LA VERDADERA RIQUEZA
Reflexión para sacerdotes
desde el Corazón de Jesús
P. Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
«Entonces podré decirme: Ya tienes bienes acumulados para muchos años; descansa, come, bebe y date a la buena vida’. Pero Dios le dijo: ‘¡Insensato! Esta misma noche vas a morir. ¿Para quién serán todos tus bienes?’. Lo mismo le pasa al que amontona riquezas para sí mismo y no se hace rico de lo que vale ante Dios”» (Lc 12, 19-21).
Amigo mío: yo te llamé, yo te elegí desde antes de nacer, para consagrarte a mí, para ser mío, para configurarte plenamente conmigo.
Tú aceptaste, e hiciste tres promesas: pobreza, castidad y obediencia.
Dejaste todo, te desprendiste del mundo, renunciaste a todo, hasta a ti mismo. Y yo te recibí, acepté tus promesas.
Pero te hice darte cuenta de que no podrías cumplirlas sin mí.
¡Soy yo quien te da la fuerza!
Por eso te advertí que debías permanecer en mí, con la disposición de recibir mi gracia a través de la oración, de la reflexión, de la formación, del sacramento de la confesión y la Eucaristía.
Te pedí que confiaras en mí, y que todo lo que necesitaras yo te lo daría.
Si yo te envié a cumplir una misión, sin alforja, sin nada para el camino, ¿qué acaso crees que yo no cumpliría mi promesa de cuidarte, de proveerte, de vestirte, de alimentarte, y me tendería una trampa a mí mismo, dejándote desfallecer en el camino?
¿Quién crees que soy?
¿Acaso un tonto, que no se da cuenta de que tú solo no puedes, que nada tienes, y que solo, sin mi ayuda, podrías hacer lo que te mando yo?
¿Qué acaso no represento para ti la máxima autoridad?
¿Qué acaso no soy Rey?
¿No ves mi majestad?
¿Piensas que me puedes engañar?
Conozco tu corazón. Puedo ver tu interior. Sé todo sobre ti.
¿Qué acaso no me reconoces como tu Amo, Señor y Creador?
Pídeme lo que necesitas. Yo te lo daré.
¿Qué acaso no te das cuenta de que yo poseo la verdadera riqueza, y no la riqueza efímera que tú codicias?
¿Hace cuánto tiempo te tiene atado al mundo la avaricia?
¿Hace cuánto tiempo que ofendes a Dios, acumulando riquezas en el mundo para ti mismo, argumentando que tu prevés lo necesario para tu vejez?
¡Insensato! También tu vejez es mía, y ni siquiera sabes si a viejo llegarás un día.
Renueva tus promesas, porque al no cumplir una incumples las tres.
¿Dónde está la pureza de tu corazón?
¿Dónde está la castidad de tus actos?
¿Dónde está tu caridad, si piensas primero en ti antes que en mí y en los demás?
¿En dónde está tu obediencia, si no haces lo que yo te digo?
¿En dónde está tu fidelidad a mi amistad, si no te portas como un verdadero amigo?
No vengo a avergonzarte, sino a ayudarte a que te acerques a mí, para que reflexiones y confieses tus pecados, porque yo quiero perdonarte.
Piensa que esta misma noche podrías morir, y lleno de vergüenza presentarte frente a mí.
Por eso me anticipo a los acontecimientos que están por venir.
Es tiempo de tener valor y enfrentarte a una total conversión, de renovar tus promesas, y de cumplirlas.
Es tiempo de misericordia, no sea que cuando te des cuenta haya llegado el tiempo de justicia.
Corrige tu camino, da lo que tienes a los pobres, confía en la providencia divina, ¡vive libre!, ¡vive feliz!, ¡vive en paz!, ¡yo estoy aquí!
Vive en mí, como yo vivo en ti.
No guardes la riqueza que te he dado, que es mi poder y mi misericordia para ti.
De nada sirve el tesoro de tu sacerdocio guardado. Inviértelo en obras de misericordia para mi pueblo, y te aseguro que tendrás un tesoro infinito en el cielo.
¿Para qué acumulas tesoros pasajeros en la tierra?
Todo lo que tienes aquí yo te lo di, también tu herencia. Úsalo para bien. Si algo de eso necesitas para construir mi Reino, para tener lo mínimo necesario para vivir y ejercer con eficacia tu ministerio, inviértelo ahí.
