ABRIR LOS OJOS
Reflexión para sacerdotes
desde el Corazón de Jesús
P. Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
«“¿Qué quieres que haga por ti?”. Él le contestó: “Señor, que vea”» (Lc18, 41)
Amigo mío: no hay más ciego que el que no quiere ver. Yo abrí tus ojos cuando te llamé, porque tuve compasión de mi pueblo.
A llevar mi luz yo te envié, con los ojos sanos, bien abiertos.
Conmigo te configuré, para que veas, no con los ojos del mundo ―porque tú no eres del mundo; del mundo yo te aparté cuando te ordené―, sino con los ojos de Cristo, para que veas lo que yo veo.
Todo lo que mi Padre me ha dicho te lo revelé, para que veas con claridad el camino. ¡Yo soy el Camino!
Yo soy la luz del mundo.
¿Por qué caminas en la oscuridad?
¿Por qué te arriesgas a perderte en las tinieblas?
¿Por qué rechazas la luz?
¿Por qué conduces por caminos oscuros a tus ovejas?
¿Por qué dudas de mí?
¿Por qué tienes miedo?
¿Qué acaso no eres el mismo al que yo llamé como mi siervo y dijo sí?
¿Qué acaso ya olvidaste que yo no te llamé siervo, sino amigo?
Yo escucho tus plegarias cuando me dices: “Señor, hijo de David, ¡ten compasión de mí!”
¿Por qué no escuchas tú cuando yo te digo “sana, abre tus ojos y ven a mí”?
¿Qué acaso no me ves? Estoy presente en la Eucaristía.
Yo te miro. ¿Por qué tú no me miras?
¿Por qué evades mi mirada?
¿Acaso quieres esconder de mí tu alma avergonzada?
Yo te conozco. Sé todo de ti. Sé cuándo despiertas, cuándo duermes, cuándo lloras, cuándo ríes, cuándo me sirves, cuándo me traicionas…
Pero también sé que me amas. Lo sé, lo sé…
Se compadecen mi Corazón y mis entrañas cuando sufres por haberme ofendido, por haber cerrado tus ojos para no verme en el prójimo…
Que necesitaba de ti, para recibirme a mí.
Que necesitaba tu consejo, para no errar el camino.
Que necesitaba tu perdón, para obtener el mío.
Que necesitaba tu bendición, para sentirse mío.
Que necesitaba tu palabra de aliento, para no dejarse vencer.
Que necesitaba tu guía, tu enseñanza, para alimentarse de mi palabra.
Que necesitaba tu fe, para fortalecer la suya, y obtener de mí la salud.
¡Abre tus ojos y mírame: yo soy!
Mi nombre es Jesús… ¿cuál es tu nombre?
¿Acaso también eso se te olvidó?
Mira a tus ovejas con compasión.
Mira lo que veo yo en la mirada de ellas: el reflejo del buen pastor.
No camines en tinieblas. ¡Ven a mi admirable luz!
Pide al Espíritu Santo que te ilumine.
Para que disciernas con sabiduría.
Para que encuentres la mañana después de tu noche oscura.
Para que encuentres la fuente de agua viva en tu desierto.
Para que admires la belleza de la vida con los ojos bien abiertos, despierto, atento, extendiendo la fe con tu testimonio, con tu buen ejemplo, amándome por sobre todas las cosas, esperando con alegría mi venida.
Pídeme que sane tus ojos, para que me veas venir, rodeado de mis ángeles y mi gloria, y puedas sostenerme la mirada, cuando yo te diga: “amigo mío, siervo fiel, he venido por ti”.
Yo soy el Hijo de Dios, y el Hijo de David, que ha tenido compasión de su pueblo, porque tú me has presentado a mis ovejas reunidas en un solo pueblo santo.
Abre tus ojos y ¡sígueme!
«¿Qué turba el ojo del corazón? La codicia, la avaricia, la injusticia, el amor del siglo; esto es lo que turba, lo que cierra, lo que ciega el ojo del corazón.
Ahora bien, cuando se lastima un ojo del cuerpo, es de ver la presteza con que se le avisa al médico para que nos lo abra, lo limpie y lo cure, y podamos ver la luz. No hay dilación ni sosiego, antes se corre a llamarle para que nos saque la pajita que se nos ha caído dentro.
Pues, aunque ese sol que deseamos gozar con ojos sanos lo hizo Dios, mucho más brillante es quien lo hizo; pero su esplendor, destinado a los ojos del alma, no es de la misma naturaleza que el sol; esta divina luz es la eterna Sabiduría.
¡Oh hombre! Dios te ha hecho a su imagen y, habiéndote dado con qué ver el sol que hizo, ¿te habrá negado con qué verle a él, que te hizo, y esto a su imagen y semejanza?
No lo dudes; él te ha dado unos y otros ojos; sin embargo, tanto como amas los ojos exteriores, otro tanto descuidas el interior, que llevas averiado y ciego; y es para ti un sufrimiento el que tu Criador quiera mostrársete; un sufrimiento, sí, para tu ojo antes de ser curado y sanado.
Pecó Adán en el paraíso, y escondióse de la cara de Dios.
Cuando tenía el corazón y la conciencia puros, gozábase de la presencia divina; mas, en cuanto el pecado lastimó su ojo interior, comenzó a espantarle la divina luz y se acogió a las tinieblas y a las espesuras del bosque, huyendo de la Verdad y apeteciendo las sombras»
(San Agustín, Sermón 88, 6).
¡Muéstrate Madre, María!
(Pastores, n. 82)
PASTORES: COLECCIÓN DE REFLEXIONES PARA SACERDOTES