RENACER DE LO ALTO
Reflexión para sacerdotes
desde el Corazón de María
P. Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
«Al salir Jesús del agua, una vez bautizado, se le abrieron los cielos y vio al Espíritu de Dios, que descendía sobre él en forma de paloma y oyó una voz que decía desde el cielo: “Éste es mi Hijo muy amado, en quien tengo mis complacencias”» (Mt 3, 16-17)
Hijo mío, sacerdote: tú has renacido de lo alto.
Has sido bautizado con agua y con el fuego del Espíritu Santo.
Ha sido renovada tu alma, para ser como debió haber sido desde un principio. Porque naciste encadenado a la muerte, pero el Señor tanto te ama, que ha muerto por ti, dio su vida por ti, pagó con su sangre tu rescate, para liberarte, para salvarte de la muerte y darte vida.
Dale gracias a Dios, como lo hago yo, porque te ha dado vida en abundancia.
Desde antes de que nacieras te eligió y te consagró para Él.
Te cuidó cuando eras niño, y a través de mi abrazo maternal te protegió. Tu alma quedó limpia, como la nieve. Blanca, resplandeciente.
Cuánto te parecías a Él. A ese Niño que de mi vientre nació, y yo arrullé, cuidé y protegí, para que creciera en medio del mundo, como un niño más, sin llamar la atención.
Un niño normal, que jugaba, que reía, que aprendía.
Y después creciste tú, y ya no eras tan parecido a Él. Tus errores, tus pasiones, tus deseos, tus sueños, eran distintos a los que tenía Él. Y, sin embargo, Él nunca te dejó. Te acompañó. Con paciencia esperó a que madurara tu mente, tu cuerpo, tu corazón.
Entonces te llamó. Y cuál fue tu sorpresa, al darte cuenta de que todos tus sueños, tus deseos, tus planes, no eran los de Dios. Él tenía para ti planes más grandes. Él te quería a ti, y lo logró: te tuvo, te tiene y te tendrá, a pesar de ti.
¿Recuerdas esa manifestación del amor de Dios en tu vida?
Cuánta vergüenza sentiste por no poder corresponder con la pureza, con el amor, con la entrega que merece Él. Pero dijiste sí, y Él, viendo tu humildad y tu disposición, envió a su Espíritu Santo y descendió sobre ti, renovando tu alma para hacerte digno de Él.
Te llenó de su gracia y te hizo como Él, Cristo, y eterno sacerdote.
Cuánta alegría albergó tu corazón cuando celebraste tu primera misa.
Cuando perdonaste los pecados de un pobre penitente en tu primera confesión.
Cuando celebraste, como sacerdote, tu primer bautismo, dando vida nueva a un pequeño niño, en el Espíritu.
Cuando diste tu Primera Comunión, habiendo consagrado el pan y el vino tú mismo, llenando a las almas con la gracia del alimento de vida, que es Cristo.
Cuando uniste por primera vez a una pareja en santo matrimonio, dando inicio a una nueva familia.
Cuando asististe al obispo en aquella confirmación.
Y cuando administraste a un enfermo, por primera vez, la unción.
¿Recuerdas, hijo mío, esa emoción?
Renueva tu alma, sacerdote, para que, cada vez que administres los sacramentos de tu Señor, fruto de la cruz, sientas la emoción de aquella primera vez. Y, si no sintieras nada, por lo menos no te acostumbres a las maravillas que, a través de ti, pobre instrumento de Dios, realiza el Hijo de Dios con la gracia del Espíritu Santo.
Celebra este día, de la fiesta del Bautismo del Señor, haciendo un examen de conciencia, pidiendo al Señor perdón, dispuesto tu corazón a recibir al Espíritu Santo, para que te llene de su gracia y de su don, con la intención recta en tu corazón de darle buen fruto a tu Señor.
Tú eres un trabajador de su viña. Te pedirá cuentas. Que ese día puedas decirle: “he administrado tu gracia, Señor, asistido por el Espíritu Santo que me has dado, y a quien he recibido y tratado como dulce huésped de mi alma. No sé si he dado buenos resultados, pero, por lo menos, puedo decirte que he puesto en tu servicio todo mi corazón, y que te amo, Señor”.
Que esta fiesta te recuerde la revelación de Dios en medio del mundo, Padre, Hijo y Espíritu Santo, una Santísima Trinidad, que llena y desborda tu alma de amor, para que vuelvas tus ojos a Él, y en acción de gracias le entregues tu vida, para que el Padre manifieste al mundo su amor por ti, cuando en ti y en tus obras, por tu configuración perfecta con Cristo, su amadísimo Hijo, se complazca.
El Espíritu Santo está sobre ti. Demos gracias a Dios.
«Dios, que es el solo Santo y Santificador, quiso tener a los hombres como socios y colaboradores suyos, a fin de que le sirvan humildemente en la obra de la santificación. Por esto congrega Dios a los presbíteros, por ministerio de los obispos, para que, participando de una forma especial del Sacerdocio de Cristo, en la celebración de las cosas sagradas, obren como ministros de Quien por medio de su Espíritu efectúa continuamente por nosotros su oficio sacerdotal en la liturgia. Por el Bautismo introducen a los hombres en el pueblo de Dios; por el Sacramento de la Penitencia reconcilian a los pecadores con Dios y con la Iglesia; con la unción alivian a los enfermos; con la celebración, sobre todo, de la misa ofrecen sacramentalmente el Sacrificio de Cristo. En la administración de todos los sacramentos, como atestigua San Ignacio Mártir, ya en los primeros tiempos de la Iglesia, los presbíteros se unen jerárquicamente con el obispo, y así lo hacen presente en cierto modo en cada una de las asambleas de los fieles. Pero los demás sacramentos, al igual que todos los ministerios eclesiásticos y las obras del apostolado, están unidos con la Eucaristía y hacia ella se ordenan. Pues en la Sagrada Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia».
(Concilio Vaticano II, Decr. Presbyterorum ordinis, n. 5).
¡Muéstrate Madre, María!
(Pastores, n. 258)
PASTORES: COLECCIÓN DE REFLEXIONES PARA SACERDOTES