CELEBRAR LA VICTORIA
Reflexión para sacerdotes
desde el Corazón de Jesús
P. Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
«No he venido a traer la paz, sino la guerra» (Mt 10, 34)
Amigo mío: yo no he venido a traer la paz a la tierra.
Yo he venido, enviado por mi Padre, para hacer la guerra contra el enemigo, llamado príncipe de este mundo.
Y yo he ganado la guerra.
Yo he vencido al mundo, y te he llamado, y te he elegido, para que celebres esta victoria conmigo.
Pero, para celebrar conmigo, debes primero dejarlo todo, tomar tu cruz y seguirme.
Debes renunciar al mundo para ser digno de mí.
Instrucciones a mis discípulos les di.
Las mismas que te doy a ti.
Debes amarme por sobre todas las gentes, por sobre todas las cosas, y aun por encima de ti.
Debes serme dócil y obediente, hacer lo que yo te digo, para que seas digno de mí.
Mi Palabra es muy clara para ti.
Tienes la gracia para entenderla, y para vivir en este mundo del mismo modo que yo viví.
Debes querer lo que quiero yo, que es cumplir la voluntad de mi Padre, y luchar contra el enemigo, que, aunque ya está vencido, tiene permiso de mi Padre por algún tiempo para hacerte la guerra, para ponerte a prueba, y constatar que de verdad eres digno de mí.
Debes luchar por conservar tu fidelidad a mi amistad. Es una lucha interna, porque es dentro de ti que el demonio te tienta.
Son tus vicios y tus pasiones, tus debilidades, tus emociones, lo que debes dominar.
Y serás enfrentado con aquellos que buscarán llevar tu vocación sacerdotal al fracaso. Que, aunque sean conocidos, aunque se digan amigos, o aunque sean incluso familiares, en su debilidad se dejarán manipular por el mal, y serán instrumentos del maligno, para llegar a ti e intentar robar el tesoro de tu castidad, de tu virtud, de tu fe, de tu esperanza, de tu caridad, de tu humildad y de tu fidelidad.
Ten cuidado: busca la fortaleza en la oración.
Recibe la gracia de los sacramentos.
Déjate guiar por el Espíritu Santo, a través de un buen director espiritual.
No confíes en tus propias fuerzas, porque, te aseguro, que, ante el engaño del maligno, te sorprenderá tu debilidad.
Yo te ayudo. Mi gracia te basta.
Pero debes procurar tener trato íntimo conmigo. Es así como las batallas vencerás. Conmigo, con nadie más.
Acepta la ayuda que la Divina Providencia te da a través de las personas buenas que han comprendido que lo que hagan contigo lo hacen conmigo.
Vive el Evangelio, escúchalo, medítalo, practícalo, predícalo, y da la vida por el Evangelio, que es el Camino, la Verdad, y la Vida.
Entonces celebraremos juntos tú y yo. Tendrás el premio al final de la carrera. Yo mismo te coronaré con la gloria de mi victoria.
Yo soy tu Rey, tu Amo y Señor.
Yo soy la Palabra de Dios.
Y yo, en medio de la guerra, te daré mi paz, para que la lleves al mundo entero.
La paz de quien cree, vive y da la vida por el Evangelio.
La paz interior de un corazón como el mío, que te alcanzará la vida eterna, ¡para celebrar conmigo!
«Cristo trajo a la tierra el fuego, que abrasaba los delitos de la carne, o la espada, que es como el cuchillo, que simboliza un poder que se ejerce y “que penetra en lo más secreto del espíritu y de la médula” (Hb 4, 12).
Entonces, la carne y el alma, renovados por el misterio de la regeneración y olvidando lo que eran, comienzan a ser lo que no eran, separándose de la compañía del antiguo vicio, antes tan querido para ellos, y rompen así todo lazo con su pródiga posteridad; y todo para que, en realidad, los padres se dividan contra los hijos, es decir, la templanza del cuerpo destierre la intemperancia, y el alma evite la unión con la culpa, no dando lugar en sí a esa realidad externa a ella, venida de fuera, que es el vicio»
(San Ambrosio, Tratado sobre el Evangelio de San Lucas (I))
¡Muéstrate Madre, María!
(Pastores, n. 70)
PASTORES: COLECCIÓN DE REFLEXIONES PARA SACERDOTES