VIVIR LA PALABRA
Reflexión para sacerdotes
desde el Corazón de María
P. Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
«El que escucha estas palabras mías y las pone en práctica, se parece a un hombre prudente, que edificó su casa sobre roca» (Mt 7, 24)
Hijo mío, sacerdote: tú has sido llamado, y has sido elegido y ordenado sacerdote de Cristo. Se te ha dado gracia y autoridad para tratar a la Palabra cotidianamente, para predicarla, para enseñar la doctrina; y tienes el deber de meditarla y de vivirla.
La Palabra es el mismo Cristo, con el que tú estás configurado.
La Palabra está viva, y tú debes conocerla, familiarizarte con ella.
Es la Verdad revelada que tú debes creer y entender, para poderla explicar a tus fieles.
La Palabra es alimento espiritual, y tú no debes pasar hambre, hijo mío, sino diariamente saciarte.
Estás acostumbrado a leerla, y a que sea tu libro de cabecera.
Preparas tus homilías, tus clases.
Es tu consejera.
El Espíritu Santo te da luz a través de ella, para iluminar tu camino y el de aquellos que te siguen para llegar a Cristo.
Pero no basta escuchar la Palabra, meditarla, reflexionarla y enseñarla: debes vivirla, para darle cumplimiento a la voluntad de Dios, para ser congruente entre lo que dices, lo que predicas, lo que promueves, lo que enseñas, y lo que haces.
Sé prudente, porque tú eres responsable de construir tu propia casa, la morada de Cristo, el templo del Espíritu Santo, que es tu propia vida espiritual.
Tu alma debe estar bien formada y preparada. Y tu fe, puesta en obras.
Porque tus ornamentos no garantizan tu entrada al Reino de los cielos.
Tu carácter sacerdotal no te da el triunfo espiritual.
Tú, como todos los hombres, debes luchar, construir tu propio camino sobre roca, y permanecer firme, con la gracia de Dios, para que ningún viento fuerte, ninguna tormenta te pueda derribar.
Corrige tu camino. Yo te aconsejo, porque te amo, hijo mío. Y la Palabra de Dios se cumplirá hasta la última letra.
La Palabra es misericordia, y te advierte que no todo el que diga “Señor, Señor” entrará en el Reino de los cielos, sino solo aquel que cumpla la voluntad del Padre que está en el cielo.
La Palabra es la verdad, y no miente, porque no puede contradecirse a sí misma.
El Señor ha venido a traer misericordia, pero cuando llegue tu hora, hará justicia.
Todas tus obras, tus horas en el confesionario, tus misas celebradas, los sacramentos administrados, los consejos, las fiestas celebradas con el pueblo, las procesiones, los cantos y alabanzas, los demonios arrojados en el nombre del Señor, tu arduo trabajo y tu poco descanso, tus logros… todo lo que has construido, de nada te servirá si eres para el Justo Juez un desconocido, porque te has portado mal, porque tu corazón está lleno de malas intenciones, y has puesto primero la eficacia y la razón antes que el amor.
Si no has obedecido, si no has tomado tu cruz y lo has seguido, si no has cumplido la voluntad de Dios, si has pecado gravemente y lo has ofendido, y no te has arrepentido, y no has pedido perdón…
Si has causado escándalo, y has sido, para otros, motivo de perdición, serás arrojado al fuego eterno, irás al castigo, aunque lleves la sotana puesta, cuando llegue la hora de presentarte cara a cara al Señor.
Aún es tiempo, hijo mío. Escucha a tu Madre, que te dice: “escucha la Palabra del Señor, que te habla al oído en el Evangelio, ¡y haz lo que Él te diga!”
«Hay una forma concreta de escuchar lo que el Señor nos quiere decir en su Palabra y de dejarnos transformar por el Espíritu. Es lo que llamamos «lectio divina».
Consiste en la lectura de la Palabra de Dios, en un momento de oración, para permitirle que nos ilumine y nos renueve.
Esta lectura orante de la Biblia no está separada del estudio que realiza el predicador para descubrir el mensaje central del texto; al contrario, debe partir de allí, para tratar de descubrir qué le dice ese mismo mensaje a la propia vida.
La lectura espiritual de un texto debe partir de su sentido literal. De otra manera, uno fácilmente le hará decir a ese texto lo que le conviene, lo que le sirva para confirmar sus propias decisiones, lo que se adapta a sus propios esquemas mentales.
En la presencia de Dios, en una lectura reposada del texto, es bueno preguntar, por ejemplo: «Señor, ¿qué me dice a mí este texto? ¿Qué quieres cambiar de mi vida con este mensaje? ¿Qué me molesta en este texto? ¿Por qué esto no me interesa?».
O bien: «¿Qué me agrada? ¿Qué me estimula de esta Palabra? ¿Qué me atrae? ¿Por qué me atrae?».
Cuando uno intenta escuchar al Señor, suele haber tentaciones. Una de ellas es simplemente sentirse molesto o abrumado y cerrarse; otra tentación muy común es comenzar a pensar lo que el texto dice a otros, para evitar aplicarlo a la propia vida.
También sucede que uno comienza a buscar excusas que le permitan diluir el mensaje específico de un texto.
Otras veces pensamos que Dios nos exige una decisión demasiado grande, que no estamos todavía en condiciones de tomar.
Esto lleva a muchas personas a perder el gozo en su encuentro con la Palabra, pero sería olvidar que nadie es más paciente que el Padre Dios, que nadie comprende y espera como Él. Invita siempre a dar un paso más, pero no exige una respuesta plena si todavía no hemos recorrido el camino que la hace posible. Simplemente quiere que miremos con sinceridad la propia existencia y la presentemos sin mentiras ante sus ojos, que estemos dispuestos a seguir creciendo, y que le pidamos a Él lo que todavía no podemos lograr»
(Francisco, Ex. Ap. Evangelii Gaudium, nn. 152-153).
¡Muéstrate Madre, María!
(Pastores, n. 174)
PASTORES: COLECCIÓN DE REFLEXIONES PARA SACERDOTES