EL GRAN DESEO
DE MARÍA
Reflexión para sacerdotes
desde el Corazón de María
P. Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
«Entraron en la casa y vieron al niño con María, su madre, y postrándose, lo adoraron» (Mt 2, 11)
Hijos míos: cuántos profetas desearon ver lo que mis ojos vieron y oír lo que mis oídos oyeron.
Ver al Hijo de Dios en este pequeño niño, y a los sabios, los reyes de tierras lejanas, postrados a sus pies, adorándolo, ofreciéndole sus riquezas, reconociéndolo como el único rey, fue impresionante, fue maravilloso.
Cuánta alegría en mi corazón inmaculado había en esa epifanía.
Cuánta admiración pude ver en los ojos de José, al contemplar aquella escena. Éramos tan solo tres: Jesús, María y José, testigos del gran amor de Dios por el mundo.
Y de un momento a otro llegaron los pastores adoradores, para ser testigos de la Luz. Y luego los Magos de oriente, que sin dudar emprendieron un largo camino, buscando al Niño que ya había nacido y, encontrándolo junto a mí, lo adoraron.
Cuánta esperanza albergó mi corazón de que el mundo lo conociera, lo recibiera, lo adorara, tal y como lo adoraban ellos y lo adoraba yo. Y, al contemplar su rostro hermoso, su pequeño cuerpo humano maravilloso, un gran deseo nacía en mi corazón:
Que lo adoren todos los pueblos.
Que al pronunciar su nombre toda rodilla se doble.
Que se consume su misión con el sí de cada corazón.
Que cada hombre se postre a sus pies, arrepentido, y reciba su perdón.
Que se haga en cada uno la voluntad de Dios.
Que cada día sea una epifanía del amor y la misericordia de Dios, en cada pueblo, en cada nación, unidos a una sola voz, adorando al Hijo de Dios.
Que lo adoren los sacerdotes, a través de sus ministerios cumplidos en santidad.
Que lo adoren los religiosos, entregando sus vidas en silencio y humildad, orando y alabando al Hijo de Dios.
Que lo adoren todos los hombres en medio del mundo, viviendo sus vidas ordinarias en santidad, aceptando la manifestación del amor de Dios, correspondiendo con el cumplimiento de su divina voluntad.
Que lo adoren aun cuando no lo hayan conocido, tan solo porque en sus corazones alberguen la luz, que ha brillado para el mundo.
Que lo adoren los vivos, y los muertos resucitados en Cristo.
Que lo adoren los ángeles y todo ser viviente, porque por Él han sido creadas todas las cosas.
Adóralo tú.
Comparte mi deseo y manifiesta tu amor al Hijo de Dios, adorando la Sagrada Eucaristía, noche y día, dándole el regalo del oro, el incienso y la mirra, como los tesoros que guardo y medito en mi Corazón.
Que la paz de mi corazón, y la luz del Niño Jesús se hagan presentes en cada uno al pronunciar su nombre, y sea cada día mi amor, a través de ustedes, para el mundo, epifanía.
«Cristo aparece más bien como señor, que como sometido a la estrella, pues la estrella no mantuvo en el cielo su ruta sideral, sino que mostró el camino hasta el lugar en que había nacido a los hombres que buscaban a Cristo.
En consecuencia, no fue ella la que de forma maravillosa hizo que Cristo viviera, sino que fue Cristo quien la hizo aparecer de forma extraordinaria.
Tampoco fue ella la que decretó las acciones maravillosas de Cristo, sino que Cristo la mostró entre sus obras maravillosas.
Él, nacido de madre, desde el cielo mostró a la tierra un nuevo astro.
Él que, nacido del Padre, hizo el cielo y la tierra.
Cuando Él nació apareció con la estrella una luz nueva; cuando Él murió se veló con el sol la luz antigua.
Cuando Él nació, los habitantes del cielo brillaron con un nuevo honor; cuando Él murió, los habitantes del infierno se estremecieron con un nuevo temor.
Cuando Él resucitó, los discípulos ardieron de un nuevo amor; y cuando Él ascendió, los cielos se abrieron con nueva sumisión.
Celebremos, pues, con devota solemnidad también este día, en el que los magos, procedentes de la gentilidad, adoraron a Cristo una vez conocido, como ya celebramos aquel día en que los pastores de Judea vieron a Cristo una vez nacido.
El mismo Señor y Dios nuestro eligió a los apóstoles, de entre los judíos, como pastores, para congregar, por medio de ellos, a los pecadores que iban a ser salvados de entre los gentiles»
(San Agustín, Sermones de Navidad, n. 199)
¡Muéstrate Madre, María!
(Pastores, n. 5)
PASTORES: COLECCIÓN DE REFLEXIONES PARA SACERDOTES