MARÍA, MADRE DE DIOS
Reflexión para sacerdotes
desde el Corazón de María
P. Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
«Los pastores fueron a toda prisa hacia Belén y encontraron a María, a José y al niño, recostado en el pesebre» (Lc 2, 16)
Hijos míos, sacerdotes: yo soy la Madre de Dios. ¿Acaso alguien podría tener mayor honor?
Un hijo debe honrar a su madre, pero no hay una madre como yo, que a su hijo adore.
Sólo se puede adorar a Dios. Sólo a mí, como Madre, me corresponde ese honor. Eso es lo que vieron los pastores guiados por los ángeles hasta el pesebre. Un niño envuelto en pañales, y una madre adorando a su hijo. La maternidad divina revelándose ante sus ojos.
¡Qué dicha, qué gozo! ¡Pudieron ver al Hijo de Dios, que acababa de nacer, y a su Madre a los pies de Él!
La maternidad divina es un dogma de fe.
Los primeros testigos de esto fueron los pastores sencillos y humildes, que acudieron al llamado de Dios con fe, y se postraron a adorar al Niño, uniéndose al coro de los ángeles, contemplando a la Madre adorar al Niño, junto a José.
Y en esta revelación hay una profecía: ustedes, los sacerdotes de Cristo, que a imagen de los pastores adoradores existirían.
Son hombres sencillos, de gran corazón, que reciben el llamado de Dios y acuden con prontitud, aceptando su vocación a adorar al Niño y a alabar a la Madre de Dios, dejando todo atrás, para recibir el mensaje que deben transmitir al mundo entero, para que todos conozcan al Hijo de Dios, a quien por voluntad del Padre le llamamos Jesús, que vino al mundo para cumplir con su misión redentora y entregar su vida para la salvación de los hombres.
Por tanto, hijos míos, ustedes, los sacerdotes, deben ser adoradores del Niño Jesús en la Eucaristía.
Y ser parte con Él en la Sagrada Familia, dejándose acompañar, cuidar, proteger, custodiar, auxiliar por María como Madre, y por José como padre, aceptando y creyendo, por la fe, que en su propia configuración con Cristo se cumple esta profecía.
Hijos míos, yo soy Madre de Dios y Madre de todos los hombres.
Pero ustedes, mis hijos sacerdotes, deben entender que, por el orden del sacerdocio y por el poder del sacramento de la configuración que adquieren con el Hijo de Dios, yo soy Madre primero para ustedes, y antes que para el mundo entero.
Mi amor por ustedes es amor de predilección. No porque yo así lo haya elegido, sino porque ¡están configurados con el Divino Niño, a quien adoro yo!, y esa es voluntad de Dios. ¿Qué más seguridad pueden tener de que su Madre los cuida, los protege, los ama, y de ustedes nunca se separa?
¿Qué honor más grande un hombre puede tener que a la Madre de Dios ¡a sus pies!?
Que mi maternidad divina bendiga a cada uno de mis hijos sacerdotes, y llegue también a los diáconos, seminaristas y religiosos que, a pesar de no tener el sacramento, tienen la vocación de ser pastores adoradores, como los que los ángeles llamaron y guiaron para ser testigos, a los pies del pesebre, de la revelación de la maternidad divina de una mujer sencilla, manifestada por el nacimiento del Hijo de Dios.
¡Alabado sea Jesucristo, Rey y Señor!
«Me extraña, en gran manera, que haya alguien que tenga duda alguna de si la Santísima Virgen ha de ser llamada Madre de Dios.
En efecto, si nuestro Señor Jesucristo es Dios, ¿por qué razón la Santísima Virgen, que lo dio a luz, no ha de ser llamada Madre de Dios?
Esta es la fe que nos trasmitieron los discípulos del Señor, aunque no emplearan esta misma expresión.
Así nos lo han enseñado también los santos Padres».
(San Cirilo de Alejandría, Obispo, Carta 1).
¡Muéstrate Madre, María!
(Pastores, n. 1)