HUMILLARSE Y
PEDIR PERDÓN
Reflexión para sacerdotes
desde el Corazón de la Madre
P. Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
«Todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido» (Lc 18, 14)
Hijo mío, sacerdote: el Hijo de Dios, por haberse humillado, ha sido enaltecido.
Él, que jamás cometió un pecado, se hizo pecado, y padeció y murió crucificado, para destruir con su muerte el pecado.
Por Él han sido todos los hombres justificados. Pero solo el que crea en Él será salvado. Y todo el que cree en Él reconoce en su Palabra la verdad. Y con el corazón contrito y humillado se acerca a Él y pide perdón, porque se sabe necesitado de la gracia que, a través de las manos del sacerdote, Dios derrama en el momento en que el sacerdote dice las palabras de absolución.
Los pecados que ustedes, sacerdotes, perdonen, quedarán perdonados. Los que no perdonen, no quedarán perdonados. Y esta es Palabra de Dios.
Qué gran responsabilidad les ha dado su Señor. La eficacia de la cruz depende del pecador y del confesor.
El trabajo pastoral de todo sacerdote, sin distinguir cuál sea su ministerio, debe concluir en llevar la misericordia de Dios a su pueblo, acercándolos al sacramento de la reconciliación. Porque de nada sirve que le digan ‘Señor, Señor’, que hagan mil horas de adoración, que se desgasten trabajando y haciendo sacrificios, si no aceptan la gracia del perdón, y a sí mismos creen que se justifican por sus buenas obras, diciendo que no lo necesitan.
¡Eso es despreciar el sacrificio del Hijo de Dios! Es decir que Cristo es un mentiroso, y no vale nada su pasión, su muerte y su resurrección.
Todo hombre debe reconocerse creatura, y a Dios su creador. Humillarse ante Él, reconociéndose pecador, porque lo es.
Y todo sacerdote debe predicar el Evangelio y enseñar a sus fieles con el ejemplo.
Por tanto, el sacerdote debe humillarse y pedir perdón.
No despreciar a ningún hombre por ser pecador.
No considerarse ante nadie superior, sino reparar por todos los pecados que escucha en confesión, asumiéndolos como propios, para aliviar el dolor que padece por ellos constantemente el Hijo de Dios, y reparar por sus propios pecados especialmente, porque son los que más ofenden a Dios.
Humíllate, sacerdote, para que seas enaltecido en la cruz de tu Señor.
El que esté libre de pecado que arroje la primera piedra. Aquí está su Madre del cielo para recibir el golpe de aquel que se atreva.
Reciban mi bendición, y aprendan a humillarse como la esclava del Señor, a mirar al cielo y agradecer. Porque el Señor se complace en la humillación de sus criaturas.
¡Alabado sea Jesucristo, Rey de reyes y Señor de señores! Todo ha sido puesto bajo sus pies. De Él es todo el honor, la gloria y el poder.
«Pon atención a quien ruega.
¿De qué te admiras de que Dios perdone cuando el pecador se reconoce como tal?
Has oído la controversia sobre el fariseo y el publicano; escucha la sentencia.
Escuchaste al acusador soberbio y al reo humilde; escucha ahora al juez: En verdad les digo.
Dice la verdad, dice Dios, dice el juez: yo les aseguro que éste bajó a su casajustificado y aquél no»
(San Agustín, Sermones).
¡Muéstrate Madre, María!
(Pastores, n. 17)
PASTORES: COLECCIÓN DE REFLEXIONES PARA SACERDOTES