ADORAR AL NIÑO
Reflexión para sacerdotes
desde el Corazón de María
P. Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
«El ángel les dijo: “No teman. Les traigo una buena noticia, que causará gran alegría a todo el pueblo: hoy les ha nacido, en la ciudad de David, un Salvador, que es el Mesías, el Señor. Esto les servirá de señal: encontrarán al niño envuelto en pañales y recostado en un pesebre”» (Lc2, 10-12)
Hijo mío, sacerdote: un Niño nos ha nacido. Es el Hijo de Dios, fruto bendito de mi vientre. Adóralo conmigo. Tú, que eres un pastorcito elegido para servirlo y para adorarlo, y llevar al mundo la buena nueva del Sol que viene de lo alto.
Los ángeles son testigos del nacimiento de este Niño. Ellos han ido a llamar a los pastores para traerlos a sus pies, y lo adoren, como imagen de los sacerdotes, que son llamados y elegidos para dejarlo todo y seguir a su Señor, para adorarlo y llevar al mundo su mensaje de amor y de misericordia; para recibirlo y entregarlo, como lo recibí y entregué yo, bajado del cielo y engendrado en mi vientre, pero primero en mi corazón.
El Señor ha bajado del cielo para descansar en el pesebre de tus manos en cada transubstanciación. Pero primero viene a tu corazón.
Él es digno de alabanza y de adoración.
Él es la luz que ilumina al mundo, fuente de vida y de salvación.
Alégrate, hijo mío, ¡ha nacido el Mesías, el Salvador!, y en cada celebración de la Santa Misa se renueva la gracia de este dulce nacimiento del Dios hecho hombre, que vive en medio de los hombres, para llevarlos a Dios.
Se renueva la gracia de la consumación de su misión en la cruz, purificando al mundo, redimiendo a la humanidad, derramando para todos su misericordia.
Se renueva la gracia de su resurrección, por la que le concede al mundo la posibilidad de vivir en la eternidad de su Paraíso.
Todo aquel que crea en Él podrá salvarse. La señal de quien cree verdaderamente es que dobla las rodillas ante la sagrada Eucaristía, para postrarse y adorar.
Adóralo tú, que crees en Él. Muéstrale al mundo tu fe. Muéstrale a tu Señor tu amor por Él. Y adóralo constantemente, día y noche, porque el Señor está contigo de forma permanente.
Tú eres, sacerdote, Cristo Buen Pastor, el mismo Niño que nos ha nacido.
Tú eres, sacerdote, Cristo Redentor, cuando permaneces unido a Él, piensas, sientes, actúas, oras y te entregas como Él, en perfecta configuración.
Tú eres sacerdote de Cristo, fiel siervo adorador, predicador de la Palabra que nos ha nacido hoy.
De ti depende que la luz brille para el mundo, porque tú eres instrumento de la luz, para disipar las tinieblas del mundo, y llevar a los hombres a la admirable luz.
¡Aleluya! ¡Adoremos!
¡Gloria a Dios en el cielo, y paz a los hombres que ama el Señor!
«Cualquier hombre que cree –en cualquier parte del mundo–, y se regenera en Cristo, una vez interrumpido el camino de su vieja condición original, pasa a ser un nuevo hombre al renacer; y ya no pertenece a la ascendencia de su padre carnal, sino a la simiente del Salvador, que se hizo precisamente Hijo del hombre, para que nosotros pudiésemos llegar a ser hijos de Dios.
Pues si él no hubiera descendido hasta nosotros revestido de esta humilde condición, nadie hubiera logrado llegar hasta él por sus propios méritos.
Por eso, la misma magnitud del beneficio otorgado exige de nosotros una veneración proporcionada a la excelsitud de esta dádiva. Y, como el bienaventurado Apóstol nos enseña, no hemos recibido el espíritu de este mundo, sino el Espíritu que procede de Dios, a fin de que conozcamos lo que Dios nos ha otorgado; y el mismo Dios sólo acepta como culto piadoso el ofrecimiento de lo que él nos ha concedido»
(San León Magno, Sermón 6 en la Natividad del Señor).
¡Muéstrate Madre, María!
(Pastores, n. 103)
PASTORES: COLECCIÓN DE REFLEXIONES PARA SACERDOTES