EL PODER DE
LAS LÁGRIMAS
Reflexión para sacerdotes
desde el Corazón de Jesús
P. Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
«Cuando el Señor la vio, se compadeció de ella y le dijo: “No llores”» (Lc 7, 13)
Amigo mío: las lágrimas de una madre, derramadas por sus hijos, tocan hasta lo más profundo mi corazón.
Cómo me recuerdan a mi Madre al pie de la cruz, llena de dolor por la muerte del Hijo amado, torturado, crucificado, desangrado. Y más aún, por el agravio culpable de sus otros hijos, por los que atraviesa su alma una espada de dolor.
Cuántas lágrimas derrama una madre por el mal comportamiento de un hijo. Tanto más sufre por aquel a quien se le muere el alma, que por el que deja la vida en este mundo para glorificar a Dios con la vida eterna del Espíritu.
Cuánto se conmueve mi corazón con los ruegos de una madre por sus hijos, porque ella, para ellos, solo quiere lo mejor. Y una madre que tiene fe sabe que lo mejor soy yo.
Pero ni todas las lágrimas de todas las mujeres del mundo consiguen lo que consigue una sola lágrima de mi Madre. Ella es, por cada una de sus lágrimas, la omnipotencia suplicante.
Y así como le ordené a aquel muchacho muerto: “¡levántate!”, para consolar a su madre, así mismo ordené en tres días fuera mi cuerpo reconstruido. Me levanté para abrazarla y enjugar sus lágrimas y, con mi resurrección, le di el consuelo de darle vida a todos sus hijos, porque ya estaban muertos.
¡Cuánta alegría en su rostro vi, cuántas lágrimas ahí! Pero eran de alegría. La alegría de una Madre que recuperó a su único Hijo con vida, y en Él la vida de sus otros hijos, que estaban muertos y, por mí, eran vueltos a la vida.
Por eso toda lágrima derramada por el dolor de un hijo condenado, porque se ha alejado de Dios, debe ser unida a las lágrimas de María, la Madre de Dios, para que, por esas lágrimas, le sea concedido encontrar al hijo perdido, ofreciéndolo de las manos de ella a Dios.
Tan valiosas son, como las lágrimas de ella, las lágrimas de la madre carnal o espiritual de un sacerdote.
Si ustedes supieran, amigos míos, cuántas súplicas y lágrimas derramadas por ustedes, de sus madres, he recibido… llorarían… llorarían… como lloré yo, crucificado en esta cruz, contemplando el rostro de mi Madre, mojado de lágrimas de sufrimiento. Y, aun así, era más bella que todo ese dolor.
Pídanme que les conceda todo lo que necesitan, por los méritos de las lágrimas de sus madres, unidas a las lágrimas de mi Madre, para convertirles a ustedes su corazón tibio en un corazón ardiente; su corazón de piedra en corazón de carne, que sienta, que sufra, que ame tanto, que lágrimas del Hijo de Dios sus ojos derramen. Les purificará el alma y les conseguirá un corazón como el mío.
Nunca subestimen el valor que tiene para Dios las lágrimas de una madre por sus hijos. Son un tesoro.
«Este pasaje también es rico en un doble provecho; creemos que la misericordia divina se inclina pronto a las lágrimas de una madre viuda, principalmente cuando está quebrantada por el sufrimiento y por la muerte de su hijo único. Viuda, sin embargo, a quien la multitud del duelo restituye el mérito de la maternidad.
Por otra parte, esta viuda, rodeada por una multitud de pueblo, nos parece algo más que una mujer: ella ha obtenido por sus lágrimas la resurrección del adolescente, su hijo único.
Es que la Iglesia santa llama a la vida desde el cortejo fúnebre y desde las extremidades del sepulcro al pueblo más joven, en vista de sus lágrimas; está prohibido llorar a quien está reservada la resurrección»
(San Ambrosio, Tratado sobre el Evangelio de San Lucas).
¡Muéstrate Madre, María!
(Pastores, n. 58)
PASTORES: COLECCIÓN DE REFLEXIONES PARA SACERDOTES