gracia, ante Dios y ante los hombres.

Cristo joven, que aprende, que estudia y trabaja, que se gana el sustento con el sudor de su frente, y que lo deja todo para ir a cumplir su misión, para predicar, para perdonar los pecados de los hombres, para hacer milagros, para expulsar demonios, para revelar al verdadero Dios por quien se vive: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Una santa Trinidad, tres personas distintas, una sola deidad.

Cristo, que enseña, que rige, que santifica a su pueblo.

Cristo buen pastor, que reúne a su rebaño para llevarlo a Dios.

Cristo, que se consagra a sí mismo, instituyendo el Sacerdocio y la sagrada Eucaristía.

Cristo, que da la vida por los hombres, a través de su pasión y su muerte en la cruz.

Cristo, que permite que su Madre lo acompañe, lo sostenga y lo abrace.

Cristo, que resucita, para darle vida al mundo; que sube al cielo a sentarse a la derecha de su Padre, para recibir la gloria que tenía antes de que el mundo existiera, y que había dejado, para ser engendrado en el vientre virgen de la esclava del Señor, para nacer al mundo y celebrar su nacimiento contigo, como hoy.

Cristo, el que vendrá rodeado de la gloria de su Padre, a quien tú anuncias, por quien das la vida, para que, cuando venga, encuentre fe sobre la tierra.

Abre tu corazón, recibe la gracia del misterio, y glorifica con tu vida al Señor, ejerciendo santamente tu ministerio.

Celebra, hijo mío, la santa misa de Navidad, con devoción y alegría, porque tú eres el Niño que ha nacido, y el que descansa en el altar, para entregarse al pueblo que lo adora, que lo alaba, y tiene una morada bien preparada para recibirlo.

Pero, antes de esta celebración, analiza tu conciencia, hijo mío. Revisa tu corazón y descubre si tu propia morada es digna de recibir al Hijo de Dios.

Pide perdón por tus pecados y por los pecados del pueblo de Dios.

Agradece su amor de predilección y dale el regalo de reparar su Sagrado Corazón, procurando tu propia santidad.

Te bendigo y te deseo muy feliz Navidad.

 

«Observa este secretísimo y tremendo misterio.

Para siempre habita en nuestra carne; porque no la revistió para después abandonarla, sino para tenerla eternamente consigo.

Si no fuera así, no le habría concedido aquel regio solio, ni lo adoraría en ella el ejército entero de los Cielos, los Ángeles, los Arcángeles, los Tronos, las Dominaciones, los Principados, las Potestades.

¿Qué discurso, qué entendimiento podrá explicar este honor sobrenatural y escalofriante, tan excelso, conferido a nuestro linaje?

¿Qué ángel o qué arcángel será capaz de hacerlo?

¡Nadie ni en el Cielo ni en la tierra!

Así son las obras de Dios. Tan grandes y sobrenaturales son sus beneficios que superan a lo que puede decir con exactitud no sólo la humana lengua, sino la misma angélica facultad»

(San Juan Crisóstomo, Explicación del Evangelio de San Juan, homilía XI (X)).

 

 

¡Muéstrate Madre, María!

 

 

(Pastores, n. 102)

 

 

PASTORES: COLECCIÓN DE REFLEXIONES PARA SACERDOTES

 

 

Forma Descripción generada automáticamente con confianza media