Pero que esos bienes, ¡quede claro que son para mí!, para que otro, cuando tú no estés en esta tierra, pueda tus pasos seguir.
Deja bien marcado el camino, para que lleguen a mí. El resto dáselo a los más necesitados. Y tú no pidas nada para ti. Confía en que yo soy tu Señor, el Hijo de Dios todopoderoso, necesitado de ti para dirigir a las ovejas de mi rebaño hacia mí. Tú eres mi siervo.
¿Qué acaso no soy yo el mejor de los amos?
¿Qué acaso crees que mi sabiduría no alcanza para darte lo que necesitas para tu labor?
Y, aun así, si un día sintieras hambre, sintieras frío, sintieras que la pobreza te cala hasta los huesos, dale gracias a Dios, confía en mí, entrégame también eso.
Yo te daré la pobreza de espíritu que te falta para parecerte a mí, para ser el hombre más rico del mundo, cuando comprendas que no eres tú, sino yo, quien vive en ti. Pero eres tú el hombre más dichoso del mundo, porque da la vida por mí.
Yo te doy este consejo: si alguna vez pides con insistencia lo que necesitas, y pareciera que yo no te escucho, acude a mi Madre. Ella tiene lo que yo quiero darte. Hay tanta alegría en dar, que me quiero halagar con su alegría de darte lo que tú necesitas para servirme a mí.
Y luego, vuelve a mí tus ojos, y encontrarás en tu corazón la alegría, fruto del tesoro que llevas en vasija de barro, cuando des a los demás lo que recibiste de mi Madre y de mí.
«No quería despojarse de nada, aunque no llegara a poder guardar todo lo que poseía. Este problema le angustiaba: «¿Qué haré?» se repetía. ¿Quién no tendría lástima de un hombre tan obsesionado? La abundancia le hace desdichado… se lamenta igual como los indigentes: «¿Qué haré? ¿Qué comeré? ¿Con qué me vestiré?» Eso es lo que dice este rico. Sufre su corazón, la inquietud le devora, porque lo que a los demás les alegra, al avaro lo hunde. Que todos sus graneros estén llenos no le da la felicidad. Lo que atormenta a su alma es tener demasiadas riquezas al rebosar sus graneros…
Considera bien, hombre, quién te ha llenado de sus dones. Reflexiona un poco sobre ti mismo: ¿Quién eres? ¿Qué es lo que se te ha confiado? ¿De quién has recibido ese encargo? ¿Por qué te ha preferido a muchos otros? El Dios de toda bondad ha hecho de ti su intendente; te ha encargado preocuparte de tus compañeros de servicio: ¡no vayas a creer que todo se ha preparado para tu estómago solamente! Dispón de los bienes que tienes en tus manos como si fueran de otros. El placer que te procuran dura muy poco, muy pronto van a escapársete y desaparecer, y sin embargo te pedirán cuenta rigurosa de lo que has hecho con ellos. Luego lo guardas todo, puertas y cerraduras bien cerradas; pues aunque lo hayas cerrado todo, la ansiedad no te deja dormir…
«¿Qué haré?» Había una respuesta muy rápida: «Saciaré las almas de los hambrientos; abriré mis graneros e invitaré a todos los que están en necesidad… Haré que escuchen una palabra generosa: Todos los que estáis faltos de pan, venid a mí; cada uno según su necesidad, tomad la parte de los dones que Dios nos ha concedido y que fluyen como de una fuente pública». ¡Pero tú, hombre rico insensato, estás muy lejos de ello! ¿Por qué razón? Celoso de ver a los demás gozar de sus riquezas, te entregas a cálculos miserables, te inquietas por saber no cómo distribuir a cada uno lo indispensable, sino cómo recoger todo el conjunto y así privar a los demás de la ganancia que podían sacar de ello…
Y vosotros, hermanos míos, ¡poned atención para no llegar a la misma suerte que este hombre! Si la Escritura nos ofrece este ejemplo es para que evitemos el comportarnos de modo semejante. Que el fin de tus trabajos sea para ti el comienzo de la siembra en el cielo».
(San Basilio, Homilía 6, sobre las riquezas).
¡Muéstrate Madre, María!
(Pastores, n. 196)
PASTORES: COLECCIÓN DE REFLEXIONES PARA SACERDOTES