PRUDENTES
Reflexión para sacerdotes
desde el Corazón de María
P. Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
«Mientras aquéllas iban a comprarlo, llegó el esposo, y las que estaban listas entraron con él al banquete de bodas y se cerró la puerta. Más tarde llegaron las otras jóvenes y dijeron: ‘Señor, señor, ábrenos’. Pero él les respondió: ‘Yo les aseguro que no las conozco’. Estén pues, preparados, porque no saben ni el día ni la hora» (Mt 25, 10-13).
Hijo mío, sacerdote: la prudencia es una maravillosa virtud. Muchas otras virtudes dependen de esta, y tú, sacerdote del Corazón de Jesús, debes vivirla heroicamente, para estar preparado constantemente para el encuentro cotidiano con tu Señor. Y para el encuentro definitivo, especialmente.
Pero si no eres fiel en lo pequeño, si no cuidas las cosas del día a día, si no proteges constantemente tu alma de la influencia maligna, ¿cómo estarás bien preparado para el gran día de la venida gloriosa del Rey?
Ojalá te encuentre cumpliendo con tu deber, atento, en vela, con el corazón bien dispuesto, porque ese día, hijo mío, te pedirá cuentas.
Y con esa misma prudencia debes enseñar a tu rebaño, a todas esas almas que el Señor te ha confiado, para que el Señor, cuando venga, los encuentre, a hombres y mujeres, niños, jóvenes y ancianos, bien preparados.
De ti depende que el Señor, cuando vuelva, encuentre fe sobre la tierra. Ese es el fruto de la prudencia.
Tú, sacerdote, debes pedir todos los días la asistencia del Espíritu Santo, para que, con su luz, sepas discernir los buenos y los malos actos, y actúes en consecuencia, obrando siempre el bien, santificando tu alma, y santificando a tu rebaño también.
Examina tu conciencia, deja que salgan a la luz tus intenciones y pensamientos. Júzgate a ti mismo. No te permitas ni un solo débil consentimiento de tus faltas, de tus errores, de tus pecados, de otros amores que no sean el verdadero amor de Cristo Jesús, tu Amo y Señor.
Esfuérzate por ser un hombre precavido, no sea que se te acabe el vino, porque estés lejos de Él, y sientas vergüenza de acercarte a mí, para el vino nuevo conseguir.
Hijo mío, yo estoy aquí. No te dejaré. La puerta que tu Señor abrió yo no la cerraré. Te ayudaré a entrar, pero apresúrate, que se hace tarde. No te duermas cuando aceite no tengas, porque tu Señor está pronto a llegar.
Sé prudente, no dejes tu vida espiritual debilitar. No dejes para más tarde, para después, aquello que debes corregir, que has dejado atrás. No te engañes: ninguno de los pecados que no has confesado han sido perdonados ni olvidados.
Es tiempo de reconocerlos, de confesarlos, de repararlos.
Es tiempo de acumular tesoros en el cielo, con el aceite de tu oración, de tu fe, de tu esperanza, de tu caridad.
Sé prudente y no cobarde. La prudencia te da el valor, el coraje, para enfrentarte a ti mismo cara a cara, alma, cuerpo y corazón, con la faz de Cristo desfigurado, que se adelanta y se presenta ante ti para reconciliarte con Él, para convertirte, para renovar tu alma, y seas digno de ver cara a cara su rostro glorificado.
Vive, hijo mío, santamente tu ministerio.
Valora el don de tu vocación sacerdotal.
Agradece el poder que tu Señor te ha dado para obrar en su nombre y salvar muchas almas para Él.
Reconócete siervo indigno suyo, y ten la prudencia de estar siempre atento para servirlo.
Escucha su Palabra y aplícala a tu vida.
Practica las enseñanzas del Evangelio.
Ten la prudencia de ayudarte a ti mismo con industrias humanas, para tener siempre presente que en cualquier momento el Justo Juez vendrá a tu encuentro. Y tú serás juzgado con más rigor que el pueblo, porque tú has sido configurado con el amor.
Nadie sabe ni el día ni la hora, pero tienes la seguridad de que tu Señor vendrá; y tú, sacerdote, ministro del Rey, ¿estás preparado?
«¿Qué quieren decir estas palabras: no llevaban aceite en sus lámparas? En su vaso, es decir en su corazón… Las vírgenes insensatas, que no han llevado el aceite con ellas, han procurado complacer a los hombres por su abstinencia y por sus buenas obras, que simbolizan las lámparas. Ahora bien, si el motivo de sus buenas obras es el de complacer a los hombres, no llevan el aceite con ellas. Pero vosotros, llevar este aceite con vosotros; llevadlo en vuestro interior donde sólo mira Dios; llevad allí el testimonio de una buena conciencia… Si evitáis el mal y hacéis el bien para recibir los elogios de los hombres, no tenéis aceite en el interior de vuestra alma…
Antes de que estas vírgenes se durmieran, no dice que sus lámparas estén apagadas. Las lámparas de vírgenes sensatas brillan con un vivo resplandor, alimentadas por el aceite interior, por la paz de la conciencia, por la gloria secreta del alma, por la caridad que la inflama.
Las lámparas de las vírgenes necias también brillan, y ¿por qué brillan? Porque su luz era mantenida por las alabanzas de los hombres. Cuando se han levantado, es decir, en la resurrección de los muertos, han empezado a disponer sus lámparas, es decir, a preparar la cuenta que debían rendir a Dios de sus obras. Sin embargo, entonces no hay nadie para alabarlas… Buscan, como lo han hecho siempre, brillar con el aceite de otros, vivir de los elogios de los hombres: Dadnos de vuestro aceite, porque nuestras lámparas se apagan».
(San Agustín, Sermones sobre los Evangelios sinópticos, Sermón n. 93).
¡Muéstrate Madre, María!
(Pastores, n. 186)
PASTORES: COLECCIÓN DE REFLEXIONES PARA SACERDOTES