PERDER LA VIDA
Reflexión para sacerdotes
desde el Corazón de María
P. Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
«El que quiera conservar para sí mismo su vida, la perderá; pero el que la pierda por mi causa, ese la encontrará» (Lc 9, 24)
Hijo mío: toma tu cruz de cada día, y sigue a Jesús.
Perder la vida es renunciar a uno mismo, aborrecerse a sí mismo, para encontrar la verdadera vida que lleva dentro, y que es Cristo.
Es desprenderse de todo lo que no es de Dios. Es abandonarse totalmente en las manos de Dios, para que Él haga contigo lo que quiera.
Es despreciar la carne, para enaltecer el espíritu. Pero esto debe interpretarse bien. No es dejarse morir, para no servir.
No es ser un malagradecido, sentir desprecio por uno mismo, sentirse totalmente indigno, y cerrar la puerta a aquel que te llama, porque quiere cenar contigo. Eso es egoísmo.
Caer incluso en quitarse la vida, porque estás convencido de que no mereces vivir. Eso es incredulidad. Es desconocer la verdad. Es debilidad. Es indiferencia al Cristo que pasa y no quieres mirar.
Perder la vida, si no es por Cristo, no tiene ningún sentido.
Perder la vida por Cristo quiere decir enaltecerse a sí mismo en Cristo, que, por sus méritos en la cruz, te ha concedido que seas digno.
Perder la vida por Cristo es vivir practicando las virtudes, siguiendo sus pasos, haciendo lo que Él te diga, aprendiendo de Él a caminar, llevando con alegría la cruz de cada día hacia la santidad, renunciando al pecado y a toda maldad, rechazando por todos los medios al diablo y a sus acechanzas, dejando los falsos placeres, las riquezas desenfrenadas, los lujos mal habidos, las malas compañías, todo lo que te cause orgullo y alimente tu soberbia; para abrazar la vida que, con su resurrección, el Hijo de Dios te da para amar, para hacer caridad, para obrar el bien, para llevar al buen camino a tantas almas que se han perdido.
Por tanto, hijo mío, perder la vida es vivir en Cristo, y Cristo en ti.
Perder la vida por Cristo es ganar la vida eterna en el Paraíso.
Algunos de ustedes, mis hijos sacerdotes, se ponen metas tan altas, que no pueden cumplir. Pretenden hacer sacrificios con sus propias fuerzas. Y, aunque sea por amor a Dios, no logran llegar a sus metas, y el desánimo se apodera de sus pensamientos y de sus sentimientos, y caen en la tristeza y en la depresión, porque se convencen de lo poca cosa que son, de que nada pueden, de que no sirven para nada, y cumplen con sus deberes sin pasión, sin fe, tan sólo por la obediencia, y por educación. Algunas veces por cumplir con los compromisos, para tener una retribución que les haga sentir alguna satisfacción.
Eso no es perder la vida. Eso es dejarse arrastrar por la corriente, sin llevar salvavidas.
Ustedes, hijos míos sacerdotes, deben saber el valor infinito que tienen sus cuerpos y sus almas, porque cuerpo y alma uno son, configurados con Cristo, su Amo, Maestro, Amigo y Señor.
Y deben saber que nada pueden sin Él. Pero todo lo pueden en Él, que les da la vida, para que la vivan con la alegría de saber que son sus elegidos, para vivir en este mundo y en el otro con Él.
Perder la vida por Cristo es comprender que ustedes son el mismo Cristo. Y solos son nada, si no lo tienen a Él.
Ustedes son guías, maestros y padres, con Él, para guiar a sus ovejas, y conducirlos a la patria celestial, para gozar, con ellas, en unidad con el Padre, y el Hijo y el Espíritu Santo en la vida eterna.
Nadie puede salvar su vida si no es a través de la conversión, que implica cruz y sacrificio, pero que alcanza la gloria.
¡Que viva Cristo, que viva! ¡Que vivan sus sacerdotes!
Yo perdí la vida por Él. Y la encontré con Él. Hazlo tú también.
Que no haya lugar en ti para el desgano, para el desánimo, para la tristeza.
Que el honor de servir a Cristo vaya acompañado siempre de alegría.
«Así se le dice al fiel: quien quisiere salvar su vida, la perderá; mas quien perdiere su vida por mí, la encontrará.
Es como si a un labrador se le dijera: Si guardas el trigo, lo pierdes; si lo siembras, lo hallas de nuevo.
¿Quién no sabe que el trigo, cuando se siembra, desaparece de la vista y muere en la tierra?; pero, por lo mismo que se pudre en la tierra, reverdece renovado.
Ahora bien, como la santa Iglesia tiene unos tiempos de persecución y otros tiempos de paz, nuestro Redentor da preceptos distintos para unos tiempos y para los otros.
En tiempo, pues, de persecución hay que dar la vida; pero en tiempo de paz hay que quebrantar los deseos terrenales que más ampliamente pueden dominarse.
Por eso se dice también a continuación: Porque ¿de qué le sirve al hombre el ganar todo el mundo, si pierde su alma?
Cuando falta la persecución de los enemigos, hay que guardar con la mayor cautela el corazón, porque en tiempo de paz, como se puede vivir, también gusta ambicionar»
(San Gregorio Magno, Homilías sobre el Evangelio, Homilía XII (XXXII)).
¡Muéstrate Madre, María!
(Pastores, n. 56)