22/09/2024

Lc 24, 13-35

EL MISMO CRISTO

Reflexión para sacerdotes 

desde el Corazón de María

P. Gustavo Eugenio Elizondo Alanís 

 

 

«Entonces se les abrieron los ojos y lo reconocieron» (Lc 24, 31)

 

Jesús, hijo mío: te veo, te escucho, te reconozco. Eres Cristo vivo, Señor y Dios mío. Vives en cada sacerdote de manera sacramental, tanto como vives en el vino y en el pan consagrados por sus benditas manos, pero con tu poder. Eres tú, aunque ni ellos mismos te puedan ver.

Te reconozco, Hijo mío, y te acompaño. Estoy aquí, al pie de tu cruz, la cruz de cada sacerdote que tú mismo elegiste desde antes de nacer; que tú mismo llamaste para configurarlo contigo, y que sean uno, Tú y él, como el Padre y Tú son uno.

Pero no todos te van a reconocer. Así como les sucedió a tus primeros discípulos, que convivieron contigo, que te conocieron, que te escucharon, que tu rostro en sus corazones grabaron, y que, cuando te vieron, contigo hablaron y, como tantas veces, un largo camino andaron, disfrutando de tu presencia, pero no se dieron cuenta de que, nadie más que Tú, podría hacer que sus corazones ardieran de amor de esa manera.

No es porque en tan solo tres días se hubieran olvidado de ti. 

No es porque no hubieran sufrido por ti.

No es porque no estuvieran dispuestos a dejarlo todo para seguirte, porque lo hicieron.

Es porque en el hombre, y no en el Dios, creyeron.

En ti, Hijo mío, tenían puesta su esperanza. Pero Tú eres hombre verdadero y Dios verdadero, y ellos sólo al hombre vieron.

Tu divinidad parecía oculta a su vista, a pesar de que fueron testigos de tus milagros, de la mano de tu Padre celestial sobre ti, de los dones y gracias del Espíritu Santo en ti.

La tristeza de perderte veló sus ojos, pero la revelación de tu divinidad, al partir el pan frente a ellos, desbordó de alegría sus corazones, encendidos de amor, y abrieron sus ojos y te vieron, te reconocieron, porque el amor verdadero no miente. Sin palabras se comunica. Y el que ama entiende.

Yo te pido, Hijo mío, que hagas arder los corazones de tus amigos, como lo hiciste con ellos. 

Deja que te vean, que te escuchen, que te reconozcan al partir el pan, cuando estás frente a frente con ellos, como lo hiciste con tus apóstoles.

Disipa de sus mentes toda turbación. 

Dales un corazón como el tuyo. 

Renuévalos, purifícalos. 

Propicia en ellos un verdadero encuentro contigo, para una completa conversión.

Algunos no creen, porque quieren ver al hombre, y no lo ven. No se dan cuenta que tu divinidad es lo que ven sus ojos en cada trozo de pan, en cada gota de vino. Eres tú, eres real.

Ábreles los ojos del alma, para que vean a Dios en la Sagrada Eucaristía, y crean que es tu cuerpo, es tu sangre, es tu divinidad y tu humanidad. Misterio de salvación, de resurrección, de vida, de amor.

Hiere con tu palabra –que es como espada de dos filos–, sus corazones. Penetra hasta lo más profundo, para que te reconozcan en ellos, y manifiesten al mundo al Cristo Sumo y Eterno Sacerdote, al que representan, porque verdadera-mente son.

Si el mundo los persigue, que se alegren, porque a ti también te persiguieron. Pero que sea por manifestar su humanidad divinizada en ti, y no porque el mundo vea tan solo un hombre pecador, que, aunque vista alzacuellos y sotana, no se parece nada al Hijo de Dios. 

El mundo necesita ver no al hombre, sino al Cristo en el sacerdote. 

Pero primero el sacerdote debe ver no solo al hombre, sino al Cristo, y amarse y respetarse a sí mismo, como merece ser amado y respetado el Hijo de Dios, con quien está configurado.

Yo te pido, Hijo mío, atiende mis súplicas. 

Ellos son el amor de tu corazón y del mío. 

Son la esperanza del mundo. 

Pero ellos mismos deben procurar que el mundo ponga su esperanza, no en los hombres, sino en Dios.

Te amo, Hijo mío.

 

«No estaban, sin embargo, tan ciegos, que no vieran algo, pero había algún obstáculo que les impedía conocer lo que veían (lo que suele llamarse niebla, o algún otro obstáculo).

No porque Dios no podía transformar su carne y aparecer diferente de como lo habían visto en otras ocasiones, ya que también se transformó en el Tabor antes de su pasión, de tal modo que su rostro brillaba como el sol.

Pero ahora no sucede así, pues no recibimos este impedimento inconvenientemente, sino que el que Satanás haya impedido a sus ojos el reconocer a Jesús, también ha sido permitido por Cristo.

Hasta que llegó al misterio del Pan, dando a conocer que cuando se participa de su Cuerpo desaparece el obstáculo que opone el enemigo para que no se pueda conocer a Jesucristo»

(San Agustín, Concordancia de los evangelistas, lib. 3, cap. 25).

 

 

¡Muéstrate Madre, María!

 

(Pastores, n. 24)

 

PASTORES: COLECCIÓN DE REFLEXIONES PARA SACERDOTES

 

 

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