Lc 12, 54-59 - ARREGLARSE EN EL CAMINO
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Reflexión para sacerdotes desde el Corazón de Jesús

P. Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

Una persona con una multitud de gente Descripción generada automáticamente

«Cuando vayas con tu adversario a presentarte ante la autoridad, haz todo lo posible por llegar a un acuerdo con él en el camino, para que no te lleve ante el juez, el juez te entregue a la policía, y la policía te meta en la cárcel. Yo te aseguro que no saldrás de ahí hasta que pagues el último centavo» (Lc 12, 58-59)

Amigo mío: así te llamo yo, porque te he reconciliado conmigo, y te he dado a conocer todo lo que mi Padre me ha dicho.

Te hice mi siervo, pero te trato como amigo.

Te he dado todo lo que es mío.

Tienes mi poder para obrar en mi nombre, para predicar y para perdonar los pecados de los hombres que yo ya he perdonado en la cruz.

Sé consciente de lo que significa el poder que yo te doy, y la grandeza del tesoro del sacramento de la Reconciliación.

Con mi sacrificio he redimido al mundo. Sin embargo, he querido hacerte parte conmigo del plan de salvación de mi Padre.

Somo un equipo, somos uno tú y yo. Tanto te amo que lo difícil o imposible para ti ya lo hice yo.

A ti te toca atraer a los hombres pecadores a mí, a través de tu ministerio, de tu trabajo pastoral, de tu predicación, de tu ejemplo, convencerlos y ayudarlos para que confiesen sus pecados y tú puedas perdonarlos. Porque los pecados que tú perdones quedarán perdonados, pero los que no perdones quedarán sin perdonar.

Por tanto, he aquí el misterio de tu sacerdocio: configurado estás conmigo para completar mi misión.

Yo abrí la puerta de la salvación, pero tú tienes una gran responsabilidad. Tú tienes la última palabra para que en cada uno de los pecadores actúe la gracia de mi cruz con eficacia.

Y esto es así, porque, a pesar de todo lo que yo al mundo le di para hacer a todos los hombres míos, por voluntad de Dios conservan el libre albedrío.

Y el que no quiera ser perdonado no será obligado. Pero el que confiese sus pecados, el que acuda a ti, sacerdote, con el corazón contrito y humillado, y pida perdón, quedará perdonado, será liberado de sus culpas, y tendrá parte conmigo y contigo en mi Paraíso.

Es, por tanto, necesario que se arreglen contigo en el camino, no sea que les llegue su hora de comparecer ante mí y no se hayan convertido, y sean merecedores de castigo.

Mi Corazón sufre ya desde ahora por aquellos que vendrán a mí sin haberse reconciliado conmigo a través de ti.

Por tanto, yo te animo a que cumplas con tu deber, y consigas, a través de tu ministerio, para mí, un pueblo fiel.

Pero algo más tengo que recordarte: tú no estás exento de cometer pecado. Tú también debes hacer lo mismo: arrepentirte, pedir perdón ante otro que también haya recibido el don que tú has recibido, porque tú, que tienes el poder de perdonar los pecados de mi pueblo, no puedes perdonarte a ti mismo. Nadie puede ser juez y parte.

Yo te aconsejo que examines tu conciencia cada día. Que revises la rectitud de tus intenciones. Que te arrepientas verdaderamente de tus ofensas a Dios, para que tengas parte conmigo. Porque tú, a pesar de ser un hombre pecador, eres mi elegido. Yo deseo compartir mi gloria contigo. Yo te perdono, pero tú tienes la última palabra.

Yo te amo, pero tú tienes libertad para decidir amarme, tomar tu cruz y seguirme, o rechazar mi gracia y herir profundamente mi Corazón, separándote de mí. Y aun, si así lo hicieras, tienes el poder –lo conservas–, para aplicar la eficacia de la gracia derramada de mi cruz para muchas almas.

Si tú no quieres entrar por esta puerta, yo te pido, amigo mío, que perdones los pecados de mi pueblo y los dejes pasar, a pesar de tus graves faltas. Por ese favor, yo mantendré abierto para ti mi Corazón, y te daré la oportunidad de pedir perdón al final de tu vida, antes de llamarte a juicio, por mi misericordia.

Pero, te aseguro, que ese día sufrirás como nadie más, porque, aunque me darás buenas cuentas de tu trabajo, y en el cielo muchas almas que hayas llevado contarás, las ofensas que me has hecho, del mismo modo que yo he sufrido, sufrirás, cuando seas consciente de tu configuración con el Cordero Inmaculado de Dios.

Yo te aconsejo que desde ahora te prepares, arregles cuentas conmigo, y vivas en paz, sintiéndote digno de ser un siervo fiel, al que yo le llamo amigo, porque hace lo que tiene que hacer.

 

«Junto a la Celebración eucarística diaria, la disponibilidad a la escucha de las confesiones sacramentales, a la acogida de los penitentes y, cuando sea requerido, al acompañamiento espiritual, son la medida real de la caridad pastoral del sacerdote y, con ella, testimonian que se asume con gozo y certeza la propia identidad, redefinida por el Sacramento del Orden y que nunca se puede limitar a mera función.

El sacerdote es ministro, es decir, siervo y a la vez administrador prudente de la divina Misericordia. A él queda confiada la gravísima responsabilidad de “perdonar o retener los pecados” (cfr. Jn 20, 23); a través de él, los fieles pueden vivir, en el presente de la Iglesia, por la fuerza del Espíritu, que es el Señor y da la vida, la gozosa experiencia del hijo pródigo, el cual, cuando regresa a la casa del padre por vil interés y como esclavo, es acogido y reconstituido en su dignidad filial.

Donde hay un confesor disponible, antes o después llega un penitente; y donde persevera, incluso de manera obstinada, la disponibilidad del confesor, ¡llegarán muchos penitentes!

Redescubrir el Sacramento de la Reconciliación, como penitentes y como ministros, es la medida de la auténtica fe en la acción salvífica de Dios, que se manifiesta con más eficacia en el poder de la gracia que en las estrategias humanas organizadoras de iniciativas, incluidas las pastorales, que a veces olvidan lo esencial».

(Congregación para el Clero, El sacerdote confesor y director espiritual, ministro de la Misericordia divina, Presentación)

¡Muéstrate Madre, María!

(Pastores, n. 16)

PASTORES: COLECCIÓN DE REFLEXIONES PARA SACERDOTES

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