PORTADORES DE VIDA
Reflexión para sacerdotes
desde el Corazón de María
P. Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
«Y que los muertos resucitan, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor, Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob. Porque Dios no es Dios de muertos, sino de vivos, pues para él todos viven» (Lc 20, 37-38).
Hijo mío, sacerdote: Cristo vive, es Rey. Y reina por los siglos de los siglos.
Y tú has sido elegido para reinar con Él ya desde este mundo.
Tú eres portador de vida. La Vida es Él.
¡Alégrate, hijo mío!, porque tu ministerio es santo. Tu misión es sagrada. Es llevar la vida de la resurrección del Hijo de Dios a su pueblo.
No hay misión más grande que la misión del sacerdote. Convierte tu corazón y entrégale tu voluntad a Dios, para que tengas vida en ti, para que Cristo reine en ti, para que sea Él, y no tú, quién viva en ti.
Predica el Evangelio a todos los pueblos, para que todos tengan vida en Él, porque Dios es un Dios de vivos, y no de muertos. Su voluntad es que todos los hombres crean en Cristo Jesús. Que conozcan la verdad y tengan vida eterna.
Esa es tu responsabilidad.
Tú tienes el poder de hacer el Pan vivo del cielo bajar sobre el altar.
Procura que tus manos estén puras cuando toques a tu Señor en la Eucaristía.
Pero, sobre todo, procura que tu corazón sea una morada digna para recibir a tu Rey y Señor.
Aliméntate de la Vida, y cree en la presencia real y sustancial de Jesucristo en la Eucaristía.
Cree que comes su Carne viva, para tener vida en Él.
No permitas que el pecado te conduzca a la muerte. Tu Señor ha dado por ti la vida para salvarte, y ha resucitado porque te ha prometido contigo quedarse todos los días de tu vida.
No permitas que perezca su pueblo. Tú tienes la vida del mundo en tus manos a través de los sacramentos.
Ten compasión de mí. Mira que mis hijos están muriendo. Predica la conversión. Invítalos a participar de la vida de Cristo en su resurrección.
Yo soy Madre de Cristo y, por Él soy Reina de Cielos y Tierra. Y yo también quiero ser Reina de vivos, y no de hijos muertos.
Hijo mío: en ti confío para que resucites esas almas que en el mundo están muriendo, porque se han alejado de la Vida. Y mi corazón sufre por tantas heridas causadas por sus ofensas a Dios.
El Señor merece ser proclamado Rey por todos los hombres de todos los tiempos, de todas las generaciones.
¡Llénate de valor!, y eleva entre tus manos al Señor, reuniendo a su pueblo, cantando alabanzas a una sola voz: ¡Viva Cristo Rey!
«Lo que sucederá es precisamente lo contrario de cuanto esperaban los saduceos. No es esta vida la que hace referencia a la eternidad, a la otra vida, la que nos espera, sino que es la eternidad —aquella vida— la que ilumina y da esperanza a la vida terrena de cada uno de nosotros.
Si miramos solo con ojo humano, estamos predispuestos a decir que el camino del hombre va de la vida hacia la muerte. ¡Esto se ve! Pero esto es sólo si lo miramos con ojo humano. Jesús le da un giro a esta perspectiva y afirma que nuestra peregrinación va de la muerte a la vida: la vida plena.
Nosotros estamos en camino, en peregrinación hacia la vida plena, y esa vida plena es la que ilumina nuestro camino. Por lo tanto, la muerte está detrás, a la espalda, no delante de nosotros. Delante de nosotros está el Dios de los vivientes, el Dios de la alianza, el Dios que lleva mi nombre, nuestro nombre, como Él dijo: «Yo soy el Dios de Abrahán, Isaac, Jacob», también el Dios con mi nombre, con tu nombre, con tu nombre..., con nuestro nombre. ¡Dios de los vivientes! ...
Está la derrota definitiva del pecado y de la muerte, el inicio de un nuevo tiempo de alegría y luz sin fin. Pero ya en esta tierra, en la oración, en los Sacramentos, en la fraternidad, encontramos a Jesús y su amor, y así podemos pregustar algo de la vida resucitada.
La experiencia que hacemos de su amor y de su fidelidad enciende como un fuego en nuestro corazón y aumenta nuestra fe en la resurrección. En efecto, si Dios es fiel y ama, no puede serlo a tiempo limitado: la fidelidad es eterna, no puede cambiar. El amor de Dios es eterno, no puede cambiar. No es a tiempo limitado: es para siempre. Es para seguir adelante. Él es fiel para siempre y Él nos espera, a cada uno de nosotros, acompaña a cada uno de nosotros con esta fidelidad eterna».
(Francisco, Alocución a la hora del Ángelus, 10 de noviembre de 2013)
¡Muéstrate Madre, María!
(Pastores, n. 197)
PASTORES: COLECCIÓN DE REFLEXIONES PARA SACERDOTES