22/09/2024

Lc 17, 7-10

CREER EN LA AYUDA INFALIBLE DE DIOS

Reflexión para sacerdotes

desde el Corazón de María

P. Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

 

«En aquel tiempo, los apóstoles dijeron al Señor: “Auméntanos la fe”. El Señor les contestó: “Si tuvieran fe, aunque fuera tan pequeña como una semilla de mostaza, podrían decirle a ese árbol frondoso: ‘Arráncate de raíz y plántate en el mar’, y los obedecería (…). Cuando hayan cumplido todo lo que se les mandó, digan: ‘No somos más que siervos; sólo hemos hecho lo que teníamos que hacer’» (Lc 17, 5-6. 10).

 

Hijo mío: tú tienes una fe grande.

Aunque a veces pienses que te falta fe para hacer cosas grandes.

Para obrar milagros, para enseñar, para dirigir, para santificar al pueblo de Dios.

Tú tienes una fe inamovible del tamaño de una semilla de mostaza, con la que no solo mueves montañas, y arrancas grandes árboles para sembrarlos en el mar.

Tú haces aún mucho más. 

Tú haces bajar el pan vivo bajado del cielo. Tienes el poder de transubstanciar el pan y el vino en el Cuerpo verdadero y la Sangre verdadera de CRISTO VIVO. 

Y, aunque no creyeras, lo harías, hijo mío. 

Pero tú crees. Por eso adoras, por eso oras, por eso rezas, por eso has tenido el valor de dejarlo todo, de tomar tu cruz, de seguir a tu Señor para servirlo, y lo sirves cada día. 

Tú crees que eres sacerdote.

Crees que eres ministro ordinario de la Eucaristía.

Crees que el Señor te llamó, te eligió para ser su siervo, y te llamó “amigo”.

Crees que tienes el poder y autoridad para impartir los sacramentos, fruto de la cruz.

Crees, no porque has visto, sino porque sientes el corazón arder cuando piensas y hablas de Cristo.

Tú tienes fe.

Por eso estás dispuesto a dar la vida por Cristo.

Por eso lo sirves.

Por eso haces sus obras, y aun mayores. 

Por eso sufre tu corazón.

Por eso sientes la soledad de los que te miran con indiferencia y se van, y no tienen para ti una palabra o un gesto de amabilidad. Soledad que te recorre la carne como un escalofrío, y te sientes vacío, rechazado, despreciado del mundo, acusado falsamente, juzgado, maltratado, moribundo, abandonado de Dios en una noche oscura, de la que no encuentras salida, porque no ves la luz.

Tentado a bajarte de la cruz, porque es insoportable todo tu sufrimiento. Y, sin embargo, resistes y acudes ante el Padre, y le dices: “¿Por qué me has abandonado?”

Y la respuesta no tarda en llegar. Dios Padre te está sosteniendo, te está abrazando del mismo modo que lo hizo con Jesús en la cruz.

Esos sentimientos son los sentimientos del Crucificado agonizando, que no se rindió, porque estaba asistido en todo momento por el Espíritu Santo.

Tú tienes fe.

No te rindas, cree en la ayuda infalible de Dios, que te ha enviado para servirle. Y, aunque te sientas abatido y en la batalla casi perdido, dile: “¡Mírame, Señor! Estoy aquí”. 

Si no tienes fuerzas, sírvelo adorándolo, entregándole tu último suspiro por el bien de su pueblo. 

Sé valiente en el martirio de cada día.

Sírvelo con tus méritos, aunque sean pocos.

Nunca dejes de amar, y déjate amar.

No cierres tu corazón, ábrelo. 

Recibe la gracia y la misericordia de Dios.

Reconócete derrotado y ríndete ante Él.

Manifiéstale tu fe diciéndole:

 

«Yo soy solo un siervo inútil, que hace lo que tiene que hacer.

¡Ayúdame! Dame la fuerza, dame la fe para que pueda cumplir tu voluntad, perseverando en fidelidad hasta la muerte.

Acéptame, Señor, como soy, y convierte mi corazón.

Dame un corazón como el tuyo.

Renueva mi alma.

Renueva el don de mi vocación, porque, aunque sé que soy sacerdote para siempre, deseo ser un sacerdote santo, un siervo fiel en este mundo, que te glorifique en la eternidad.

¡Mírame!

Fortalece mi espíritu.

Tómame.

Haz conmigo lo que quieras.

Yo estoy dispuesto a ser instrumento de tu victoria y de tu gloria, para restablecer en el mundo el don de la fe.

¡Mírame, Señor!

Yo soy tan solo un indigno siervo tuyo, totalmente entregado a ti, para ser configurado plenamente contigo, y que tú puedas decirle al mundo, a través de mi voz y de mis obras: YO SOY.

¡Mírame, Señor!

Renueva en mí el don que me diste cuando me impusiste las manos, y envíame a mí. Pero antes, perdóname y convierte mi corazón, para que pueda servirte como mereces, mi Señor».

 

Hijo mío: que esta oración te conceda la gracia de fortalecer tu fe y de servir a tu Señor, predicando a su pueblo su Palabra, y te consiga tu conversión y santificación. 

Que tu ángel custodio y tu ángel ministerial te cuiden, te ayuden y te guarden para la vida eterna.

 

«Para esta obra de la evangelización, que es al mismo tiempo divina y humana, hay que recurrir a la fuerza del Señor. Con razón, en el umbral del nuevo milenio, hablamos de la necesidad de una nueva evangelización: nueva en su método, pero siempre idéntica por lo que respecta a las verdades propuestas. Ahora bien, la nueva evangelización es una tarea inmensa: universal por sus contenidos y sus destinatarios, debe diversificarse en su forma, adaptándose a las exigencias de los diferentes lugares. ¿Cómo no sentir la necesidad de la intervención de Dios en apoyo de nuestra pequeñez?

Si tuvierais fe… Somos siervos inútiles… La fe no busca cosas extraordinarias, sino que se esfuerza por ser útil, sirviendo a los hermanos desde la perspectiva del Reino. Su grandeza reside en la humildad: Somos siervos inútiles… Una fe humilde es una fe auténtica. Y una fe auténtica, aunque sea pequeña como un grano de mostaza, puede realizar cosas extraordinarias».

(San Juan Pablo II, Homilía del 4 de octubre de 1998)

 

 

¡Muéstrate Madre, María!

 

 

(Pastores, n. 254)

 

 

PASTORES: COLECCIÓN DE REFLEXIONES PARA SACERDOTES

 

 

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