CONSTRUCTORES DEL REINO DE LOS CIELOS
Reflexión para sacerdotes
desde el Corazón de Jesús
P. Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
«Ahora díganme: Cuando vuelva el dueño del viñedo, ¿qué hará con esos viñadores?”. Ellos le respondieron: “Dará muerte terrible a esos desalmados y arrendará el viñedo a otros viñadores, que le entreguen los frutos a su tiempo”» (Mt 21, 40-41).
Amigo mío: Dios, que todo lo creó, les dio a los hombres esta tierra, y les dio todo poder y libertad sobre ella, para que mucho fruto le dieran.
Y, a su tiempo, les envió a Moisés y a los profetas, para que los guiaran, para que los enseñaran, para que les advirtieran y los corrigieran, porque vivían como si Dios no existiera.
De la ley de Moisés se olvidaron, y a los profetas los mataron. Y Dios tanto amó al mundo, que envió a su único Hijo, para que todo el que crea en Él se salve.
Pero lo desterraron, lo torturaron, lo despreciaron, lo crucificaron. Siendo el dueño y señor de todo lo creado, de todo lo despojaron, lo mataron.
Yo soy ese Hijo, que dio la vida por su propia voluntad, para cumplir la voluntad del Padre. No para destruir a los hombres malvados, sino para morir por ellos, para destruir el pecado, para pagar con mi preciosa sangre el precio de su libertad, porque estaban atados al mal.
Yo soy el salvador del mundo, el redentor de la humanidad, la piedra que los constructores desecharon, y que es ahora la piedra angular de la construcción del Reino de Dios, que es la Santa Iglesia.
Yo soy aquel que fue llevado al matadero, como cordero, en silencio, sin abrir la boca. Que murió en una cruz, signo del amor infinito de Dios por la humanidad.
¡Pero he resucitado! ¡Estoy vivo!
Yo soy la piedra angular de tu vida, amigo mío.
Yo elegí a mis siervos para que cuiden lo que es propiedad de mi Padre. No son tierras, no son mares, no son riquezas ni bienes materiales, porque todo eso yo lo desprecié. Es la humanidad renovada lo que yo le di, lo que le pertenece y me pertenece a mí, porque todo lo mío es de mi Padre, y todo lo de mi Padre es mío.
Y yo te elegí a ti para que cuides, guíes, dirijas, salves a las ovejas de mi rebaño. Cada una de ellas es tierra fértil, en la que yo te envío, para que siembres y coseches fruto abundante para mí.
No todos te creerán, no todos te amarán. Algunos te perseguirán, te odiarán, y te desterrarán por mi causa.
Pero yo no te he enviado solo. Yo estoy contigo todos los días de tu vida. Te he dado mi poder. Somos uno.
Yo soy Rey. Vamos a conquistar los corazones de los hombres. Yo gané para ellos su libertad, para que vengan a mí en total libertad.
Pueden desecharme de su tierra, vivir como si yo no existiera, y morir como un árbol malo que no da fruto, que es arrancado de la tierra para arrojarlo al fuego eterno.
O pueden creer en mí, amarme, adorarme, recibirme, alimentarse de mí, transformarse en ofrenda, orando y trabajando para mí, entregándome el fruto bueno y abundante que les pedí. Y yo les daré la vida eterna en mi Paraíso.
Pero no depende solo de ellos, sino también de ti, porque necesitan de la gracia para llegar a mí. Y yo la confié a ti. Si tú, siervo mío, no administras bien mi misericordia, si no impartes con eficacia mis sacramentos, porque no quieres, o porque el pueblo a ti no se acerca porque das mal ejemplo, ¿cómo llegará mi gracia a ellos?
Tú eres constructor del Reino de los cielos, cabeza de la Santa Iglesia, en configuración conmigo. De ti depende la conversión y santificación de mi pueblo. Ese es tu trabajo: servirlos, porque eres mi siervo, y yo no he venido a ser servido, sino a servir. Ve tú y haz lo mismo.
Yo no te llamo siervo, te llamo amigo. Porque todo te lo he dado a conocer. Lo mismo que mi Padre me ha dicho a mí, tú lo conoces bien. Pero, para tener parte conmigo en mi Paraíso, debes presentar tu ofrenda también. Tus frutos son los frutos de la Iglesia, que a ti confié.
Tú eres lo mismo que yo, piedra angular de la construcción del Reino de Dios. Sin sacerdote no hay Iglesia. Sin ti el pueblo no puede llegar a mí.
Sé un buen siervo de Dios. Yo te ayudo. Estoy aquí, frente a ti.
Tú mismo me sostienes en tus manos, me haces bajar del cielo para entregarme a mi pueblo. Yo mismo los alimento, los santifico y los salvo, pero te amo tanto, que yo quiero depender de ti, para que merezcas la gloria que yo tengo en mi Paraíso, y que deseo compartir contigo.
SERVIAM!
«¡Qué cantidad y qué magnitud de hechos laten en tan pocas palabras! En primer lugar, porque existe una bondad natural que muchas veces llega hasta a fiarse de los mismos indignos; después, porque, como último remedio a todos los males, vino Cristo, y entonces el que reniega del heredero, no puede esperar en el Padre.
Pero Cristo es al mismo tiempo heredero y testador: heredero porque sobrevivió a su propia muerte y, para nuestro bien, recogió, por así decirlo, los beneficios y la herencia de los dos Testamentos que El mismo había creado.
Con toda justicia, por tanto, les pregunta; pretendiendo con ello que su propia respuesta les sirva de condenación. Y continúa diciendo que el Señor de la viña va a venir, porque la majestad del Padre reside también y en el mismo grado en el Hijo, o porque en los últimos tiempos su presencia se hará sentir más en los corazones de los hombres.
Así, ellos mismos pronunciarán su propia sentencia condenatoria, es decir, perecerán los malos y la viña pasará a manos de otros colonos. Consideremos ahora quiénes son estos colonos, y quién es esta viña.
La viña es una figura de cada uno de nosotros, ya que el pueblo de Dios, enraizado en el tronco de la viña eterna, se eleva sobre la tierra y, brotando de un terreno árido, lanza ahora al exterior sus yemas y sus flores, se reviste de un verdor que la envuelve plenamente, recibe la dulce savia, logrando que vaya madurando sus ramos, como los sarmientos de una vid fecunda.
El que cuida la viña es el Padre omnipotente, la vid es Cristo y nosotros los sarmientos, que, si no producimos fruto en Cristo, seremos arrancados por la guadaña del eterno viñador»
(San Ambrosio).
¡Muéstrate Madre, María!
(Pastores, n. 137)
PASTORES: COLECCIÓN DE REFLEXIONES PARA SACERDOTES