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LAS RIQUEZAS
Reflexión para sacerdotes
desde el Corazón de María
P. Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
«Había un hombre rico, que se vestía de púrpura y telas finas y banqueteaba espléndidamente cada día. Y un mendigo, llamado Lázaro, yacía a la entrada de su casa, cubierto de llagas y ansiando llenarse con las sobras que caían de la mesa del rico» (Lc 16, 19-21).
Hijo mío: tu Señor es tu maestro.
Te enseña a vivir de acuerdo al Evangelio.
Te da la responsabilidad de estudiar las Sagradas Escrituras y el Magisterio.
Todo lo que su Padre le ha dicho te lo ha dado a conocer.
Te eligió como siervo y, sin embargo, te llama amigo.
Te configuró con Él –Hijo de Dios y Rey–, y te dio su poder.
Pero aún tienes mucho que aprender.
Yo quiero enseñarte lo que a mí me enseñó Él: a meditar todas las cosas en mi corazón.
Muchos frutos se obtienen de esa meditación, y todo es para Él.
El Evangelio que sugiero que consideres hoy, para que medites en tu corazón, es un examen para tu conciencia: la parábola del rico Epulón y del pobre Lázaro.
Sé honesto contigo mismo y respóndete a esta pregunta: yo, sacerdote, ¿cuál de estos personajes soy en este momento de mi vida?
Me adelantaré a tu respuesta, porque yo soy Madre y conozco bien a mis hijos; y estoy aquí para abrazarlos, protegerlos, acompañarlos, pero también para corregirlos.
Tú tienes la riqueza de la fe, eres un hombre elegido de entre todos los hombres, por Dios, para llenarte de su sabiduría.
Tienes el poder que te ha dado el Hijo de Dios para obrar en su nombre.
Te ha dado todo lo que necesitas para llegar a ser como Él.
Se sienta cada día contigo en tu mesa para cenar contigo, y tú con Él, un banquete de manjares exquisitos; y el banquete es Él.
Tú mismo lo haces bajar del cielo consagrando el pan y el vino. Sostienes al mismo Dios entre tus manos, y el pueblo acude a ti hambriento y sediento, para que le des de comer y de beber el alimento que no se acaba, y que les da la vida eterna.
Pero ellos no siempre tienen vestidos dignos para sentarse en tu mesa.
Y si tú no los vistes de fiesta, no los aconsejas, no perdonas sus pecados, no los guías bien, y los tratas como mendigos que desean llenarse de las sobras que caen de tu mesa, que son Comuniones espirituales, porque están llenos de vergüenza o porque no saben cómo acercarse, y tienen llagado el corazón, y mueren sin los auxilios de los sacramentos, ¿qué cuentas vas a darle a tu Señor?
Tú has recibido muchos bienes en esta vida, hijo mío. Y muchas de tus ovejas han recibido solo males. Ten cuidado de no usar tus bienes para remediar sus males, sino para complacerte a ti mismo, usando tu poder, tu condición de sacerdote, para vivir como rey de este mundo.
Si no cumples la ley de Dios, si no haces caridad, si no te entregas por completo con todo tu corazón a tu ministerio, si no crees en todo lo que enseña la doctrina, si no te tomas tu sacerdocio y tu responsabilidad muy en serio, estás en grave riesgo.
Si no te comportas dignamente, para dar buen ejemplo de tu configuración con el Señor, practicando las virtudes, cumpliendo con tus deberes, predicando la Palabra, acercando a la gente a Cristo resucitado y vivo, que se manifiesta al mundo revelándose a través de ti, para llevar a su pueblo su misericordia.
Yo intercederé por ti, como abogada, en tu misión, con mi oración suplicante, para que el Señor tenga compasión de ti. Pero ante su justicia divina no podré salvarte. Si Él te condena, no podré ayudarte, porque el Juez tiene la última palabra y la primera. Yo tan solo soy su sierva.
Pero estoy aquí, porque antes de ese día de tu juicio, mientras tengas vida en este mundo, sí puedo ayudarte.
Ven, toma mi mano, confía en mí. Vamos a buscar a tu rebaño, para que lo sientes a tu mesa y compartas con ellos tus riquezas; para que los vistas de fiesta, y les convides del banquete del Cordero de Dios, y el Señor se apiade de ti.
No desprecies a ninguno de esos pequeños, porque lo que hagas con ellos, lo haces con el mismo Cristo.
El Evangelio es para todos, se aplica a todos y en todo, también para ti.
Recuerda, hijo mío, que tienes el poder en tus manos para abrir las puertas del cielo para el mundo entero, menos para ti.
Acude humillado y confiesa tus pecados ante uno de tus hermanos que tiene el mismo poder que el Señor te ha dado a ti. Pide perdón, recibe la misericordia del Señor en la absolución, y agradece corrigiendo tu camino.
El Señor está contigo, y te ha prometido que los misericordiosos recibirán misericordia. Él tiene un lugar especial para ti en su Paraíso. No lo defraudes, haz lo que Él te diga.
En la riqueza de tu sacerdocio está tu alegría y la mía.
«Abrahán era muy rico nos dice la Escritura (Gn 13,2) ... Abrahán, hermanos míos, no fue rico para sí mismo, sino para los pobres: más que reservarse su fortuna, se propuso compartirla...
Este hombre, extranjero él, no cesó nunca de hacer todo lo que estaba en su mano para que el extranjero no se sintiera ya más extranjero.
Viviendo en su tienda, no podía soportar que cualquiera que pasara se quedara sin ser acogido. Perpetuo viajero, acogía a todos los huéspedes que se presentaban...
Lejos de acomodarse sobre los dones de Dios, se sabía llamado a difundirlos: los empleaba para defender a los oprimidos, liberar a los prisioneros, ver sacados de su suerte a los hombres que iban a morir (Gn 14,14) ...
Delante del extranjero que recibe en su tienda (Gn 18,1s) Abrahán no se sienta sino que se queda de pie. No es el convidado de su huésped, se hace su servidor; olvida que es señor en su propia casa, y trae la comida y se preocupa que tenga una cuidadosa preparación, llama a su mujer.
Para las cosas propias cuenta enteramente con sus sirvientes, pero para el extranjero que recibe piensa que sólo lo puede confiar a la habilidad de su esposa.
¿Qué más diré, hermanos míos? Hay en él una delicadeza tan perfecta... que Abrahán atrajo al mismo Dios, quien le obligó a ser su huésped.
Así Abrahán llegó a ser descanso para los pobres, refugio de los extranjeros, el mismo que, más adelante, se diría acogido en la persona del pobre y del extranjero: «Tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis» (Mt 25,35).
(San Pedro Crisólogo, Sermón: La riqueza que salva, 122)
¡Muéstrate Madre, María!
(Pastores, n. 190)
PASTORES: COLECCIÓN DE REFLEXIONES PARA SACERDOTES