22/09/2024

Lc 11, 14-23

PROMOTORES

DE UNIDAD

Reflexión para sacerdotes 

desde el Corazón de María

P. Gustavo Eugenio Elizondo Alanís 

 

«Todo reino dividido por luchas internas va a la ruina y se derrumba casa por casa» (Lc 11, 17)

 

Hijos míos, sacerdotes: ustedes son los constructores del Reino de los Cielos en la tierra. 

Los obispos son pilares, como los apóstoles.

Pero un Reino no puede estar dividido, porque se destruiría, sería su ruina. Y está escrito que Cristo ha fundado su Iglesia sobre la roca, que es Pedro. Y el mal no prevalecerá sobre ella.

Por tanto, tenemos la seguridad de que la unidad prevalecerá.

Pero no así será con aquellos que buscan provocar división, y causar un cisma. Ellos pueden aparentar que son constructores o pilares de la Iglesia, pero, si no están unidos con el Papa, lejos del corazón de Dios están. Y quien peque contra el Espíritu Santo será arrancado del cuerpo de Cristo, y al fuego eterno arrojado.

Los sacerdotes deben promover la unidad entre los fieles, y no ser causa de escándalo y de confusión. Pero la soberbia y el orgullo, unidos a la ambición, los lleva a cometer los más graves pecados, a ofender al Espíritu Santo, y a su alma perder.

¡El que no está con Cristo está contra Él!

Y si el Papa está con Cristo ¿con quién está el que está contra él?

Unidad es lo que necesita la Santa Iglesia. Unidad en la fe, en la esperanza y en la caridad. Caminar juntos hacia el mismo fin. Cristo es el principio y el fin.

Yo ruego por la humildad y la obediencia de ustedes, mis hijos sacerdotes. Y para que en sus corazones reine el amor de Cristo, y entre ustedes viva la fraternidad sacerdotal, sin juzgarse, sin criticarse, sin ofenderse. Sino ayudándose para reunir al pueblo de Dios en un solo rebaño y con un solo Pastor, viviendo con justicia y en paz, poniendo todas sus seguridades en Cristo, que es la piedra angular.

El diablo quiere dividirlos. No se dejen engañar.

Los tiempos son difíciles, pero el amor de Dios es más fuerte, y siempre podrá unirlos.

¡Que viva el Papa Francisco!

 

«La comunión eclesial del presbítero se realiza de diversos modos. Con la ordenación sacramental, en efecto, el presbítero entabla vínculos especiales con el Papa, con el Cuerpo episcopal, con el propio Obispo, con los demás presbíteros, con los fieleslaicos. 

La comunión, como característica del sacerdocio, se funda en la unicidad de la Cabeza, Pastor y Esposo de la Iglesia, que es Cristo[1]. En esta comunión ministerial toman forma también algunos precisos vínculos en relación, sobre todo, con el Papa, con el Colegio Episcopal y con el propio Obispo. «No se da ministerio sacerdotal sino en la comunión con el Sumo Pontífice y con el Colegio Episcopal, en particular con el propio Obispo diocesano, a los que se han de reservar el respeto filial y la obediencia prometidos en el rito de la ordenación»[2]. Se trata, pues, de una comunión jerárquica, es decir, de una comunión en la jerarquía tal como ella está internamente estructurada. 

En virtud de la participación —en grado subordinado a los Obispos— en el único sacerdocio ministerial, tal comunión implica también el vínculo espiritual y orgánico-estructural de los presbíteros con todo el orden de los Obispos, con el propio Obispo[3] y con el Romano Pontífice, en cuanto Pastor de la Iglesia universal y de cada Iglesia particular[4]. A su vez, esto se refuerza por el hecho de que todo el orden de los Obispos en su conjunto y cada uno de los Obispos en particular debe estar en comunión jerárquica con la Cabeza del Colegio[5]. Tal Colegio, en efecto, está constituido sólo por los Obispos consagrados, que están en comunión jerárquica con la Cabeza y con los miembros de dicho Colegio»

(Congregación para el Clero, Directorio para el Ministerio y la Vida de los Presbíteros, nn. 21 y 22).

 

¡Muéstrate Madre, María!

(Pastores, n. 118)

PASTORES: COLECCIÓN DE REFLEXIONES PARA SACERDOTES

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[1] San Agustín, Sermo 46, 30.

[2] Juan Pablo II, Pastores dabo vobis, 28.

[3] Lumen gentium, 28 y Presbyterorum Ordinis, 7.

[4] Cfr. CIC c. 331 y 333.

[5] Lumen gentium, 22; Christus Dominus, 4; CIC, c. 336.