AGRADECIMIENTO
DE MARÍA
Reflexión para sacerdotes
desde el Corazón de María
P. Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
«Uno de ellos, al ver que estaba curado, regresó, alabando a Dios en voz alta, se postró a los pies de Jesús y le dio las gracias» (Lc 17, 15-16)
Hijo mío, sacerdote: yo te agradezco por haber entregado tu vida a Dios.
Por haber renunciado al mundo, para tomar tu cruz y seguir a Jesús.
Por haberlo escuchado y haber acudido a su llamado.
Por haberle dicho “sí, aquí estoy, Señor, hágase en mí según tu palabra”, cuando fuiste ordenado.
Por haber dejado padre, madre, casa, esposa, hijos, tierras, para predicar el Reino de Dios.
Por haber expuesto tu corazón, para que fuera encendido por el fuego del amor de Cristo.
Por haber aceptado la gracia y el don del Espíritu Santo, para ser configurado con el Hijo de Dios.
Gracias, hijo mío, por haber creído que tú, pobre siervo indigno, y miserable pecador, fuiste elegido como hijo predilecto de Dios, para ser salvado y transformado por su misericordia en un hombre sagrado.
Gracias, hijo mío, por recibir el don del sacerdocio.
Gracias por acudir a mí y aceptar mi compañía y mi auxilio, para sostenerte en tu cruz, y ayudarte a perseverar en esta lucha de cada día, caminando hacia la santidad, buscando a las ovejas perdidas, para reunirlas en un solo rebaño con un solo Pastor, en un solo pueblo santo de Dios.
Gracias por tus sacrificios, por tus renuncias, por tus trabajos, por tus fatigas.
Gracias por tu paciencia ante los errores de los demás, y por administrar la gracia divina llevando el perdón, el alimento, la misericordia del Señor a su pueblo, a través de los sacramentos, que les dan la vida que el Señor vino a ganar con su muerte, y les dio con su resurrección.
Gracias por tu valentía y tu firmeza para resistir las tentaciones, entregando tu voluntad a Dios.
Gracias por tu fe, por tu esperanza y tu caridad.
Gracias por tu virtud y tu humildad, cuando, arrepentido por tus pecados, acudes con el corazón contrito y humillado al sacramento de la reconciliación, dominando tu orgullo y tu vergüenza, y pides perdón.
Gracias por adorar a tu Señor en la Sagrada Eucaristía, por cuidarlo y defenderlo con tu vida.
Gracias por tu celo apostólico y tu amor a la Santa Iglesia.
Gracias, hijo mío, por volverte a tu Señor cada día en la oración, agradecido.
El hombre que busca la santidad es siempre agradecido, y busca con sus actos y oraciones a Dios glorificar, porque comprende que por sí mismo nada ha merecido, pero el Padre amoroso y misericordioso todo le da.
Yo te agradezco, hijo mío, y te invito a que seas tú un hombre agradecido con el Señor. Reconoce que, a través de su sacrificio en la cruz, ha sanado la lepra del pecado en ti. Te ha renovado, te ha transformado en Él y te ha dado el tesoro más preciado: el don del sacerdocio, destinado para unos cuantos, para que seas su siervo fiel. Y no te ha llamado siervo, te ha llamado amigo, porque todo lo que su Padre le ha dicho te lo ha dado a conocer.
Agradece, hijo mío, que la verdad te ha sido revelada, para que alcances la santidad, y le des a tu Señor lo que ha ganado con su muerte en la cruz: las almas que ha puesto a tu cuidado.
Un malagradecido no debe llamarse hijo mío. Yo soy Madre de la gratuidad infinita de Dios, en la que reúno a mis hijos, los que han sido sanados y vuelven para agradecer la misericordia que ha tenido con ellos Jesucristo, el Hijo único de Dios, a quien reconocen como su Rey, y único amo y Señor.
Yo agradezco a Dios por ti, hijo predilecto de la Madre de Dios.
«Mirad que los nueve por su ingratitud fueron reprobados después de limpios, y fueron apartados de la unión en que está la perfección; y el uno que volvió a dar gracias, fue constituido en unidad con la santa Iglesia, y confirmado en la limpieza que había cobrado, y loado por tal; y estos nueve que eran judíos, perdieron por su soberbia el reino del cielo, que es de los humildes, y donde más reina y resplandece la unión.
Y este samaritano, que quiere decir guardador, volvió a dar gracias y reconocer al Señor la merced que había recibido, cantando las palabras que el Real Profeta dice: Señor, yo guardaré mi fortaleza para tu servicio.
Humillándose a su Rey y dándole gracias, guardó con devoción humilde la unidad, de la cual goza por la merced de Jesucristo, que vive y reina para siempre jamás. Amén»
(San Agustín, Sermones sobre los Evangelios Sinópticos).
¡Muéstrate Madre, María!
(Pastores, n. 81)
PASTORES: COLECCIÓN DE REFLEXIONES PARA SACERDOTES