CURAR A LA IGLESIA
Reflexión para sacerdotes
desde el Corazón de Jesús
P. Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
«“Señor, si quieres, puedes curarme”. Jesús extendió la mano y lo tocó, diciéndole: “Sí quiero, queda curado”. Inmediatamente quedó limpio de la lepra» (Mt 8, 2-3)
Amigo mío: la voluntad de mi Padre es que todos los hombres se salven. Para eso me envió al mundo: para hacer su voluntad. Y yo dije sí, y obedecí.
Mi vida entregué por esa divina voluntad.
Padecí en la cruz.
Morí, renunciando a todo lo que era mío en este mundo -porque por mí todo fue creado-, para recuperarlo de nuevo renovado.
Estoy vivo. He resucitado.
Todo lo que se había perdido por el pecado para mi Padre lo he ganado, con el precio de mi sangre.
Dime. Después de todo lo que hice por ti, ¿crees que yo querría dejarte abandonado a tu suerte?
En la soledad, en la enfermedad, en la tribulación, en la tormenta, en el desierto, en la persecución, en la guerra, en el peligro, en la tentación, y también en tu traición -cuando has pecado contra Dios-, he estado presente yo.
No te he abandonado. Siempre he estado a tu lado, para recuperarte, para conquistarte, para atraerte de nuevo hacia mí, dispuesto a limpiarte de la lepra que carcome tu corazón, tocando tu alma con la fuerza del Espíritu de Dios, porque puedo, porque quiero, porque te amo, y no te dejaré jamás.
Yo voy a perfeccionarte.
Yo voy a santificarte.
A mi Paraíso voy a llevarte.
Yo quiero curarte.
Muéstrame tu disposición, y haré mío tu corazón. Te haré mi testigo, para que des testimonio de la misericordia del Hijo de Dios en carne propia.
Amigo mío: yo amo a mi Esposa, la Santa Iglesia. Yo quiero curarla, quiero limpiarla, quiero purificarla. Ella es mía para siempre.
Yo te envío como instrumento divino, para santificarla y hacerla digna para mí.
Yo quiero que te tomes tu condición sacerdotal, tu configuración conmigo, muy en serio.
Has sido desposado con la Iglesia. Un esposo debe amar y respetar a su esposa, dar la vida por ella. De cualquier peligro debería protegerla, darle todo lo que necesita, ser uno con ella. Ese es tu deber. Has jurado servirme a través de ella: ¡sírveme!
Tienes el poder de curarla. Yo te lo di. Sólo tienes que querer.
«Del mismo modo que aparece en el Señor el poder y la autoridad, así aparece en este hombre la constancia de la fe. Se postró en tierra, lo cual es signo de humildad y confusión, para que cada uno se avergüence de las afrentas de su vida. Mas la vergüenza no impidió la confesión: mostró la herida, pidió el remedio, y su misma confesión está llena de religión y de fe: “Si quieres, dice, puedes sanarme”. Atribuye el poder a la voluntad del Señor; al decir a la voluntad del Señor, no es que haya dudado, como un incrédulo, de su bondad, sino que, consciente de su bajeza, no se ha engreído. Y el Señor, con esa dignidad que le caracteriza, le responde: “Lo quiero, sé limpio”.
Y “al instante le dejó la lepra”. Pues no hay intervalo entre la obra de Dios y su orden: la misma orden incluye la obra: “Dijo y fue hecho” (Ps 32,9). Observa que no puede dudarse, porque la voluntad de Dios es poder. Si, pues, en Él, querer es poder, los que afirman la unidad de querer en la Trinidad afirman al mismo tiempo la unidad de poder. La lepra desapareció inmediatamente; para que conozcas la voluntad de curar, ha añadido la realización de tal obra»
(San Ambrosio, Tratado sobre el Evangelio de San Lucas (I))
.
¡Muéstrate Madre, María!
(Pastores, n. 111)
PASTORES: COLECCIÓN DE REFLEXIONES PARA SACERDOTES